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ARISTOTELES – Críticas y comentarios de Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ARISTÓTELES

Aristóteles - Comentarios de Voltaire

 


    No debe creerse que el preceptor de Alejandro, que escogió Filipo, fuera un pedante y un espíritu equivocado. Indudablemente Filipo era un buen juez, poseía instrucción poco común y rivalizaba en elocuencia con Demóstenes.

 

 

ARISTÓTELES I – De su lógica

La lógica de Aristóteles, su arte de raciocinar, es tanto más apreciable cuanto que tenía que luchar con los griegos, que se ejercitaban continuamente en esgrimir argumentos capciosos, de cuyo defecto no estuvo libre su maestro Platón.

Véase, por ejemplo, el argumento que emplea Platón para probar la inmortalidad del alma: «¿La muerte no es lo contrario de la vida? Sí. ¿No nacen la una de la otra? Sí. ¿Qué nace, pues, de lo vivo? Lo muerto. ¿Y qué nace de lo muerto? Lo vivo. De los muertos, pues, nacen todas las cosas vivas; por consecuencia, las almas existen en los infiernos después de la muerte.»

Sería preciso tener reglas seguras para desenredar ese espantoso galimatías, con el que la reputación de Platón fascinaba los espíritus. Sería necesario demostrar que Platón daba sentido ambiguo a todas esas palabras. El muerto no nace del vivo; pero el hombre vivo cesa de tener vida. El vivo no nace del muerto, sino que ha nacido de un hombre que tuvo vida y que murió después; por consecuencia, la conclusión de Platón de que todas las cosas vivas nacen de los muertos es ridícula. De esa conclusión saca otra que no se contiene en las premisas, y es la siguiente: «Luego las almas están en los infiernos después de la muerte.» Para deducir esto es necesario haber probado antes que los cuerpos muertos están en los infiernos y que el alma acompaña a los cuerpos muertos. En el argumento de Platón no se encuentra una sola palabra que sea exacta. Era preciso haber dicho: «Lo que pienso no tiene partes; lo que no tiene partes es indestructible; luego lo que piensa en nosotros, no teniendo partes, es indestructible.» O lo que es lo mismo: «El cuerpo muere, porque es divisible; el alma es indivisible; luego ella no muere.» Si Platón hubiera hablado de ese modo, le hubiéramos comprendido.

De este modo razonaba Platón y de esta índole eran los argumentos capciosos de los griegos. Un maestro enseña retórica a su discípulo con la condición de que le pagará en cuanto gane la primera causa que defienda. El discípulo piensa no pagarle nunca, forma proceso a su maestro y le dice: «Nunca os deberé nada, porque si pierdo la primera causa que defienda, sólo debo pagaros si la gano; y si la gano, mi demanda la intentaré para no pagaros.» El maestro, retorciendo el argumento, dice: «Si perdéis, pagad; si ganáis, pagad; porque nuestro trato consiste en que me pagaréis después de haber ganado la primera causa.»

Es evidente que esa argumentación está fundada en un equívoco. Aristóteles enseña a evitarlo poniendo en el argumento los términos necesarios. Sólo se debe pagar el día del vencimiento del plazo; el plazo aquí es ganar una causa; la causa no se ha ganado todavía; luego no ha llegado aún el vencimiento; luego el discípulo no debe nada aún.

Pero «aún» no significa nunca; luego el discípulo quería entablar un proceso ridículo. El maestro no tenía derecho a exigir nada, por no haber llegado el plazo del vencimiento, y tenía que esperar que el discípulo defendiese otro proceso.

Si un pueblo vencedor estipulara con el pueblo vencido que sólo le devolvería la mitad de sus buques, y los partiera todos por la mitad y le restituyera la mitad justa, creyendo cumplir de este modo el tratado, hubiera usado con el pueblo vencido un equívoco criminal.

Aristóteles, sentando las reglas de su lógica, prestó un gran servicio al espíritu humano, enseñándole a evitar los equívocos, que son los que producen las equivocaciones en filosofía, en teología y en los negocios. La desgraciada guerra de 1756 tuvo por pretexto un equívoco sobre la Acadia.

Verdad es que el buen sentido natural y la costumbre de raciocinar sobrepujan a las reglas de Aristóteles. El hombre que está dotado de buen oído y de buena voz puede cantar bien sin saber las reglas de la música; pero siempre es preferible saberlas.

ARISTÓTELES II – De su física

Hoy no la entendemos, pero es más que probable que Aristóteles la entendiera y que en su época le entendieran también. El griego es una lengua extraña para nosotros, y no se aplican hoy las mismas palabras a las mismas ideas. Por ejemplo: cuando dice en el capítulo VII que los principios de los cuerpos son la «materia», la «privación» y la «forma», parece que diga un disparate, pera no lo dice. La materia, en su opinión, es el primer principio de todo, el objeto de todo y es indiferente a todo. Le es esencial la forma para convertirse en algo. La privación es la que distingue un ser de todas las demás cosas que no son él. A la materia le es indiferente convertirse en rosa o en peral; pera cuando se convierte en peral o en rosa, se queda privada de todo lo que pudiera convertirla en plata o en plomo. Esa verdad casi no vale la pena de enunciarse; pero en fin, en Aristóteles todo es inteligible y nada es impertinente.

«El acto de lo que está en potencia» parece una frase ridícula, y sin embargo, no lo es. La materia puede distinguirse en todo lo que se quiera: en fuego, en tierra, en agua, en vapor, en metal, en mineral, en animal, en árbol o en flor; eso es lo que significa la expresión «acto de potencia». Por lo tanto, no era ridículo entre los griegos decir que el movimiento era un acto de potencia, porque la materia puede estar inmóvil, y es probable que por eso creyera Aristóteles que el movimiento no es esencial a la materia.

Aristóteles debió necesariamente conocer mal la física en detalle, que es lo que les sucedió a todos los filósofos, hasta que llegó la época en que Galileo, Torricelli, Guericke, Drebelio, Boyle y otros empezaron a hacer experimentos. La física es una mina a la que sólo se puede descender con la ayuda de las máquinas que los antiguos no conocieron. Permanecieron inclinados al borde del abismo, haciendo cálculos sobre lo que podría encerrar en su fondo, pero no consiguieron verle.

ARISTÓTELES III – Tratado de Aristóteles sobre los animales

Ese tratado forma una verdadera antítesis con el anterior, y es el mejor libro que nos queda de la antigüedad, porque Aristóteles, para escribirlo, sólo se sirvió de sus propios ojos. Alejandro le proporcionó todos los animales raros de Europa, de África y de Asia. Este fue uno de los frutos de sus conquistas. Para conseguir este objeto gastó sumas tan enormes, que hoy asustarían a los administradores del tesoro real; pero eso es lo que debe inmortalizar la gloria de Alejandro.

En nuestros días, un héroe, cuando tiene la desgracia de empeñarse en una guerra, apenas le es posible proteger las ciencias, tiene que pedir dinero prestado a los judíos, y luego, para satisfacer sus empréstitos, ha de dejar fluir la sustancia de sus vasallos en el cofre de las Danaides de los usureros, de donde después se escapa por las rendijas. Alejandro trajo para Aristóteles elefantes, rinocerontes, tigres, leones, cocodrilos, gacelas, águilas y avestruces. Y nosotros, cuando por casualidad nos presentan algún animal raro en alguna feria, vamos a admirarle pagando una corta cantidad, si no se muere antes de que satisfagamos la curiosidad de verle.

 

ARISTÓTELES IV – De su metafísica

Siendo para él Dios el primer motor, es el que hace mover el alma. Pero en su opinión, ¿qué es Dios y qué es el alma? El alma es una entelequia. ¿Qué quiere decir entelequia? Aristóteles la define diciendo que es un principio y un acto, una potencia nutritiva, sensible y razonable. Esto, traducido a un idioma claro, quiere decir que tenemos Ia facultad de alimentarnos, de sentir y de razonar. El cómo y el por qué son muy difíciles de comprender. Los griegos no sabían mejor lo que era una entelequia que nuestros doctores sabían lo que es el alma.

 

ARISTÓTELES v – De su moral

La moral de Aristóteles es, como las demás, muy buena, porque no existen dos morales. La de Confucio, de Zaratustra, de Pitágoras, de Aristóteles, de Epicteto y de Marco Antonio son absolutamente las mismas. Dios dotó a todos los corazones del conocimiento del bien con alguna inclinación hacia el mal.

Aristóteles dice que son precisas tres cosas para ser virtuosos: la naturaleza, la razón y el hábito. Esto es una gran verdad. Sin poseer un buen natural es dificilísimo practicar la virtud; la razón lo fortifica y el hábito hace que nos sean familiares las acciones honradas.

Enumera todas las virtudes, entre las que coloca la amistad. Distingue la amistad entre los iguales, entre los parientes, entre los huéspedes y entre los amantes. Las naciones modernas no conocemos la amistad que nace de los derechos que se adquieren por la hospitalidad. Lo que constituía el sagrado lazo de la sociedad en los tiempos antiguos, entre nosotros sólo es la cuenta de un fondista. En cuanto a la amistad entre los amantes, debemos decir que en la actualidad entra pocas veces la virtud en el amor; creemos no deber nada a la mujer a la que mil veces se lo hemos prometido todo.

Es triste que nuestros primeros doctores no hayan puesto casi nunca la amistad en la categoría de las virtudes y ni siquiera la hayan recomendado. Por el contrario, parece que traten de inspirar muchas veces la enemistad; se parecen a los tiranos en que temen a las asociaciones.

También tiene razón Aristóteles al colocar todas las virtudes entre los extremos opuestos; quizás fue el primero que les asignó ese sitio. Dice expresamente que la piedad es el término medio entre el ateísmo y la superstición.

ARISTÓTELES VI – De su retórica

Probablemente Cicerón y Quintiliano tuvieron siempre a la vista la Retórica y la Poética de Aristóteles. Cicerón, en su libro titulado El orador, dice: «Nadie tuvo su ciencia, ni su sagacidad, ni su invención, ni su criterio.» Quintiliano no sólo elogia la extensión de sus conocimientos, sino la suavidad de su elocución.

Aristóteles dice que el orador debe estar enterado de las leyes, de la hacienda, de los tratados, de las plazas de guerra, de las guarniciones, de los víveres y de las mercancías. Los oradores del Parlamento de Inglaterra, de las Dietas de Polonia y de los Estados de Suecia no considerarán inútiles estas lecciones de Aristóteles, pero quizás lo sean para otras naciones. Desea también que el orador conozca las pasiones humanas, las costumbres y las debilidades de cada clase social. No creo que se le haya escapado ni una sola delicadeza del arte. Recomienda, sobre todo, que se presenten ejemplos al ocuparse de los asuntos públicos; nada produce tan gran efecto en el espíritu humano.

Se comprende, por lo que dice sobre esta materia, que escribió su Retórica mucho tiempo antes que Alejandro fuera nombrado general de la Grecia, en oposición al gran rey. «Si alguno dice tuviera que probar a los griegos que les interesa oponerse a las empresas del rey de Persia e impedir que se convierta en dueño de Egipto, debía recordarles que Darío Ochus no quiso atacar a Grecia hasta después que se apoderó de Egipto, y haría notar que Jerjes observó la misma conducta. No consintáis, pues, que se apodere de Egipto.»

Aristóteles permite en los discursos que se pronuncian en las grandes asambleas que se valgan los oradores de parábolas y fábulas, que causan gran efecto a la muchedumbre, y refiere tres muy ingeniosas, tomadas de la más remota antigüedad, como la del caballo que imploró la ayuda del hombre para vengarse del ciervo y se convirtió en esclavo por haber querido buscar un protector.

Debe notarse que en el libro II, en el que Aristóteles trata de los argumentos insignificantes, refiere un ejemplo que demuestra la opinión que tenía Grecia, y probablemente Asia, respecto a la extensión del poder de los dioses. «Si es verdad dice que ni los mismos dioses pueden saberlo todo por sabios que sean, con más razón puede decirse esto de los hombres.» Este pasaje demuestra evidentemente que entonces no se atribuía la omnisciencia a la Divinidad. No se concebía que los dioses pudieran saber lo que no existe; y como el porvenir no existe todavía, les parecía imposible que lo conocieran. Esta es la opinión de los socinianos. Pero volvamos a ocuparnos de la Retórica de Aristóteles

Lo más sobresaliente en el capítulo que titula «De la locución y de la dicción», es el buen sentido que manifiesta criticando a los que pretenden ser poetas en prosa. Le gusta el estilo patético, pero condena el estilo hinchado y proscribe los epítetos inútiles. En efecto, Demóstenes y Cicerón, que siguieron tales preceptos, no mostraron jamás estilo poético en sus discursos. «El estilo dice Aristóteles debe estar siempre en armonía con el asunto.»

Es impertinente hablar de física poéticamente y prodigar los tropos y las figuras retóricas en los asuntos que sólo requieren método, claridad y verdad. Proceder de ese modo es querer ser un charlatán para conseguir que se apruebe el falso sistema, moviendo mucho ruido con las palabras. Este vano aparato engaña a los ignorantes, pero causa desdén a los hombres ilustrados.

En Francia, las oraciones fúnebres se han apoderado del estilo poético, introduciéndolo en su prosa; pero como ese género de oratoria está fundado en la exageración, debe permitírsele que tome prestados los adornos de la poesía.

Los novelistas se permiten algunas veces esta licencia. Creo que fue La Calprenede el primero que traspasó de este modo los límites del arte, abusando de su facilidad. Con mucho gusto perdonamos esta licencia al autor del Telémaco, que quiso imitar a Hornero, no sabiendo escribir versos, en obsequio de la sana moral que contiene ese libro, materia en la que sobrepuja infinitamente a Homero. Pero lo que le dio mayor celebridad fue sin duda la crítica del orgullo de Luis XIV y del carácter áspero de Louvois, que se creyó retratado en el Telémaco

ARISTÓTELES VII – Poética

No se encuentra en las naciones modernas un físico, un geómetra, un metafísico, ni siquiera un moralista que hable bien de la poesía. Les abruma la reputación de Homero, de Virgilio, de Sófocles, de Ariosto y del Tasso y de todos los demás que encantaron el mundo con las producciones armoniosas de su genio. Parece que no comprendan las bellezas que encierran, o que si las comprenden, desean no comprenderlas.

Es ridículo Pascal cuando dice en la primera parte de sus pensamientos: «Así como se dice «belleza poética», debía decirse también «belleza geométrica» y «belleza medicinal». Sin embargo, no se dice; y la razón consiste en que sabemos cuál es el objeto de la geometría y cuál es el objeto de la medicina; pero no sabemos en qué consiste el placer que es el objeto de la poesía. No sabemos qué es ese modelo natural que debemos imitar en ella, y no sabiéndolo, para explicarlo hemos inventado frases caprichosas como éstas: «siglo de oro», «maravillas de nuestros días», «fatal laurel», «hermoso astro», etc., etc., y a esa jerigonza se llama «belleza poética.»

Compréndese a primera vista que es falso y detestable ese fragmento de Pascal. Sabe todo el mundo que no hay nada bello en la medicina ni en las propiedades de un triángulo, y que sólo llamamos «bello» lo que causa en nuestra alma y en nuestros sentidos placer y admiración. Así raciocina Aristóteles, en contraposición a Pascal, que usa un raciocinio falso. «Fatal laurel» y «bello astro» no han sido jamás bellezas poéticas; si Pascal quiere saber lo que éstas son, lea a Malherbe, y sobre todo a Homero, a Virgilio, a Horacio, a Ovidio y a otros grandes poetas.

Nicole escribió contra el teatro, del que no tenía la menor noción; y en esta tarea le secundó Dubois, que era tan ignorante como él en bellas letras: Montesquieu, en su divertido libro titulado Cartas persas, se permite la vanidad de creer que Homero y Virgilio eran niños de teta comparados con el hombre que imitó con talento y con éxito el Siamés, de Dufreny, y que llenó el libro de cosas atrevidas, sin las que nadie le hubiera leído. «¿Qué son los poetas épicos? exclama. Yo no lo sé; desprecio a los líricos tanto como aprecio a los trágicos.» No debía despreciar, sin embargo, a Píndaro y a Horacio: Aristóteles no les despreciaba.

Descartes escribió para la reina Cristina una especie de loa en verso, que era detestable. Malebranche no daba más valor a la belleza de la frase qu’il mourut, de Corneille, que a uno de los versos malos de Jodelle o de Garnier.

Fue un gran hombre Aristóteles, porque sentó las reglas de la tragedia después de haber establecido las de la dialéctica, las de la moral y las de la política, destapando cuanto pudo el gran velo que cubría la Naturaleza.

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