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OLIVER CROMWELL – Voltaire – Diccionario Filosófico

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

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VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Cronología

 

CROMWELL

Cromwell - Diccionario Filosófico de VoltaireHay escritores que dicen que Cromwell fue un bribón toda su vida. Yo no me atrevo a creerlo; creo que empezó por ser un fanático, y luego se sirvió del fanatismo, explotándolo para llegar a la grandeza. El novicio que es ferviente devoto a los veinte años, se convierte con frecuencia en un bribón a los cuarenta. Un hombre de Estado toma por limosnero a un fraile, saturado de las cualidades adquiridas en el convento. Es devoto, crédulo, torpe, ignora las prácticas del mundo; pero ese fraile aprende, se forma, llega a ser intrigante y consigue suplantar al hombre de Estado.

Cromwell, en su adolescencia, estuvo dudando si abrazaría la carrera eclesiástica o se haría soldado. Y fue una cosa y otra. En 1622 hizo una campaña en el ejército del príncipe de Orange, y cuando regresó a Inglaterra entró al servicio del obispo William, y fue el teólogo de monseñor, mientras monseñor pasaba por ser el amante de su mujer. Pertenecía a la secta de los puritanos, por lo que debía aborrecer con todo su corazón a los obispos y no querer a los reyes. Fue expulsado de la casa de William por ser puritano, y éste fue el origen de su fortuna. El Parlamento de Inglaterra se declaró contra la monarquía y contra el episcopado. Algunos amigos que tenía en el Parlamento le procuraron un beneficio en una aldea. Desde entonces puede decirse que comenzó a vivir. Había ya cumplido cuarenta años y nadie se había ocupado de él. Aunque conocía la Sagrada Escritura y disputaba sobre los derechos de los sacerdotes, de los diáconos, pronunciaba malos sermones y escribía algunos libelos, era un ignorante. Leí un sermón de los que compuso y me pareció insípido. Tenía mucha semejanza con las predicaciones de los cuáqueros. Seguramente no daba entonces ninguna muestra de la elocuencia persuasiva con que más tarde consiguió arrastrar a los Parlamentos. Eso fue sin duda porque era más a propósito para manejar los asuntos del Estado que los asuntos de la Iglesia. Su elocuencia consistía sobre todo en su tono y en sus ademanes. Un movimiento de aquella mano que ganó tantas batallas y mató muchos realistas era más persuasivo que un período de Cicerón. Es preciso confesar que se dio a conocer por su valor incomparable, que gradualmente le ascendió a la cumbre de la grandeza.

Empezó alistándose como voluntario que desea hacer fortuna en la ciudad de Hull, sitiada por el rey. Realizó allí tantas y tan felices hazañas, que el Parlamento le concedió una gratificación de seis mil francos. Conceder el Parlamento semejante regalo a un aventurero hacía concebir la esperanza de que triunfaría el partido rebelde. El rey no se encontraba en situación de dar a sus oficiales generales lo que el Parlamento daba a sus oficiales voluntarios. Con dinero y entusiasmo, a la larga se consigue todo. Cromwell recibió el nombramiento de coronel. Desde entonces, el talento que tenía para la guerra lo desarrolló hasta tal punto, que cuando el Parlamento nombró al conde de Manchester general de sus ejércitos, nombró a Cromwell subteniente general, sin hacerle pasar por las graduaciones inmediatas. Ningún hombre fue más digno del mando, ni reunió tanta actividad, prudencia, audacia y recurso, como Cromwell. Quedó herido en la batalla de York, y mientras aplicaban el primer aparato a su herida, le notifican que el general Manchester se retira y se pierde la batalla. Acude corriendo al encuentro del general, que huía con algunos oficiales; le coge por el brazo y le dice en tono de confianza y de grandeza: «Os habéis equivocado, milord; no es por esta parte por donde están los enemigos.» Consigue hacerle volver al campo de batalla, reúne durante aquella noche doce mil hombres, les arenga en nombre de Dios, cita a Moisés, a Gedeón y a Josué, recomienza la batalla al rayar el día contra el victorioso ejército real, y lo derrota completamente. Un hombre de esa índole debía morir o ser dueño absoluto. Casi todos los oficiales de su ejército eran unos fanáticos entusiastas que llevaban el Nuevo Testamento en el arzón de su silla. En el ejército, lo mismo que en el Parlamento, sólo se hablaba de perder a Babilonia, de establecer el culto en Jerusalén y de derribar al coloso. Al verse Cromwell entre tantos locos, dejó de serlo y calculó que valía más gobernarlos que permitir que ellos le gobernaran. El hábito de predicar le inspiró todo lo demás. Imaginaos un fakir que se pone un cinturón de hierro para hacer penitencia, y se lo quita en seguida para azotar con él a los demás fakires; pues ése es Cromwell. Llegó a ser tan intrigante como intrépido. Se asoció a todos dos coroneles del ejército, y consiguió de este modo formar una República que obligó a dimitir al generalísimo. Nombran otro generalísimo, que ejerce el mando sólo de nombre, porque en realidad él dirige el ejército, y con el ejército pesa él sobre el Parlamento, que se ve obligado a nombrarle generalísimo. Todo esto ya es mucho; pero para él, lo más esencial era ganar todas las batallas que tenía que dar en Inglaterra, en Escocia y en Irlanda; y las gana, no presenciando cómo combate el ejército, sino cargando siempre al enemigo, rehaciendo sus tropas, acudiendo a todas partes, recibiendo heridas muchas veces, matando con su propia mano oficiales realistas, como si fuera un granadero furioso y encarnizado.

 

Mientras luchaba en esta sangrienta guerra, Cromwell estaba enamorado, y llevando la Biblia bajo el brazo, iba a acostarse con la mujer de su mayor general Lambert. Ésta estaba enamorada del conde de Holland, que servía en el ejército del rey. En una de las batallas, Cromwell hizo prisionero a su rival, y se vengó de él mandando que le decapitaran. Tenía por máxima derramar la sangre de todos los enemigos importantes, o en el campo de batalla, o por medio del verdugo. De día en día fue aumentando su poder, atreviéndose a abusar siempre. La profundidad de sus designios no apaciguaba su impetuosidad feroz. Entró en la cámara del Parlamento, sacó el reloj, lo arrojó al suelo y lo rompió en pedazos, exclamando: «Os haré pedazos como a mi reloj.». Volvió a entrar en el Parlamento algún tiempo después, expulsó a todos los miembros, unos tras otros, y los hizo desfilar por delante de él, obligando a cada uno que pasaba a que le hiciese una profunda reverencia. A uno de ellos, que pasó cubierto, le quitó el sombrero, lo arrojó en tierra y le dijo: «Aprended a respetarme.»

Después que cortó la cabeza a su rey legítimo, indignando con esto a todas las naciones de Europa, envió su retrato a una testa coronada, a Cristina, reina de Suecia. El retrato iba acompañado de seis versos latinos, que compuso para el caso el famoso poeta inglés Marvell, en los que hacía hablar al mismo Cromwell. Esta reina fue la primera testa coronada que le reconoció en cuanto fue proclamado Protector de los tres reinos.

Casi todos los soberanos de Europa enviaron embajadores a su «hermano» Cromwell, al antiguo doméstico de un obispo, que acababa de entregar a la mano de un verdugo a su soberano, pariente de dichos monarcas. Casi le suplicaban para aliarse con él. El cardenal Mazarino, por complacerle, expulsó de Francia a los dos hijos de Carlos que eran nietos de Enrique IV y primos hermanos de Luis XIV. Por él pudo Francia apoderarse de Dunkerque, y por eso le remitió las llaves de la ciudad. Cuando murió Cromwell, toda la corte de Luis XIV vistió de luto.

No hubo rey alguno tan absoluto como él. Decía que prefería gobernar adoptando el título de «protector» que adoptando título de «rey», porque los ingleses conocían hasta dónde alcanzan las prerrogativas de los reyes de Inglaterra, pero ignoraban hasta dónde pueden llegar las de un protector. Demostraba conocer a los hombres queriendo que la opinión gobierne, pero haciendo antes que la opinión dependa de un hombre. Concibió profundo desprecio por la religión, que le sirvió de escabel de su fortuna. Consérvase cierta anécdota, que prueba el poco caso que Cromwell hacía de la religión, instrumento que tan extraordinarios efectos produjo en sus manos. Bebiendo un día con Ireton, Flectwood y San Juan, bisabuelo del célebre milord Bölingbroke, al ir a destapar una botella, el tirabuzón cayó debajo de la mesa. Todos le buscaban sin poderlo encontrar, cuando una comisión de las iglesias presbiterianas estaba esperando en la antecámara, y un ujier se presentó a anunciarlas. «Diles que estoy consagrado al retiro —exclamó Cromwell— y que busco al Señor.» De esa frase se servían los fanáticos para expresar que estaban orando. En cuanto despidió a los ministros presbiterianos, dirigiéndose a los que con él bebían, dijo: «Esos tunantes creerán que estamos en oración, y estamos buscando un sacacorchos

No hay ejemplo en Europa de que ningún hombre nacido tan bajo se haya elevado a semejante altura. Sin embargo, después de conseguir tan extraordinaria fortuna, ¿fue feliz? Vivió pobre e inquieto hasta los cuarenta y tres años, después se salpicó de sangre, pasó la vida en inquietud y murió prematuramente a los cincuenta y siete años. Comparad su vida con la de Newton, que vivió ochenta y cuatro años, siempre tranquilo y honrado, siendo el ídolo de todos los seres que piensan, viendo aumentar cada día su fama y su fortuna, sin conocer la inquietud ni los remordimientos, y juzgad cuál de los dos fue más feliz, cuál de los dos empleó mejor su vida.

II

Los puritanos y los independientes de Inglaterra admiraron a Oliverio Cromwell; para ellos todavía es un héroe. Ahora voy a compararle con su hijo Ricardo.

Oliverio fue un fanático, a quien hoy silbarían en la Cámara de los Comunes si pronunciara uno de los ininteligibles absurdos que soltaba continuamente con plena confianza ante otros fanáticos, que le escuchaban en nombre del Señor con la boca abierta y la mirada fija. Si hoy dijese que era preciso buscar al Señor y combatir los combates del Señor; si introdujera esa jerigonza judía en el Parlamento de Inglaterra para desacreditar al espíritu humano, sería más fácil que le llevaran a un manicomio que el nombrarle jefe de los ejércitos.

Fue bravo, no cabe duda; los lobos también lo son, y hasta hay monos que son tan furiosos como los tigres. De fanático que era se convirtió en político hábil, o lo que es lo mismo, era lobo y se convirtió en zorra. Ascendió con sus astucias desde las primeras gradas, donde el entusiasmo rabioso de aquella época le colocó, hasta la última grada de la grandeza. Consiguió reinar, pero vivió entregado a la inquietud y al remordimiento; no vio transcurrir para él días serenos ni noches tranquilas. No conoció ni los consuelos sociales ni los de la amistad y murió antes de hora. Indudablemente, fue más digno de morir en la horca que el rey al que hizo morir en el cadalso.

Ricardo Cromwell fue su viceversa; de carácter apacible, prudente y delicado, se negó a conservar la corona de su padre, por no bañarse en la sangre de tres o cuatro enemigos que pudo sacrificar a su ambición. Prefirió consagrarse a la vida privada a ser un asesino todopoderoso, y sin pesadumbre renunció al protectorado para vivir como un ciudadano particular. Libre y tranquilo, se dedicó a la vida del campo, gozando de excelente salud, consiguiendo vivir noventa años, idolatrado por sus vecinos, que le consideraban como a juez y a padre. Si os dieran a elegir entre el destino del padre y el del hijo, ¿cuál escogeríais?

 

 

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