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ESENIOS, primitivos cristianos – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ESENIOS

Esenios - Diccionario Filosófico de VoltaireCuanto más supersticiosa y bárbara es una nación y más se obstina en la guerra, cuanto más se divide en partidos y flota entre la monarquía y la teocracia, embriagada de fanatismo, más fácilmente se encuentra en ella un número de ciudadanos que se reúnan para vivir en paz. Sucede en tiempos de peste que un pequeño cantón evita comunicarse con las grandes ciudades para preservarse del contagio, pero es víctima de otras enfermedades.

Así lo hicieron los gimnosofistas de la India, algunas sectas de filósofos en Grecia, los pitagóricos en Italia y los terapeutas en Egipto, y así lo hicieron los primitivos cristianos que vivieron reunidos lejos de las ciudades.

Ninguna de esas sociedades conoció la costumbre de ligarse por medio de un juramento a la clase de vida que iban a adoptar, ni la costumbre de atarse con cadenas perpetuas, ni la de despojarse por religión de la naturaleza humana, cuyo primer carácter es la libertad, ni la de pronunciar lo que llamamos «votos». San Basilio fue el primero que los inventó, ideando el juramento de la esclavitud, introduciendo un nuevo azote en el mundo y convirtiendo en veneno lo que como remedio se había inventado.

Existieron en Siria sociedades muy parecidas a la de los esenios. Así nos lo dice el judío Filón en el Tratado de la libertad de las gentes de bien. La Siria fue siempre un país supersticioso y levantisco, al que continuamente oprimieron los tiranos. Los sucesores de Alejandro la convirtieron en teatro de horrores, y no es de extrañar que al sufrir tantos infortunios, algunos hombres más humanos y más prudentes que los otros huyeran del trato de las grandes ciudades, para retirarse a vivir en comunidad y en honesta pobreza, lejos de la tiranía.

Se refugiaron también en asilos iguales en Egipto muchísimas gentes durante las guerras civiles de los últimos Ptolomeos, y cuando los ejércitos romanos subyugaron a Egipto, los terapeutas se establecieron en un desierto inmediato al lago Mœris. Parece probable que hubiera allí terapeutas griegos, egipcios y judíos. Filón, después de elogiar a Anaxágoras, a Demócrito y a los demás filósofos que adoptaron este género de vida, se expresa del modo siguiente (1):

«Existieron esta clase de sociedades en varias naciones. La Grecia y otras podrían disfrutar de la vida tranquila y contemplativa, que es muy común en cada una de las provincias de Egipto, y sobre todo en la de Alejandría. Las gentes honradas y austeras se retiraron a las inmediaciones del lago Mœris, en un sitio desierto, pero cómodo, que forma suave pendiente. Allí el aire es saludable, y se ven muchos caseríos en la vecindad del desierto.»

Es indudable, pues, que se establecieron sociedades con la idea de huir del furor de los partidos, de la insolencia y de la rapacidad de los opresores. Todas ellas, sin excepción, tenían horror a la guerra, mirándola como nosotros el robo y el asesinato en los caminos reales. Parecida a esas sociedades fue la de los hombres de letras que se reunieron en Francia y fundaron la Academia, huyendo del furor de los partidos y de las crueldades que perturbaron el reinado de Luis XIII, y la de los hombres ilustrados que formaron la Sociedad Real de Londres, cuando los bárbaros locos que se llaman «puritanos» y «episcopales» se degollaron unos a otros cuestionando sobre los pasajes de tres o cuatro libros viejos e ininteligibles.

Algunos sabios creen que Jesucristo, que se dignó aparecer algunos momentos en Cafarnaum, en Nazaret y en otras aldeas de la Palestina, era uno de esos esenios que huían del tumulto de las ciudades para practicar tranquilamente la virtud. Pero ni en los cuatro evangelios reconocidos, ni en los apócrifos, ni en las Actas de los apóstoles, se le llama esenio. Aunque no se le designa así, en el fondo se parece a los esenios en muchos puntos: en la confraternidad, en los bienes comunes, en la vida austera, en esquivar las riquezas y los honores y en tener horror a la guerra. Estos principios los llevó tan adelante Jesucristo, que cuando os abofeteen manda que presentéis la otra mejilla y que deis la túnica cuando os roben el manto. Por esos principios se gobernaban los cristianos durante los dos primeros siglos, sin tener altares, templos ni magistrados, desempeñando todos los oficios y llevando una vida retirada y apacible.

Los escritos de los primitivos cristianos atestiguan que no se les permitía llevar armas, pareciéndose en esto a los pensilvanos y a los anabaptistas modernos, que se jactan de seguir el Evangelio al pie de la letra. Aunque en el Evangelio se encuentran algunos pasajes que interpretándolos mal pueden inspirar la violencia; aunque en él se lean máximas que parezcan contrarias al espíritu pacífico, se encuentran, sin embargo, otras muchísimas que nos mandan sufrir y no pelear, y no es extraño que los cristianos execraran la guerra durante doscientos años. Razón tuvo, pues, el gran filósofo Bayle para decir que un cristiano de los primitivos tiempos sería un mal soldado y que un soldado sería un mal cristiano. Este dilema parece que no tenga réplica, y ésta parece que sea la diferencia que existe entre el antiguo cristianismo y el antiguo judaísmo.

La ley de los primitivos judíos decía expresamente: «En cuanto entréis en el territorio del país de que os habéis de apoderar, entrad a sangre y fuego; degollad sin compasión ancianos, mujeres, niños de teta; matad hasta los animales, saqueadlo y quemadlo todo: Dios os lo manda.» Este catecismo no se anuncia una sola vez, se anuncia muchas, y lo siguen siempre al pie de la letra.

Mahoma, perseguido por los habitantes de la Meca, se defiende contra ellos como un bravo, y venciendo a sus perseguidores, les obliga a que se arrodillen a sus pies y a convertirse en prosélitos suyos, estableciendo su religión con su palabra y con su espada. Jesús, colocado entre los tiempos de Moisés y de Mahoma, desde un rincón de la Galilea predica el perdón de las injurias, la paciencia, la mansedumbre y el sufrimiento, muriendo en el más infamante de los suplicios y queriendo que mueran también así sus primeros discípulos.

 

Pregunto ahora de buena fe si a San Bartolomé, San Andrés, San Mateo o San Bernabé, les hubieran admitido en la Guardia imperial del emperador de Alemania. El mismo San Pedro, aunque le cortó la oreja a Malco, ¿hubiera hecho un buen jefe de fila? Quizás San Pablo, que antes de ser cristiano se acostumbró a la carnicería y tuvo la desgracia de ser perseguidor sanguinario, es el único que hubiera podido nacer un buen guerrero. La impetuosidad de su temperamento y el calor de su imaginación le hubieran podido convertir en capitán temible; pero a pesar de poseer esas cualidades no trató de vengarse de Gamaliel por medio de las armas. No hizo como Judas ni como Teudas, que sublevaron tropas; siguió los preceptos de Jesús y sufrió que le decapitaran. Era imposible, pues, formar en los primitivos tiempos un ejército de cristianos.

Es indudable que los primeros cristianos no fueron soldados del Imperio hasta que perdieron el espíritu que primitivamente los animaba. Miraron con horror en los dos primeros siglos los templos, los altares, los cirios, el incienso y el agua lustral. Porfirio los compara con la zorra de la fábula, que al ver muy altas las uvas, exclama: «Están verdes», y les dice: «Si hubierais podido tener hermosos templos brillantes de oro y de pedrería, y buenas rentas para sus servidores, profesaríais afecto apasionado a los templos.» Al verse pobres (porque se habían dado unos a otros todo lo que ahorraban), aunque detestaban el servicio de las armas, tuvieron al fin que ir a la guerra. Los cristianos, desde la época de Diocleciano, fueron tan diferentes de los cristianos de los tiempos de los apóstoles como nosotros somos diferentes de los cristianos del siglo III.

No concibo que un talento tan claro y tan atrevido como el de Montesquieu rechazara severamente a otro genio más metódico que el suyo y combatiera esta verdad que anunció Bayle: «que una sociedad de verdaderos cristianos podían ser felices haciendo vida común, pero que esa sociedad no sabría defenderse de los ataques del enemigo». «Esa sociedad —dice Montesquieu— se compondría de ciudadanos que tuvieran una noción clara de sus deberes y un gran celo para cumplirlos; por lo tanto, conocerían también los derechos de la defensa natural, y cuanto más creyeran deber a la religión, más creerían deber a la patria. Los principios del cristianismo, grabados en el corazón, serían infinitamente más fuertes que el falso honor de las monarquías, que las virtudes humanas de las repúblicas y que el temor servil de los Estados despóticos.»

Sin duda el autor de El Espíritu de las leyes no recordaba las palabras del Evangelio cuando dice que los verdaderos cristianos conocerían bien los derechos de la defensa natural, y se olvidaba del mandato de Jesucristo de dar la túnica cuando nos roban el manto y de presentar la otra mejilla cuando nos dan un bofetón. He aquí anulados completamente los principios de la defensa natural. Los cuáqueros no han querido nunca batirse, y los hubieran aplastado en la guerra de 1756 si no los hubieran defendido los demás ingleses, que les obligaron a que se dejaran defender.

Es indudable que los que piensan como mártires no sirven para batirse como granaderos. Todo lo que dice el capítulo de El Espíritu de las leyes que combato me parece falso. «Los principios del cristianismo, grabados en el corazón, serán infinitamente más fuertes», etc. Sí; más fuertes para impedirles que manejen la espada, para que tiemblen al ocurrirles la idea de que han de derramar la sangre de su prójimo, para hacer que consideren la vida como un peso, cuya felicidad para ellos consiste en descargarse de él.

«Irían mohínos —dice Bayle—, como ovejas entre lobos, si se les mandara rechazar ejércitos veteranos de infantería, o cargar contra regimientos de coraceros.» Bayle tenía razón, y Montesquieu no se dio cuenta de que al refutarle se refería únicamente a los cristianos mercenarios y sanguinarios de la actualidad, haciendo caso omiso de los cristianos primitivos. Parece que trató de evitar las injustas acusaciones que contra él fraguaron los fanáticos sacrificándole a Bayle, y no lo pudo conseguir. Esos dos grandes hombres, que parecen de distinta opinión, habrían estado siempre acordes si hubieran sido siempre libres.

«El falso honor de las monarquías, las virtudes humanas de las repúblicas, el temor servil de los Estados despóticos»: nada de esto consigue hacer buenos soldados, como sostiene El Espíritu de las leyes. Cuando se recluta un regimiento, del cual la cuarta parte deserta a los quince días, ni uno solo de los afiliados piensa en el honor de la monarquía; no saben lo que es eso. Los soldados mercenarios de la República de Venecia conocen muy bien su paga, pero no la virtud republicana, de la que no se habla nunca en la plaza de San Marcos. En una palabra, no creo que un solo hombre en el mundo se aliste en el ejército por virtud. No se baten por temor servil los turcos y los rusos con el encarnizamiento y el furor de los leones y de los tigres. No se tiene tanta bravura por temor. Tampoco derrotaron los rusos por devoción los ejércitos de Mustafá. Sería más conveniente que un hombre tan ingenioso como Montesquieu tuviese más empeño en dar a conocer la verdad que en manifestar su talento, que hay que olvidarlo cuando se trata de instruir a los hombres, y no debemos tener otro guía que la verdad.

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(1) Filón, De la vida contemplativa

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