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TIPOS DE ALMA -filosofía- Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

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DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO HISPANO-AMERICANO(1887-1910)

Índice

 

ALMA, tipos según los filósofos (filosofía: psicología filosófica)

ALMA ) () (

II. La palabra alma fue concebida desde los primeros tiempos, por lo que resulta de las indicaciones que se desprenden de su etimología, como un soplo o aire sutil que penetra en el cuerpo. Diversas explicaciones se hicieron acerca de la naturaleza del alma, siendo para unos vapor acuoso, para otros fuego, para algunos éter, etc. Si se prescinde de toda la filosofía oriental, que en su ontologismo mítico y con su teoría de la emanación, no se preocupó de la naturaleza del alma, considerándola siempre como partícula emanada de la sustancia divina, habremos de comenzar esta historia de la idea del alma por la filosofía aristotélica, porque Aristóteles es el primero que estudia y examina, en su Tratado del alma, las opiniones de los filósofos anteriores y aquél que, como dice su ilustre traductor y comentador Barthélemy-Saint-Hilaire, puede ser considerado el primer historiador de la filosofía y el verdadero fundador de la tradición en la ciencia. Aristóteles concibe el alma como el principio de la vida y del movimiento, cual energía interior que anima  todos los cuerpos organizados. Así la define «la primera entelequia de un cuerpo natural organizado que tiene la vida en potencia (Tratado del alma, lib. II, c. I), es decir, la fuerza mediante la cual la vida se desenvuelve y se manifiesta efectivamente en los cuerpos destinados a recibirla.» Identificada la idea del alma con el principio de la vida o de la animación, pues así se venía entendiendo desde los tiempos más remotos (y así lo expresaba la Escuela jónica), fueron muchas, a veces semejantes y en ocasiones distintas, las explicaciones que de esta idea se dieron.

Para Homero el alma es una forma más o menos sutil, un soplo, un aire, algo que hace vivir al cuerpo; para Tales es el principio del movimiento; para Pitágoras es un número que se mueve por sí mismo, una armonía o inteligencia (Mens agitat molem) y para Platón el alma dividida en racional e inmortal y en irracional y mortal (subdividida ésta en irascible y concupiscible), es el principio intelectual y motor. Recogiendo Aristóteles estas notas constantes y más salientes entre las atribuidas al alma, la define genéricamente, distinguiéndola de todo lo inanimado, por el movimiento y la sensibilidad. Es lícito y aún conveniente notar que en ésta, como en otras muchas ocasiones, el sentido certero y la perspicuidad de juicio de Aristóteles son dignos de todo encomio; porque en efecto, llegan hoy los modernos estudios de la psico-física a reducir las manifestaciones más rudimentarias de la complexión humana al cambio o comercio de la sensación con el movimiento, que constituye lo que se denomina ciclo psico-físico, cuya trayectoria había fijado ya Aristóteles al declarar notas generales de lo anímico, el movimiento y la sensibilidad. Expone después Aristóteles (Tratado del alma, lib. I, cap. II) las opiniones de Demócrito, Leucipo y los pitagóricos, conformes todas ellas en aseverar que es el alma la que da el movimiento a los seres animados. De la misma opinión, sigue diciendo Aristóteles (aunque es de advertir que en esta exposición prescindimos de las personificaciones abstractas, que los filósofos hicieron de sus respectivas hipótesis, que consigna también Aristóteles; pero que no estimamos conserven interés alguno científico), era Anaxágoras que entendía que el alma es la causa del movimiento. De igual opinión participa Demócrito, sin que ambos se expliquen de modo preciso acerca de la identificación que parece indican entre el alma y la inteligencia. Expone además Aristóteles la hipótesis de Platón en el Timeo y las opiniones de Heráclito, Critias y otros y concluye diciendo: «Todos los filósofos definen el alma mediante tres caracteres: el movimiento, la sensación y la inmaterialidad.» En esta exposición hay algunas deficiencias de parte de Aristóteles, sobre todo en lo que se refiere a la teoría de Platón, que es más compleja de lo que aparece en esta breve cita y aun en la que hará más adelante. Se ocupa después Aristóteles (Tratado del alma, lib. I, caps. III, IV y V), en refutar las opiniones indicadas para concluir este libro I afirmando que se desatiende el cuerpo, cuando se trata de definir el alma. Vuelve sobre las opiniones indicadas (Libro II), para dar, dice, la noción más general en lo posible, y define el alma, según dejamos indicado, como la entelequia del cuerpo (V. ENTELEQUIA).

 

Imbuidas todas las hipótesis explicativas de la naturaleza del alma, sin exceptuar la de Aristóteles, de una confusión con el principio de la vida, se imponía al pensamiento la necesidad de distinguir, según los órdenes o esferas de los seres vivos, jerarquías en la realidad anímica. Así Platón, que colocaba el alma racional en la cabeza, refería la irascible, principio de la actividad y del movimiento, al corazón, y a la parte inferior del cuerpo, el alma apetitiva, causa de los instintos.
 

Aristóteles llega a admitir cinco almas: la nutritiva, que preside las funciones de nutrición y reproducción en animales y plantas; la sensitiva, principio de la sensación y de los sentidos; la fuerza motriz, que lo es del movimiento y de la locomoción; el alma apetitiva, origen del deseo, y por último el alma racional

Los escolásticos admiten sólo tres: vegetativa, animal y racional. Parece excusado advertir que estas distinciones entitativas más perjudican que favorecen la clara comprensión de la realidad anímica. El Aristotelismo, filtrando su sentido doctrinal en la Escolástica y en el Cartesianismo, contribuye a que en el estudio del alma racional se encuentre característica suya el pensamiento o inteligencia, el intelligere de Santo Tomás y el cogito de Descartes, que producen el lamentable abandono a imperdonable olvido de lo sensible y volitivo como elementos, que al igual que la inteligencia, constituyen la realidad simple, aunque varia en sus manifestaciones, del ser anímico.

Aquella significación genérica del principio de vida o de animación, del aliento que se lleva a cabo por medio de la función de la respiración, se refirió por la filosofía antigua a la palabra espíritu (del gr. πνεϋμα, aliento), expresando por amplificación también alma general o alma del mundo. Pero el espíritu humano, el alma, era expresada entre los griegos por la palabra ψνχή (mariposa) y de ahí luego el nombre de la ciencia del alma, Psicología (V. PSICOLOGÍA) y mejor aun por νοΰσ (mente, inteligencia) y entre los latinos mens y anima. Así se observa cómo el lenguaje mismo obedece de una manera secreta a las evoluciones que sufre el pensamiento y cómo se van aproximando las dos ideas que laten en esta incoherencia de hipótesis, de que se ve plagada la filosofía antigua. De todos modos resulta que modernamente se ha llamado espíritu lo que los griegos entendían por inteligencia (intelectualismo de Descartes), pues únicamente entre los latinos se usó alguna vez la palabra spiritus para significar todo lo moral del hombre. Latente e implícita se halla en esta vegetación frondosa de ideas e hipótesis, que se van acumulando alrededor de estas dos palabras, todo el intelectualismo espiritualista, que ha de informar el sentido doctrinal del dogma cristiano, cuando la Escolástica consiga, dada la identificación del principio de vida con la inteligencia, conciliar las creencias cristianas con la filosofía peripatética. Asombra a veces (hasta el punto de que puede muy bien declinar el pensamiento en el escepticismo) observar cuántas y cuántas repeticiones hace el juicio humano, dando vueltas alrededor de las mismas ideas, sin precisarlas fijamente. Acontece en efecto, que las palabras alma y espíritu traen su entronque propio en las raíces de las lenguas respectivas, poseen además una significación tradicional que les ha impuesto el uso con la acción del tiempo y finalmente han sufrido diversidad de acepciones por las ideas o mejor por los matices de las mismas ideas, englobados con su expresión, efecto de los esfuerzos empleados para indicar la naturaleza de la realidad anímica. Ni usando símiles, ni echando mano de las metáforas, ni recurriendo a figuras o símbolos, se consigue que sea adecuada una definición esencial de una idea. De semejante dificultad dimanan los giros opuestos del lenguaje, la repetición de los términos y aún la vaga incoherencia que se nota, al tratar de fijar con precisión lo que significan las palabras alma y espíritu. Siempre queda en lo cognoscible algo por conocer y aún en lo conocido bastante por expresar; y por esto se dice «que las cosas se conciben mejor que se explican». Obstáculos punto menos que insuperables, cuando el esfuerzo de la inteligencia se encamina al conocimiento perfecto; porque en el tránsito de la propiedad al ser, de la forma a la materia, según los Escolásticos, del fenómeno al noumenos, en el tecnicismo de Kant, o del análisis de lo real a la síntesis de lo racional, el pensamiento y el lenguaje encuentran aproximaciones mayores o menores, pero nunca exactas y adecuadas a la prístina unidad con que se concibe lo real. Abundan por lo tanto los equívocos, las imágenes defectuosas y aun las interpretaciones, opuestas en esta idea.

Aparte cierta ambigüedad de sentido entre los primeros Padres de la Iglesia (por ejemplo Tertuliano que no podía concebir ningún objeto, ni aun Dios mismo, como incorpóreo), la idea de la espiritualidad persiste y se acentúa en el cristianismo, tanto más cuanto que antes de adoptar la filosofía peripatética, todos los cristianos son neo-platónicos y aceptan la filosofía de la Escuela de Alejandría. Proceden estas indecisiones de los primeros cristianos acerca de la espiritualidad del alma humana de las distintas interpretaciones de que es susceptible la teoría de Platón, que sólo considera inmortal el alma racional. Aún después de informada la Filosofía escolástica con el sentido ya indicado de conciliar la doctrina cristiana con el peripatetismo, a fin de revestir de formas lógicas (las de Aristóteles) la realidad creída (el dogma cristiano), persisten estas indecisiones; pero a ellas da origen el pensamiento de Aristóteles, porque de él admiten los escolásticos, no las cinco almas del maestro de Alejandro, sino tres, la vegetativa, la sensitiva y la racional. Pero además, el mismo Aristóteles pone en duda la inmaterialidad del alma humana (atributo negativo que constituye la nota dominante, según la cual se venía admitiendo la palabra espíritu en el lenguaje filosófico), cuando dice (Tratado del alma, Lib. I, cap. I) «La función que parece más propia del alma es el pensar, pero el pensamiento, especie de imaginación o función que no tiene lugar sin la imaginación, no podría producirse sin el cuerpo». Este texto se inclina pues, a la negativa, a pesar de lo que dice Santo Tomás, sosteniendo que, según Aristóteles, lo propio del alma es pensar (intelligere) y que el alma es una sustancia, una forma sustancial sin materia. Si persiste esta ambigüedad de sentido, por lo menos hasta el siglo XIII, es porque la Iglesia no hizo nunca de este punto artículo de fe.

Pero quien estatuye de modo definitivo la espiritualidad del alma es Descartes, llamado padre de la Filosofía moderna. Cuando Descartes en su Discurso del método y en sus Meditaciones se pone la cuestión referente a la certeza de nuestros conocimientos ante el criterio de la reflexión personal, jalón que sirve de piedra angular a la libertad del pensamiento y al reconocimiento explícito de la sustantividad de la filosofía, va examinando los atributos propios de nuestro ser y dice la nutrición y el movimiento suponen el cuerpo y en cuanto al otro atributo del sentir, se observa que no se puede sentir sin el cuerpo. «Otro atributo, en fin, sigue diciendo Descartes, es el pensamiento y hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece y el único que no puede ser separado de mí. Soy y existo, es cierto, pero ¿cuándo y cuánto tiempo?.., en tanto que pienso… Soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho, una cosa que piensa.» De esta afirmación arranca toda la evolución psicológica conocida con el nombre de espiritualismo francés (V. ESPIRITUALISMO), que todavía conserva casi íntegra la idea fundamental del Cartesianismo, y que define el espíritu como «una sustancia simple que tiene conciencia de sí misma». Ya llama la atención hasta del menos experto en estas materias que tal definición excluye de la realidad y vida anímicas todo aquello que excede de la conciencia o que no penetra en su campo iluminado. De la doctrina de Descartes procede además este dualismo o distinción radical de las dos sustancias, espíritu y cuerpo, cuya distinción hace después imposible comprender cómo y de qué suerte viven juntos en el hombre el elemento anímico y el corporal, viéndose obligados todos los pensadores que han aceptado el problema en la posición dualista de Descartes a concebir o imaginar hipótesis más o menos ingeniosas, que expliquen o intenten explicar la unión de lo anímico con lo corporal. Fue, pues, Descartes el primero que fijó la noción del espíritu puro (como ser cuyo atributo es el pensamiento, a diferencia de la extensión que es el atributo propio de la materia), sin llamarlo con este nombre, porque todavía en su tiempo la palabra espíritu se usaba para expresar todo lo que es sutil, penetrante e impalpable (como eco de aquél su atributo negativo de la inmaterialidad, según el cual viene concebido el espíritu en toda la filosofía anterior a Descartes) y aun en el mismo sentido era empleado por Descartes en su fisiología, cuando llama indiferentemente a los espíritus animales, aire, llama, licor, etc. (V. su descripción del Cuerpo humano). Sin embargo, para evitar ambigüedades y no usar el nombre equívoco de alma, que venía sólo aplicado al principio activo del organismo, emplea Descartes la palabra espíritu como el ser interior o el yo que piensa (Respuestas a las objeciones) y desde este momento corre ya paralela la significación de alma y espíritu en la filosofía y en la ciencia, sin más distinción que la ya notada (V. n.º I) del concepto ontológico y el de la animación del cuerpo. Ocasión propicia se ha de ofrecer para probar cómo las ciencias naturales y a la vez la especulación filosófica corrigen el error de Descartes, que identifica la materia con la extensión, haciendo ver que precisamente se sustituye su concepto estático y geométrico de la materia por el dinámico de la fuerza (V. FUERZA, MATERIA y MATERIALISMO). En el ínterin hemos de examinar especialmente el error que procede de la afirmación correlativa de Descartes, identificando el alma con la inteligencia, error del cual apenas si se libra ningún espiritualista francés, hecha excepción de Maine de Biran, que concibe el sentimiento del esfuerzo como nota más extensa y genérica del yo que el pensamiento.

De aquella precipitada identificación del alma con el pensamiento, ha surgido la consideración de la ciencia del alma cómo un tratado del Intellecto (del intelligere de Santo Tomás) o un capítulo preliminar de la Lógica y a veces más extenso que esta ciencia. Así se ha explicado el conjunto de los medios activos o predisposiciones a obrar por la Psicología sólo como facultades intelectuales, definiendo la conciencia por el sentido íntimo (Escuela escocesa), los sentidos por la percepción externa (inteligencia sensible de los escolásticos con una pasividad que dio margen a la hipótesis de la tabulla rasa), la razón por las ideas generales (facultades abstractivas y poder generalizador, separado por medio de un abismo de la realidad, que ha engendrado el error de separar la teoría de la práctica) y la memoria por el recuerdo (cual excitación prolongada y pasivamente retenida, sin concebir la previsión). Merced a este espiritualismo abstracto se llegó a definir el alma, inteligencia servida por órganos (DE BONALD), como si al lado del pensamiento no fueran voluntad y sentimiento igualmente esenciales para la complejidad de la vida anímica. Buena prueba ofrecen de este intelectualismo abstracto las últimas manifestaciones del espiritualismo francés. (V. JANET, Traité élémentaire de Philosophie, y JOLY, Cours de Philosophie) en cuyas obras doctrinales ocupa basta en extensión material, más de las dos terceras partes de la Psicología, el estudio del intellecto, y cuanto toca al sentimiento y a la voluntad es considerado con una concisión parecida a la de un índice.

Corregidos se hallan implícitamente estos errores por movimientos y manifestaciones de la cultura que, divergentes unos de otros, concurren a este mismo fin; nos referimos a la filosofía Kantiana, a la Psicología inglesa de la asociación y a la sistematización pretendida y ensayada del Pesimismo en los tiempos actuales. Cuando Kant, con su célebre distinción establecida en las dos Críticas, pone frente a la razón pura (teórica y exclusivamente intelectual) la razón práctica, que reconstituye y plenifica el conjunto de moldes vacíos hallados por la especulación, esparce al lado de los fundamentos de su moral (idea de la libertad y sentimiento del deber), el germen de los demás elementos o factores de la realidad anímica, olvidados y aún desconocidos por este intelectualismo. Y entonces se elevan, en la concepción filosófica, a la categoría y dignidad de facultades anímicas, al igual de la inteligencia, la sensibilidad y la voluntad, que han de determinar en lo sucesivo los componentes de toda síntesis espiritual. Progreso es éste, cuya apreciación cumplida para el problema psicológico podrá formularse como precedente del estudio de la complexión anímica, supuesto necesario de todas las luchas, contrariedades y desequilibrios que el hombre siente, mejor que explica, dentro de sí mismo.

Por si este progreso, anticipadamente señalado en la especulación filosófica (siquiera la doctrina de Kant tenga una base empírica de que no se debe prescindir) pudiera menospreciarse o concederle simplemente el valor provisional de un presentimiento, la Psicología inglesa de la asociación, desde el campo de la experiencia, colabora también a la preciada obra de corregir el error capital del intelectualismo cartesiano, estatuyendo como condición final de su brillante evolución (V. L. FERRI, la Psychologie de l’Association) que el hábito (voluntad) y la asociación (enlace formal de sensaciones) son los ejes al rededor de los cuales gira nuestra vida anímica. Nota común a toda esta escuela, es la idea que considera que dentro del problema psicológico late y se agita la coexistencia, simultaneidad y luchas recíprocas del conocimiento, sentimiento y volición de la realidad anímica. Con esta suma de elementos se facilita además la pretendida sistematización científica del Pesimismo, intentada por Leopardi en su libro l’Infelicità y llevada a cabo por Schopenhauer, cuando la hace preceder su teoría de la voluntad. Mientras el problema psicológico no se ha emancipado del intelectualismo abstracto, que le informara durante el imperio de la Escolástica y del Espiritualismo francés, tenía necesariamente que quedar recluido el concepto pesimista a los presentimientos geniales del poeta y a los arrobamientos etéreos del místico. Sólo cuando se ha ampliado el punto de mira, ha tenido su manifestación lógica y científica este prisma o faceta de la realidad, que, sin apreciarla cualitativamente ahora, implica con entera evidencia algo más que un estado patológico de la mente humana, siquiera suponga a la vez e indivisamente algo menos que lo que presumen sus más empedernidos defensores (V. PESIMISMO). Y para revelar la ley de la unidad de la cultura humana, y para poner de manifiesto que siempre han marchado paralelas la enseñanza del mundo moral y la del mundo natural, también es de estos tiempos y aun debida a los mismos precedentes la intención de sistematizar científicamente los datos, que ofrecen el mal y el dolor en lo fisiológico. De ello es un ejemplo valioso, por ser quizá el primero, y atendible por las cuestiones que sugiere, el trabajo de Richet sobre el dolor ( V. La Douleur, Etude de Psychologie physiologique). Paralelismo éste comprobado, sin excepción alguna, por la historia del pensamiento, ofrece en la época a que nos referimos el hecho significativo de que coincidan los dos movimientos o tendencias predominantes del empirismo en las ciencias naturales con Bacon (Novum organon) y en las ciencias morales o filosóficas con Descartes (Discours sur la Méthode).

Se corrige el error del intelectualismo cartesiano ya en nuestros días, según lo que acabamos de indicar, pero hasta entonces todos los sucesores inmediatos de Descartes (Mallebranche, Fenelón y Bossuet) y aun los que les siguen, participan del mismo error (V. JOUFFROI, Mélanges philosophiques). Locke y después la escuela escocesa exageran y llevan hasta el último límite otro de los errores inherentes al cartesianismo, que consiste en fundar exclusivamente la ciencia del alma en la observación empírica de los fenómenos espirituales. Condillac extrema también el sentido empírico de la ciencia del alma y pretende, puesto que para él toda la realidad está en la sensibilidad, reducir el ser anímico a una colección de sensaciones. Este carácter empírico, al cual se ha querido unir el experimental o el de la experiencia activa por medio de la unión de los estudios fisiológicos con los psicológicos, persiste hoy mismo en los trabajos de la Psicología inglesa y especialmente de la alemana, engendrando no pocas hipótesis inadmisibles y erróneas.

Efecto del dualismo que Descartes establece en la naturaleza humana, al asignar cualidades opuestas y aun independientes al alma (el pensamiento) y al cuerpo (extensión), queda desconocida la unidad del ser humano, sin que se intente restaurarla más que en la hipótesis acosmista (en que se suprime el mundo proclamando la unidad de la sustancia absoluta) de Spinoza (V. ESPINOSA), que por revestir principalmente un carácter ontológico, y metafísico, ejerce poca influencia en el concepto psicológico del ser anímico. Apenas si es necesario consignar razones ni ejemplos, pues abundan a granel los testimonios con que la sana razón común depone en favor de la unidad humana. Así se concibe que, aunque espíritu y cuerpo tienen caracteres distintos, no se hallan separados, sino que sobre su contrariedad y distinción expresamos la unión de alma y cuerpo, toda nuestra personalidad en la palabra Yo, aplicable por igual a lo anímico y fisiológico. Sólo es posible desconocer tal unión, prescindiendo de los resultados que ofrecen la observación y el análisis o definiendo alma y cuerpo por cualidades incompatibles, que engendran dificultades sin cuento y entre ellas la de que no se formule jamás en términos racionales el problema de la inmortalidad del alma (V. INMORTALIDAD), que nunca podrá recibir, tal como viene formulado, justificación alguna de la ciencia, ni de la filosofía, sino que habrá de quedar como creencia dogmática o como esperanza del adepto a una religión. Pero la incompatibilidad, que se tiene por incontrovertible, entre la extensión del cuerpo y el pensamiento del espíritu es más aparente que real; porque si el cuerpo no piensa, es condición sine qua non para el ejercicio de dicha actividad, y si el espíritu no ocupa espacio, se lo apropia y concibe interiormente en su fantasía. Las hipótesis mas o menos verosímiles para explicar o ensayar la explicación de la unión de alma y cuerpo (cuyo carácter principal de ser esencial y natural en ambos elementos unidos queda desconocido ante aquel primer error) es un problema en realidad superfluo. Las hipótesis ideadas para explicar esta unión son insuficientes, porque no poseen fundamento para su justificación, o inútiles, porque se limitan a declarar el hecho de la unión y apenas si conservan simplemente interés histórico como indicio de las diversas ideas que del alma han ido formando los pensadores. Una de estas hipótesis recurre arbitrariamente a sustancia intermediaria o ser de doble naturaleza que, participando a la vez de lo anímico y de lo corporal, puede servir de mediador entre ambos principios opuestos. Este ser imaginario ha recibido el nombre de Mediador plástico, hipótesis concebida por Cudworth. Muy semejante a ella son la de los espíritus animales, admitidos por los fisiólogos y filósofos del siglo XVII, la del archeo o principio vital de Van-Helmont y la llama vital de Willis. Ahondando más y más en el dualismo cartesiano y en la oposición de los atributos anímico y corporal, han recurrido otros a la intervención divina para excitar en el alma los fenómenos correspondientes a los diversos estados del cuerpo, y en el cuerpo los movimientos necesarios para traducir al exterior los pensamientos del alma. Ésta es la hipótesis de las causas ocasionales, ideada por el cartesiano Arnoldo Guelinx y desarrollada por Mallebranche. Leibniz, que es en realidad cartesiano más que filósofo alemán, establece también un abismo entre los dos principios de la naturaleza humana y llega a negar, de una manera general, la influencia de una en otra sustancia; pero recurriendo a la sabiduría divina, imagina que desde que fueron creados alma y cuerpo, lo fueron de tal suerte que se hallan en perfecto acuerdo los fenómenos del uno con los del otro, a modo de péndulos, que marchan al mismo compás y sin la más pequeña divergencia. Tal es la hipótesis de Leibniz, llamada de la Armonía preestablecida, que es una aplicación de la idea metafísica de la Monadología; otra hipótesis es la del Influjo físico, circunscrita a declarar, sin explicarla, la influencia recíproca de las dos sustancias. En cuanto a la primera (la del Mediador plástico) se reduce a añadir al hecho que se trata de explicar una hipótesis inexplicable, pues supone una tercera entidad en el hombre, cuya naturaleza no se precisa. Las demás hipótesis suprimen la espontaneidad y hacen a Dios responsable de todos los actos humanos. Como teoría novísima, aunque de mayor trascendencia, pues tiene abolengo muy distinto, podemos indicar el Monismo o Unitarismo (V. MONISMO), que pretende identificar alma y cuerpo, reconociendo sólo la unidad de hombre; pero sin que se pueda saber si, como dice Lotze, con esta unidad materializamos el espíritu o espiritualizamos el cuerpo.

Nueva dificultad ha surgido también al preguntar en qué parte del cuerpo tiene su asiento el alma, problema que ha ocupado y preocupado hasta estos últimos tiempos a médicos y filósofos y que ha sido abandonado después, aunque a él ha seguido el que era secuela suya de la localización de las facultades anímicas y aun el de pretender identificar el cerebro con la inteligencia. Los filósofos que admitían muchas almas, por ejemplo Platón, Pitágoras y sus discípulos, suponían para cada una de ellas un sitio diferente. Así, según Platón, el alma racional estaba situada en el cerebro, la irascible en el pecho y la concupiscible o sensitiva en el abdomen. Aristóteles consideraba el cerebro como un órgano muy frío, cuya única función consiste en refrescar el corazón y estimaba este último principio de toda vida y de toda inteligencia. Aquellos que admitían una sola alma, fijaban su residencia en el pecho o en la cabeza, según que la tomaban como principio de la vida animal o sustancia distinta del organismo. Los modernos, influidos por la asunción de todo lo anímico en lo intelectual, no contentos con fijar el sitio del alma en el cerebro, han pretendido señalar sitio especialísimo, dentro de él, que sirva de asiento a la realidad anímica. Descartes señaló este sitio en la glándula pineal, porque dice que está aislada en el cerebro y en disposición para prestarse fácilmente a los movimientos exigidos por los fenómenos interiores. Otros han dado la preferencia al centro oval o a los cuerpos callosos. Ninguna de estas hipótesis ha podido resistir los embates de la crítica, y la cuestión que diera margen a su aparición ha perdido todo interés. Entienden hoy todos los filósofos que el alma, que no puede estar contenida en un punto particular del espacio, no debe ser circunscrita a una parte determinada del cuerpo. Como toda la vida fisiológica está animada por el espíritu y recíprocamente toda la de éste condicionada por el cuerpo, ambos están unidos totalmente, según lo comprueba la observación y sin que el alma resida en parte determinada del cuerpo, sino, como decían los Escolásticos, tota in toto corpore et qualibet parte, en todo el cuerpo y en cada una de sus partes. Han pensado después los filósofos, transformando el problema según dejamos indicado, que, en vez de asignar al alma un sitio imaginario, se debe indagar los órganos mediante los cuales recibe las impresiones del cuerpo e imprime en él su propia influencia. Así ha distinguido Bichat una vida orgánica, sin conciencia, y otra de relación acompañada de conciencia y sensibilidad. A las de Bichat han seguido experiencias más detenidas, para distinguir los nervios sensitivos de los motores. Como el alma, auxiliada por el sistema nervioso, es ser dotado de receptividad y espontaneidad universales, esta misma universalidad se traduce en la acción y reacción recíprocas que alma y cuerpo mantienen dentro de la unidad humana y que se expresan principalmente merced a la correspondencia de la fantasía con el sistema nervioso neuropsíquico, distinguido en nervios que sirven para recibir las sensaciones y nervios destinados a trasmitir los movimientos. Resulta, pues, que el cerebro, sitio donde residen los centros nerviosos superiores, los denominados centros de ideación, es el punto de partida para la comunicación entre los dos principios. Pero cuando se ha querido ir más lejos, pretendiendo señalar a cada facultad, a cada orden de ideas, a cada dirección de la actividad moral, un órgano específico en el encéfalo, se ha caído de nuevo en los errores del antiguo materialismo, errores mecánicos, al reproducir lo estrambótico de las conclusiones de la Frenología, y errores dinámicos con el Organicismo y con la debatida cuestión de la localización de las facultades anímicas, que vamos a examinar, procurando determinar taxativamente con todo el grado de exactitud que el análisis consienta, la relación del cerebro con el pensamiento.

Del vicio general de que viene imbuido el sentido filosófico, de la asunción de lo anímico en lo intelectual, servido en las relaciones de la percepción exterior por los aparatos terminales, que engranan con los centros nerviosos, dimana el aforismo de que es el cerebro el órgano del pensamiento, y con él la importancia que ha adquirido el estudio ele la Fisiología cerebral. Nunca se ha desconocido por completo la relación entre el alma y el cerebro; siempre se ha presentido que los fenómenos psíquicos tenían como punto de conjunción con los fisiológicos la complicadísima contextura del cerebro. Ya Santo Tomás declaraba (corrigiendo el sentido estrecho del intelligere a que reducía la existencia y naturaleza del alma racional) que el alma sin el cerebro no puede nec esse nec operari y que una determinada constitución del órgano cerebral, de que carecen los frenéticos, aletargados y otros, influye en una cierta perfección de la inteligencia y nuestro Balmes consideraba el cerebro como el receptáculo de todas las sensaciones (quizá desconociendo y sin presentir la importancia y alcance que para el problema psicológico tiene el estudio de los actos reflejos). Abundando en estas mismas ideas, dice el P. Z. González (V. Estudios sobre Santo Tomás, t. II): «Negar que la bondad y perfección de la imaginación, y en general una conveniente organización del cerebro influye sobre la bondad y perfección de la inteligencia, sería ponerse en contradicción con la experiencia diaria.» Vaga e indefinida como es la relación así declarada, importa recogerla en Santo Tomás y Balmes como presentimiento, y en Z. González como adhesión al principio que tanto ha esclarecido y seguirá esclareciendo el problema acerca de la naturaleza del alma. En esta indefinición de concepto siguió la Psicología tradicional, reconociendo que en el organismo se producen los fenómenos vitales y los de la sensibilidad inconsciente, mientras que el cerebro es el órgano de la diferenciación de todas las operaciones mentales y el asiento de los centros superiores, en que se engranan y combinan los nervios sensitivos con los motores. Ignorada por los psicólogos, circunscritos al método introspectivo o de la observación interior y de conciencia, la contextura del mecanismo cerebral, porque aún era desconocida para la fisiología de aquel tiempo, comienzan a acentuarse con la Frenología los vicios y errores capitales (en el fondo idénticos a los de la antigua escolástica, pues así como ésta hacía de cada fenómeno una entidad, aquélla convertía cada movimiento en una región específicamente localizada dentro del cerebro), de que aun no se ha librado por completo la moderna Fisiología cerebral, ni en sus más ilustres representantes como Lyhus, Ferrier y otros. Estos errores pueden ser reducidos principalmente a dos: el de concebir el alma como adición mecánica de facultades o funciones, y el de tender constantemente a tomar abstracciones por realidades, personificando lo abstracto. De estos errores es producto la doctrina o teoría de la localización de las facultades anímicas, referida por la Frenología a los aparatos terminales primero y a su configuración exterior o amplitud de extensión en el ángulo facial, circunscrita más tarde a la contextura fija o anatómica de los órganos, extendida después a las conexiones funcionales de unos con otros, y finalmente atribuida a una combinación dinámica, que implica todavía la falta de un concepto completo de la unidad del organismo y además del processus involutivo e interno, según el cual se manifiesta (que no se estratifica) la energía anímica dentro de la complicación creciente, pero jerárquica y evolutivamente graduada del organismo. Aun libre del sentido mecánico y estratificado, con que antes se concebía la doctrina de las localizaciones, sólo hallamos en ella como aceptable y verdadera la idea de la aplicación genérica al organismo de la ley de la división del trabajo, según afirman Spencer y Siciliani. Pero si se prescinde de esta aplicación genérica, cuya determinación específica está contradicha por experiencias de muchos fisiólogos desde los tiempos de Muller, acerca de la indiferencia funcional de los órganos, principalmente de los conductores de impresiones o de actos de inervación, ¿qué es lo que se impone por igual al fondo latente de residuos en todas las experiencias llevadas a cabo y aún en las intentadas o ensayadas por medio de las vivisecciones?, ¿qué queda implícito en el pensamiento, que informa la hipótesis de las localizaciones, imponiéndose al razonamiento con la evidencia de una verdad positiva, claramente estatuida por Claudio Bernard (V. sus Lecciones de Fisiología general) y no desechada por el mismo Wundt (V. su Thierseele und Menschen)? Lo que brota del fondo de las experiencias, sin exceptuar las de Brocca y Brown Sequard, ni aun las de Charcot, Richet y otros, es el concepto racional de la unidad del organismo, la originalidad viva del individuo, la espontaneidad del ser vivo como elemento y factor reconstituyente de la función, cuyo ejercicio se suple imperfectamente por el esfuerzo y colaboración de todo el organismo ante la falta completa o parcial del aparato u órgano adaptado a aquella función. Precisamente la sustitución posible de la falta de un órgano por los demás o por la complexión de todo el organismo, prueba la asociación de todos nuestros órganos como base de su perfección. Al insistir en este punto concreto, entendemos que, referida la hipótesis localizadora a la unidad cuantitativa y cualitativa del organismo en el centro asimilador y específico de fuerzas y combinaciones que le constituyen (bajo cuyo supuesto razona Lotze, V. su Psychologie physiologique, Chap. II, Du siège de l’áme, ingeniosa y sutilmente acerca del sitio del alma o lugar que ocupa en el cuerpo, inclinándose a considerarlo como un punto), hay que tener en cuenta, como dice acertadamente Lotze, para localizar una función, un sentimiento o una idea, que son síntesis de toda la vida anterior y de multitud de factores, que en enjambre indefinido de influencias y combinaciones, han de dar mayor relieve a lo vivo y dinámico que a lo estratificado y mecánico de la localización. Verdad es que la hipótesis de las localizaciones se ha depurado de algunos de los errores mecánicos con que en un principio apareciera, y que no se refieren ya por Brocca, ni por Brown Sequard a contextura externa y anatómica o a fijación determinada en punto exclusivo del organismo, sino a conexión interna y dinámica bajo el supuesto de que es la vida unidad, que se manifiesta en un complexus ordenado de energías y combinaciones, dentro de aparatos y procedimientos propios, pero aun con tales correctivos subsiste el mismo vicio de origen en la doctrina de las localizaciones, es decir, la personificación de lo abstracto. Así dice Lange Histoire du Materialisme, t. II): «Si la reflexión del sabio se concentrara toda ella en el proceso del pensamiento y de la voluntad, su primer cuidado sería considerar la expansión de una parte del cerebro sobre la otra, y el desprendimiento progresivo de las fuerzas de tensión como lo objetivo del acto psíquico; no buscaría el sitio de las diferentes fuerzas, sino las vías de estas corrientes, sus conexiones y combinaciones.» Y para precisar más la única significación positiva que se debe dar a la hipótesis de la localización, es decir, la referencia de los fenómenos psíquicos a la unidad general del organismo y la aplicación de sus manifestaciones a las vías o combinaciones dinámicas, por donde se produce el proceso mental, aún añade Lange que si se le presentara como argumento concluyente la experiencia más decisiva que se pueda imaginar por ejemplo, la de un gato herido en el cerebro, que pierde, consecuencia de la herida, su instinto de cazar ratones, todavía podría objetar con razonamientos semejantes al de que aun cuando un reloj no da la hora, porque se le ha descompuesto una rueda, puede muy bien aquella rueda no tener directamente nada que ver con la parte del mecanismo que desempeña en el reloj la función de dar la hora.

Nueva luz prestan al sentido con que venimos considerando la hipótesis localizadora, las palabras de Claudio Bernard (V. La ciencia experimental, Las funciones del cerebro), inspiradas en el sentido racional que se forma siempre de lo orgánico, dentro de lo cual late la ya por él denominada idea directora de la vida, de cuya idea es una manifestación el poder reconstituyente, que se observa en todos los miembros dentro del organismo. Dice Bernard: «Los progresos de la fisiología moderna han probado que la localización absoluta de las condiciones de la vida es una quimera. Los manantiales del calor están en todas y en ninguna parte, de una manera exclusiva. El cerebro no se exime de esta ley general que rige la circulación de la sangre en todos los órganos; porque se ha probado hasta la evidencia que el sueño coincide, no con la congestión, sino por el contrario, con la anemia del cerebro. Cuando se quita el cerebro en los animales inferiores, se suprime necesariamente la función del órgano; pero la persistencia de la vida en los seres permite al cerebro reformarse; y a medida que se regenera el órgano se ve aparecer sus funciones. Quitando a un pichón los lóbulos cerebrales, el animal pierde los sentidos y la facultad de ir a buscar su comida. Sin embargo, si se le introduce la comida al animal, puede sobrevivir; porque las funciones nutritivas han quedado intactas tanto cuanto se han respetado sus centros nerviosos especiales. Poco a poco se regenera el cerebro con sus elementos anatómicos propios y a medida que se regenera aparece el uso de los sentidos y recobra el animal la inteligencia.» Hay necesidad, además, de tener en cuenta la ley de la adaptación al medio, según la cual se refieren las localizaciones, con un sentido superior al de la Frenología, a células y orden diferencial de células, donde se halla presente todo el organismo. Así las concibe Brown Sequard, que defiende y experimenta con incuestionable éxito en pro de su teoría, que la localización funcional de las tenidas por facultades anímicas, debe referirse a la célula y orden diferencial de células, que son sustituibles unas por otras, de forma que hay casos en que la presión mecánica de un punto cualquiera del organismo interrumpe una función, y casos en que no acontece así; lo primero por la lesión de aquel orden de células que sirven a la función, y lo segundo por la posible sustitución de las células lesionadas por otras adaptables a la función interrumpida. También desaparece el sentido mecánico de las localizaciones en el bien pensado trabajo del Sr. San Martín (V. Revista de España, n.º 401, ¿La Psicología es ciencia natural?), donde se lee: …«admitiendo a lo sumo tendencias localistas funcionales o dinámicas, la doctrina de las localizaciones cerebrales, aun bajo el criterio fisiológico reinante, lucha con los siguientes obstáculos: 1.º la sustitución funcional de unos centros por otros; 2.º la inhibición o refrenamiento de los centros ya vislumbrados entre sí, que oscurece mucho la designación de un centro cualquiera sobre que se esté experimentando; 3.º la incertidumbre regional que la homogeneidad de la sustancia gris encefálica impone a toda localización, la cual se reduce a fijar las zonas o puntos de superficie y espesor variables, pero de límites indecisos (condición que no se observa en ninguno de los órganos del cuerpo, en los cuales todas las zonas actúan del mismo modo); 4.º la experimentación de los animales, que consiente muy escasas aplicaciones a la fisiología cerebral humana, como es obvio, y la cirugía, verdadera fisiología experimental del hombre, que sin desmentir todas las localizaciones cerebrales hasta la fecha denunciadas, no puede dar valor decisivo ni a la del lenguaje, que es la más garantida.» Por mucho que se concretara (más allá aún de donde los experimentalistas ponen su punto de mira) la localización de las facultades, sería ilegítima la identificación entre lo espiritual y lo fisiológico, pues siempre quedará lo específico y cualitativo de la energía anímica, excediendo las conexiones y combinaciones dinámicas de los órganos. Podríamos a este fin conceder a Mr. Taine (V. L’ Intelligence, 2 t) que está ya practicada la Topografía del organismo y que las exploraciones de la por él denominada Geografía cerebral han obtenido un éxito más completo que las de Stanley y Livingstone en el viejo continente, y después de tales concesiones habríamos de reargüir que el organismo sólo ofrece medios y condiciones para que se manifieste y ejercite la energía anímica, que se repliega a su interior y conserva sus funciones ante la interrupción temporal o definitiva de las conexiones orgánicas que sirven de base a su proceso. De ello son ejemplo los síncopes, las anestesias, los efectos de estos mismos anestésicos y las afaxias temporales. En condiciones normales (pues las patológicas y anormales son susceptibles de error en la interpretación empírica, por encontrarse el organismo esclavo del medio morboso y la energía psíquica oscurecida y aun anulada en sus manifestaciones), lo específico y cualitativo de la energía anímica excede las condiciones orgánicas que sirven de base a su manifestación, sin que haya fisiólogo, por experimentalista que sea, que se atreva, por ejemplo, a identificar la risa intensiva, acre y mordaz de un Voltaire con los movimientos expansivos de los músculos de la faz, pues, como dice Lotze, «no vemos sin el intermediario de las ondas luminosas; pero la risa que provoca un espectáculo cómico no es producida por leyes físicas o por irradiación de las ondas luminosas. La idea de lo que se ve recibida en el mundo del pensamiento, encuentra tendencias generales del espíritu, que no tienen nada común con el mundo físico, y produce, en fin, un estado de emoción, al cual ha ligado primitivamente la naturaleza un impulso hacia una función natural; aquí la de la risa.» Y después añade (V. su Psychologie physiologique): «El sentimiento estético que acompaña a la impresión no puede explicarse por las relaciones de los colores que afectan simultáneamente a la retina y que son reflejadas por el objeto que nos hace reír; el lado cómico no aparece, si no interpretamos esta impresión óptica, si no la ponernos en relación con un mundo de ideas, que no dimanan de los movimientos producidos por los elementos nerviosos.» Para poner el límite adecuado a las vivisecciones contra el alcance ilegítimo que se las atribuye, dice Lange: «No aparece el cerebro como órgano productor, de modo incomprensible, de la inteligencia y de la voluntad, sino como el órgano que da nacimiento a las combinaciones más complicadas de la sensación y del movimiento… En las ablaciones no se amputa el alma pedazo por pedazo, como dice Büchner, sino que el escalpelo destruye un aparato de combinaciones, formado mecánicamente de moléculas distintas, que desempeñan un papel muy variado. El carácter individual del animal y su originalidad viva continúan subsistiendo hasta que se extingue el último soplo de la vida.» De forma que siempre flota por cima de las condiciones circundantes y de las adiciones cuantitativas, que implican las conexiones y coordinación de los órganos, lo cualitativo y específico de la energía anímica, sin que el sistema nervioso «produzca por sí, como dice Lotze, las cualidades propias de la vida espiritual, aunque sí suministra a estas actividades, que son la propiedad general del alma, el medio para responder a las circunstancias exteriores, comunicándole impresiones ya combinadas de cierta manera.» Igual doctrina es la que inspira las palabras dirigidas por Robert Mayer a los naturalistas alemanes en su discurso de Insbruck (V. Revue des cours scientifiques, 1870): «Se producen continuamente en el cerebro vivo modificaciones naturales que se caracterizan por la expresión de actividades moleculares, a las cuales están íntimamente unidas las operaciones del espíritu individual; pero es un error grosero identificar estas dos actividades, que se producen paralelamente. Se sabe por ejemplo, que no se puede trasmitir un despacho telegráfico, sin la producción concomitante de una acción química; pero el contenido del despacho no puede ser considerado de ningún modo como función de una acción electro-química. Lo mismo se puede decir del cerebro, que es el instrumento y no el espíritu mismo.» Sigue, pues, siendo verdad que no piensa el cerebro, sino que pensamos con el cerebro

Otra cuestión semejante a la de las hipótesis para explicar la unión de lo espiritual con lo corporal, es la que se refiere al origen del alma humana y al momento de su unión con el cuerpo. Problema mal formulado, apenas si ha dado resultado ninguno positivo y casi que sólo tiene un interés puramente histórico el señalar las diversas opiniones que han corrido en la Filosofía con más o menos crédito. No puede llegarse a resultado ninguno positivo; porque en lo que toca al problema del origen del alma fuera preciso distinguir el origen racional del histórico. El primero no puede ser planteado, cuanto menos resuelto, sin un concepto general de la realidad y de su principio y subordinado al de la individualidad como precedentes y datos, que preparan la solución de aquél. En cuanto al origen histórico es problema, que viene mal planteado y que científicamente es insoluble. Viene mal planteado, porque se mezclan y confunden consideraciones referentes al origen racional, con otras pertinentes, si acaso, al histórico y aún todo ello acompañado de ambigüedades cada vez más incoherentes, sin ocuparse para nada el análisis psicológico de precisar el concepto de la individualidad anímica. Que es insoluble se prueba, observando que todas las hipótesis explicativas son de fácil refutación y la que corre usualmente admitida por los Escolásticos, ni se explica, ni se justifica, sino que se reduce a una afirmación dogmática, de ningún modo a una teoría científica. Entre las teorías conjeturales más antiguas, figura la que pretende explicar el origen del alma humana, asegurando que nuestra vida presente es consecuencia de otra anterior, en cuyo supuesto decía Platón, «pensar es acordarse,» enlazando así esta creencia con su teoría de las ideas innatas. Esta hipótesis, latente en toda la filosofía oriental, es profesada por Pitágoras en su teoría de la Metempsicosis ( V. METEMPSICOSIS); aceptada y desenvuelta por Platón en varios de sus Diálogos y admitida por algunos Padres de la Iglesia, principalmente por Orígenes en lo que se llama el dogma de la preexistencia. Interpretaciones más o menos libres y en mayor o menor grado imaginarias de esta misma teoría, se han hecho por Leroux, Pezzani, Flammarión, Laurent, y la visionaria doctrina, si tal nombre merece, del Espiritismo. Variantes de estas conjeturas son las concepciones llamadas emanatistas o de la emanación, adoptadas por todas las doctrinas panteístas, que conciben el alma como partícula de la sustancia divina. Otra teoría hipotética es la del traducianismo, profesada por Tertuliano (anima traducitur cum semine), Lutero y Leibniz y de la cual es una variante el generacionismo. Por último, entienden otros que al nacer el cuerpo Dios crea e infunde en él un alma (Santo Tomás). De más trascendencia, porque viene precedida de una concepción general del mundo y de la realidad, es la novísima teoría de la descendencia, debida a Lamarek, Darwin y Hœckel y conocida bajo el nombre de evolución transformista (V. EVOLUCIÓN Y TRANSFORMISMO). Algunas más cuestiones, hoy consideradas en general superfluas y especie de sutilezas que desvían el pensamiento de problemas más interesantes, eran tratadas antiguamente para explicar la naturaleza del alma, (V. KLEUTGEN, La Philosophie scolastique, t. IV) pero acerca de ella no ofrece indicios ni luces que puedan ser admitidos con carácter científico. En fondo y forma ha variado, según habrá ocasión de notar, la literatura psicológica.

Impórtanos, pues, más seguir, con el proceso del tiempo, las interpretaciones doctrinales que la especulación filosófica y la investigación científica han dado a las palabras alma y espíritu. Después del movimiento cartesiano, cuyo ciclo termina con Leibniz y sobre todo con Spinoza, quedan para el pensamiento filosófico como términos sinónimos (con el sentido ya indicado) las palabras alma y espíritu. En la filosofía alemana (cuyo glorioso iniciador es Kant) la palabra espíritu (Geist) es poco usada; se expresa el ser mental, animus de los latinos, con la palabra Gesmüth, que significa sentimiento, interioridad o intimidad. Inicia esta idea problema psicológico y ontológico de gran alcance, porque requiere precisar las relaciones del espíritu con la conciencia (V. CONCIENCIA e INCONSCIENTE). Usa también Kant la palabra Seele, alma, pero cuida de advertir que es un noumenos incognoscible, acerca de cuya naturaleza no se puede adelantar juicio alguno. Este escepticismo crítico o idealista adopta desde sus comienzos una premeditada reserva acerca de la naturaleza del alma, cuya neutralidad circunscribe lo mismo la idea del alma que la del espíritu a una hipótesis lógica o molde formal (postulado de la razón, se diría en el tecnicismo Kantiano), susceptible en tal estado de indiferencia de recibir interpretaciones distintas. Así acontece precisamente en todo el movimiento idealista de la filosofía alemana, en Fichte, Schelling y Hegel. Así como el cartesiamismo cierra toda su evolución en la Sustancia absoluta de Spinoza, el Criticismo Kantiano termina en la concepción panteísta de Hegel de la idea absoluta, de la cual son luego eco, aunque con vestiduras empíricas, el principio de la voluntad de Schopenhauer, el dinamismo de Herbart, lo Inconsciente de Hartmann y el Monismo de Hœckel. Todas estas teorías ontológicas y metafísicas (aunque algunas sean Metafísica empírica) detienen de momento el progreso del problema psicológico, en cuanto prescinden por completo del concepto de la individualidad. El proceso es, sin embargo, simple y preciso en la historia de las palabras alma y espíritu, pues se reduce a dos extremos bien sencillos, que son los mismos del proceso lógico, a saber: «comienzan las palabras alma y espíritu por expresar metafóricamente ideas vagas e indecisas para precisar más tarde su significación, llegando de uno a otro límite al máximum de la extensión (todo es alma o espíritu) y al máximum de la intensión o comprensión (todas las cualidades intrínsecas en los objetos son espirituales).»
 

ALMA) () (

Alma (acepciones del término)Alma (mitología)Alma (teología)

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (vol. 1, págs. 1018-1022 – editado: 22-9-2007)   ALMA, tipos según los filósofos (filosofía)

 

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