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El rey SALOMÓN – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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SALOMÓN

Salomón - Diccionario Filosófico de VoltaireHubo muchos reyes que escribieron muchos libros. El rey de Prusia Federico el Grande es el último caso de lo que acabamos de exponer. Conocemos que es difícil que le imiten, porque no es fácil que se encuentren otros monarcas alemanes que compongan versos franceses y escriban la historia de su patria. Jacobo I de Inglaterra y Enrique VIII escribieron también; para encontrar en España un rey de esa clase, es preciso remontarse hasta el rey Alfonso X, llamado el Sabio, que escribió las Siete Partidas. Francia no puede vanagloriarse de haber tenido un rey autor. El Imperio de Alemania no tiene ningún libro escrito por la mano de sus emperadores. Pero el Imperio romano lo glorifican los libros de César, de Marco Aurelio y de Juliano. Entre los reyes de Asia hay muchos escritores, y sobre todos ellos pasa por ser un gran poeta el emperador de la China Kien-long; pero Salomón tiene todavía más fama que Kien-long el chino.

El nombre de Salomón tuvo siempre gran resonancia en el Oriente. Las obras que se le atribuyen, los anales de los judíos y las fábulas de los árabes extendieron su reputación hasta las Indias. Su reinado constituye la gran época de los hebreos. Fue el tercer rey de la Palestina. El primer libro de los Reyes dice que su madre Betsabé logró de David que coronara a su hijo Salomón en vez de dar el trono a su primogénito Adonías. No debe sorprendernos que la mujer que fue cómplice de la muerte de su primer marido tuviera bastante habilidad para hacer heredar al fruto de su adulterio y para conseguir que quedara desheredado el hijo legítimo, y que además era el mayor.

Es cosa chocante que el profeta Natán, que reprochó a David el adulterio, el asesinato de Urías y el matrimonio que siguió al asesinato, fuera el mismo que después ayudó a Betsabé a colocar a Salomón en el trono. Esta conducta, hablando humanamente, sólo prueba que el profeta Natán, según los tiempos y las circunstancias, tenía dos pesos y dos medidas. El referido libro no dice que Natán recibiera una misión particular de Dios para desheredar a Adonías; si la tuvo, debemos respetarla; pero nosotros no podemos admitir mas que lo que encontramos escrito.

Es una gran cuestión en teología si Salomón tuvo más fama por su riqueza, por sus mujeres o por sus libros. Me apesadumbra que Salomón empezara su reinado a la turca, esto es, degollando a su hermano.

Adonías, al que excluyó del trono Salomón, le pidió por toda merced que le permitiera casarse con Abisag, joven doncella que entregaron a David para rejuvenecer su vejez. La Sagrada Escritura no dice que Salomón disputara a Adonías la concubina de su padre, pero sí que dice que Salomón, al oír la petición de Adonías, lo hizo asesinar. Sin duda, Dios, así como le dio el don de la sabiduría, le negó entonces el de la justicia y el de la humanidad, como le negó después el don de la continencia.

Dice también el libro de los Reyes que era dueño de un inmenso reino que se extendía desde el Eufrates hasta el mar Rojo y hasta el Mediterráneo; pero desgraciadamente dice al mismo tiempo que el rey de Egipto había conquistado el país de Gazer, en Canaán, y que dio en dote dicha ciudad a su hija, la que suponen que se casó con Salomón; dice también el mismo libro que había un rey en Damasco, que los reinos de Sidón y de Tiro florecían; rodeado de Estados poderosos, indudablemente dio pruebas de sabiduría viviendo en paz con todos ellos. La abundancia extrema que enriqueció su país sólo podía ser el resultado de su sabiduría profunda, porque en la época de Saúl no había un solo obrero que trabajase el hierro en Judea. Dijimos ya que los incrédulos encuentran imposible que David, sucesor de Saúl, a quien vencieron los filisteos, pudiera durante su administración fundar un vasto Imperio.

Todavía debe maravillarnos más el tesoro que dejó a Salomón, que ascendía en dinero contante a ciento tres mil talentos de oro y a un millón trece mil talentos de plata. EL talento de oro hebreo equivale a seis mil libras esterlinas, según el cálculo de Arbuthnot, y el talento de plata a unas quinientas libras de igual clase. La suma total de lo legado en dinero contante, sin incluir en ella las piedras preciosas y otros efectos, ni la renta que debe producir semejante tesoro, ascendía, siguiendo el cálculo anterior, a mil ciento diez y nueve millones quinientas mil libras esterlinas, o sea cinco mil quinientos noventa y siete millones de escudos en Alemania, o veinticinco mil seiscientos cuarenta y ocho millones de moneda de Francia. No había entonces tanta moneda en circulación en el mundo entero. Algunos eruditos valúan ese tesoro en cantidad más baja; pero de todos modos, siempre es excesiva esa cantidad para la Palestina.

Sabiendo esto, no se comprende por qué Salomón se empeñaba en enviar flotas al país de Ofir para que le trajeran oro. Menos se comprende todavía que un monarca tan poderoso no tuviera en sus vastos Estados ni un solo hombre que pudiera trabajar la madera de los árboles del bosque del Líbano, y que se viera en la necesidad de pedir a Hiram, rey de Tiro, leñadores y carpinteros. Preciso es confesar que estas contradicciones obligan a los comentaristas a aguzar el ingenio. Consumía diariamente en la comida y en la cena de su casa cincuenta bueyes, cien corderos y aves en cantidad proporcional, y puede calcularse que se comían diariamente en su casa sesenta mil libras de carne. Añádase que tenía cuarenta mil cuadras y otros tantos sitios para encerrar sus carros de guerra, y que sólo para su caballería necesitaba doce mil cuadras. He aquí un número excesivo de carros para un país montañoso y un extraordinario aparato para un rey cuyo predecesor no tenía mas que una mula cuando le coronaron, y para un territorio en el que no se crían mas que asnos.

No les pareció bien que un príncipe que podía disponer de tantos carros se concretara a tener un número insignificante de mujeres, y dicen que tenía setecientas, que se titulaban «reinas», y es extraño que no dispusiera mas que de trescientas concubinas, sucediéndole al revés de los demás reyes, que por regla general tienen más queridas que mujeres.

Mantenía cuatrocientos doce mil caballos, sin duda para pasear con ellos por las orillas del lago de Genezaret, o por las de Sodoma, o hacia el torrente del Cedrón, que sería uno de los sitios más deliciosos del mundo si ese torrente no estuviera seco nueve meses cada año y si el terreno no fuese pedregoso.

Respecto al templo que hizo edificar, y que creyeron los judíos que era la obra más hermosa del universo, si Bramante, Miguel Ángel y Palladio lo hubieran visto no lo hubiesen admirado. Era una especie de fortaleza cuadrada, que encerraba un patio, y en ese patio se levantaba un edificio de cuarenta pies de altura y otro edificio de veinte, y solamente se dice que este segundo edificio, que era el templo, el oráculo y el santuario, tenía veinte codos, así de ancho como de largo, y veinte de altura. A M. Sfflot no le hubieran satisfecho estas proporciones. Cualquier arquitecto de Europa consideraría ese edificio como un monumento de bárbaros.

Los libros atribuidos a Salomón han durado más que su templo; el nombre del autor los hizo respetables; debían ser buenos, porque los escribió un rey, y un rey que tuvo fama de ser el más sabio de los hombres.

La primera obra que se le atribuye es la obra de los Proverbios. Es una colección de máximas, que a nosotros, que hemos llegado a más refinada civilización, nos parecen algunas veces triviales, incoherentes, de mal gusto y sin objeto. No podemos convencernos de que un rey sabio compusiera una colección de sentencias, en las que no hay ninguna que se refiera al modo de gobernar, a la política, a las costumbres de los cortesanos ni a las costumbres de la época. Nos sorprende encontrar capítulos enteros en los que no se habla mas que de perdidas que invitan a los que pasan por la calle a acostarse con ellas.

Hay críticos que censuran agriamente sentencias como éstas: «Hay tres cosas insaciables, y una cuarta cosa que no dice jamás «Basta»: el sepulcro, la matriz, la tierra, que nunca se ve saciada de agua, y el fuego, que es la cuarta, que no dice nunca «Basta» (1).

 

»Hay tres cosas difíciles, e ignoro enteramente la cuarta: el camino que hace el águila en el aire, el camino que hace la serpiente sobre la piedra, el camino del buque en el mar y el camino del hombre hacia la mujer (2).

»Hay cuatro cosas que son las más pequeñas de la tierra y más sabias que los sabios: las hormigas, pequeño pueblo que se prepara el alimento para el invierno; la liebre, pueblo débil que se acuesta sobre las piedras; la langosta, que sin tener rey viaja reuniéndose en ejércitos; el lagarto, que trabaja con sus propias manos y que mora en el palacio de los reyes» (3).

A un gran rey, el más sabio de los mortales, dicen los referidos críticos, ¿deben imputarle semejantes niñerías?

El libro de los Proverbios se ha atribuido a Isaías, a Elzia, a Sobna, a Eliacín, a Joacae y a otros; pero sea quien sea el que haya compilado esa colección de sentencias orientales, no parece que sea un rey el que se haya tomado ese trabajo, porque no hubiera dicho que «el terror del rey es como el rugido del león», porque de ese modo sólo habla el vasallo o el esclavo, al que hace temblar la cólera de su señor. ¿Hubiera dicho Salomón: «No miréis el vino cuando parece claro y su color brilla en el vidrio»? (4).

Dudo que hubieran vasos de vidrio para beber en la época de Salomón, porque esa invención era mucho más reciente; los antiguos bebían con tazas de madera o de metal, y basta este sólo pasaje para comprender que esa colección de máximas se escribió en Alejandría, como otros muchos libros judíos.

El Eclesiastés, que también se atribuye a Salomón, es obra de otra clase y de diferente gusto; el que habla en dicha obra parece desengañado de las ilusiones de la grandeza, cansado de los placeres y disgustado de la ciencia. El autor debe ser un epicúreo, que repite en todas las páginas que el justo y el impío están sujetos a los mismos accidentes, que el hombre no es superior a la bestia, que era preferible no haber nacido a existir, que no existe la vida futura y que no hay otra cosa buena y razonable que gozar tranquilamente del producto de nuestros trabajos con la mujer que se ama.

 Puede muy bien que Salomón se expresara de ese modo delante de algunas de sus mujeres; algunos creen que esas ideas son objeciones que se hace a sí mismo: pero esas máximas, que tienen cierto dejo libertino, no tienen traza de ser objeciones, y es querer burlarse de todo el mundo interpretar a un autor para que diga lo contrario de lo que dice. Opinan que el autor de ese libro es un materialista sensual y disgustado al mismo tiempo, que trató de poner en el último versículo una palabra edificante respecto a Dios para disminuir el escándalo que semejante libro debía producir. Por otra parte, muchos padres aseguran que Salomón hizo penitencia; así, pues, debemos perdonarle.

A algunos les cuesta mucho trabajo convencerse de que ese libro sea de Salomón, y Grocio opina que lo escribió Zorobabel. No es natural que Salomón dijera: «¡Desgraciado el país que tiene un rey niño!», porque los judíos no habían tenido aún reyes de esa edad. Tampoco es natural que dijera: «He contemplado el rostro del rey.» Es más verosímil que el autor quisiera hacer hablar a Salomón, y que sufriendo cierta alienación del juicio que descubren algunos rabinos, olvidara en el texto del libro que se hacía hablar a un rey.

Encuentran extraño que hayan incluido esta obra entre los libros canónicos los críticos a quienes aludimos. «Si se hubieran de establecer los libros de la Biblia —dicen—, no incluirían entre ellos el Eclesiastés; pero se clasificaron en una época en que los libros eran muy raros, y más admirados que leídos. Todo lo que puede hacerse hoy es paliar cuanto sea posible el epicureismo que reina en dicha obra.»

El Cántico de los cánticos también se atribuye a Salomón, porque el nombre de este rey se encuentra en dos o tres partes, porque dice el amante a la amada que es «hermosa como las pieles de Salomón», porque el amante dice que ella es «negra», y han creído que Salomón designaba con ese adjetivo a su mujer egipcia.

Estas tres razones no han convencido a los críticos, que las rebaten del siguiente modo:

1.ª Cuando la amada hablando a su amante le dice: «El rey me ha llevado a sus bodegas», indudablemente no alude a su amante; luego el rey no lo era, era el rey del festín, el señor de la casa a quien estaba hablando, y esa judía está tan lejos de ser la querida de un monarca, que durante toda la obra no es mas que una pastora, una campesina, que va a buscar a su amante a los campos y en las calles.

2.ª «Soy hermosa como las pieles de Salomón» es la frase de una campesina que quiere decir: «Soy hermosa como los ‘tapices del rey», y precisamente porque este rey es Salomón en la obra, no debe éste haberla escrito, porque no hubiera hecho comparación tan ridícula. «Veo al rey Salomón ciñéndose la diadema con que su madre lo coronó el día de su nacimiento», dice la amada. ¿Quién no reconoce en semejantes expresiones la comparación que hacen ordinariamente las hijas del pueblo cuando hablan de sus amantes? Suelen decir: «Es hermoso como un príncipe, tiene aspecto de rey», etc., etc.

3.ª Es verdad que la pastora que habla en el cántico amoroso dice que la ha curtido el sol y que es «morena». Luego si era la hija del rey de Egipto, no podía tener ese color, porque las egipcias son blancas, como lo era Cleopatra, y en una palabra, esa pastora no podía ser al mismo tiempo campesina y reina.

Podía suceder que un monarca que tenía mil mujeres dijese a una de ellas: «Quiero recibir un beso de tu boca, porque tus tetas son mejores que el vino», porque el rey y el pastor, cuando se trata de recibir un beso en la boca, pueden expresarse del mismo modo; pero es muy extraño que sostengan los comentaristas que la joven era la que hablaba así, elogiando las tetas de su amante.

También confiesan que un rey galante pudo decir a su querida: «Mi querida es como un ramillete de mirto que conservaré entre mis dos pechos». Que también pudo decir: «Tu ombligo es como una copa en la que siempre hay algo que beber; tu vientre es como una medida de trigo; tus tetas son como dos cervatillos y tu nariz como la torre del monte Líbano.» No puedo menos de declarar que las églogas de Virgilio están escritas en otro estilo; pero cada uno tiene el suyo, y un judío no está obligado a escribir como Virgilio.

También desaprueban los críticos el siguiente rasgo de elocuencia oriental: «Nuestra hermana es aún pequeña, no tiene tetas todavía; ¿qué haremos de nuestra hermana? Si es una pared, edifiquemos encima de ella; si es una puerta, cerrémosla.»

Aunque demos por sentado que Salomón, el más sabio de los hombres, hablara de ese modo estando de broma, hay muchos rabinos que sostienen que no sólo no escribió Salomón esa égloga voluptuosa, sino que ni siquiera es auténtica. Teodoro de Mopsuete participaba de esta opinión, y el célebre Grocio califica el Cántico de los cánticos de obra de un libertino. Sin embargo, es obra canónica, y se considera como una alegoría perpetua del matrimonio de Jesucristo con la Iglesia. Es preciso confesar que la alegoría es algo lasciva, y que no sabemos cómo interpretará la Iglesia al autor cuando dice que su pequeña hermana no tiene tetas.

Después de todo, ese cántico es un precioso fragmento de la antigüedad; es el único libro de amor que nos queda de los hebreos; es una égloga judía, en la que continuamente se habla del goce. Tiene el mismo estilo que todas las obras de elocuencia de los hebreos, sin enlace, sin ilación, confuso, lleno de repeticiones, ridículamente metafórico; pero hay algunos versículos impregnados de candidez y de amor.

El libro de la Sabiduría tiene un carácter más serio; pero tampoco es de Salomón. Algunos lo atribuyen a Jesús, hijo de Sirac, otros a Filón de Biblos; pero cualquiera que sea su autor, se cree que en su época no poseían aún el Pentateuco, porque dice en el capítulo X que Abraham quiso inmolar a Isaac en el tiempo del diluvio, y en otra parte habla del patriarca José creyéndole rey de Egipto. En el mismo capítulo asegura el autor que existía aún viviendo él la estatua de sal en que la mujer de Lot se convirtió. Lo peor que encuentran los críticos es que ese libro es un montón fastidioso de lugares comunes; pero los críticos deben considerar que semejantes obras no se escriben para seguir las reglas vanas de la elocuencia; se escriben para edificar y no para proporcionar recreo.

Motivos hay para sospechar que Salomón era rico y sabio con relación a sus tiempos y a su pueblo. La exageración, que es la compañera inseparable de la ignorancia, le atribuyó riquezas que no pudo poseer y libros que no llegó a escribir. El respeto que profesamos a la antigüedad consagró después esos errores.

Pero ¿qué nos importa que un judío escribiera esos libros? La religión cristiana está fundada en la judía, pero no en todos los libros que los judíos escribieron. ¿Por qué el Cántico de los cánticos, por ejemplo, ha de ser más sagrado para nosotros que las fábulas del Talmud? Se nos contesta que lo es por estar comprendido en el canon de los hebreos. ¿Y qué es ese canon? La colección de obras auténticas; pero ¿una obra por ser auténtica es divina? La historia de los reyezuelos de Judá y de Sichem, por ejemplo, ¿es algo más que una historia? He aquí una extraña preocupación; despreciamos a los judíos, y sin embargo pretendemos que todo lo que escribieron, y que nosotros hemos recogido, lleve impreso el sello de la Divinidad. No hay contradicción que sea tan palpable.

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(1) Libro de los Proverbios, cap. XXX, vers. 15 y 16.
(2) Id. íd., cap. XXX, vers. 18 y 19.
(3) Libro de los Proverbios, cap. XXX, vers. 24. 25, 26, 27 y 28.
(4) Id. íd., cap. XXIII, vers. 31.

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