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Torre de Babel Ediciones

Sidarta busca la iluminación. El despertar del Buda – Vicente Blasco Ibáñez

V [SIDARTA HUYE DEL PALACIO PARA BUSCAR LA ILUMINACIÓN]

 

imageA sus pies extendíase el inmenso jardín sumido en fresca sombra.

De la fantástica iluminación que lucia horas antes, sólo quedaban entre las hojas pavesas inflamadas de papel que brillando como luciérnagas.

El rumor de la fiesta escapábase por todos los ventanales del palacio, rojos como bocas de horno, y a lo lejos, donde se extendía el cordón de guerreros apostados por el rey, notábase ir y venir de sombras. Eran las esclavas de las cocinas que obsequiaban a los centinelas con parte del banquete.

Sidarta aspiró con delicia la fresca respiración de la arboleda. Tras el ardor de la fiesta creía hallarse sumido en un baño. Sus ojos cansados sentían cierta voluptuosidad al sondear las misteriosas espesuras del jardín y el cielo de azul oscuro moteado de polvo luminoso.

Así pasó el príncipe mucho tiempo, aturdido aún por la fiesta, embriagado por el perfume que habían dejado en sus ropas todas las beldades de su corte.

 Paladeaba su dicha. Ahíto de placeres, pensaba que sus aduladores no mentían al llamarle el príncipe feliz. ¿Qué le faltaba?… Gopa y su hijo lo querían con el más puro de los amores. Las mujeres más hermosas de la India y de la Persia se disputaban su sonrisa como esclavas. Era joven, fuerte y sabio; ¿qué le quedaba por conseguir? Ningún mortal podía aspirar a más en la tierra.

 Pero de pronto rompióse el encadenamiento de sus optimistas reflexiones, y sintió que un estremecimiento conmovía su cuerpo. Había oído en su interior algo semejante a una voz que decía con tristeza: «¡Si durase siempre!…»

    Y Sidarta sintió la impresión del que, caminando entre flores, se ve de pronto ante un precipicio.

«¡Si durase siempre!…» La terrible verdad nunca había pasado por su pensamiento. Y cuanto más reflexionaba aumentábase su terror.

   Para ser feliz no bastaba la riqueza, ni la hartura de placeres, ni el poseer cuanto existe en el mundo; era preciso ser inmortal, gozar de eterna juventud.

   Instantáneamente asaltaron su memoria las tristes realidades contempladas aquella mañana. En la penumbra del jardín creyó ver al viejo decrépito encorvado sobre el polvo, el féretro con el joven afeado por la muerte, el mísero paria asqueroso y corroído por la lepra.

Este horripilante desfile era el porvenir que le aguardaba, lo que vendría tarde o temprano, lo que no podría evitar aunque se encerrase a piedra y lodo en su palacio y el rey le hiciese guardar por todos los sakias más temibles armados de pies a cabeza.

El valeroso Sidarta, que no temía a nadie en el combate y manejaba los elefantes feroces como corderillos, podía sentirse tocado por el espectro de la muerte en aquel mismo instante y a las pocas horas ser conducido a la hoguera, hinchado, verdoso como una sabandija de las que pululan al borde de los pantanos. Él, que era tenido por el joven más bello del reino, podía inspirar horror a sus mujeres, hacerlas huir estremecidas sólo con que rozase su rostro la mano infernal que tan asquerosas huellas había marcado en el rostro del paria; y si su buena suerte le libraba de tales peligros, el fin irremediable sería verse envejecido, extenuado, débil como un niño, sin otro apoyo que un bambú, ni otro respeto que la conmiseración.

¿Para qué, pues, la vida, Brahma divino?… ¿Para qué los placeres y la juventud, si todo forzosamente —así como el Ganges, después de muchas revueltas, se confunde en el mar— había de ir a confundirse en la miseria y la muerte?…

Y Sidarta, cruelmente herido por el convencimiento de su debilidad, contempló de repente el final de toda vida, lo que hasta entonces no había merecido su atención. Seguro de que nadie podría librarle de la vejez y la muerte, lloró desconsolado, produciéndole el efecto de una carcajada diabólica la música y el rumor de fiesta que sonaba a sus espaldas, dentro del palacio.

Ya no brillaba resplandor alguno en los jardines. La soledad era completa, y sólo el susurro de las hojas y el ligero estallido de los troncos agrietados por el calor de la noche tropical interrumpían el silencio. A lo lejos rugían los chacales vagando por los alrededores de Kapila.

Sidarta, desalentado, levantó la cabeza, fijando su mirada en el cielo.

Aquellos innumerables puntos luminosos que parpadeaban en lo alto eran los mil ojos de Brahma y de su infinita corte de divinidades. El príncipe pensó con envidia que allá arriba estaba la eterna juventud, el espíritu libre de las impurezas de la materia. Allí se hallaba la salvación. Abajo, en la tierra, todo era mentira, ensueños engañosos, de los que se despertaba para verse esclavo del dolor y la miseria.

Sus tres palacios, que antes no podía contemplar sin estremecimientos de orgullo, sus extensos jardines, considerados como el sitio más bello del mundo, mirábalos ahora con desprecio y compasión… ¿Qué era aquello? Miseria y podredumbre, como su cuerpo. Los años abatirían convertidas en polvo, las esbeltas torres doradas. El fuego podía en una noche consumir tantos bosquecillos cargados de colores y de aromas.

Sobre su frente brillaba como eterna luz el grueso diamante que deslumbraba a su corte; pero ¿qué valía, en realidad, esta joya? Era un pedrusco opaco comparado con el más pequeño do los ojos de Brahma que centelleaban en el cielo.

¡Todo miseria, todo engaño! Y el príncipe, con la generosidad nativa de su corazón, sintió lástima al pensar en aquella humanidad ciega que no adivinaba el verdadero fin de su existencia.

¡Locos! Trabajaban, acaparando riquezas, sin pensar que atesoraban para la muerte. El sakia peleaba como un león para distinguirse y ennoblecerse, no sabiendo que la vejez lo encontrarla lo mismo bajo la coraza del soldado que entre los velos de seda del cortesano. El brahmán pasaba las noches inclinado sobre los sagrados libros, sin considerar que su ciencia debía enterrarse con la putrefacción de su cuerpo. La mujer pensaba únicamente en ser hermosa, sin sospechar la existencia de la enfermedad y la muerte, que iban a poblar de gusanos sus carnes sonrosadas.

¿Para qué vivir sin libertad, esclavos del dolor y de la muerte? ¿No era mejor librarse del miserable yugo sumiéndose en el anonadamiento del no ser?

Lo único que consolaba a Sidarta en su desesperación era la ignorancia de su pueblo, la confiada ceguera de aquellos seres que, creyendo a su príncipe el hombre feliz, cifraban todo su anhelo en imitarle, en llegar a adquirir alguno de sus placeres. ¡Infelices! Él les abrirla los ojos mostrando la verdad de la vida; él estudiaría el principio de lo existente, marcándoles el remedio que podían emplear para emanciparse del dolor.

Y Sidarta, al pensar esto, sintióse animado por misteriosa fuerza. Una vaga confianza en su destino nacía en él. Contemplábase, al término de su vida, compareciendo ante el divino Brahma, confundiéndose en su seno como el primero de los elegidos, a cambio de haber dado al mundo la ley de salvación.

Esta confianza le hizo salir de sus meditaciones, y con la cabeza alta, como quien adopta una resolución inquebrantable, caminó a lo largo de la galería hasta la puerta de la sala donde estaba su lecho.

La luz de una lámpara iluminaba vagamente el montón de cojines donde la gentil Gopa dormía dulcemente abrazada a su pequeñuelo.

Sidarta arrodillóse, y besó con dulzura la frente de su esposa, así como la ensortijada cabeza de su hijo. Ellos eran lo único que encontraba de firme y verdadero en el naufragio de sus ilusiones.

Sollozó quedamente como un niño, pero no tardó en erguirse, y limpiándose las lágrimas, retrocedió de espaldas hasta la puerta.

Su vista no podía apartarse de la madre y el pequeñuelo. Sonreían como si la diosa de los sueños los envolviese en sus velos de rosa.

Sintió el impulso de volver a ellos y repetir su beso. El dulce calor de la familia le atraía; mas al fin, con desesperado esfuerzo, cerró la puerta.

—No; es preciso alejarse —murmuró Sidarta—: dulces son sus lazos, pero lazos al fin. El esclavo no puede ser libertador ni servir de guía al ciego. Sólo el varón libre puede libertar, y el que tiene la vista clara debe hacer visible a los otros el camino de salvación.

Había descendido del palacio y caminó por el jardín, silencioso y ligero. Apenas si las hojas crujían bajo sus pies. Los bambúes apartábanse a su paso.

Cruzó la línea de guerreros sakias sin que nadie le viese. Dormían apoyados en los árboles. Caídas ante ellos estaban las ánforas vacías de soma, regalo de las esclavas.

Sidarta iba al palacio de su padre. Conocía el camino para llegar hasta sus murallas, así como una puerta que él solo sabía abrir y que comunicaba con la estancia real.

Cuando entró en ésta, dormía profundamente el viejo Sudhodana. El éxito de la fiesta preparada para disipar las tristezas de su hijo había hecho renacer su confianza, proporcionándole un sueño tranquilo, libre de aquellos terrores que tanto le agobiaban.

Contempló Sidarta con respeto el arrugado rostro de su padre y su blanca barba. Las amargas reflexiones volvieron a reaparecer. También el monarca había sido joven, hermoso y fuerte, pero ya el enemigo de la vida comenzaba a apoderarse de él; ya asomaba la decrepitud miserable. ¿De qué, pues, le había servido ser el primero en los combates y asombrar la India con sus hazañas, si ahora se doblaba indefenso ante el misterioso adversario?…

Besó el príncipe una de las nervudas manos que pendía fuera del lecho, y el viejo rey estremeciese profiriendo leves quejidos.

Soñaba. Un gesto de dolor contraía su rostro. Balbuceaba entrecortadas palabras, y Sidarta comprendió al fin el ensueño que le causaba tanta angustia.

Veía a su hijo cumpliendo la profecía de Asita, el viejo solitario del Himalaya, vestido como un brahmán, errante, mendigando por los caminos.

Sintió el príncipe removerse en lo más hondo de su ser el afecto filial. Quiso despertar a su padre, jurarle que nunca se cumpliría la profecía del viejo poeta; pero al mismo tiempo que pensaba así, movíanse sus pies hacia la puerta y se vio como empujado por una mano misteriosa fuera del palacio de los Cisnes.

Regresó a su hermosa vivienda, viendo cómo brillaban en el horizonte las estrellas del amanecer.

Una débil claridad escapaba ahora por los ventanales de su palacio. Ya no sonaban músicas ni cantos. Había terminado la fiesta y su corte de mujeres descansaba, rendida por tantas horas de frenético bullicio.

Al entrar en la grandiosa sala del banquete bajó la cabeza con expresión de abatimiento.

Ardían pocas lámparas, y de las apagadas salían fétidos chisporroteos, cargando el ambiente de asfixiantes emanaciones.

Veíanse a esta luz incierta las hembras dormidas formando revueltos grupos, unas en montón, con el pesado sueño de la embriaguez; otras de pechos sobre el mármol, con la cabeza oculta y mostrando impúdicamente el reverso de sus cuerpos.

A un lado las bailarinas, rendidas de cansancio y sudorosas como jayanes; a otro las músicas, teniendo como almohada sus arpas y cítaras o abrazados a sus tamboriles y címbalos. Las más hermosas favoritas estaban tendidas sobre los residuos de la mesa, con sus joyas y velos manchados de soma; unas con la boca abierta, cayéndoles hilos de saliva sobre el pecho; otras roncando con grotescas contorsiones; algunas inmóviles, con los ojos entreabiertos y vidriosos como difuntas. Las desnudeces que horas antes brillaban lo mismo que el marfil y la seda, mostraban ahora empañada su tersura por el pegajoso sudor, emanación punzante de bestia vigorosa, que se confundía con la fetidez de las lámparas.

Sidarta sonrió con tristeza. ¿Y esto era el amor, el más dulce goce de la vida? Su corte de beldades, durmiendo tras la fiesta, traiale a la memoria un campo de batalla cubierto de cadáveres. Hasta en el fondo del placer encontraba a los dos terribles enemigos, la corrupción y la muerte.

—¡Que miseria! —murmuró—. ¿Y esto ha constituido mi dicha? El hombre, siervo de la sensualidad, anda en tinieblas y extraviado. Se halla cogido en una red de la que debe librarse.

De nuevo descendió de su palacio, pero esta vez fue para dirigirse a un pabellón donde estaban las cuadras y la armería.

Dormían los criados con la embriaguez del festín, pero su fiel caballo Cantaca lo olfateó, recibiéndole con gozoso relincho.

—Alégrate, fiel compañero mío; ha llegado el tiempo de la libertad.

Y se vistió su armadura de oro, ciñéndose el sable con empuñadura de pedrería que el rey lo había regalado al quedar vencedor en el torneo a la gloria de Gopa.

Después ensilló a Cantara, que miraba a su amo con inquietud, y mientras iba ajustando los arreos, murmuraba el príncipe, como si su caballo pudiera comprenderle:

—Cantaca, caballo mío, llegó el momento de alcanzar la iluminación suprema, el estado feliz que no conoce ni la vejez ni la muerte. Si lo alcanzo, seré el salvador de las criaturas.

Amanecía cuando sacó su corcel del jardín. Al montar Sidarta, conmovió las espesuras una fresca ráfaga viniendo de aquel horizonte donde se marcaba el día con matices dorados y transparencias de nácar. Agitáronse los árboles, y una lluvia de flores deshojadas cayó sobre el príncipe, como si el jardín quisiera enviarle el último saludo.

Cortó Sidarta la fila de guerreros, que todavía dormían, saliendo de sus dominios por una puerta que nadie vigilaba. Al verse en campo libre, soltó las riendas a Cantaca, partiendo éste en desenfrenado galope.

Aquel mismo día, al ponerse el sol, llegó el príncipe al limite de los Estados de su padre. Ya no tenía nada que temer: no volvería más la cabeza al menor ruido, creyéndose perseguido por los guerreros sakias.

Se apeó Sidarta en la ribera de un ancho río. Su pobre caballo, después de tan veloz y continuada marcha, cayó sobre sus patas delanteras, mientras su dueño comenzaba a despojarse de la armadura.

Pieza tras pieza, fue arrojándola en el río, y después rasgó su túnica de seda, quedando casi desnudo, sin otro abrigo que la faja anudada a sus riñones y entre las piernas.

Un sable, de empuñadura deslumbrante, hoja clara como el cristal y filo prodigioso, fue lo único que conservó.

Dio un besó Sidarta a su caballo en el humeante hocico, miró el sombrío bosque que se extendía por la opuesta orilla, empuñó el sable, y levantando su hermosa y negra cabellera hasta ponerla vertical sobre su cabeza, la cortó de un golpe.

Volaron los flotantes rizos, símbolo de majestad, y Sidarta, tonsurado como un paria, dejó caer el sable y se arrojó en el río.

Nadó vigorosamente, cortando las aguas con sus brazos poderosos, rodeado de bullidoras espumas, buceando muchas veces para evitar los grandes troncos que arrastraba la corriente.

Y al surgir en la opuesta orilla, antes de penetrar en la arboleda miró por última vez a su fiel caballo, que, sin fuerzas para levantarse, le saludaba desde lejos con relinchos que parecían quejidos.

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