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Extinción de la orden de los caballeros templarios

 

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HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS –Joaquín Bastús


Índice

 

Concilios contra los templarios 

HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS

    ► Destino de los bienes de los templarios

EXTINCIÓN SOLEMNE Y UNIVERSAL DE LA ORDEN

Historia de los caballeros templarios - Extinción o final de la orden de los templariosReferidos ya con toda exactitud y el laconismo posible los procedimientos que sucesivamente se siguieron en la mayor parte de los pueblos de la cristiandad en las causas que se formaron a los templarios, retrogradaremos al concilio de Viena, en el cual el Papa extinguió enteramente la Orden.

La santidad de Clemente V congregó un concilio, el XV general o ecuménico, para el día 1 de octubre del año de 1310, expidiendo para ello unas letras de convocatoria en Poitiers, a 10 de agosto del año de 1308, en el tercero de su pontificado, las cuales empiezan Regnans in coelis, etc. La reunión de dicho concilio que había de tenerse en Viena, ciudad libre entre Francia y Suiza, se prorrogó hasta otro día 1 de octubre del año siguiente de 1311, y fueron invitados a asistir a él personalmente, permitiéndoselo la situación de cada uno, entre otros los reyes don Jaime II de Aragón, don Fernando IV de Castilla y de León, don Jaime rey de Mallorca, don Dionisio de Portugal, Eduardo II de Inglaterra, don Luis Hutin rey de Navarra, hijo que era de Felipe el Hermoso de Francia, y este mismo monarca. No obstante esta invitación, solo se presentaron al concilio los reyes Felipe el Hermoso IV de Francia y su hijo, Eduardo II de Inglaterra, y Jaime II de Aragón. A más asistieron también, como dice el P. Flores, los patriarcas de Alejandría y Antioquia, trescientos obispos y un crecido número de prelados inferiores y oradores de príncipes. De la Península asistieron los arzobispos de Toledo, Tarragona, Sevilla, Zaragoza, Valencia, Santiago y Lisboa; y los obispos de Cartagena, Palencia, Burgos, Gerona, Salamanca, León, Braga, Oporto, Coimbra y Tuy, junto con los maestres de la orden de caballería de Santiago y el comendador de la orden de Calatrava de la diócesis de Toledo, según resulta de los Fragmentos de las actas de dicho concilio de Viena. Reunido éste, se tuvo la primera sesión el día 16 de octubre de 1311, sábado antes de la fiesta de S. Lucas, como dice el obispo Bernardo Guido en la cuarta vida que escribió de Clemente V; y reunidos todos los padres del concilio, el Papa, que se hallaba presente y le presidía, propuso las tres principales causas de su convocación, a saber: la de los templarios, el socorro de la Tierra Santa, y la reforma de las costumbres y disciplina eclesiástica; sin haberse tratado la menor cosa de la causa de Bonifacio VIII, como equivocadamente dijeron algunos autores.

Después de la primera sesión, se tuvieron varias conferencias entre el Papa y los padres del concilio acerca la extinción de la orden de los templarios, y todos en general, a excepción de tres obispos franceses y otro de otra nación, convinieron en que antes de proceder según derecho contra ellos, se les había de dar tiempo para que se defendiesen y fuesen oídos en justicia. Continuáronse las conferencias por tres o cuatro meses seguidos, examinándose los autos de los concilios provinciales que se habían remitido a Viena; pero sin adelantarse nada contra los templarios, pues los padres del concilio convenían en que por grandes y justas que fuesen las causas para la extinción, sería proceder contra el derecho divino y natural condenar a toda la Orden sin oír a sus individuos. En medio de esta incertitud, se presentó Felipe el Hermoso, rey de Francia, principal acusador de los templarios, y a pocos días de su llegada, es decir el 22 de marzo de 1312, miércoles de la semana Santa, se celebró un consistorio secreto, en el cual S. S., en presencia de muchos cardenales y prelados, anuló del todo la Orden, por vía de providencia y no de condenación, reservando a su disposición y al de la iglesia las personas y bienes de la misma Orden, como refiere el mismo Guido, y resulta de la bula de extinción. En ésta, que comienza Vox in exelso audita. est, lamentationis fletus et luctus, principia Su Santidad, ponderando con expresiones tomadas de los profetas, el horror y la amargura con que ha visto la profanación más horrenda en una casa del Señor, que ha de acarrear su abandono y ruina total, y prosigue luego:

«Desde nuestra promoción al pontificado, se nos informó secretamente que el gran Maestre y los religiosos de la orden militar del Templo de Jerusalén, y la misma orden que por su celo en defender la fe católica y la Tierra Santa había merecido singulares privilegios y honores de la Sede romana, habían caído en una apostasía detestable contra Jesucristo nuestro señor, en las abominaciones de los idólatras y de los sodomitas, y en otros varios errores. No debían creerse fácilmente tan horrendos crímenes de una Orden aprobada por la Silla apostólica, cuyos individuos solían ser los primeros en exponerse a los mayores peligros y derramar la sangre por la fe; pero el rey de Francia había tomado muchas informaciones sobre estos excesos y los envió a la Sede apostólica, en lo que dice Clemente V no procedía el rey de Francia por avaricia, pues no deseaba apoderarse de los bienes de los templarios de su reino. Mientras tanto que se iban corroborando tan infames voces contra la Orden, continúa el Papa, uno de sus caballeros, de distinguida nobleza y muy acreditado entre sus hermanos, se nos presentó secretamente y con juramento depuso: que él mismo al tiempo de ser admitido en la Orden, a solicitud del que le admitía y en presencia de varios caballeros, negó a Jesucristo, y escupió a la cruz en señal de desprecio, que lo mismo vio practicar a instancia del actual gran Maestre a otro caballero al tiempo de ser admitido en presencia de doscientos o mas individuos de la Orden, y que varias veces había oído que en el ingreso eran comunes estos excesos y otros que el pudor no deja referir. Y desde entonces, añade S. S., los deberes de nuestro ministerio nos obligaron a atender a los clamores contra la Orden de los templarios«.

Las acusaciones y cargos que se les hacían por el rey de Francia, por muchísimos nobles y clérigos de aquel reino, y por la voz y fama pública, parecían probados por un gran número de confesiones y declaraciones del mismo gran Maestre, del visitador de Francia y de otros muchos caballeros, recibidas por el inquisidor general de aquel reino y otros varios prelados.

«Pero a pesar de esto, prosigue el Santo Padre, dispuse que compareciesen en mi presencia muchos de los maestres, presbíteros, caballeros y otros religiosos de dicha Orden de singular reputación. Entonces se les manifestó que estaban en lugar seguro, y que nada habían de temer; y haciéndoles prestar el más solemne juramento de que dirían la verdad, fueron examinados hasta setenta y dos en presencia de muchos cardenales».

Al mismo tiempo deseaba el Papa examinar por sí mismo, como hemos dicho ya, al gran Maestre, al visitador y a los principales preceptores de Francia, lo que no pudo verificar por hallarse algunos de ellos indispuestos, y querer Su Santidad excusarles las incomodidades del viaje; pero comisionó, según dijimos, a tres cardenales para que pasasen a interrogarles sobre los delitos atribuidos a la Orden, con facultad de absorberlos en el caso que resultasen culpables y solicitasen la absolución.

«Los cardenales, prosigue Clemente, exigieron de los templarios juramento solemne de que dirían la verdad. Todos confesaron, en presencia de cuatro escribanos y otras personas respetables, que era común la práctica de negar a Cristo y despreciar la cruz al entrar en la Orden, hablando también algunos de horrendas deshonestidades; todos ratificaron las confesiones que habían hecho delante del inquisidor de Francia, abjuraron la herejía con muchas lagrimas, y recibieron arrodillados la absolución. Pero considerando, continua el Papa, que tan detestables crímenes no debían quedar impunes, dimos comisión a los ordinarios y a otras personas para que recibiesen informaciones sobre los delitos de los particulares y sobre lo que resultase contra la Orden, en cuya consecuencia se nos remitieron muchos documentos. En este estado, habiéndose dado principio al concilio de Viena, se nombró una numerosa diputación en que había algunos patriarcas, arzobispos, obispos, abades y otros prelados y procuradores de iglesias de todas lenguas y naciones de la cristiandad para tratar con Nos de tan grave asunto. Tuviéronse varias juntas, viéronse todos los documentos, y, en atención a que varios templarios se ofrecieron a defender la Orden, propusimos que se votase en secreto si debía oírseles, o sin esto podía pasarse adelante. La mayor parte de los cardenales y casi todo el concilio, esto es, casi todos los vocales de la diputación, votaron que, en fuerza de los procesos hechos hasta ahora, no puede la Orden ser condenada por los crímenes de que se les acusa sin grave ofensa de Dios y de la justicia. Algunos opinaron que debía procederse a la sentencia sin dar oídos a los que querían defender la Orden, alegando los graves perjuicios que de esto se seguirían. Pero entre las dos opiniones, continua S. S., hemos creído, después de una muy detenida y madura reflexión, no atendiendo sino a Dios y al bien de la Tierra Santa, que debíamos proceder por vía de provisión y gubernativamente, evitando por este rumbo todo escándalo y peligro, y proveyendo a la seguridad de los bienes destinados al auxilio de la Tierra Santa. Considerando pues que las sospechas, el mal nombre, o las notas de infamia en que ha caído la Orden con las confesiones de sus principales miembros y de otros muchos, la han desacreditado y la hacen odiosa, de modo que ya ninguna persona de probidad y de honor quisiera entrar en ella; que ese descrédito o infamia adquiere mucha fuerza por el modo clandestino con que suelen recibirse los hermanos y por el juramento que muchas veces se exige de no descubrir las ceremonias y las condiciones con que se entra en la Orden, y que el escándalo que de ahí ha nacido y el peligro de la salvación de muchas almas no parece que pueden evitarse subsistiendo la Orden; considerando también los abominables excesos de muchos de sus individuos y otras causas muy graves que justamente pueden y deben mover nuestro ánimo; viendo que la mayor parte de los cardenales y de los diputados del concilio, o más de las cuatro y cinco partes de ellos, tienen por cierto que para la gloria de Dios, conservación de la fe y bien de la Tierra Santa será más oportuno y más decoroso que la Sede apostólica suprima la Orden por vía de ordenación y provisión, que no siguiendo los trámites y dilaciones de un juicio formal; considerando, en fin, que varias veces la iglesia romana hizo cesar otras órdenes religiosas sin culpa de los hermanos por causas incomparablemente menores; no sin amargura y dolor de nuestro corazón, ni por definitiva sentencia, sino por provisión y ordenación apostólica, suprimimos con aprobación del sagrado concilio, y prohibimos para siempre la mencionada Orden del Temple y su estado, hábito y nombre; mandado que nadie se atreva adelante a entrar en ella, ni a llevar su hábito, ni a portarse como templario, todo bajo pena de excomunión que se incurrirá por el mismo hecho.

Tanto las personas como los bienes de la Orden quedan a la disposición y ordenación de nuestra Sede apostólica, sobre lo cual proveeremos con el auxilio de la Divina gracia antes de concluirse el presente concilio, para gloria de Dios, exaltación de la fe católica y prosperidad de la Tierra Santa. Y prohibimos, con el mayor rigor, que nadie de cualquier estado y condición que sea se meta con las personas y bienes expresados; ni se haga novedad alguna en este particular, desde ahora nulo cuanto sobre ello se atentare. Bien que no derogamos con esto los procesos que se hayan hecho o se hagan por los concilios provinciales y por los obispos diocesanos acerca de los individuos de la Orden, según de antemano dispusimos, etc.»

Y concluye la Bula con las cláusulas regulares Nulli ergo etc. Siquis autem etc. con esta fecha: Datum Viencae XI Kalendas aprilis pontificatus nostri anno septimo» que corresponde al día 22 de marzo del año 1312 de la era vulgar.

En cumplimiento de lo que ofreció S. S. en la bula de extinción de los templarios que acabamos de extractar, publicó otras dos, una que trata de las personas o individuos que fueron de la Orden, y la otra de los cuantiosos bienes que poseía. En la primera, que empieza Considerantes dudum, después de haber resumido el Papa los motivos que le habían obligado antes a suprimir la orden de los templarios, añade

«y queriendo ahora proveer lo conveniente a las personas o individuos que fueron de la Orden, los dejamos a la disposición de los concilios provinciales, conforme antes habíamos dispuesto, a excepción del gran Maestre de la Orden, del visitador de Francia, de los grandes preceptores de la Tierra Santa, Normandía, Aquitania, provincia de Poitiers y Provenza, a los cuales tenemos de antemano reservados a nuestro juicio y también a Fr. Oliverio de Pena, cuyo examen igualmente nos reservamos ahora. Y queremos que los concilios procedan según exija la condición de cada uno. A los que han sido o en adelante sean absueltos por sentencia de los crímenes de que son acusados, es menester suministrarles cuanto necesiten para mantenerse con decencia, según su condición y estado; con los reos confesos procedan los concilios, según les dicte su prudencia, templando el rigor de la justicia con mucha misericordia, pero si hubiese algunos impenitentes o relapsos, es menester proceder contra ellos con el rigor de las penas canónicas.

A todos los que hasta ahora no han sufrido examen ni juicio, y tal vez están dispersos o fugitivos, los citamos con aprobación del concilio, y mandamos que dentro de un año se presenten a sus respectivos ordinarios para ser examinados y juzgados, según requiere la justicia, bien que siempre con gran misericordia. Por punto general es indispensable que a todos los que han sido de la Orden, cuando vengan a la obediencia de la iglesia, y mientras que permanezcan en ella, se les suministre, por disposición de los concilios, y de los bienes que fueron de la misma Orden, todo lo necesario para su decente manutención, dejándoles habitar en sus mismas casas o castillos o en otros monasterios, con la sola prevención de que no se reúnan muchos bajo de un mismo cubierto. A los fugitivos que no se presenten a los ordinarios dentro de un año, se les impone la pena de excomunión, y si tardan otro año en presentarse, se les declara sospechosos de herejía, y se manda que sean castigados como herejes».

Últimamente, para que los dispersos o fugitivos no pudiesen alegar ignorancia de este edicto, se publicó en el concilio de Viena, y se mandó fijar en las puertas de la catedral de la misma ciudad, encargando a los ordinarios que procurasen hacer lo mismo y con la mayor prontitud en las principales iglesias de sus diócesis. La data de esta bula es de 6 de mayo o pridie nonas 1312.

 

Concilios contra los templarios 

HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS

    ► Destino de los bienes de los templarios

 

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