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Torre de Babel Ediciones

El hombre, la sociabilidad y la bondad innata de los hombres. Críticas a Rousseau – Voltaire

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HOMBRE

Homo cuadratus - Hombre - Diccionario Filosófico de Voltaire

La raza humana vive por término medio veintidós años, incluyendo a los que mueren en el pecho de las nodrizas y a los que arrastran hasta cien años los restos de una vida imbécil y miserable.

Es un hermoso apólogo el de la antigua fábula del primer hombre, que estuvo destinado al principio a vivir veinte años todo lo más, que en realidad quedaban reducidos a cinco, evaluando una vida con otra. El hombre estaba desesperado; tenía a su lado una oruga, una mariposa, un pavo real, un caballo, una zorra y un mono. Dirigiéndose a Júpiter le dijo: «Prolonga mi vida; valgo más que todos esos animales, y es justo que mis hijos y yo vivamos muchos años, para mandar a todas las bestias.» «Con mucho gusto —le contestó Júpiter—; pero sólo tengo un número determinado de días para repartir entre todos los seres a los que concedí la vida. Sólo puedo darte más años quitándoselos a los otros; no creas que porque soy Júpiter soy infinito y todopoderoso, que para todo tengo medida. Puedo concederte algunos años más quitándoselos a esos seis animales que envidias, con la condición de que tendrás sucesivamente sus maneras de ser. El hombre será oruga, y como ella se arrastrará en su primera infancia; tendrá hasta los quince años la ligereza de la mariposa, y en su juventud la vanidad del pavo real. En la edad viril sufrirá tantos trabajos como el caballo; a los cincuenta años tendrá las astucias de la zorra, y en su vejez será feo y ridículo como un mono. Éste es por regla general el destino del hombre.»

Hay que notar que a pesar de las bondades de Júpiter, después de haber compensado a dicho animal, concediéndole veintidós o veintitrés años de vida, hablando generalmente hay que quitarle todavía la tercera parte de esa cantidad por el tiempo que pasa durmiendo, en cuyo tiempo está como muerto, y sólo le quedan quince años. De esos quince hay que cercenar lo menos ocho, que son los que dura la infancia, que es como el vestíbulo de la vida. Le quedan, pues, siete años; de esos siete años, la mitad se consumen en dolores de todas clases; si calculamos tres años y medio que emplea en trabajar y en fastidiarse, ¿qué tiempo le queda para vivir?

Por desgracia, en la referida fábula Dios se olvidó de vestir al hombre, como vistió al mono, a la zorra, al caballo, al pavo real y a la oruga. La especie humana apareció con la piel rasa, y exponiéndola continuamente al sol, a la lluvia y al hielo, llegó a verla agrietada, curtida y manchada. El macho, en nuestro continente, se vio desfigurado por los pelos que le cubrían todo el cuerpo, y que, sin cubrirle, le hicieron repugnante; su cara quedó escondida entre sus cabellos, su barba se convirtió en un terreno escabroso en el que brotó un bosque de menudos tallos, cuyas raíces se dirigían hacia arriba y cuyas ramas se dirigían hacia abajo. En ese estado y con semejante facha, ese animal se atrevió a pintar a Dios en cuanto aprendió a pintar.

La hembra, siendo más débil, llegó a ser más repugnante y más asquerosa en su vejez; que no hay ser que lo sea tanto como una decrépita. En una palabra: sin sastres y sin costureras, los seres humanos no se hubieran atrevido nunca a presentarse unos delante de otros; pero antes de que conocieran los vestidos, antes de que supieran hablar, debieron transcurrir muchos siglos. Esto está probado; pero debe repetirse hasta la saciedad.

Es incomprensible que hayan hostigado y perseguido a un filósofo contemporáneo, al buen Helvecio, por haber dicho que si los hombres careciesen de manos no hubieran podido tejer tapices ni edificar casas. No parece sino que los que se hayan rebelado contra esa proposición posean el secreto de cortar piedra y de trabajar con los pies. El autor del excelente libro titulado Del espíritu, Helvecio, valía más que todos sus enemigos juntos; pero no he aprobado nunca ni los errores que contiene su libro ni las verdades triviales que proclama con énfasis. Me pongo de su parte públicamente, porque veo que hombres absurdos le condenan por proclamar esas mismas verdades.

El Ser Supremo ha concedido al hombre el don de la razón, manos industriosas, cerebro capaz de generalizar las ideas, lengua expedita para expresarlas, y estos beneficios no los ha concedido a los demás animales.

El macho, por regla general, vive menos tiempo que la hembra, y es siempre más grande proporcionalmente. El hombre de mayor estatura tiene ordinariamente dos o tres pulgadas de altura más que la mujer más alta; su fuerza casi siempre es superior, es más ágil, y como sus órganos son más fuertes, es más capaz de prestar atención constante. Inventó él las artes, y no la mujer, y debemos considerar que no es el fuego de la imaginación, sino la meditación perseverante y la combinación de las ideas el origen de la invención de las artes, como la pólvora, la imprenta, la relojería, etc., etc.

La especie humana es la única que sabe que ha de morir, y sólo se lo enseña la experiencia. El niño que se educara solo y lo transportaran a una isla desierta, no lo sabría, como no lo saben las plantas ni los animales.

Maupercio, que era un hombre singular, dijo que el cuerpo humano es un fruto que está verde hasta la vejez, y que lo madura la muerte. ¡Extraña madurez la de la podredumbre y la ceniza! La cabeza de ese filósofo sí que no estaba madura. El deseo de decir cosas nuevas hace decir cosas extravagantes.

Las principales ocupaciones de nuestra especie son la habitación, el alimento y el vestido; todo lo demás es accesorio, pero lo accesorio es lo que produjo infinidad de trastornos y de muertes.

II – Diferentes razas de hombres

Dijimos en otra parte que en el globo habitan diferentes razas de hombres, y manifestamos que el primer negro y el primer blanco que se encontraron debieron asombrarse al verse el uno al otro. Es también bastante verosímil que se hayan extinguido algunas especies de hombres y de animales por ser demasiado débiles. Por eso sin duda hoy ya no se encuentran múrices, cuya especie la habrán devorado probablemente otros animales que aparecerían siglos después en las riberas donde se criaban esos pequeños mariscos.

San Jerónimo, en la Historia de los Padres del desierto, refiere que un centauro tuvo una conversación con San Antonio el Ermitaño, y luego cuenta una entrevista mucho más larga que el mismo San Antonio tuvo con un sátiro. San Agustín, en su sermón treinta y tres, dice cosas tan extraordinarias como San Jerónimo. «Era ya obispo de Hipona cuando fui a la Etiopía con algunos servidores de Cristo para predicar allí el Evangelio. Vimos en aquel país muchos hombres y mujeres sin cabeza, que tenían dos ojos grandes en el pecho, y encontramos en regiones más meridionales un pueblo cuyos habitantes no tenían mas que un ojo en la frente», etc.

Aparentemente, San Agustín y San Jerónimo hablaron de ese modo por economía: aumentaron las obras de la creación para manifestar mejor las obras de Dios; se proponían asombrar a los hombres contándoles fábulas, con la idea de que estuvieran más sumisos al yugo de la fe.

Podemos ser muy buenos cristianos sin creer en los centauros, en hombres sin cabeza y con un sólo ojo; pero no podemos dudar de que la estructura interior de un negro es diferente de la de un blanco, porque la red mucosa o grasosa es blanca en uno y negra en los otros.

Los albinos y los darienses, aquéllos originarios de África y éstos del centro de la América, son tan diferentes de nosotros como los negros. Existen razas amarillas, rojas y grises. Dijimos ya en otra parte que los americanos son imberbes y no tienen pelos en el cuerpo, mas que en las cejas y en la cabeza. Todos son igualmente hombres, como el abeto, la encina y el peral son igualmente árboles; pero el peral no nace del abeto, ni el abeto nace de la encina.

¿En qué consiste que en medio del mar Pacífico, en la isla de Taití, los hombres son barbudos? Hacer esta interrogación equivale a preguntar por qué nosotros tenemos barba y los peruanos, los mejicanos y los canadienses no la tienen; es lo mismo que preguntar por qué los monos nacen con cola y por qué la Naturaleza nos rehusó ese adorno.

Las inclinaciones y los caracteres de los hombres son tan diferentes como sus climas y como sus gobiernos. No pudo formarse nunca un regimiento de lapones ni de samoyedos, y los habitantes de la Siberia, que viven cerca de aquéllos, son intrépidos soldados. No conseguiréis nunca que sean buenos granaderos un dariense ni un albino: esto no consiste en que tengan ojos de perdiz, ni cabellos ni cejas de seda fina y blanca; consiste en que su cuerpo, y por consiguiente su valor, tiene extraordinaria debilidad. Sólo un ciego, pero ciego obstinado, puede negar la existencia de las diferentes especies.

III – Todas las razas de hombres han vivido siempre en sociedad

Todos los hombres que se han descubierto en los países más incultos y más salvajes viven en sociedad, como los castores, las hormigas, las abejas y otras muchas especies de animales.

No se ha encontrado nunca ningún país en el que vivan separados; en el que el macho se junte con la hembra sólo por casualidad y la abandone poco después por disgusto; en el que la madre desconozca a sus hijos después de haberlos criado; en el que se viva sin familia y sin ninguna especie de sociedad. Algunos graciosos de mal género, abusando de su ingenio, han aventurado la sorprendente paradoja de que el hombre fue creado para vivir sólo como un lobo cerval, y que la sociedad depravó la Naturaleza. Esto equivaldría a decir que los arenques fueron creados para nadar aisladamente en el mar, y por exceso de corrupción vienen en ejércitos desde el mar Glacial hasta nuestras costas; esto equivale a decir que antiguamente las grullas volaban en el aire aisladas, y que por violación del derecho natural adoptaron el partido de volar juntas.

Cada animal tiene su instinto propio, y el instinto del hombre, que fortifica la razón, le impulsa a vivir en sociedad, como le impulsa a comer y a beber. La sociedad no ha degradado al hombre; el alejamiento de ella es lo que le degrada. El que viviera absolutamente sólo perdería pronto la facultad de pensar y la de expresarse, y llegaría a convertirse en bestia. El orgullo excesivo e imponente, que subleva contra el orgullo de los demás, puede arrastrar al alma melancólica a huir de los hombres; en este caso la depravada es ella, y se castiga a sí misma; su orgullo le proporciona su suplicio; la carcome en la soledad el despecho secreto de verse despreciada y olvidada y se condena a la más horrible esclavitud para ser libre.

Preciso es llegar a los límites de la locura para atreverse a decir «que no es natural que el hombre se ligue a la mujer durante los nueve meses de su embarazo; en cuanto satisface su apetito —dice el autor de estas paradojas—, el hombre no necesita a esa mujer, ni la mujer a ese hombre; éste no tiene el menor cuidado, ni quizás la más remota idea de las consecuencias de su acto. Él se va por una parte y ella por otra, y al cabo de nueve meses no conservan el recuerdo de haberse conocido. ¿Por qué ha de ayudarla cuando para, por qué ha de contribuir a educar un hijo que no sabe si le pertenece?» (1)

Esas ideas son execrables, pero afortunadamente son falsas. Si esa bárbara indiferencia fuera un verdadero instinto de la especie humana, lo hubiera manifestado siempre, porque el instinto es inmutable. El padre abandonaría siempre a la madre y la madre abandonaría al hijo, y habría menos hombres en el mundo que animales carnívoros; porque las fieras, mejor provistas, mejor armadas, poseen un instinto más rápido, medios más eficaces, y tienen más seguro el alimento que la especie humana.

La naturaleza del hombre es diferente de como la pinta ese filósofo energúmeno. Exceptuando algunos bárbaros enteramente embrutecidos, los hombres más rudos aman por invencible instinto al niño que no ha nacido todavía, al  vientre que lo encierra y a la madre, que redobla el cariño hacia el hombre de quien recibió en su seno el germen de un ser semejante a ella.

El instinto de los carboneros de la Selva Negra habla en ellos tan alto y les induce tanto a querer a sus hijos como el instinto de los pichones y de los ruiseñores les obliga a criar a sus pequeñuelos. Es perder el tiempo escribir esas necedades abominables.

El gran defecto de esos libros llenos de paradojas consiste en suponer la Naturaleza de otro modo que es. El mismo autor, enemigo de la sociedad, como la zorra que no tenía cola y quería que todas sus compañeras se la cortasen, se expresa de este modo en estilo magistral:

«El primero que después de cerrar un terreno se atrevió a decir: «Esto es mío», y encontró personas bastante cándidas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Hubiera ahorrado al género humano crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores, el que, arrancando las estacas y cegando el foso, hubiera dicho a sus semejantes: «No creáis lo que dice ese impostor; os perderéis para siempre si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no pertenece a nadie» (2).

De modo que, según ese filósofo, un ladrón, un destructor, hubiese sido el salvador del género humano, y se debía castigar al hombre honrado que dijera a sus hijos: «Imitemos a nuestro vecino, que ha cerrado su campo, y no podrán destruirlo los animales nocivos, consiguiendo además hacerle fértil; trabajemos nuestro campo como él trabaja el suyo, nos ayudará y le ayudaremos, y cultivando cada familia su campo nos alimentaremos mejor, tendremos más salud y seremos menos desgraciados. Probaremos a establecer una justicia distributiva para vivir tranquilos, y valdremos más que las zorras y las garduñas, a las que ese filósofo extravagante quiere que nos parezcamos.»

¿Esas palabras no serían más sensatas y más honradas que las del loco salvaje que deseaba que hubieran destruido el campo cultivado del hombre? ¿Qué clase de filosofía es ésa que proclama ideas que el sentido común rechaza desde la China hasta el Canadá? ¿No es la filosofía de un pordiosero que desea que los pobres roben a los ricos, con la idea de estrechar más la unión fraternal entre los hombres?

Verdad es que si todos los valles, todos los bosques y  todas las llanuras estuvieran llenas de frutos sabrosos y nutritivos, sería imposible, injusto y ridículo custodiarlos. Si existen algunas islas en las que la Naturaleza produzca sin esfuerzo los alimentos y todo lo necesario, vámonos a vivir en ellas, lejos del fárrago de nuestras leyes; pero en cuanto lleguemos a poblarlas, será preciso que nos ocupemos otra vez de lo tuyo y de lo mío y de esas leyes, que muchas veces son malas, pero que, sin embargo, no podemos vivir sin ellas.

IV – ¿El hombre nació malo?

Paréceme que está bastante bien probado que el hombre no nació perverso, porque si ésa fuera su naturaleza, cometería maldades y actos bárbaros en cuanto aprendiera a andar, y tomaría el primer cuchillo que encontrara a mano para herir al primero que le desagradara; sería como los lobeznos y como los hijuelos de las zorras, que muerden en cuando pueden morder. El hombre, por el contrario, cuando es niño, tiene en todo el mundo la pasibilidad del cordero. ¿Por qué y cómo, pues, se convierte con frecuencia en lobo y en zorra? ¿No consistirá esto en que no naciendo bueno ni malo, la educación, el ejemplo, las circunstancias y la ocasión le inducen a la virtud o al vicio?

Quizás la Naturaleza humana no pueda ser de otra manera. Quizás el hombre no pueda tener siempre pensamientos falsos y pensamientos verdaderos, afecciones siempre tiernas ni siempre crueles. Parece que se haya demostrado que la mujer vale más que el hombre: encontraréis cien hermanos que sean enemigos por cada Clitemnestra.

Algunas profesiones convierten en implacable al hombre que las ejerce; por ejemplo, la profesión de soldado, de matarife, de arquero, de carcelero y todos los oficios que estriban en la desgracia ajena. El arquero, el satélite, el carcelero, sólo son felices haciendo desgraciados a los demás. Son necesarios para perseguir a los malhechores, y bajo ese punto de vista son Útiles a la sociedad. Es curioso oírles hablar de sus proezas contra el número de sus víctimas y las astucias que emplean para apoderarse de ellas, los perjuicios físicos y morales que les hacen sufrir y el dinero que les arrancan.

Todo aquél que se entera de los pormenores subalternos del foro, todo el que oye hablar a los procuradores familiarmente unos con otros y regocijarse de las miserias de sus clientes, puede formar muy mala opinión de la naturaleza humana.

Existen profesiones más repugnantes, y que sin embargo son tan solicitadas como un canonicato. Existen profesiones que convierten en bribón al hombre honrado; que le acostumbran a mentir contra su voluntad; a engañar, sin apercibirse apenas de que engaña; a ponerse una venda en los ojos, a abusar por el interés y la vanidad de su estado y a sumergir sin remordimiento la especie humana en una ceguedad estúpida.

Las mujeres, ocupadas continuamente en educar a sus hijos y concretadas a los cuidados domésticos, están excluidas de esas profesiones que pervierten la naturaleza humana y la hacen perversa; en todas partes son menos bárbaras que los hombres. Su parte física se agrega a su parte moral para alejarlas de los grandes crímenes; su sangre es más dulce; por regla general le repugnan los licores fuertes, que inspiran la ferocidad. Prueba evidente de lo que estoy diciendo, es que entre mil víctimas de la justicia, entre mil asesinos ejecutados, se encuentran apenas cuatro mujeres, como lo probaremos en el artículo titulado Mujer.

Creen algunos autores que nuestros usos y nuestras costumbres han hecho perversa a la especie masculina; si eso fuera regla general y sin excepción, esa especie sería más horrible que la de las arañas, la de los lobos y la de las garduñas; pero por fortuna son raras las profesiones que endurecen el corazón y le llenan de pasiones odiosas. Fijaos en que en una nación de veinte millones de almas hay todo lo más doscientos mil soldados: un soldado por cada cien individuos; los doscientos mil soldados los contiene el freno de la disciplina más severa, y entre ellos hay gentes muy honradas que regresan a sus pueblos y que terminan la vida siendo buenos padres y buenos maridos. Los demás oficios peligrosos para las costumbres son muy escasos en número. Los labradores, los artesanos y los artistas están demasiado ocupados para entregarse al crimen con frecuencia. En el mundo existirán siempre perversos detestables: los libros exageran siempre su número, que aunque es excesivo, es en cantidad menos de lo que se dice.

V – Del hombre en el estado de pura Naturaleza

¿Qué sería el hombre si viviera en el estado que se llama de pura Naturaleza? Un animal muy inferior a los primeros iroqueses que encontramos en el Norte de América; inferior, porque éstos sabían encender el fuego y construir flechas, y ha sido preciso que pasaran algunos siglos para hacer esas dos cosas.

El hombre abandonado a la Naturaleza no tendría más idioma que algunos sonidos mal articulados; su especie quedaría reducida a un insignificante número por la dificultad que encontraría para alimentarse y por la carencia de ayuda, al menos en nuestros tristes climas. Ignoraría el conocimiento de Dios y el del alma, como ignoraría las matemáticas, y no tendría más idea que buscar cómo alimentarse: sería inferior a la especie de los castores.

En ese estado el hombre sólo sería un niño robusto, y todavía se encuentran seres de la especie humana que casi no han pasado de ese estado primitivo. Los lapones, los samoyedos, los habitantes del Kamtchatka, los cafres, los hotentotes, son respecto al hombre en estado de pura Naturaleza lo que eran antiguamente las cortes de Ciro y de Semíramis comparadas con los habitantes de las Cevennes, y sin embargo, los habitantes del Kamtchatka y los hotentotes de nuestros días, que son superiores al hombre enteramente salvaje, son animales que viven seis meses del año en cavernas, en las que comen a todo pasto gusanos, que más tarde se los comerán a su vez. Hablando en tesis general, la especie humana sólo tiene dos o tres grados más de civilización que los salvajes del Kamtchatka. La multitud de brutos que se llaman hombres, comparada con el escaso número de los que piensan, está en la proporción de ciento por uno en muchas naciones. Es cosa curiosa contemplar por una parte al padre Malebranche entretenido en conversar familiarmente con el Verbo, y por otra, millones de animales semejantes a él que nunca han oído hablar del Verbo y que no conocen ni una idea metafísica. Entre los hombres de puro instinto y los hombres de genio flota un número inmenso que se ocupa únicamente de subsistir.

La subsistencia cuesta trabajos tan prodigiosos, que con frecuencia es necesario que en el Norte de América el hombre, que es imagen de Dios, ande cinco o seis leguas para poder comer, y en nuestro clima es preciso que la imagen de Dios riegue la tierra con sus sudores todo el año para conseguir tener pan. Añadid al pan o a su equivalente una cabaña y un mal vestido, y tendréis lo que es el hombre en general desde un extremo a otro del universo, y para ser así han tenido que transcurrir multitud de siglos.

Pasando algunos siglos más, la civilización llegó al estado en que la encontramos. Aquí se representa una tragedia con música, allí se traba un combate naval en el que se disparan cañones de bronce. La ópera y los buques de guerra asombran siempre mi imaginación, y dudo que pueda irse más allá en ninguno de los globos que están sembrados en el infinito. Esto no obstante, más de la mitad del mundo habitable está poblado todavía de animales bípedos que viven en un estado muy próximo al de pura Naturaleza, que no saben mas que comer y vestirse, que apenas gozan del don de la palabra, que no conocen que son desgraciados, que viven y mueren sin saberlo.

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(1) Juan Jacobo Rousseau, Discurso sobre el origen de los fundamentos de la desigualdad entre los hombres
(2) Juan Jacobo Rousseau, ob. cit.

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