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Torre de Babel Ediciones

La mujer mozárabe

LA MUJER MOZÁRABE, por Eduardo Saavedra

SUMARIO

Introducción.

La conquista sarracénica y la condición de los cristianos sometidos.

Influencia de la mujer en las relaciones de los vencidos con los vencedores.

Los matrimonios mixtos y sus resultados en el orden civil y el religioso.

El ideal de la sociedad musulmana y su constitución real

Inferioridad social y fanatismo de los renegados.

Sublevación del arrabal de Córdoba contra Alhaquem I y terrible castigo.

Irritación de la plebe musulmana contra los cristianos.

La Era de los martirios.

Delaciones y asechanzas.

Los mártires voluntarios y el Concilio de Córdoba.

Persecución de Mohámed I.

Sublevación general del Sur de España en el siglo IX y sus resultados para los cristianos.

Importancia de los mozárabes de Toledo antes y después de la reconquista.

Rebelión de los mozárabes de Andalucía contra los almoravides: su emigración y su destierro.

Permanencia de mozárabes en los demás puntos de España.

La Historia de los Mozárabes de D. Francisco Javier Simonet

Las dos epopeyas.

Conclusión.

DON EDUARDO SAAVEDRA

SEÑORAS:

Dos civilizaciones distintas compartieron el dominio de nuestro suelo en un largo transcurso de la Edad Media, caracterizada la una por el ejercicio de la religión mahometana y el empleo de la lengua arábiga; la otra por la profesión de la fe cristiana y el uso del latín o de los romances que le sucedieron. Aquélla, aunque recibió de la Arabia religión y lengua, tenía sus raíces en las comarcas de Siria y Mesopotamia, bajo la influencia de la antigua cultura de persas y bizantinos; ésta, fuertemente adherida al tronco romano y vigorizada con la savia germánica, era patrimonio común de la gran familia europea. Mas no se crea que la primera llegara como torrente asolador, arrollando cuanto encontrara a su paso de la segunda; antes bien la conservó oculta bajo el elevado nivel del desbordamiento, dejando sólo al descubierto los picos de las sierras y las altas mesetas de las montañas. La nación hispano-gótica continuó asentada y esparcida por todo el ámbito de la península; pero dividida en dos agrupaciones, una libre y hazañosa, al Norte; otra sufrida, e inquebrantable en su fe bajo la pesadumbre del yugo sarraceno. De este pueblo, llamado más tarde mozárabe, y que no por carecer de historia pudo tenerse por feliz, he de hablaros esta tarde; y como el retrato más, fiel de una sociedad es el conocimiento de la situación de la mujer que en ella vive, «La mujer mozárabe» será el tema de esta conferencia.

Es opinión vulgar que, sojuzgada el África, las huestes del Islam se lanzaron a la conquista de España para imponer su religión con el filo de la espada, que en una sola batalla se hicieron dueños del reino visigótico y que cuantos cristianos se habían salvado de la muerte o el cautiverio huyeron a las comarcas del Norte siguiendo los dictados del patriotismo. Mas nada de esto es verdad; y para la mejor inteligencia de lo que he de decir, me es necesario detenerme brevemente a rectificarlo.

A la muerte de Wittíza dos bandos desgarraron el seno de la patria: uno que, partidario de la continuación en el trono de la familia de Wamba, apoyaba a los hijos del difunto monarca; y otro que, celoso de los antiguos privilegios de la nobleza, había proclamado a Rodrigo, aunque sin todas las formalidades legales. Venció Rodrigo en la lucha, y, mal avenidos con la derrota los wittizanos, acudieron al acostumbrado recurso de la intervención extranjera, pidiéndola a Muza, Gobernador general de África. Otorgóla el caudillo, con beneplácito del Califa, y en el verano de 711 envió un cuerpo de 12.000 beréberes al mando de Táric, que, unido a los rebeldes del país, derrotó a Rodrigo en los llanos de Medina-Sidonia, junto al río Barbate. Táric, en vez de volverse inmediatamente al África con el botín de la batalla, conforme le tenía ordenado su jefe, cedió a las instancias de sus aliados y marchó rápidamente sobre Toledo, para aprovechar el efecto político de la victoria; pero las fuerzas reales no estaban tan deshechas que no opusieran resistencia en Écija, en Córdoba y en Mentesa, por lo cual el capitán berberisco no pudo llegar a la capital hasta el principio del invierno y hubo de fijar allí sus cuarteles.

La situación de Táric se hizo comprometida, y Muza vino en su ayuda al año siguiente, con 18.000 hombres, emprendiendo una campana metódica; pero al ver que en todo el tiempo transcurrido ninguna de las dos banderías había logrado constituir gobierno, resolvió cambiar la intervención en conquista, y, sin esperar licencia de su soberano, proclamó la anexión de España al Califato. Tres años empleó Muza en someter el Sur y el Centro de la Península, y su hijo y sucesor Abdelaziz tardó otros tres en dominar el resto: siete años en total para conquistar un país sin unidad y sin gobierno, destrozado por contiendas civiles.

Por más que el fin ostensible de sus campañas fuera siempre la propaganda religiosa, activamente promovida por algunos varones llenos de celo y buena fe, es lo cierto que, apenas salieron los árabes de los linderos de su patria, se olvidaron del lema de sus banderas y se formó un partido esencialmente militar, menos afanoso de buscar hermanos que convertir que de adquirir súbditos que explotar. «Nosotros debemos comer a costa de los cristianos» —decía brutalmente Omar I— y nuestros hijos a costa de los suyos hástala consumación de los tiempos.» Por otra parte, si en Arabia, y aun en África, no fue difícil imponer el Alcorán a viva fuerza por la diversidad y falta de consistencia de las convicciones religiosas, en Siria y en España hubiera sido imposible desarraigar el cristianismo sin una guerra de exterminio, para la cual faltaban fuerzas a los invasores. Faltaban igualmente a los naturales para alcanzar y mantener su independencia, por lo cual a unos y otros convino entrar en transacciones, mediante las cuales éstos quedaron con una tolerable libertad religiosa y cierta autonomía administrativa, reservándose aquéllos la supremacía militar y política.

Por regla general, en las poblaciones tomadas por asalto, bienes y personas eran propiedad del vencedor y se distribuían entre los soldados, reservando el quinto para el fisco, aunque no se obligaba a los esclavos a apostatar; pero, donde intervenía cualquier género de pacto o capitulación, los cristianos conservaban la libertad civil y la posesión de la totalidad o parte de sus bienes, se gobernaban por sus leyes y sus magistrados y podían celebrar públicamente las ceremonias del culto en determinadas iglesias, continuando en sus funciones la jerarquía eclesiástica. En cambio estaban sujetos a pagar contribuciones especiales muy onerosas, así sobre los bienes como sobre las personas: tributos de que estaban exentos los musulmanes, por lo cual los gobernantes no miraban siempre con buenos ojos las conversiones, que venían a producir una baja en los ingresos del tesoro público, harto mal dotado por la imprevisión de Mahoma.

En cuanto a la huida de la gran mayoría de los españoles a las montañas de Asturias para sustraerse a la dominación extraña, debe tenerse por especie arbitraria y totalmente imposible. Los muchos que sin reflexión bastante la han propalado y repetido no han caído en la cuenta de que tantos millones de personas acumuladas en aquel estrecho territorio hubieran perecido necesariamente de hambre y estorbado más que ayudado a la resistencia. La emigración fue posible para los magnates que allí se reunieron y anudaron la sucesión a la corona en la persona de Pelayo; pero el pueblo no tuvo más remedio que quedarse en sus hogares, siendo los obispos los primeros en dar ejemplo de firmeza, permaneciendo en medio de sus ovejas.

Resignados los unos, cautos los otros, vencidos y vencedores trataron de sacar el mejor partido posible del nuevo estado de cosas y se esforzaron en buscar términos de armonía cuyo principal factor fue la mujer mozárabe.

Después de diez años de contiendas civiles y guerras extranjeras, el elemento masculino del país estaba diezmado, al paso que el femenino faltaba casi por completo en los ejércitos invasores: desequilibrio que hubo de nivelarse naturalmente con las uniones mixtas. Por lo pronto, las cautivas más jóvenes y hermosas ingresaron en los harenes de sus aprehensores, siendo parte muy principal para suavizar su rudeza; pero los altivos jefes de las huestes agarenas no se contentaron con tener compañeras obtenidas a viva fuerza, y solicitaron con éxito la mano de las más ilustres damas de la nobleza gótica.

A este propósito conviene advertir que, según la ley musulmana, las mujeres idólatras no pueden ser más que esclavas concubinas; pero las cristianas, lo mismo que las judías v las parsis, pueden unirse con los mahometanos en lazo matrimonial legítimo sin necesidad de abandonar su religión respectiva. .

El más célebre, y tal vez el primero de estos enlaces legales mixtos, fue el de Égilo (o Egilona) viuda del infeliz Rodrigo, con el joven y valeroso Abdelaziz, hijo y sucesor de Muza y continuador de sus campañas. Por su juventud su discreción y su hermosura, la que fue un día la primera entre las señoras de la corte toledana y se vio a poco humilde esclava del primero entre los nuevos señores de su propia tierra, no tardó en ganar el título de única esposa legitima de su dueño. La política de moderación en el uso de la victoria, que como prenda de pacificación definitiva simbolizaba Abdelaziz en este matrimonio, no era, sin embargo, del agrado de sus codiciosos compañeros de armas, quienes no entendían haber venido a gobernar equitativamente, sino a estrujar sin miramiento a los naturales. Los buenos oficios que Égilo empleaba para procurar algún alivio de los suyos, y merced a los cuales se inició un intento de inteligencia con Pelayo, eran mal vistos por aquellos tiranuelos, y los rígidos musulmanes procedentes del partido teocrático,.destruido en Arabia por los Omeyas, censuraban agriamente el fausto y arrogancia de! afortunado capitán. Buscaron todos un punto débil a donde dirigir por lo pronto sus tiros, y se fijaron en la infortunada reina, acumulándole planes de ambición descabellada. Cundió el descontento, se abultaron y desfiguraron los hechos más insignificantes y corrió, cómo cosa cierta, que la destronada princesa había conseguido que su consorte se ciñera en el retiro de las habitaciones conyugales una corona de oro por ella regalada, que por su consejo se había rebajado en la sala de audiencia la altura de la puerta a fin de que al entrar hubiera que bajar la cabeza simulando reverencia, y que el Gobernador era ya secretamente cristiano, esperando solamente ocasión propicia para proclamarse rey de España, reemplazando a Rodrigo en el trono, como lo había hecho ya en el tálamo y en la autoridad.

Rivalidades femeniles contribuyeron a dar consistencia a esos rumores. Dícese que una joven goda, casada con Ziyed, árabe de noble estirpe, sorprendió o creyó sorprender lo de la corona al hacer una visita a su amiga Égilo en su palacio, antes convento de Santa Rufina, donde hoy es Prado de las Vírgenes en Sevilla. No queriendo ser menos, instó porque aceptase y ciñese parecida joya su marido, pero e1 no hizo otra cosa que divulgar el caso entre sus amigos. La desgracia de Muza en la corte de Damasco, que se supo por entonces, hizo creer que sería grato al Califa deshacerse de la familia del gran caudillo, y Abdelaziz fue vilmente asesinado en la iglesia contigua a su palacio, habilitada ya para mezquita.

De Égilo, nada más se sabe. Viuda dos veces en muy corto espacio, es probable que se retirara del mundo para llorar sus desdichas y atender al cuidado de un hijo llamado Acem, que debió quedarle del segundo matrimonio.

No todos los sucesores de Abdelaziz trataron con igual mesura a los cristianos, cuyos Condes no les dispensaban siempre la protección debida. El tercer hijo de Wittiza, Ardabasto, ejercía aquel cargo hacia 725, cuando, valido de su autoridad, se apropió gran parte de los bienes que su hermano mayor Olmundo había legado a sus hijos Sara y otros dos niños menores. Vana fue toda reclamación ante la autoridad musulmana en aquellos días de continuas revueltas, y desesperanzada de obtener aquí justicia la animosa joven, resolvió apelar al califa en persona, embarcándose, en Sevilla con rumbo a Oriente. Llegada a Ascalón, pasó a Damasco; y recibida por el anciano Hixem, expuso sus quejas, exhibió sus documentos y ganó las simpatías del Sultán, que no sólo mandó reponer a los huérfanos en sus derechos sino que los tomó bajo su protección y casó a Sara con Isa; árabe de noble estirpe, Los nuevos esposos vinieron a establecerse en "España, después que el severo Abuljatar hubo puesto orden en las cosas del gobierno; y cuando Abderraman I fundó en Córdoba el trono de los Omeyas, en 756 se complacía en recordar el tiempo en que frecuentaba el trato de Sara en al palacio de su abuelo Hixem. Viuda recientemente, pretendíanla hasta tres personajes de la corte, entre ellos fue preferido Omair, por mediación del Sultán.

Del primer matrimonio tuvo Sara dos hijos, en cuya descendencia se perpetuó el apellido de Abenalcotía, que quiere decir «El hijo de la Goda»; y de sus segundas nupcias otro hijo fue tronco de familia ilustre. De sus hermanos, el mayor, cuyo nombre se ignora, fue Arzobispo de Sevilla, y Opas, el segundo, acabó sus días en el reino asturiano.

Por singular que parezca, y contra las aserciones de autores mal informados, estas frecuentes uniones entre cristianas con mahometanos eran miradas entonces como cosa natural y corriente, aun por las infantas de Navarra que se casaban sin reparo con poderosos jefes musulmanes. No cabe dudar que por tal camino se acortaron distancias y se suavizaron asperezas entre vencedores y vencidos, llegando a una pacífica y útil convivencia. Juntos asistían unos y otros a ciertas solemnidades domésticas, como las bodas; juntos celebraban festividades comunes, como la de San Juan; juntos se recreaban en el cultivo de la poesía arábiga, y juntos servían cargos importantes en la corte y el ejército. Por añadidura, los mozárabes solían usar dos nombres, uno gótico o latino y otro arábigo, siendo varios los personajes, así seglares como eclesiásticos, de quienes no conocemos más que el segundo.

Todo concurría a favorecer una corriente de aproximación igualmente provechosa para cada uno de los pueblos que habitaban en la mitad meridional de España, cuando la política gubernamental, genuinamente árabe, de dominación utilitaria, fue arrollada por otra política popular, sañuda y sectaria. El pueblo cristiano pasó entonces por una crisis terrible en cuyo origen, desarrollo y glorioso desenlace, cupo un papel, muy principal a las mujeres mozárabes, algunas de las cuales, por su piedad, por su firmeza o por su arrojo, merecieron que sus nombres fueran al calendario y sus efigies a los altares. Mas para que este punto capital de nuestra historia se comprenda con la debida claridad, me es indispensable extender algún tanto mi explicación, con el fin de hacer ver cuál era el estado del islamismo español en su constitución interna a mediados del siglo IX.

La organización social ideada por Mahoma reposa sobre estos dos sencillos principios: igualdad absoluta entre todos los musulmanes; humillación perpetua para el resto de los hombres. Los doctores se han afanado constantemente en sostener y ampliar estos principios; pero se engañaría por completo quien tomara sus declaraciones como ley positiva observada en todos los tiempos y circunstancias, porque la Humanidad no es blanda masa de arcilla que se pueda modelar a capricho de filósofos y legisladores.

Por más que el Islam no admita clases sociales, ni siquiera la sacerdotal, y no reconozca aristocracia de sangre ni aun de santidad, la desigualdad social es un hecho que se impone, y los musulmanes no pudieron sustraerse a las leyes naturales que rigen a la sociedad humana. Entre todas las diferencias nacidas en lo interior de la comunión musulmana, importa ahora tan sólo la que nació entre creyentes nuevos y viejos, semejante a la que reinó durante cierto tiempo entre nosotros en época relativamente moderna. El prestigio de una nación victoriosa era muy bastante para atraer adeptos a su religión, activamente predicada por fervorosos misioneros entre gentes mal instruidas en su propia fe, coadyuvando a este movimiento causas de orden puramente material. La más importante era la prohibición de que ningún musulmán estuviera bajó el dominio de quien no lo fuera, por lo cual, con sólo renegar, el esclavo rompía sus cadenas y la esposa el lazo conyugal, si el amo o el marido no pertenecían al mahometismo. Otros lo abrazaron apremiados por la falta de recursos para pagar el oneroso tributo de capitación y sus atrasos, y algunos por fin, para sustraerse a un castigo impuesto por la autoridad privativa de su raza. Los orgullosos descendientes de las tribus árabes rehusaron, a pesar de todo, tratar como hermanos a aquellos advenedizos, a quienes dieron el nombre de adoptados, y los escritores modernos españoles llaman muladies. Aquellos desgraciados, apartados igualmente de sus antiguos correligionarios, que’ se llamaron protegidos, y de los nuevos, que se reservaron el título honorífico de árabes, sin poder ya volverse atrás, bajo pena de la vida, entraron en un estado de irritación permanente, hábilmente aprovechado por los Abasidas para derribar a los Omeyas en Oriente, y causa en España de hondas perturbaciones. El severo castigo impuesto por Alhaquem I a los alfaquíes de Córdoba, conjurados contra él al verse privados de su antigua intervención en los negocios públicos, sólo sirvió para exasperar su encono. Con la pertinacia y la astucia propias de su clase, aprovecharon para realizároslas planes de venganza y predominio su omnímoda influencia sobre los muladíes, reclutados en gran parte entre, lo más humilde de la plebe cristiana y aferrados a su nueva, creencias con la firmeza propia de españoles. Avivaron los odios de raza, acusaron al Sultán y a sus cortesanos de impiedad, porque bebían vino y se dedicaban a la caza, diversión tenida entonces por pecaminosa, y consiguieron que un días del año 818, las turbas del arrabal de Secunda se lanzaran armadas contra el Alcázar. El mismo Rey hubiera perecido a manos de los amotinados a no ponerlos en fuga, con gran carnicería, una estratagema de un jefe mozárabe; trescientos de ellos fueron ajusticiados en horrible fila de cruces, a lo largo del río, y los demás, condenados con sus familias a perpetuo destierro.

Con tan terrible escarmiento no se templó la fanática obstinación de la plebe musulmana y sus interesados directores, sino que en vez de tirar a lo alto contra sus hermanos en religión y adversarios de raza buscó presa menos peligrosa, bajando la puntería hacia sus hermanos de raza y adversarios en religión.

Tan imposible como la utópica igualdad entre creyentes, sonada por Mahoma, fue en la práctica la total y absoluta humillación de los cristianos. Por lo mismo que la mayoría de los apóstatas salió de las más bajas capas sociales, la comunión mozárabe poseyó un nivel material y moral, relativamente elevado, y supo hacerse simpática y aun necesaria a la clase gobernante, por su ilustración y su fidelidad a la dinastía. Así sucedió que, a despecho de las teorías de teólogos y jurisconsultos, gozaban bastante libertad en el ejercicio de su religión; pues tenían iglesias en las ciudades y monasterios fuera de ellas; se les consentía reedificar y levantar de nueva planta edificios sagrados; las campanas llamaban a los oficios divinos, se celebraron procesiones solemnes y los ministros del altar ostentaban en público el traje sacerdotal. Tal estado de cosas era insufrible para la intransigente soberbia de los alfaquíes, que deseaban suplir la esterilidad de sus predicaciones con la vara del sayón y la cimitarra del verdugo, y excitaban a la sandia multitud a protestar ruidosamente contra la lenidad del Gobierno. Los que presumían de más netos, se escandalizaban de aquella moderada tolerancia práctica; prorrumpían en violentas imprecaciones al oír los toques de campana, que les parecían ladridos del diablo; perturbaban el orden y el sosiego, de los acompañamientos mortuorios, por ver en ellos manifestaciones provocativas; lanzaban injurias, pedradas é mundicias a los inofensivos clérigos, y por fin, al principio del reinado de Abderraman II, se echaron a buscar y acusar de apostasía ante los tribunales, a los cristianos, a quienes vedaban las leyes profesar su religión.

Hijos de matrimonios mixtos eran precisamente en su mayoría esos cristianos ilegales, blanco de la intolerancia popular. Por la perpetua contradicción entre el hecho y el derecho, no siempre se observaba puntualmente la ley alcoránea, por la cual el hijo de musulmán o de musulmana era forzosamente musulmán, cualquiera que fuese la religión del otro progenitor, y era castigado como apóstata si en cualquier tiempo desertaba del islamismo. Porque allá en el interior del harem, que es como los moros llaman al hogar doméstico, las madres mozárabes procuraban educar a sus hijos, y más fácilmente a las hijas, en la religión cristiana, muchas veces sin oposición del marido, como sucedió con el padre de Santa Casilda dos siglos más tarde. Por esa tácita tolerancia se comprende que las cristianas no repugnaran tomar esposo mahometano, sin presumir que su desdichada prole podría verse algún día en la tremenda alternativa de negar a Cristo o confesarlo con el sacrificio de la vida.

Llegó ese día nefasto, al abrirse en 824 la era de los martirios, con cuya prosecución, por el largo espacio de treinta y cinco años no se logró vencer la constancia del pueblo sometido. Esmaltan la historia de ese amargo periodo los nombres de no pocas mujeres, siendo el primero el de una dama sevillana, madre y maestra de mártires, Artemia, a quien cupo el mérito de iniciar la vigorosa resistencia que acabó por anular los aviesos propósitos de los perseguidores. Viuda de un musulmán, se había retirado hacía algún tiempo a Córdoba con sus tres hijos Adulfo, Juan y Áurea para ejercitar todos con menos trabas sus prácticas religiosas, cuando unos parientes del difunto marido denunciaron ante el juez a los dos varones, esperando que el temor del castigo les haría declararse mahometanos. Pero el temple que la piadosa madre había sabido infundir en el alma de sus hijos era tal, que ruegos, argumentos y amenazas se estrellaron contra el tesón de aquellos dos jóvenes, primeras victimas de la cruenta campaña levantada contra el nombre cristiano.

Artemia, elegida superiora del famoso Monasterio de Cuteclara, en las cercanías de la capital, empleó toda su vida en adoctrinar, fortificar y preparar para el martirio a los confesores de la fe; y Áurea permaneció tranquila en la misma casa hasta que en 856, tras pasajero desfallecimiento, consiguió la corona de sus hermanos protomártires.

La pena que se imponía a los acusados de apóstatas y aun de blasfemos, si no se retractaban, era la de muerte por decapitación, arrojando el cadáver a una fosa profunda o a la corriente de un río caudaloso, después de tenerlo expuesto algunos días, colgado por los pies, de un elevado poste. La misma penalidad se aplicaba por otros delitos, y no era raro que los mártires fueran ejecutados conjuntamente con una cuerda de malhechores. Lo más singular es que, estando en uso el suplicio de la cruz, se aplicase de ordinario a los reos de alta traición, y no a los que desacataban a la religión del estado. Las ejecuciones capitales se hacían en Córdoba u orillas del Guadalquivir, frente a la puerta del Alcázar; en los campamentos frente a la tienda real, y en las provincias ante la residencia del gobernador, como en señal de acatamiento a la suprema autoridad del Sultán, a todos los términos a ella sujetos se extendió rápidamente la oleada persecutoria, que en la comarca llamada por los árabes Barbetania, correspondiente a la parte oriental de la moderna provincia de Huesca, alcanzó a las santas y hermosas niñas, apenas núbiles, Nunilo v Alodia, cuya dulce firmeza conmovió el corazón de sus mismos jueces. Hijas de matrimonio mixto, huérfanas de padre y madre en edad temprana, cayeron baja la tutela de un musulmán fervoroso que, empeñado en atraerlas a su creencia, y desesperanzado de conseguirlo por sí solo, las delató ante los tribunales. El juez local, Jalaf, las dejó ir con una simple amonestación, y Somáil, el superior que estaba en Huesca, hizo cuanto pudo, dentro de sus atribuciones, para excusar la aplicación de todos los rigores de la ley. No consiguiendo seducirlas con la perspectiva de la envidiable posición que les brindaba la alta sociedad muslímica, las entregó a ciertas devotas mujeres, con encargo de que vieran de imbuirles el islamismo teniéndolas en incomunicación, y en fin, por medio de un sacerdote renegado les indicó que si aparentaban ceder ante el tribunal, nadie las inquietaría luego por lo que creyeran e hicieran.

La noble perseverancia de las doncellas, tenida como loca obstinación por la morisma, hizo inevitable la sentencia de muerte; pero apenas ejecutada en Nunilo, todaviá detuvo Somáil el brazo del verdugo, y trató de disuadir a Alodia de su resolución; la heroica niña, sin atenderle, arregló pudorosamente sus ropas, apartó de la nuca sus cabellos y tendió sonriente el gracioso cuello, con gran admiración del numeroso concurso de moros y cristianos. Pocos años después, en 842, las sagradas reliquias de las dos mártires fueron llevadas a país cristiano y recibidas con gran veneración en el famoso monasterio de Leyre, en cuya portada subsisten, desde tiempos muy cercanos a su traslación, sus imágenes, esculpidas en piedra. Por raro capricho de la suerte, una gran caja de marfil, primorosamente labrada con figuras de cacerías e inscripciones cúficas, dedicada al hijo primogénito del terrible Almanzor, azote de la cristiandad, vino siglos adelanté a servil de urna a los descarnados huesos de las inocentes vírgenes aragonesas. La caja está hoy en Pamplona, y las reliquias en Adahuesca.

No obstante el vigor con que durante un cuarto de siglo parientes y convecinos llevaran la guerra jurídica contra los cristianos, los frutos de ella obtenidos distaron mucho de las esperanzas y propósitos de sus instigadores. En efecto, limitada su acción a los musulmanes forzosos por ministerio de la ley, en tan largo tiempo debieron materialmente haberse acabado, ya en los suplicios, ya por conversión, ya en fin porque los matrimonios mixtos, origen principal de aquel estado violento, debieron escasear con los escarmientos recibidos; y, en cambio, la masa general de los cristianos exentos de toda tacha legal, continuaba sin merma y sin prestar asidero a ninguna acción vejatoria. Entonces pensaron los más taimados el decisivo efecto que produciría la conversión de algunas personas calificadas de los cristianos puros, para arrastrar a los demás, e idearon sacarles capciosamente y en el seno de una conversación amistosa, alguna frase comprometedora, como un vituperio a Mahoma o un elogio imprudente. En el primer caso eran acusados de blasfemia y condenados a islamizar o morir; y en el segundo eran tenidos por apóstatas, si no se ratificaban en lo dicho, o en lo que como dicho se les acumulaba. Así fueron presentados al juez el presbítero Perfecto en 850, el mercader Juan en 851, el presbítero Abundio en 854, y otro presbítero, Rodrigo, y el seglar Salomón en 857.

La viva indignación levantada en la grey mozárabe pintan viles procederes condujo a un resultado diametralmente opuesto al que se perseguía, pues varios fíeles, de superior aliento, sin esperar la provocación del enemigo, salieron a su encuentro ofreciéndose voluntariamente .al sacrificio. Estos adalides de la fe empezaban generalmente por fortalecer su ánimo con adecuados ejercicios espirituales en algún monasterio próximo, presentábanse luego ante el Cadí, glorificando a Jesucristo y denostando a Mahoma, y marchaban luego al suplicio con santa alegría. El movimiento de protesta iniciado en Junio de 851, estalló con tal empuje, que en una sola semana corrieron al martirio ocho cristianos, cuyos cadáveres fueron quemados por medida de rigor excepcional; y de aquella misma exaltación, que parecía un contagio, participaron en notable proporción las mujeres.

Fue la primera Flora, hermosa joven, hermana de Baldegoto, o Baldegotona, hijas de matrimonio mixto, que padecían la insidiosa vigilancia y los malos tratos de un hermano, musulmán, y para librarse de su impertinencia y practicar el culto sin cortapisas huyeron a un pueblo de la sierra. El fanático hermano se dio a buscarlas sin éxito; pero como molestase con sus pesquisas a muchos cristianos, las jóvenes no quisieron comprometer por más tiempo a sus amigos: Baldogeto marchó a una aldea cerca de Martos, pero Flora, más animosa, se presentó al mal hermano, que, viendo inútiles sus nuevos esfuerzos para atraerla a su ley, no tuvo reparo en llevarla ante el Cadí, por ver si la reducía a confesar la misión profética de Mahoma. El castigo decretado por el juez fue tan brutalmente ejecutado, que arrancaron la cabellera de la joven, la cual, tras algún tiempo de riguroso encierro, logró evadirse y tomar refugio junto a su hermana. Más de siete años pasó en aquel retiro, hasta que la decidió a abandonarlo el giro de las cosas.

Inflamado su corazón con la noticia del nuevo género de martirios, se vino al monasterio tabanense para prepararse, y bajando ya a la ciudad con objeto de realizar su propósito, entró a orar en la iglesia de San Acisclo, al tiempo que, procedente del monasterio de Cuteclara, entraba también la joven María, animada de iguales propósitos. Era María hermana de Walabouso, uno de los primeros mártires voluntarios, y ambos hijos de un cristiano de Niebla que, casado con una musulmana (nueva ilegalidad tolerada), logró convertirla, retirándose luego con toda la familia a un lugar no distante de Córdoba, llamado entonces Froniano, para vivir con mayor tranquilidad. Las dos compañeras se abrazaron y juntas marcharon a abominar ante el juez la religión que la ley les imponía, por lo cual, tras algún tiempo de duro encarcelamiento y vista su ardiente persistencia, fueron decapitadas.

Ya por entonces se habían dividido los cristianos en dos bandos, favorable el uno y contrario el otro a los martirios volúntanos. Y al frente del primero estaba Saúl, Obispo de Córdoba, y era su alma verdadera el presbítero San Eulogio. Había nacido Eulogio en la misma capital, al empegar el siglo IX, y su madre Isabel le había procurado una brillante educación, así religiosa como literaria. Con sus estudios, con sus viajes y con su extraordinario talento, llegó al más alto grado de saber que se podía alcanzar en su tiempo y subyugaba a cuantos le oían por la unción, la elocuencia y la fogosidad de su palabra. Recafredo, Arzobispo de Sevilla, y persona de valimiento en la corte, favorecía la opinión contraria, en pro de la cual alegaban unos que era ilícito buscarse la muerte por sí propio; otros que tales sacrificios no conducían a ningún resultado útil, y varios, por fin, expresaban el temor de que con semejantes provocaciones se originaran mayores males, sacando al Gobierno de la actitud, pasiva que hasta entonces había guardado. En efecto: por más que las autoridades no se atrevieran nunca a reprimir los desmanes de los bullangueros contra los cristianos, por miedo de ser tachadas de tibieza en materia de religión, es lo cierto que no se registra caso de haberse incoado ningún proceso de oficio; que los jueces se limitaban a la aplicación estricta de la ley, a veces atenuada, cuando la acción popular lo exigía; que los cristianos seguían en sus empleos, incluso un hermano de San Eulogio, y que los cuerpos de los mártires eran recogidos sin gran obstáculo por sus correligionarios, llevados a las iglesias, en ocasión con iluminarias, y honrando su sepelio con funerales solemnes.

Si a muchos, mozárabes embargaba el recelo de que la persecución religiosa pudiera convertirse en persecución política, a Abderraman asaltaba el temor de que tal explosión de entusiasmo diera margen a una peligrosa sublevación del pueblo mozárabe, y trató de arbitrar medios de atajar aquel incendio, peligroso para su trono. Guiado por los consejos de Recafredo, hombre sin duda de poco tacto, determinó encarcelar a los defensores de los mártires voluntarios para hacerlos cesar en su propaganda; pero encontrando que con esa medida no había hecho más que convertir las prisiones en centros de predicación, mandó muy pronto soltar a los detenidos y gestionó la reunión de un concilio provincial que pudiera imponer a todos su autoridad. El ensayo fue poco feliz, pues mientras la mayoría de los Padres opinó que, siendo muy meritoria la conducta de los pasados mártires voluntarios, no debía consentirse la continuación de semejantes sacrificios, bajo severas penas canónicas, la minoría no sólo fue de parecer contrario, sino que negó la autoridad de la Asamblea y siguió excitando a los fíeles a continuar en aquel gallardo desafío a las iras anticristianas. Consecuencia inmediata de ese estado de tirantez dentro de la propia grey cristiana fue sin duda la forma especial que revistió el propio holocausto de dos insignes mujeres, a mediados del año 852, en que se había reunido el malaventurado concilio, las cuales, por no denunciarse a sí mismas, buscaron medio indirecto de ser denunciadas. Era la una Sabigoto o Sabigotona, por otro nombre Natalia, hija, no ya de matrimonio mixto, sino de matrimonio completamente musulmán; pero su madre se había casado en segundas nupcias con un cristiano que bautizó a las dos secretamente. Recibióla por esposa el acaudalado joven Aurelio, hijo de matrimonio mixto, y resueltos ambos a no fingirse mahometanos por más tiempo, colocaron a sus dos hijas en un convento, con dotes proporcionados a su calidad, repartieron el resto de sus bienes a los pobres y a las iglesias, y se prepararon para el trance que esperaban. Siguiéronles en su propósito sus amigos Félix y Lilliosa, que se hallaban en muy parecido caso, y todos acordaron que ellas entraran públicamente en una iglesia, con la cara descubierta, a estilo de las cristianas, con lo cual la denuncia no se hizo esperar ni el juicio y condenación de los cuatro.

La disidencia entre las dos fracciones del concilio hubiera acarreado días de luto a la iglesia andaluza si la muerte de Abderraman no hubiera venido, casi providencialmente, a cortar la cuestión. Porque su hijo y sucesor Mohámed, siguiendo la deplorable costumbre, común a moros y cristianos, antiguos y modernos, de hacer lo contrario del antecesor, se inclinó al partido exaltado y empezó a seguir una política abiertamente hostil a los mozárabes. Destituyó por primera providencia a todos los que desempeñaban cargos públicos, pensó por un momento obligarles a renegar, bajo pena de la vida, y mandó quemar los cuerpos de algunos mártires para que no pudieran recogerlos en ningún tiempo sus devotos. Con la mira especial de destruir el monasterio tabanense, plantel fecundo de mártires voluntarios, expidió la orden de derribar cuantos edificios religiosos se habían levantado fuera de la letra estricta do las primitivas capitulaciones, y es probable que se expidiera entonces la orden de rebajar ciertas torres que podían dominar las azoteas de la Almedina, o parte alta de la ciudad, reservada a los mahometanos.

Habían empleado todos sus bienes en fundar aquel monasterio los devotos esposos Jeremías o Isabel, que se retiraron allí para hacer vida religiosa, poniendo por Abad a Martín, hermano de ella, la cual quedó como Superiora del departamento de mujeres. Mas tantas vejaciones sólo sirvieron para dar mayor impulso al ardor de los mártires voluntarios, sin que se cegara el manantial tabanense, porque si antes de la expulsión salió de allí la joven Digna para la santa palestra, luego que las comunidades se hubieron trasladado a lo interior de la capital, siguió su ejemplo Columba, hermana de la abadesa Isabel, y muy poco después bajaba de Pinnamelaria su amiga Pomposa a participar de su suerte.

Si el nombre de una mujer de tan altas prendas como Artemia abre la narración de la era de mártires, la cierra el nombre de otra mujer, la doncella Leocricia, causante involuntaria del martirio de San Eulogio. Era Leocricia hija de padre y madre musulmanes, y había sido catequizada por una religiosa, parienta suya, llamada Liciosa. Los padres, advertidos del hecho de la conversión, no perdonaron halagos ni amenazas de vencer su firmeza; pero ella se dio maña para huir de su casa y ocultarse bajo la protección de Anulo o Anulona, hermana de San Eulogio. Aunque variaba frecuentemente de escondite, los ministros de justicia, por instigación de los padres, la hallaron precisamente cuando se encontraba con Eulogio y Anulo, por lo cual prendieron a la joven, como rebelde a la autoridad paterna y al santo como encubridor, aun cuando esto no debió ser en realidad sino pretexto para deshacerse de un apóstol tan temible. San Eulogio selló con su sangre su larga y gloriosa campaña el 11 de Marzo de 859, siguiéndole cuatro días después su protegida.

Parece que la Providencia había reservado a San Eulogio de tantos azares y peligros mientras fue necesario para fortalecer y alentar al pueblo cristiano durante la formidable lucha de que salió vencedor sin derramar otra sangre que la suya propia. Desde aquel mismo siglo hasta el nuestro ha sido muy variamente juzgada la conducta de los mártires voluntarios; pero dejando aparte discusiones teológicas que no nos pertenecen, no se puede desconocer que en las circunstancias difíciles porque atravesaba la comunión cristiana, frente a la mahometana, aquel río de sangre generosa interpuesto entre ambas partes quitó a los unos la tentación de ceder, a los otros la esperanza de triunfar, y una paz fundada en et mutuo respeto quedó restablecida con visible provecho de los nuestros.

Todo decae, todo pasa por la ley ineludible de la historia, y pasó la persecución, y decayó fa efervescencia de la plebe mahometana: las nuevas generaciones habían olvidado los agravios de las antiguas; el pueblo mozárabe se había mostrado, como tropa, formado en apretado cuadro; débiles mujeres se habían adelantado con varonil entereza al frente de la línea de batalla; y al fin de la jornada se vio que el cristianismo iba ganando la partida, pues si al principio las victimas eran todas hijas de piadosas madres cristianas, luego lo fueron de madres musulmanas, convertidas por sus esposos cristianos, y por fin de padre y madre, honda y sinceramente muslimes. No tardaron en comprender unos y otros que, destrozándose mutuamente, daban aliento a la insolencia de los árabes y a la rapacidad de los berberiscos, cada vez más insoportables, y concluyeron por aunar las energías de las dos ramas de raza española en un alzamiento formidable que por cerca de media centuria tuvo en jaque la existencia de la- monarquía cordobesa.

A contar desde el año 880, apenas había ciudad o castillo entre la costa de Málaga y la boca del Segura que obedeciese al Sultán; y entre la multitud de jefes rebeldes sobresalía por su sagacidad, su atrevimiento y su gran prestigio, el célebre Omar, hijo de Hafsún, muladí descendiente de una noble familia goda de la Serranía de Ronda, el cual estableció el centro de sus operaciones en la inexpugnable fortaleza de Bobastro, cerca de Carratraca, En aquel nido de águilas dio lustre a la historia de tan revuelto período la de una doncella,. Argéntea, hija de Omar, vuelto ya desde 898 a la religión de sus mayores con el nombre de Samuel. A la muerte de su madre, Columba, la joven rehusó hacerse cargo de la dirección de su casa y se dedicó, dentro de ella, en compañía de algunas amigas, a la vida ascética y contemplativa, hasta que rendida la plaza, último baluarte de la insurrección, en 928, al gran Abderrahman III, ella y sus compañeras se retiraron a un monasterio de Córdoba. Argéntea pasó allí ignorada tres años, al cabo de los cuales fue complicada en el proceso de San Vulfura, que había venido a la ciudad para predicar el Evangelio, y con él recibió la palma del martirio, que anhelaba. La otra de aquellas devotas jóvenes, que según las actas de este martirio también lo había recibido, debió ser una desconocida, Santa Eugenia, cuya pasión en 923 consta sólo por una inscripción sepulcral, hoy perdida.

La firmeza de los cristianos en la palestra del martirio y su denuedo en los campos de batalla enseñaron a los sultanes la necesidad de contar con ellos, sobre todo cuando se esforzaban en domeñar la incorregible indisciplina de la aristocracia árabe; y al cabo de tantas tribulaciones, los mozárabes ganaron en consideración e influencia. Ya el mismo Mohámed había vuelto a recibir a los cristianos en su palacio y en su ejército en el año 858, y la orden de demolición no se cumplió en el monasterio de Pinnamelaria, edificado de nueva planta por una familia rica y devota, de donde consta que en dicho año 858 se llevaron la cabeza de Sanit Sabígoto y otras reliquias a San Germán de los Prados de París. A Oviedo fue conducido con toda solemnidad el cuerpo de Santa Leocricia en 884, junto con el de su maestro San Eulogio. Poco después, cuando en 891 más ardía la guerra civil, en tanta parte ayudada por los mozárabes, el arcipreste Cipriano dirigía tranquilamente en Córdoba elegantes versos latinos a la condesa Guisinda o a la noble Hermilde; y Abderrahman III no se detuvo ante una infracción abierta de las leyes mahometanas, negando en redondo la libertad a cierta recién convertida, esclava de un jefe cristiano, sometido mediante pactos de capitulación que lo impedían.

La unión dé mozárabes y muladíes, que dio nacimiento y vigor a la gran sublevación de Andalucía, fue hecho constante en Toledo. En esta ciudad subsistían los hábitos de la antigua vida municipal romana, y los recuerdos de la corte visigótica; su distancia de Córdoba hacía poco eficaz la acción del gobierno; su situación geográfica le permitía recibir auxilios de los leoneses y de los vascones mahometanos de las riberas del Ebro, en sus frecuentes rebeliones. Los reyes de Córdoba se impusieron algunas veces, por fuerza de armas, otras mediante horribles traiciones, y algunas por convenios parecidos a nuestros conciertos económicos. Por esa fuerte organización interna, cuando en los primeros años del siglo XI el Califato de Occidente desapareció, por inanición propia, y cada provincia, cada ciudad y aun cada fortaleza, se encontró de hecho independiente por falta de autoridad superior, los toledanos se hallaron mejor dispuestos que nadie para gobernarse por sí solos y disputar la hegemonía de la España musulmana. La población mozárabe, mas alejada del oleaje de la inmigración extranjera, no decayó, o decayó menos que en otras partes, y en 1085, finando Alfonso VI ganó la ciudad, su comunidad cristiana se presentó al vencedor con tal consistencia, que continuó con organización propia especial, lo mismo que antes de la conquista, sin mezclarse con los castellanos y con los francos conquistadores, con fuero particular y grandes privilegios de nobleza, Así se dio el ejemplo único de que la población mozárabe existiera por largo tiempo separada del resto de los cristianos, usando la lengua árabe en sus transacciones, el arte árabe en sus monumentos y con magistrados privativos de significado árabe. Las no pocas firmas de mujeres que se leen en los documentos notariales de aquella época brillante de la comunidad mozárabe toledana, evidencian en ellas una gran actividad en los negocios de la vida civil, resultado de largos años de tranquilidad interior ganada y mantenida por el vigor excepcional de aquel pueblo singular. Las familias mozárabes figuraron entre las más influyentes de Castilla, entroncaron con casas ilustres de estos reinos, y la de Malpica se precia de contar como ascendiente a Jimena, dama mozárabe, hija del famoso capitán Alfonso Munio.

Bien distinta fue la suerte de los mozárabes de Andalucía. Poco después de la reconquista de Toledo, vinieron de África los almorávides para acabar con la disgregación del imperio musulmán de España, y aquellos mozárabes, ya perseguidos por ellos, creyeron llegado el momento de libertarse de su dominio cuando había ganado a Zaragoza D. Alfonso el Batallador, y asomaba su cabeza la rebelión almohade. La expedición que este rey efectuó en 1125 al Sur ele la Península, de acuerdo con aquéllos y con su abierto apoyo fue tan poco afortunada, que una gran masa de mozárabes se vio obligada a emigrar a Aragón, acompañando al ejército del rey, y los que quedaron fueron desterrados al África, aun cuando conservando su religión y sus obispos. Andalucía quedó casi despoblada de cristianos, pero no así las demás ciudades, donde, con más o menos trabajos continuaron sus relaciones de buena correspondencia con sus con vecinos mahometanos, y de las cuales ha quedado muestra en los versos dedicados a la joven mozárabe Zainab, por un afamado poeta muslim de Valencia, cerca de la mitad del siglo XIII, poco antes de la conquista del rey D. Jaime.

Un pueblo que supo mantener su fe contra la presión exterior del islamismo y contra el cáncer interior de las herejías, que supo conservar la antigua cultura latina y asimilarse la nueva oriental; unido en haz apretado durante largos siglos de servidumbre y tronco de ilustres ramas de la nobleza española, merecía tener un cronista a la altura de sus prendas, y lo ha encontrado en mi difunto amigo D. Francisco Javier Simonet, en quien el saber igualaba a la piedad, y cuyo libro, ya impreso, podrá disfrutar el público dentro de pocas semanas. En esa obra, verdaderamente magistral, se podrá estudiar a fondo y por extenso tan importante fase de nuestra historia; mi propósito de hoy ha sido tan solamente presentarla a vuestra vista bajo un aspecto especial, que hubiera podido despertar grande interés si la tarea hubiera caído en manos más hábiles que las mías. Porque hay en nuestra historia una gran epopeya, la epopeya de la reconquista, cuyo prestigio realzan el estruendo dé las batallas, el lauro de las victorias y la pompa de los alcázares; pero hay otra epopeya más callada y más sublimé, la epopeya de la constancia y del sufrimiento, de la resignación y de la esperanza, de las alegrías y de los dolores de todo un pueblo que aguarda con varonil entereza el ansiado momento de la redención. Símbolo de la primera sería el guerrero cubierto de malla o el magnate vestido de brocado: imagen apropiada dé la segunda sería la delicada figura de una mujer, de la mujer que templó la fiereza de los rudos conquistadores y arrostró el furor de sus hermanos extraviados.

Mi desaliñada palabra ha hecho pasar ante vosotras las más afamadas de esas mujeres, desde la viuda de Rodrigo hasta la hija de Alfonso Munio; pero el cuadro resultaría incompleto si me olvidara de las que, sin haber dejado ni la huella fugaz de su nombre, emplearon su laboriosa obscuridad en formar el alma de sus hijos o el corazón de sus amantes, en alentar la fortaleza de sus esposos o el ardimiento de sus hermanos. La incertidumbre de sus creencias indujo a la gentilidad a levantar altares al dios desconocido, y yo me dirijo a vosotras, que practicáis por hábito la piedad y la virtud; a vosotras, que estáis dispuestas a recibir con resignación las tristezas y con moderación las alegrías, y os pido un sentido recuerdo para aquellas mujeres innominadas que con más lágrimas que regocijo encaminaron, a tantas generaciones por la senda del honor y la virtud.

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