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MILAGROS judíos y de Jesucristo – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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MILAGROS

Milagros - Diccionario Filosófico de VoltaireEl milagro, según la acepción estricta de esta palabra, significa una cosa admirable, pero en ese caso todo es admirable. El orden prodigioso de la Naturaleza, la rotación de cien millones de globos alrededor de un millón de soles, la actividad de la luz, la vida de los animales, son milagros perpetuos. Pero adoptando la significación que el uso da a esa palabra, llamamos milagro a la violación de las leyes divinas y eternas. Si hubiera un eclipse de sol durante la luna nueva, si un muerto anduviese a pie dos leguas de camino llevando en las manos su cabeza, diríamos que esas dos cosas eran milagros.

Muchísimos físicos sostienen que en ese sentido no puede haber milagros, y he aquí los argumentos en que se fundan para decirlo: el milagro es la violación de las leyes matemáticas, divinas, inmutables y eternas. Por esta sencilla definición se comprende que el milagro indica contradicción en los términos, porque una ley no puede ser al mismo tiempo inmutable y violada. A esto les contestan: «Las leyes que estableció Dios, ¿no puede Él mismo suspenderlas?» Los físicos citados tienen la audacia de responder que no, porque es imposible que el Ser infinitamente sabio establezca leyes para violarlas. «No podría —añaden— descomponer su máquina mas que para hacerla andar mejor; luego claro es que siendo Dios el autor de esta inmensa máquina, la construyó lo mejor que pudo, y si vio que tenía alguna imperfección que resultaba de la naturaleza de la materia, la corrigió desde el principio; de modo que ya no compondrá nunca la máquina. Además, Dios no hace nada sin motivo; ¿y qué razón puede haber para que desfigure por unos instantes su propia obra?» «Lo hace en beneficio de los hombres», les contestan. Pero ellos replican: «Eso se comprendería si fuera en beneficio de todos los hombres; pero no se puede concebir que la naturaleza divina interrumpa sus leyes para favorecer a algunos y no para favorecer a todo el género humano, y todavía el género humano es una cosa insignificante para ella, es menos que un hormiguero, comparándolo con todos los seres que llenan la inmensidad.» ¿No es, pues, la más absurda de las locuras imaginar que el Ser infinito interrumpa en beneficio de trescientas o cuatrocientas hormigas el juego eterno de los resortes inmensos que hacen mover todo el universo?

Pero supongamos que Dios quiso distinguir a un escaso número de hombres; ¿por eso tiene que cambiar lo que estableció para todos los tiempos y todos los lugares? Ciertamente no hay necesidad de ese cambio ni de esa inconstancia para que resulten favorecidas sus criaturas, que esos favores los obtienen de las leyes eternas. Dios lo ha previsto todo, y todo lo organizó con ellas; todas obedecen irrevocablemente a la fuerza que imprimió para siempre a la Naturaleza.

¿Para qué había de hacer Dios milagros? Para conseguir la realización de algún designio respecto de algunos seres vivientes. En ese caso Dios tendría que decir: «No pude conseguir con la creación del universo ni con sus leyes eternas realizar cierto designio; voy, pues, a cambiar mis leyes inmutables, para realizar lo que con ellas no puedo conseguir.» Eso sería confesar su debilidad y el poco valor de su poder; eso sería la más inconcebible contradicción. De modo que suponer que Dios hace milagros, es insultarle, si es que los hombres pueden insultar a Dios; equivale a decir: «Sois un ser débil e inconsecuente.» Es, pues, absurdo creer en los milagros y deshonrar en cierto modo a la Divinidad.

Los crédulos, obstinándose todavía en atacar a los filósofos, continúan diciéndoles: «En vano os esforzáis en encarecer la inmortalidad del Ser Supremo, la eternidad de sus leyes y la regularidad de los infinitos mundos; porque a pesar de ser eso cierto, el pequeño hormigueo del mundo está lleno de milagros, y las historias refieren tantos prodigios como sucesos son naturales. Las hijas del gran sacerdote Anio convertían todos los objetos que querían en trigo, en vino o en aceite; Atalida, hija de Mercurio, resucitó varias veces: Esculapio resucito a Hipólita; Hexes volvió al mundo después de haber pasado quince días en los infiernos; Rómulo y Remo fueron hijos de un dios y de una vestal; el paladión cayó desde el cielo en la ciudad de Troya; la cabellera de Berenice se convirtió en una constelación de estrellas; la cabaña de Baucis y Filemón se trocó en hermosísimo templo; la cabeza de Orfeo pronunciaba oráculos después de la muerte de éste; las murallas de Tebas se construyeron ellas a sí mismas al son de la flauta, en presencia de los griegos; las curas que se hicieron en el templo de Esculapio fueron innumerables, y todavía conservamos monumentos en los que constan los nombres de los testigos oculares que presenciaron los milagros que hizo Esculapio. Os desafiamos a que encontréis un solo pueblo en el que no se hayan realizado prodigios increíbles, sobre todo en los tiempos en que casi nadie sabía leer ni escribir.»

Los filósofos sólo contestan a esas objeciones con la sonrisa burlona en los labios, encogiendo y levantando los hombros, y los filósofos cristianos replican: «Creemos en los milagros que realizó nuestra santa religión, porque así nos lo manda la fe, y sin dar oídos a nuestra razón, que nos guardaremos bien de escuchar, porque cuando la fe habla, la razón debe callar; creemos firmemente en los milagros de Jesucristo y de los apóstoles, pero permitidnos dudar de otros muchos, permitidnos que suspendamos nuestro fallo respecto a lo que nos refiere un hombre sencillo a quien apellidan grande. Asegura que un fraile estaba tan acostumbrado a hacer milagros, que el prior se lo prohibió; el fraile le obedeció; pero un día, viendo que un pobre pizarrero caía a la calle desde lo alto de un techo, estuvo titubeando entre el deseo que tenía de salvarle la vida y el deseo que tenía de no desobedecer al prior. Para cohonestarlo todo ordenó en aquel instante que el pizarrero quedara suspendido en el aire hasta nueva orden, y corriendo fue a referir al prior lo que acontecía. El prior le absolvió del pecado que había cometido empezando a hacer un milagro sin su permiso, y le permitió que lo terminara, con la condición de que ya no volviera a hacer ningún otro.» Razón tienen los filósofos para decir que no debemos tener fe en esa historia.

«Pero ¿cómo os atreveréis a negar —les objetan los crédulos— que San Gervasio y San Protasio se aparecieran en un sueño a San Ambrosio y que le indicaran el sitio donde se encontraban las reliquias de esos dos santos, que San Ambrosio desenterró y con ellas curó a un ciego? San Agustín estaba entonces en Milán, y refiere ese milagro en la Ciudad de Dios, libro XXII. He aquí uno de los milagros mejor comprobados.» Los filósofos les contestan que ellos no creen nada; que Gervasio y Protasio no se aparecieron a nadie; que importa muy poco al género humano que se averigüe el sitio donde existen los restos de sus esqueletos; que tienen tan poca fe en el ciego de San Ambrosio como en el ciego de Vespasiano; que ése es un milagro inútil, que Dios no tenía por qué hacer, y que ellos se sostienen siempre en sus principios. El respeto que tengo a San Gervasio y a San Protasio no me permite participar de la opinión de esos filósofos, y me concreto a dar cuenta de su incredulidad. Dan mucha importancia al pasaje de Luciano que se encuentra al ocuparse de la muerte de Pelegrino, que dice: «Cuando un jugador de manos hábil se convierte al cristianismo, puede estar seguro de que hará fortuna.» Pero como Luciano es un autor profano, no debe tener autoridad para nosotros.

Dichos filósofos no pueden resolverse a creer los milagros que se realizaron en el siglo II. Es inútil para ellos que testigos oculares refieran que cuando San Policarpo, obispo de Esmirna, fue sentenciado a morir en la hoguera, oyeron una voz que desde el cielo le gritaba: «¡Valor, Policarpo, sé valiente, demuestra que eres hombre!»; que entonces las llamas de la hoguera se separaron de su cuerpo y formaron un pabellón de fuego alrededor de su cabeza; que del centro de la hoguera salió una paloma, y que para conseguir matar a Policarpo tuvieron que cortarle la cabeza. «¿Para qué sirve ese milagro? —dicen los incrédulos—; ¿por qué las llamas perdieron su naturaleza, y por qué el hacha del ejecutor no perdió la suya? ¿En qué consiste que muchos mártires salían sanos y salvos del aceite hirviendo, y no podían resistir el filo de la espada?» A esto contestan que ésa fue la voluntad de Dios; pero los filósofos quisieran ver todo eso para creerlo.

Los que buscan la ciencia para apoyar sus argumentos, os dirán que los Padres de la Iglesia confiesan muchas veces que ya no se hacían milagros en sus tiempos. San Crisóstomo dice: Los dones extraordinarios del espíritu se concedieron hasta a las personas más indignas, porque entonces la Iglesia necesitaba hacer milagros; pero en la actualidad no se conceden esos dones ni a las personas más dignas, porque la Iglesia no los necesita ya.» Luego confiesa también que no hay nadie que pueda resucitar muertos, ni aun curar a los enfermos.

 

El mismo San Agustín, a pesar de contar el milagro de Gervasio y de Protasio, dice en la Ciudad de Dios: «¿Por qué los milagros que se hacían ayer, ya no se hacen hoy?» Y da le misma razón que San Crisóstomo. Objetan a los filósofos que San Agustín, a pesar de esa confesión, dice sin embargo que un zapatero remendón de Hipona, que había perdido su traje, fue a rezar a la capilla de los veinte mártires para que apareciera, y al volver encontró un pez que tenía en su cuerpo un anillo de oro, y que el cocinero que frió el pescado le dijo al zapatero: «He aquí lo que los veinte mártires os dan.» Al oír esta historia, los filósofos replican que no hay en ella nada que contradiga las leyes de la Naturaleza, que no se falta a las leyes de la física porque un pez se trague un anillo de oro, y que no tiene nada de particular que el cocinero entregue el anillo al zapatero de remendón; que eso no es un milagro.

Si se recuerda a dichos filósofos lo que dice San Jerónimo en la vida del ermitaño Pablo, que dicho ermitaño tuvo varias conversaciones con sátiros y con faunos; que un cuervo le trajo todos los días durante treinta años medio pan para que le sirviera de comida y un pan entero el día que San Antonio fue a visitarle, podrán contestarles también que nada de esto es contrario a la física, que los sátiros y los faunos pueden haber existido, y que en todos los casos, ese cuento es una puerilidad que no tiene nada de común con los verdaderos milagros del Salvador y de sus apóstoles.

Muchos cristianos buenos han rebatido la historia de San Simeón Estilita, que escribió Teodoret: muchos milagros que tiene por auténticos la Iglesia griega los han puesto en duda gran número de autores de la Iglesia latina, como no ha creído muchos milagros latinos la Iglesia griega, y los protestantes han puesto en duda los milagros de ambas Iglesias.

Un sabio jesuita, que predicó mucho tiempo en las Indias, se lamentaba de que él y sus compañeros no pudieran hacer nunca ningún milagro. Javier se lamenta también en alguna de sus cartas de no poseer el don de las lenguas; dice que se encuentra en el Japón como una estatua muda, y sin embargo, los jesuitas han escrito que resucitó ocho muertos ; mucho es, pero hay que tener presente que los resucitaba a seis mil leguas de Europa. Algún tiempo después hubo algunos individuos que dijeron que la expulsión de los jesuitas en Francia fue un milagro mayor que los que hicieron Javier e Ignacio.

Convienen todos los cristianos en que los milagros de Jesucristo y de los apóstoles son incontestables, pero que podemos dudar de algunos milagros verificados en los últimos tiempos y cuya autenticidad no esté bien probada. Desearían, por ejemplo, para probar bien un milagro, que se realizara ante la Academia de Ciencias de París o de la Sociedad Real de Londres, auxiliadas por el destacamento de un regimiento que no dejase que la multitud se aglomerara e impidiera que se verificara la operación del milagro.

Preguntaban un día a un filósofo qué diría si viese que el sol se paraba, esto es, si cesara el movimiento de la tierra alrededor de dicho astro, si todos los muertos resucitaran, y si todos los montes se arrojaran al mar, para probar una verdad importante, como por ejemplo, la gracia versátil. «¿Qué diría? —respondió el filósofo—. Me haría maniqueo y contestaría que existía un principio que deshace lo que hace el otro principio.»

II

El gobierno teocrático sólo puede fundarse en los milagros, porque en él todo debe ser divino. El gran soberano sólo habla a los hombres por medio de prodigios. Estos son sus ministros y sus credenciales. Publica sus órdenes el Océano, que cubre todo el mundo para ahogar a las naciones o abre el fondo de un abismo para darles paso.

Por eso en la historia judía no hay mas que milagros, desde la creación de Adán y la formación de Eva de una Costilla de éste, hasta el reyezuelo Saúl. En la época de Saúl todavía la teocracia se divide el poder con la monarquía, y por consecuencia, de tarde en tarde se realiza algún milagro; pero ya no se ve la serie brillante de prodigios que anteriormente asombraban a la Naturaleza. No se reproducen ya las diez plagas de Egipto, no se para ya en pleno mediodía el sol y la luna para dar tiempo a un capitán para que extermine algunos fugitivos aplastados antes por una lluvia de piedras caídas desde el cielo. Sansón no extermina ya mil filisteos con una mandíbula de asno, las burras ya no hablan, las murallas no caen al son de las trompetas, las ciudades no se abisman en un lago castigadas por el fuego del cielo, el diluvio no vuelve a destruir la raza humana. La mano de Dios se manifiesta todavía, sin embargo; la sombra de Saúl se aparece a una maga, el mismo Dios promete a David que le defenderá contra los filisteos.

Dios reúne su ejército celeste en la época de Acab, y pregunta a esos espíritus: «¿Quién engañará a Acab y quién le hará ir a la guerra a pelear contra Ramot en Galgala?» Uno de los espíritus, avanzando ante el Señor, le dijo: «Le engañaré yo.» Pero únicamente el profeta Miqueas fue testigo de esa conversación, y por haber anunciado ese prodigio recibió un bofetón de otro profeta llamado Sedecías.

Milagros que se realicen ante la faz de la nación y que perturben las leyes de la Naturaleza no se vuelven a ver hasta la época de Elías, a quien el Señor envió un carro y dos caballos de fuego, que desde las orillas del Jordán lo transportaron al cielo. Desde el principio de los tiempos históricos, esto es, desde las conquistas de Alejandro, ya no se ven milagros en el pueblo judío. No se verifica ningún milagro cuando Pompeyo se apodera de Jerusalén, cuando Craso saquea el templo, cuando Antonio entrega la Judea a Herodes, cuando Tito toma por asalto a Jerusalén ni cuando la arrasa Adriano. Así sucede en todas las naciones del mundo; empiezan por la teocracia, y terminan en gobiernos puramente humanos. Cuando más van perfeccionándose las sociedades, menos prodigios hay en ellas.

Comprendemos que la teocracia de los judíos fue la única verdadera y que las de los demás pueblos eran falsas, pero a éstos les sucedió lo mismo que a los judíos. En Egipto, en la época de Vulcano y en la de Isis y Osiris, todo lo que sucedía estaba fuera de las leyes de la Naturaleza, pero volvió a sujetarse a ellas en la época de los Ptolomeos. En los siglos de Fos, de Crisos y de Efesto, los dioses hablaban familiarmente con los hombres de la Caldea. Un dios participó al rey Xissutre que habría un diluvio en la Armenia y que era preciso que construyera rápidamente un buque de cinco estadios de longitud y de dos de profundidad. Cosas semejantes no le sucedieron ni a Darío ni a Alejandro.

El pez Oannes salía antiguamente todos los días del Eufrates y predicaba en las costas: ahora ya no hay ningún pez que predique. Verdad es que San Antonio de Padua les predicó, pero esto fue un hecho aislado, del que no se puede sacar ninguna consecuencia.

Numa tenía largas conversaciones con la ninfa Egeria: andando el tiempo no se ve que César hable con Venus, aunque descendía de ella por línea recta. El mundo, según se dice, va refinándose de día en día; pero después de haber salido de un cenagal, pasa algún tiempo y se sumerge en otro; a siglos civilizados suceden siglos bárbaros; expulsan la barbarie, pero luego reaparece: es la alternativa continua del día y de la noche.

III – De los que niegan la realidad de los milagros de Jesucristo

En la época moderna, Thomas Woolston, doctor de Cambridge, fue el primero que tuvo la audacia de no admitir en los Evangelios mas que un sentido típico, alegórico y espiritual; sosteniendo con descaro que ninguno de los milagros de Jesús se realizó. Escribía sin método, sin arte, con estilo confuso y grosero, pero no sin vigor. Los seis Discursos que compuso contra los milagros de Jesucristo, se vendían públicamente en Londres y en su misma casa. Desde 1727 hasta 1729, en dos años hizo tres ediciones de veinte mil ejemplares cada una, y es difícil encontrar un solo ejemplar en las librerías.

Ningún cristiano atacó con tanta audacia al cristianismo; pocos escritores respetaron menos al público, y ningún sacerdote se declaró abiertamente tan enemigo de los demás sacerdotes. Si creemos lo que dice en el tomo I, página 38, enviar Jesucristo los diablos para que se metieran en los cuerpos de dos mil cerdos es hacer un robo al propietario de dichos animales. Si se dijera eso mismo de Mahoma, le hubieran calificado de hechicero perverso. Si el dueño de los cerdos, si los comerciantes que vendían en el primer recinto del templo los animales para los sacrificios, que Jesús arrojó de allí a latigazos, pidieran justicia contra él cuando fue detenido, es evidente que le hubieran condenado, y ningún jurado de Inglaterra hubiera creído que no era culpable.

Dice la buenaventura a la Samaritana como un bohemio: esto es lo suficiente para que lo expulsaran del país, como Tiberio expulsaba entonces a los adivinos. «Me sorprende —añade Woolston— que los bohemios actuales no se llamen verdaderos discípulos de Jesús, dedicándose como él al mismo oficio. Me resisto a creer que no sacara dinero a la Samaritana, como hacen los sacerdotes modernos, que cobran grandes cantidades por sus adivinaciones.»

En esta relación sigo el número de las páginas de los Discursos de Woolston. Desde este pasaje salta el autor a la entrada de Jesucristo en Jerusalén. «No se sabe —dice— si entró en la ciudad montado en una burra, en un burro o en un borriquito.» Compara a Jesús, tentado por el diablo, con San Dustan, que cogió al diablo por la nariz, y da la preferencia a San Dustan.

Ocupándose del milagro de la higuera, que se secó por no haber producido higos fuera de la estación, dice que Jesús era un vagabundo, un pordiosero, un hermano colector, y que antes de dedicarse a predicar en los caminos reales fue un miserable aprendiz de carpintero, y es sorprendente que la curia romana no conserve entre sus reliquias alguna obra de sus manos, como un escabel o una mesa. Es difícil llevar más lejos la blasfemia. Se divierte ocupándose de la piscina de Betsaida,, a la que un ángel iba todos los años a enturbiar el agua. Pregunta cómo es que ni Flavio Josefo ni Filón hablan de dicho ángel, por qué San Juan es el único que refiere ese milagro anual y por qué ningún romano vio nunca semejante ángel ni oyó hablar de él.

El agua convertida en vino en las bodas de Caná, en la opinión de Woolston, excita la risa y el desprecio de los hombres que no están embrutecidos por la superstición, y como Juan dice terminantemente que los convidados estaban ebrios cuando Dios descendió al mundo, exclama dicho autor que se operó un milagro para que bebieran más cuando estaban ya borrachos.

Con sentimiento y temblando refiero dichos pasajes; pero hay impresos sesenta mil ejemplares del libro que cito, que llevan el nombre del autor, que se han vendido públicamente en su casa, y nadie puede decir que le calumnio.

Se encarniza sobre todo con los muertos que resucitó Jesucristo. Afirma que un muerto resucitado hubiera llamado la atención y hubiera asombrado al universo; que toda la magistratura judía, sobre todo Pilatos, hubieran formado procesos verbales, porque Tiberio mandaba a los procónsules, a los pretores, a los presidentes de las provincias que se informaran exactamente de todo; que hubieran interrogado a Lázaro, que pasó cuatro días muerto, para averiguar qué es lo que hacía su alma durante ese tiempo. Tres muertos vueltos a la vida hubieran sido tres testimonios de la divinidad de Jesús, que hubieran convertido todo el mundo al cristianismo. Sucedió todo lo contrario; todo el mundo estuvo ignorando durante dos siglos esas pruebas convincentes.

Al cabo de cien años algunos hombres desconocidos se enseñaron unos a otros, guardando la mayor reserva, los escritos que referían esos milagros. No los mencionan ni el historiador judío Flavio Josefo, ni el sabio Filón, ni ningún historiador griego ni romano. Woolston tiene la imprudencia de decir que la historia de Lázaro está tan llena de absurdos, que San Juan estuvo desatinado cuando la escribió. Blasfema de la encarnación, de la resurrección, de la ascensión de Jesucristo, considerándolas bajo su punto de vista, y dice que esos milagros son la impostura más descarada y más manifiesta que hubo en el mundo.

Lo más extraño que hizo Woolston fue dedicar cada uno de sus Discursos a un obispo. Por cierto que sus dedicatorias no son a la francesa: no sólo no los adula ni los elogia, sino que les echa en cara su orgullo, su avaricia, su ambición y sus intrigas, y se burla de ellos porque se han sometido a leyes de la nación como los demás ciudadanos.

Al fin, los obispos, hartos de ver que les ultrajaba un miembro de la Universidad de Cambridge, le denunciaron, pidiendo protección a las leyes, a las que estaba sujeto. Le procesó el Tribunal de Justicia de Inglaterra; el año 1772 encarcelaron a Woolston, sentenciándole a pagar una multa y a prestar fianza por valor de ciento cincuenta libras esterlinas. Sus amigos pagaron esta fianza, y él no murió en la cárcel, como dice alguno de los diccionarios que se escriben de cualquier modo. Murió en su casa en Londres, acabando de pronunciar estas palabras: «Éste es un paso que todo hombre debe dar.» Algún tiempo antes de su muerte, una devota que le encontró en la calle le escupió en la cara; él se enjugó el salivazo, y la saludó. Sus costumbres eran sencillas y morigeradas, aunque se obstinó en el sentido místico del Evangelio y blasfemó de su sentido literal.

Casi al mismo tiempo apareció en Francia el testamento de Juan Meslier, cura de But y de Etrepigny, en Champagne, del que nos hemos ocupado ya en el artículo titulado Contradicciones

 Es cosa sorprendente y triste que dos sacerdotes escribiesen al mismo tiempo contra la religión cristiana. El cura Meslier es todavía más arrebatado que Woolston; dice que son cuentos absurdos e injuriosos para la Divinidad llevarse el diablo a la montaña al Salvador, las bodas de Caná, el milagro de los panes y de los peces, y otra porción de milagros injuriosos para la Divinidad, que durante trescientos años desconoció el Imperio romano, y que desde la plebe llegaron hasta el palacio de los emperadores, cuando la política les obligó a adoptar las supersticiones del pueblo para subyugarle mejor. Las declamaciones del sacerdote inglés son semejantes a las del cura de Francia; pero Woolston trata algunas veces con miramientos los milagros y Meslier nunca; es el hombre a quien han encolerizado los delitos que presenció y que hace responsable de ellos a la religión cristiana, que los condena y los anatematiza. Mira con desdén y con desprecio todos los milagros, llegando en su odio hasta el paroxismo de comparar a Jesucristo con Don Quijote, y a San Pedro con Sancho Panza; y es lo más deplorable que escribía esas blasfemias encontrándose ya en brazos de la muerte, en esos momentos supremos en los que los más falsos no se atreven a mentir, y en los que los más intrépidos tiemblan. Se han escrito muchos compendios de la obra que escribió, pero las autoridades se apoderaron de todos los que pudieron.

El cura de Bonne-Nouvelle escribió también sobre ese asunto y con igual criterio, de modo que al mismo tiempo que el abad Becheran y los demás convulsionarios realizaban falsos milagros, tres sacerdotes escribían contra los milagros verdaderos; pero el libro más terrible que apareció contra las profecías y contra los milagros, fue el que compuso lord Bolingbroke. Por fortuna consta de seis gruesos volúmenes, carece de método, y su estilo es tan pesado y tan empalagoso, que se necesita extraordinaria paciencia para leerlo.

El Talmud sostiene que hay muchos cristianos que al comparar los milagros que contiene el Antiguo Testamento con los del Nuevo, abrazaron el judaísmo, creyendo que no era posible que el Señor de la Naturaleza realizara tantos prodigios en pro de una religión que deseaba extinguir. Dicen más: afirman que su hijo, que es Dios Eterno, al nacer judío se afilió a la religión judía durante toda su vida, desempeñando todas las funciones de ella, frecuentando los templos judíos y no exponiendo nada contrario a sus leyes; añaden además que todos los discípulos de Jesús son judíos y observaron las ceremonias de éstos. No fue, pues, él quien estableció la religión cristiana, sino los judíos disidentes que se asociaron con los platónicos. Ni un solo dogma del cristianismo predicó Jesucristo.

De este modo opinan hombres temerarios, de imaginación falsa y audaz, que se atreven a juzgar las obras de Dios y que sólo admiten los milagros del Antiguo Testamento para negar los milagros del Nuevo.

Al número de esos desventurados perteneció el sacerdote de Lorena Nicolás Antonio, de quien no se conocen más nombres. En cuanto acabó de recibir las cuatro órdenes menores en Lorena, el predicante Ferry, de paso por dicha ciudad, le hizo entrar en escrúpulos, abrazó la religión protestante y fue ministro de ella en Ginebra el año 1630. Empapado en la lectura de los rabinos, llegó a convencerse de que si los protestantes tenían razón contra los papistas, los judíos también tenían razón contra todas las sectas cristianas. Salió de la aldea de Divonne, de donde era pastor, y se dirigió a Venecia, para abrazar allí el judaísmo con un aprendiz de teología al que había convencido y que luego le abandonó, porque no tenía vocación de mártir.

Al principio, el ministro Nicolás Antonio se abstuvo de pronunciar el nombre de Jesucristo en sus sermones y en sus rezos, pero muy pronto, entusiasmado con el ejemplo que le daban los santos judíos ante los príncipes de Tiro y de Babilonia, se fue descalzo a Ginebra a declarar ante los jueces que sólo hay una religión verdadera en el mundo, como no hay mas que un Dios; que esa religión es la judía; que era indispensable circuncidarse y crimen horrible comer carne de cerdo y budín. Exhortó tan patéticamente a los ginebrinos, que pronto dejaron de ser hijos de Belial, convirtiéndose en buenos judíos, con la esperanza de alcanzar el reino de los cielos. Lo prendieron y lo maniataron.

El Consejo de Ginebra, que no obraba nunca sin consultar con el Consejo de los predicantes, pidió su opinión a éste. Los sacerdotes más sensatos de este último Consejo opinaron que debían sangrar a Nicolás Antonio de la vena cefálica, hacerle tomar baños y buenos portajes, asegurando que después de esos remedios le acostumbrarían insensiblemente a pronunciar el nombre de Jesucristo, añadiendo que las leyes toleraban la existencia de los judíos, de los que en Roma vivían ocho mil, y ya que en Roma admitían ese número, bien podía Ginebra tolerar un judío. La mayoría de los pastores de dicho Consejo se indignó al oír la palabra tolerancia, y deseando encontrar pretexto para quemar a un hombre, lo que ya sucedía raras veces, opinaron que Nicolás Antonio debía morir en la hoguera.

El síndico Sarrasín y el síndico Godefroin encontraron admirable la opinión del Consejo de Ginebra, y sentenciaron a Nicolás Antonio a morir entre llamas. Esta sentencia se ejecutó el 20 de Abril de 1632 en un sitio campestre que se llamaba Plain-Palais, y presenciaron la ejecución veinte mil curiosos. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no repitió el milagro del horno de Babilonia para salvar a Nicolás Antonio.

Abauzit, escritor verídico, refiere en sus notas que Antonio murió constante en sus opiniones y persistiendo en ellas; que no se incomodó con sus jueces, ni denotó orgullo ni bajeza, y murió resignado. Ningún mártir consumó su sacrificio con tal fe, ningún filósofo sufrió muerte tan horrible con igual serenidad. Esto prueba que su locura era una firme convicción.

Muchos escritores que tuvieron la desgracia de ser más filósofos que cristianos, fueron tan osados que negaron los milagros de nuestro Salvador; pero es ocioso hablar de ellos después de habernos ocupado de cuatro sacerdotes.

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