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Torre de Babel Ediciones

ALEJANDRO MAGNO -biografía- Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO HISPANO-AMERICANO(1887-1910)

Índice

ALEJANDRO MAGNO, rey de Macedonia (biografía)

ALEJANDRO III EL MAGNO

Biografías. Rey de Macedonia. Nació en Pella el primer año de la Olimpiada 106, que corresponde al 365 antes de J. C. Hijo de Filipo y de Olimpias, vino al mundo el mismo día en que Erostrato quemó el templo de Diana en Éfeso. Su madre creyó ver durante el sueño, la víspera de su casamiento, un rayo que, cayendo sobre ella, produjo voraz incendio, que dividido después en muchas llamas, se disipó inmediatamente: era el anuncio de la suerte que esperaba a Alejandro y sus conquistas. Creía descender de Hércules por Caranos y de Aquiles por su madre. Sus grandes ojos brillaban con limpidez extraordinaria; su cara era blanca en extremo; la nariz aguileña, el pelo rubio y ensortijado: su cabeza, ligeramente inclinada sobre el hombro izquierdo, le daba un aspecto majestuoso; de estatura mediana, pero de acabadas proporciones; esbelto y vigoroso, reunía, en suma, la belleza física que tanto halagaba a los griegos. Siendo aun niño se habituó a la generosidad con los dioses y aprovechó las lecciones de su primer maestro Leónidas, pariente de su madre, y de su otro preceptor, Lisímaco de Acarnania. Hacíasele insoportable que se escatimase el incienso en las ceremonias religiosas. «Esperad, le respondió Leónidas, para hacer tales ofrendas al día en que poseáis la tierra de donde viene el incienso.» Lisímaco le aficionó a los héroes de Homero, siendo de todos Aquiles el que más le atraía. A los 13 años tuvo por maestro a Aristóteles, que escribió para su discípulo un libro sobre el arte de gobernar, que no ha llegado a nosotros, y revisó el texto de la Ilíada, el libro favorito de Alejandro desde entonces y su lectura diaria. Aristóteles dio al hijo de Filipo cuantos conocimientos poseía entonces la humanidad: la música, la lira, la medicina, la filosofía y, más que todo, la poesía épica alimentaban su alma. Filopemén y su padre le enseñaron el arte de la guerra. Desde muy joven sintióse arrastrado por la ambición, y tuvo en alto aprecio la autoridad real. Preguntándole, al ver su habilidad en la carrera y en la lucha, si disputaría el premio en el Olimpo, replicaba: «de buena gana iría allí, si supiera que había de encontrar reyes para rivales.» Lamentábase viendo los triunfos y conquistas de su padre, diciendo: «no me dejará por hacer nada». Nadie más que él pudo montar el fogoso caballo Bucéfalo. Al verlo Filipo, abrazóle y le dijo: «Hijo mío, busca otro reino: el mío es pequeño para ti.» A los 16 años, durante una de las guerras que mantuvo su padre, gobernó el reino; los embajadores del rey de Persia, llegados por aquel tiempo, quedaron admirados de la precocidad de su talento. Poco después salvó a Filipo la vida en un combate. Asistió en 338 a la batalla de Queronea, mandando una de las alas del ejército macedonio, y destrozó el batallón sagrado de los tebanos, decidiendo la victoria.

No hay dato alguno que autorice para suponer, como pretenden ciertos autores, que tomó parte en la muerte de Filipo para vengar a su madre, repudiada por aquél para contraer matrimonio con Cleopatra, sobrina de Átalo. Dueño del trono a los veinte años escasos, en 336, todo parece conjurarse en su contra. Los tracios e ilirios se sublevan. Átalo, apoyado por los grandes de la corte de Macedonia, pretende despojarle. Atenas celebra con regocijos públicos la muerte de Filipo: los tebanos degüellan a los macedonios que custodiaban la ciudadela, y ambos pueblos levantan toda la Grecia contra Alejandro. Éste comienza su reinado con el castigo de los asesinos de su padre, hace dar muerte a Átalo, tolera que su madre Olimpias tome venganza de Cleopatra, y envía al suplicio a su hermano natural Caranos, uno de los rebeldes. Marcha a Grecia (después de aliarse con los Celtas), con la rapidez característica de sus conquistas. Al llegar a Beocia exclama: «Cuando yo estaba en Iliria, Demóstenes me calificaba de niño: cuando llegué a Tesalia, de adolescente: quiero mostrarle, al pie de las murallas de Atenas, que soy un hombre». Tebas, que rechazó todo arreglo, fue tomada por asalto y arruinada, en 335, respetando tan sólo la casa del poeta Píndaro. Atenas, que como las demás ciudades se habían alzado a la voz de Demóstenes, se entrega sin resistencia, y el vencedor sólo exige el destierro de Caridemo. Pasa a Corinto, visita a Diógenes, reúne los diputados de la Grecia, consigue arrebatarlos con su elocuencia y recibe el nombramiento de jefe supremo de los ejércitos que habían de ir a luchar contra Persia. Demanda a la Pitonisa de Delfos consulta sobre la expedición que proyectaba: y como ésta se resistiese, oblígala Alejandro a subir al trípode y aquélla le dice: «Hijo mío, nada hay que te resista». Prepárase para su marcha al Asia, enardeciendo con sus discursos a los jefes de los soldados, dando fiestas y celebrando juegos, y, por una sangrienta suspicacia, haciendo matar a todos aquéllos de sus parientes que podían constituir un peligro en su ausencia. Reparte entre sus amigos todos sus bienes, contestando a Pérdicas, que le preguntaba: «¿Qué guardas para ti mismo?» Guardo la esperanza». Van en su ejército los mejores generales de Filipo y todos los compañeros de armas de Alejandro, adictos a su persona. Sale de Pella con 33.000 hombres de infantería, 4.500 de caballería y 70 talentos (365.000 pesetas) de víveres para 40 días, más una escuadra de 160 galeras, al principio de la primavera del año 334, y pasa el Bósforo en Sestos. En Troya, corona de flores el sepulcro de Aquiles, y hace un sacrificio a los manes de Príamo, para apartar, sin duda, de su cabeza, como nieto de Neoptólemo, el odio del rey de la ciudad destruida. Darío Codomán, rey de Persia, no estaba preparado contra esta invasión, pero, según el cronista persa Ferdusi, escribió al macedonio, titulándose «el rey de los reyes del universo, el sol que alumbra el mundo y que luce sobre la cabeza de Alejandro, jefe de bandidos», manifestándole que, aunque inesperada, no le sorprendía su venida, porque conocía el amor al robo que tenían los griegos, y aconsejándole que se retirase sin demora, sino quería perecer con todo su ejército. A la carta acompañaba una caja llena de oro, testimonio de las inmensas riquezas de Darío, granos de lirio, en representación del número de sus soldados, una bolita para que el niño invasor jugara con sus generales, y un látigo para que con él pudiera castigarles. Alejandro aceptó estos presentes, respondiendo que constituían agradables presagios: la caja de oro venía a ser como las primicias de los tesoros persas que muy pronto le pertenecerían: los granos de lirio significaban el número de partes en que el reino seria dividido: la bola era el emblema del poder universal, y el látigo le serviría para dar a su enemigo el justo pago de sus insolencias, y comenzaba su carta: «Alejandro, rey de Macedonia, al titulado rey de los reyes de la tierra; al débil y mortal ser, que se atribuye un carácter divino y se considera como el más poderoso de los monarcas del universo».

Memnón de Rodas, el único de los generales persas que podía ponerse frente al macedonio, intentó acabar con los invasores por las marchas, el hambre y el cansancio. Darío confió más en su ejército de 40.000 hombres y les aguardó en las orillas del río Gránico. Alejandro vadea el río a la cabeza de sus tropas, cae sobre los persas, los destruye, y con riesgo de su vida, alcanza la victoria; en el fragor del combate hiere con su lanza en el rostro a Mitrídates, yerno de Darío, y sálvale la vida la serenidad de Clito.

El trofeo alzado en el campo de batalla recuerda que Alejandro y todos los Griegos, a excepción de los Lacedemonios, habían arrancado estos despojos a los Persas, viendo así la Grecia en ellos una victoria nacional. Si hubiese adoptado la ruta de Ciro el Joven y de Agesilao, habría marchado directamente, atravesando el Asia Menor, a Babilonia: más hábil que éstos, eligió otro camino penoso y dilatado, pero más seguro. Y en efecto, córrese por la costa occidental, para evitar que los persas le atacasen por Macedonia y Grecia, y para tener siempre al alcance los recursos de la escuadra. La Lidia, la Asiria, la Caria, Mileto y mas tarde Halicarnaso, estas dos últimas defendidas por Memnón, caen en su poder; toma la Frigia, ocupa Celenes y cortando con su espada el nudo gordiano (V. GORDIANO), se le someten la Capadocia y la Cilicia y Tarso es conquistada. Aquí le acometió grave enfermedad por haberse bañado sudando en las frías aguas del río Cidno, pero su médico Filipo de Acarnania le salvó: mientras Alejandro tomaba la bebida que aquél le dispuso, entregaba a su médico una carta, anónima según unos, de Pormennon según otros, en la que se le participaba que la bebida era un veneno y que su médico estaba vendido a los persas: el tiempo justificó la confianza de Alejandro. Algún tiempo antes se había visto libre de Memnón el Rodio: quiso este general llevar la guerra a las costas de Macedonia, obligando así al hijo de Filipo a regresar a su patria para defenderla; se embarca, conquista las islas de Cos y de Lesbos: pero la muerte le sorprende en Mitilene, y con su muerte la Persia queda sin verdadera defensa.

Restablecido de su grave enfermedad, Alejandro lucha con Darío en la batalla de Isso, dada el 29 de noviembre del año 333. Dudosa fue largo tiempo la victoria: la disciplina e impetuosidad de los macedonios deciden el triunfo, al cabo, a favor de éstos, y Darío, a quien salvaron la oscuridad de la noche y la velocidad de su caballo, deja en poder del vencedor sus armas, su esposa, madre e hijos y sus tesoros. 100.000 hombres habían sucumbido por su causa. La familia del rey persa fue respetada por el macedonio y puesta en libertad. Marcha Alejandro después hacia el Sur. Damasco cae en su poder y con ella las riquezas del rey de Persia. Tiro y Gaza son las únicas que le oponen alguna resistencia: tras siete meses de tenaz resistencia, la primera es tomada por el lado del mar, y despides casa por casa y saqueada, aunque no completamente destruida ( V. TIRO). Afirma el historiador Josefo, judío, que en Jerusalén fue recibido solemnemente por el Sumo sacerdote Jaddus, quedando profundamente admirado al ver profetizadas sus conquistas en los libros santos, y permitiendo a los hebreos gobernarse por sus leyes. Este relato no se encuentra en ninguno de los historiadores de Alejandro. Gaza resistió dos meses, defendida por Betis su gobernador: por fin fue tomada y destruida; y según una tradición dudosa, el vencedor arrastró alrededor de los muros de la ciudad tres veces el cadáver de Betis, como había hecho Aquiles con Héctor, frente a los muros de Troya. Chipre se sometió. Los egipcios recibieron al héroe macedonio como a su libertador, hecho que ya habíase verificado en muchas de las provincias de Asia. Darío consternado envióle embajadores y le ofreció la princesa Statira, 10.000 talentos, un dote de 30.000.000 y toda el Asia Menor. «Yo aceptaría si fuera Alejandro,» dijo Parmenón. «Y yo también si fuera Parmenón,» contestó el rey. Pidió todo el imperio y continuó su marcha hacia Egipto. En este país echó los cimientos de la nueva ciudad que tomó su nombre y se llamó Alejandría, centro y lazo de unión entre el Oriente y el Occidente, así para el comercio como para la cultura intelectual. Avanzó después al interior de Libia, para visitar el templo de Amón situado en uno de los oasis que de cuando en cuando se encuentran en aquel árido país, arrostrando los peligros del calor, el hambre, la sed y el cansancio. En el templo es recibido como un dios, como el hijo querido de Amón-Ra, el señor del universo. Vuelve a Egipto, pasa otra vez al Asia, atraviesa sin hallar resistencia el Eufrates y el Tigris, y en los confines de Media y Asiria, en las llanuras de Arbelas, en 2 de octubre del año 331, se encuentra con el ejército persa compuesto de 1.000.000 de infantes y 200.000 caballos. El Oriente iba a hacer el último esfuerzo; el terreno había sido allanado para facilitar los movimientos de los soldados y de los 200 carros de guerra y elefantes que los invasores contemplaron por primera vez. Darío pudo creerse por un instante vencedor, porque los griegos, ante el empuje de la caballería india, retrocedían. El triunfo, por último, fue, como siempre, de Alejandro, que sólo perdió 100 hombres y 1.000 caballos, en tanto que su enemigo dejó sobre el campo de batalla 300.000 muertos y un gran número de prisioneros. En seguida asegura Alejandro los nuevos territorios conquistados, posesionándose de las capitales; hace una entrada triunfal en Babilonia; se apodera de los tesoros de Darío encerrados en Susa, entra en Persépolis, cuyo palacio de 40 columnas en parte quema: toma a Pasargada, la ciudad donde se coronaban los reyes, y a Ecbatana. Busca luego a Darío (año 330), que recorría las comarcas no sometidas en petición de auxilios, mas dos de los favoritos del desdichado persa, Besso y Nabarzanes, según los griegos, Mahhyar y Yehanussiar según los orientales, encadenan a su señor y le dan de puñaladas.

Cuentan los historiadores que Alejandro asistió a los últimos momentos de Darío y trató de consolarle: que éste le dio las gracias, le recomendó a su madre Gul-Ara (corona de rosas) y su hija Ruscheneh (la brillante), le suplicó fuese clemente con sus pueblos y espiró en sus brazos. Desde este momento Alejandro, que hasta entonces se había presentado ante estos países como conquistador, adopta las costumbres, la magnificencia y el lujo de la corte persa: así, viste traje largo, reúne un serrallo de 360 mujeres, y se hace adorar. Recorre la tierra de los partos, la Drangiana, la Aracosia y la Bactriana, vence a los escitas cerca del Yaxartes, sin atreverse a penetrar en las llanuras de éstos, y da muerte a Espitámenes, que después de haber entregado a Besso y sufrido éste el suplicio, se había sublevado en la Sogdiana el año 329. Al compás de las costumbres, varía también el carácter de Alejandro que se hace orgulloso, cruel y suspicaz, y se entrega a los placeres de la gula y la lujuria. Nacen las censuras por esta conducta y las conspiraciones. Filotas y Parmenón mueren, el uno apedreado, y degollado el otro, y el terror se impone a los descontentos. En vano les hace ver el macedonio su indomable fortaleza, destrozando él solo a un furioso león: en vano les lleva a la victoria: estos actos entusiasman a los jóvenes, pero los veteranos y los generales no se dejan seducir, se niegan e rendir adoración al rey, le obligan a que no vaya a pie y sin escolta a las cacerías, declaran ruda oposición a sus caprichos, le irritan, y Clito y Calisteno pagan con la vida su atrevimiento. Para desviar a sus soldados de estos pensamientos, emprende la conquista de la India. Ofrécese a la vista de los que habitaban del lado acá del Indo, con todas las pompas de la divinidad, logrando por este medio que se sometan sin resistencia. Allende el Hidaspes le aguardaba Poro, uno de los reyes de aquella parte de la India, el que, a pesar de sus elefantes y de su valentía, es destrozado. Preguntándole Alejandro «¿cómo quieres ser tratado?» el altivo rayah le contesta: «como rey». Fue complacido en sus deseos, porque el vencedor le devolvió su reino notablemente engrandecido. En esta región edificó a Nicea y a Bucefalia, la segunda en recuerdo de su caballo Bucéfalo que había perdido. Aun pretendía Alejandro ir más allá, hasta el Ganges: pero los macedonios, rendidos y desmoralizados rehusaron seguirle. «Vuestro rey os guía, y confía que no le faltarán leales,» decía a sus gentes. Un profundo silencio le indicaba que todos deseaban regresar a Europa. El ejército concluyó por abandonarle; el Magno general quedó solo en su tienda por espacio de tres días; y hasta el cuerpo escogido de los kéteres quería volverse. Renuncia entonces a continuar sus incursiones, y sobre las márgenes del Hifaso, 12 altares que erigió, marcan el término de las conquistas helénicas. En seguida, a bordo de 200 naves que aparecieron como traídas por los dioses, o  que mandó construir, baja por el Hidaspes hasta el Indo. Sorteando los peligros que su regreso ofrece, sujeta a los mallos y a los oxidracos, alcanzándole en estas luchas una flecha que se creyó en los primeros momentos le hubiera muerto. Llega a Pátali, en la desembocadura del Indo. Dispone la construcción de una ciudadela y un puerto; pero a la vista del fenómeno de las mareas, él como sus compañeros se sobrecogen porque sus naves quedan en seco, ofrecen sacrificios a Neptuno, y por tierra se remontan hacia Babilonia, castigando a su paso por las provincias con la muerte a los sátrapas concusionarios, celebrando con orgías desenfrenadas, que a veces duran una semana, fiestas de dioses indios y griegos, trabajando en Susa por la fusión de Europa y Asia, merced al matrimonio de sus generales con las hijas más nobles de la Persia y de él mismo con la princesa Statira, hija mayor de Darío, que en vida del padre le había sido ya ofrecida, y teniendo el sentimiento en esta misma ciudad de ver morir de indigestión a su favorito Hefestión, casado con otra hija de Darío. Este género de muertes era frecuente en su corte: se dice que uno solo de sus banquetes costó la vida a 42 convidados.

En Ecbatana, donde estuvo después, celebró las fiestas musicales y los juegos gimnásticos de la Grecia. Llega un día en que sus compañeros, a quienes había pagado por deudas 100.000.000, le abandonan. Alejandro envía a 13 al suplicio y a los demás les dice: «Marchad y decid a la Grecia que Alejandro, abandonado por vosotros, sólo confía en los bárbaros que ha vencido.» Organiza un ejército de persas, y al día tercero los macedonios lloran a la puerta de su tienda y solicitan el perdón, que obtienen con estas palabras: «Todos formáis parte de mi familia.» Un banquete de 9.000 convidados selló la reconciliación. Continúa su marcha hacia Babilonia: entra en esta ciudad contra los consejos de los astrólogos caldeos, que le predecían, si entraba en ella, la desgracia; y aquí, a los 32 años y 8 meses de edad, el 21 de abril del 323, le sorprendió la muerte, víctima de los excesos de un banquete, de su conducta relajada, de las fiebres propias de aquel clima, o  lo que es menos probable, de un veneno. Dejaba un hijo de corta edad, llamado Hércules, un hermano imbécil, llamado Arideo, y a Rojana, una de sus mujeres en cinta. Murió comprendiendo cuán incapaces eran estos príncipes de sostener su imperio; cuando Perdicas le preguntó a quien lo destinaba, contestó: «al más digno,» añadiendo poco después que sus funerales serían sangrientos. Grecia celebró su muerte. El Asia le lloró y aun los persas le recuerdan con amor y profundo respeto. Alejandro, aun siendo macedonio, visto bajo sus condiciones personales, reúne las grandes cualidades y los profundos vicios de aquellos ilustres generales griegos, que eran al propio tiempo profundos políticos y que se llamaron Milciades, Temístocles, Pericles, Alcibíades, etc., pareciéndose su destino al de estos hombres hasta en la grandeza y escasa duración de su poderío. Realizó, por otra parte, Alejandro la aspiración suprema de los griegos en su política exterior, que consistía en subyugar a la Persia, y cumple la ley histórica del progreso, preparando el mundo para la dominación romana. Une dos civilizaciones, la de Oriente y la de Occidente, y establece un cambio fecundo de ideas entre ellas. Países poco conocidos hasta su tiempo, la Persia, el Egipto y la India, dejan de ser un misterio para Europa. Inmortaliza su nombre fundando más de 70 ciudades, y da a la Grecia el premio de su cultura propagando por do quiera la lengua, las costumbres y la civilización helénicas. Así se explica que entre los partos fuesen conocidas en los días de Craso las tragedias de Eurípides. Llevado de un alto concepto igualitario, no creyendo que existían razas inferiores, aun dentro del orgullo helénico, admite en sus ejércitos a 30.000 jóvenes persas educados en las costumbres griegas. Tolerante con los vencidos, «respetó, dice Montesquieu, las tradiciones antiguas y los monumentos de la gloria o de la vanidad de los pueblos. Por esto se le ve aceptar la manera de ser de aquéllos que va conquistando y celebrar sacrificios en los altares de sus dioses, haciendo de este modo olvidar que es un conquistador y logrando transformarse en rey particular de cada nación y primer ciudadano de cada ciudad sometidas. Roma lo conquista todo para destruirlo todo. Las conquistas de Alejandro tienden a asegurarse, y para ello procura siempre su prosperidad y su poder. Cuenta para el éxito de sus empresas, primero con la grandeza de su genio, después con su frugalidad y su economía propia, y por último con su inagotable prodigalidad para las grandes cosas.» ¡Lástima que se hayan perdido para la posteridad las Memorias que escribió y que conocieron los historiadores antiguos, en las que consignaba sus geniales proyectos! Entre éstos figuraban el reconocimiento de las costas arábigas; el equipo de una inmensa escuadra de 1.000 naves, en los puertos del Mediterráneo, para llevar la guerra a Cartago e Iberia; erigir un monumento, rival por la altura de las pirámides de Egipto, para encerrar los restos mortales de su padre Filipo; fertilizar por el riego las áridas llanuras de Asiria y Babilonia; dotar de templos artísticos a Delfos, Dodona, Dium, Anfípolis, Cirra e Ilión, etcétera.

Según sus últimas disposiciones, su cuerpo embalsamado debía reposar en el templo de Júpiter Amón; pero Ptolemeo los conservó en Egipto, a donde fue transportado en un carro que nos describe Diodoro de Sicilia, debido a Jerónimo, y que era una verdadera maravilla. Llevado de Babilonia a Menfis, fuélo de aquí a Alejandría, en tiempo de Ptolemeo Soter, y, dentro de esta ciudad, sepultado en Bruquium, donde se sustituyó a la urna de oro en que hasta entonces estuvo, una de cristal. El sepulcro fue visitado siglos después por César y Augusto, constando que aun existía en los días de Alejandro Severo, desde cuya fecha se pierde. San Juan Crisóstomo, escritor del siglo IV de nuestra era, ya ignoraba su paradero. Apeles, que retrató al gran macedonio Lisipo, que le grabó en bronce, y Pirgoteles, que lo hizo en piedras preciosas, fueron, según se cree, en vida de Alejandro, los tres únicos artistas que le representaron y cuyas obras han desaparecido. Conócese, no obstante, de un modo seguro, su figura por medallas y camafeos, de los que se conservan varios en la Biblioteca Imperial de París. Es el primer rey que grabó su imagen en las monedas, haciéndolo, no en calidad de mortal o de príncipe, pues, tenida entonces la moneda como cosa sagrada, hubiérase considerado como una profanación, pero sí como la de un dios, del hijo de Júpiter Amón, o de un descendiente de Hércules. Las mejores, en cuanto al parecido, son las que le representan como hijo de Júpiter con un cuerno de cabra. También es del rey macedonio la figura que aparece en las medallas de Caracalla. El museo del Louvre, en Paris, posee un busto en mármol, que le representa con los cabellos recogidos sobre la frente y cayendo en seguida, formando un arco estrecho: este peinado caracteriza los retratos de Alejandro: está tomado de las cabezas de Júpiter, sin duda porque Lisipo hizo esta elección para halagar al monarca. Su nombre se ha inmortalizado en todos los pueblos: los poetas de Oriente cantan todavía al Iskander. En la Edad Medía inspiró en Occidente a Lambert-líCors su Alexandre, que continuó Alejandro de Bernay, los dos franceses, y al español Juan Lorenzo Segura de Astorga, autor de un Poema de Alexandre. Diodoro de Sicilia consagra a nuestro biografiado el 17º libro de su Historia Universal, aunque su trabajo no sea siempre perfecto, porque debió de beber en malas fuentes. Plutarco nos ha dejado una biografía. La otra, más concienzuda y mejor razonada, es la que, con arreglo a las memorias de algunos generales del rey Magno, escribió Arriano: Expediciones de Alejandro; Ferdusi, cronista persa, Schah-Nameh; Guillibes, Histoire Grecque; Bosuet, Discours sur l’Histoire universelle; Sainte-Croix, Examen critique des anciens historiens d’Alexandre le Grand, 1804, in 4.º; Montesquieu, Esprit des lois, lib. V, c. 13, 14; Poirsons, Compendio de historia antigua; Bury, Vie d’ Alexandre le Grand, 1760, in 4.º; Guillemin, De coloniis urbibusque ab Alexandro et sucessoribus ejus in Asia conditis, Paris, 1847, in 8.º; E. Talbot, Essai sur la légende d’Alexandre le Grand, aus les romans francais du XIIe siècle, París, 1850, in 8º.; Muradja-d’Ohsson, Cuadro histórico del Oriente; Duruy, Histoire Grecque; Cantú, Historia universal; Williams, Life and actions of Alexander the Great, Londres, 1829; Droyson, Historia de Alejandro, escrita en alemán, Berlín, 1833.

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (vol. 1, págs. 884-886 – editado: 15-9-2007)              ALEJANDRO MAGNO, rey de Macedonia
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