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El GÉNESIS y el Paraíso, Adán y Eva – Voltaire-Diccionario Filosófico

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GÉNESIS

Jardín del Edén - Génesis - Diccionario Filosófico de Voltaire

Como los escritores sagrados están conformes con las ideas admitidas y no se separan de ellas, porque sin su condescendencia no las hubieran entendido, sólo haremos algunas observaciones respecto a la física de los tiempos remotos, porque respecto a su teología la respetamos, creemos en ella, pero no nos atreveremos nunca a discutirla.

«Al principio, Dios creó el cielo y la tierra.» De este modo se nos ha traducido el principio de la Biblia; pero esa traducción no es exacta. Los hombres instruidos saben que el texto dice: «Al principio, los dioses hicieron el cielo y la tierra.» Esta idea, por otra parte, está acorde con la creencia antigua de los fenicios, que creyeron que Dios empleó a dioses inferiores para desembrollar el caos. Los fenicios constituían ya bastante tiempo un pueblo poderoso que se gobernaba por su teogonía antes que los hebreos se apoderaran de algunos cantones de su país. Es natural suponer que cuando los hebreos consiguieron establecerse en algunos puntos de la Fenicia, empezaron a aprender la lengua de esa nación, y que entonces sus escritores adoptaron la antigua física de sus señores, porque ésta es la marcha del espíritu humano.

En la época en que se coloca a Moisés, ¿los filósofos fenicios sabían ya lo bastante para considerar que la tierra era un punto comparada con la multitud infinita de globos que Dios puso en la inmensidad del espacio que se llama cielo? La idea tan antigua como falsa de que el cielo fue creado para la tierra ha prevalecido casi siempre entre el pueblo ignorante. Esta idea equivale a decir que Dios creó las montañas y un grano de arena y que las montañas las hizo para ese grano. No es imposible que los fenicios, que eran buenos navegantes, no tuviesen algunos buenos astrónomos; pero las antiguas preocupaciones prevalecieron, y se apoyó en ellas el autor del Génesis, que escribió para enseñarnos el camino que conduce a Dios y no para enseñarnos la física.

«Y la tierra estaba desnuda y vacía, y las tinieblas estaban sobre la luz del abismo, el espíritu de Dios llevado sobre las aguas.» La tierra no estaba aún formada como lo está ahora; la materia existía, pero no la había aún organizado la Potencia Divina; el espíritu de Dios significa al pie de la letra el «soplo», el «viento» que agitaba las aguas. Esta idea está expresada en los fragmentos del autor fenicio Sanchoniaton. Creían los fenicios, como los demás pueblos, que la materia es eterna, y no hay un solo autor de la antigüedad que diga que se ha sacado algo de la nada. Tampoco se encuentra en toda la Biblia ningún pasaje que diga que de la nada se hizo la materia; no porque no sea verdad que la creación salió de la nada, sino porque esta verdad no la conocieron los judíos. Los hombres se dividieron siempre en dos partidos cuando trataron la cuestión de la eternidad del mundo, pero estuvieron unánimes en creer en la eternidad de la materia. Ésta fue la opinión de la antigüedad.

«Y dijo Dios: Sea hecha la luz. Y fue hecha la luz. Y vio Dios la luz que era buena. Y separó la luz de las tinieblas. Y llamó a la luz día, y a las tinieblas noche; y fueron la tarde y la mañana un día. Dijo también Dios: Sea hecho el firmamento en medio de las aguas. Y dividió aguas de aguas. Hizo Dios el firmamento, y dividió las aguas que estaban bajo del firmamento de aquellas que estaban sobre el firmamento. Y Dios llamó al firmamento cielo; y fue la tarde y la mañana del segundo día. Y Dios vio que era bueno.»

Empecemos por examinar si el obispo D’Avranches, Huet-Lecrec y otros tienen razón contradiciendo a los que pretenden encontrar en los versículos anteriores rasgos de elocuencia sublime. La elocuencia no es afectada en ninguna historia escrita por los judíos. El estilo que se usa en la citada obra es el más sencillo, como en todo el resto de la Biblia. Si un orador, para dar a conocer el poder de Dios, empleara únicamente esta expresión: «Él dijo que la luz fuera, y la luz fue», esa frase sería entonces sublime, como la del pasaje del salmo Dixit, et facta sunt. Es un rasgo que, siendo único en esa parte, y colocado para producir una gran imagen, hiere la imaginación y la eleva; pero en la Biblia, la narración es más sencilla, y el autor judío sólo habla de la luz como de cualquier otro de los objetos de la creación, diciendo siempre al fin de cada versículo: «Y Dios vio que era bueno.» No cabe duda de que todo es sublime en la creación; pero la sublimidad de la luz es superior a la de la hierba de los campos; lo sublime es lo que se eleva sobre lo demás.

También era una opinión muy antigua creer que la luz no provenía del sol. La veían difundirse en los aires antes de salir y ponerse ese astro, y se figuraban que el sol sólo servía para darle mayor vigor. Por eso el autor del Génesis participa de este error popular cuando dice que fueron creados el sol y la luna cuatro días después que la luz. Era imposible que hubiera mañana y tarde antes que existiera el sol. El autor inspirado se dignó descender hasta las preocupaciones vagas y groseras de la nación. Dios no pretendió enseñar filosofía a los judíos; pudo elevar su espíritu hasta la verdad, pero prefirió descender hasta ellos. No repetiremos bastante esta solución.

La separación de la luz y las tinieblas también es el resultado de una física errónea: no parece sino que la noche y el día estuvieran mezclados como granos de diferentes especies que fácilmente se separan unos de otros. Sabemos que las tinieblas consisten en la carencia de luz, y que sólo la luz existe mientras nuestros ojos reciben esa sensación; pero entonces estaban muy lejos de conocer esas verdades.

La idea del firmamento arranca de la más remota antigüedad: creyeron que los cielos eran sólidos, porque veían en ellos siempre los mismos fenómenos. Los cielos rodaban obre nuestras cabezas, a pesar de ser de una materia fuerte dura. ¿Qué medio tenían para calcular cómo las exhalaciones de la tierra y de los mares podían suministrar agua a las nubes? No existía entonces ningún Halley que pudiera hacer ese cálculo. Se creía que había depósitos de agua en el cielo. Esos depósitos sólo podían llevarse por una inmensa bóveda, que se veía por ser transparente; era de cristal. Para que las aguas superiores desde esa bóveda cayesen a la tierra, era necesario que hubiera allí puertas o exclusas que se abriesen o que se cerrasen. Tal era la astronomía de entonces, y como escribían para los judíos, tenían que adoptar los escritores sus conocimientos groseros, copiados de otros pueblos tan groseros como ellos.

«E hizo Dios dos grandes lumbreras: la lumbrera mayor para que presidiese al día y la lumbrera menor para que presidiese la noche y las estrellas.»

Seguimos viendo la misma ignorancia de la Naturaleza. Los judíos no sabían que la luz que da la luna es una luz reflejada. El autor cree que las estrellas son puntos luminosos, como aparecen a la vista, aunque son otros tantos soles alrededor de los que ruedan otros mundos. El Espíritu Santo se empequeñeció hasta el punto de ponerse a nivel del espíritu de aquella época. Si hubiera dicho que el sol es un millón de veces más grande que la tierra y la luna cincuenta veces más pequeña, no le hubieran comprendido, porque a la vista esos dos astros parece que sean igualmente grandes.

«Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se mueve en la tierra.»

¿Qué entendían los judíos por «hagamos el hombre a nuestra imagen y semejanza»? Lo que toda la antigüedad entendía. Sólo de los cuerpos se hacen imágenes. Ninguna nación imaginó un dios que no fuera corporal, porque es imposible representarlo de otra manera. Puede decirse que Dios no es nada de lo que conocemos; pero no podemos tener ninguna idea de lo que es. Los judíos creyeron que constantemente Dios tenía cuerpo, como los otros pueblos lo creían. Los primitivos Padres de la Iglesia creyeron también que Dios era corporal hasta que adoptaron las ideas de Platón, o mejor dicho, que el cristianismo brilló con luz más pura.

«Él los creó macho y hembra.»

Si Dios o los dioses secundarios crearon al hombre macho y hembra a su imagen, esto parece dar a entender que los judíos creían que Dios y los dioses secundarios eran machos y hembras. Se ha discutido si el autor quiso decir que el hombre tuvo al principio los dos sexos, o que Dios creó el mismo día a Adán y a Eva. El sentido más natural de esa oración gramatical es que Dios formó a Adán y a Eva al mismo tiempo; pero si lo entendemos así, contradice absolutamente la creación de la mujer, que fue formada de la costilla del hombre bastante tiempo después de los siete días de la creación.

«Y descansó el séptimo día.»

Los fenicios, los caldeos y los indios dicen que Dios formó el mundo en seis tiempos, que el antiguo Zaratustra llama los seis gahambars, que tan célebres son en Persia. Es incontestable que los pueblos que acabamos de citar contaban con una teología antes que los judíos habitasen los desiertos de Oreb y de Sinaí, antes que pudiesen tener escritores, y varios sabios creen verosímil que la alegoría de los seis días sea una imitación de la alegoría de los seis tiempos. Dios pudo haber permitido que naciones relativamente civilizadas tuviesen esta idea antes que la inspirara él al pueblo judío, así como permitió que otros pueblos inventaran las artes que los judíos desconocían.

«Y salía un río del lagar del deleite para regar el paraíso, el cual desde allí se reparte en cuatro cabezas. El nombre del uno, Fisón: éste es el que cerca toda la tierra de Hevilath, en donde nace el oro, y el oro de aquella tierra es muy bueno; allí se encuentra bdelium y piedra cornalina. Y el nombre del segundo río, Gehón: éste es el que cerca toda la tierra de Etiopía. Y el nombre del tercer río, Tigris: éste corre hasta los Asirios. Y el cuarto río es el Eufrates.»

Si tomamos al pie de la letra esta versión, el paraíso terrestre debía abarcar casi la tercera parte de Asia y de África. El Eufrates y el Tigris nacen a más de sesenta leguas uno de otro y entre montañas horribles, que están muy lejos de ser un jardín. El río que cerca la Etiopía, y que no puede ser mas que el Nilo, nace a más de mil leguas de los manantiales del Tigris y del Eufrates; y si el Fisón es el Fase, debe sorprendernos que el autor haya puesto en el mismo sitio el nacimiento de un río de Escitia y el de un río de África; es preciso, pues, dar a los anteriores versículos otra explicación y buscar otros ríos. Cada comentarista coloca en sitio distinto el Paraíso terrenal (1).

Dícese que el jardín del Edén es una copia de los jardines del Edén en Saana, que pertenece a la Arabia Feliz, famosa en la antigüedad; que los hebreos, que constituían un pueblo relativamente reciente, pudieron ser muy bien hordas árabes, y envanecerse de la fertilidad y de la hermosura que tenían en el mejor cantón de la Arabia; que siempre siguieron las antiguas tradiciones de las naciones que gozaban de más adelantos en medio de las que estaban como enclavados. No por eso dejaron de ser dirigidos por el Señor.

«Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y púsole en el paraíso del deleite para que lo guardase y lo labrase.»

Me parece muy bien que «cultivara su jardín», pero es muy difícil que Adán pudiera cultivar un jardín de mil leguas de extensión; indudablemente tendría ayudas. Para comprender este versículo tienen otra vez los comentaristas que ejercitar su talento de adivinación.

«No comerás del fruto de la ciencia del bien y del mal»

Es difícil poder concebir que haya existido un árbol que enseñara el bien y el mal, como existen y han existido manzanos y albaricoqueros. Además, no se comprende por qué Dios no ha de querer que el hombre conozca el bien y el mal, y hasta me atreveré a decir que dárselo a conocer me parecería más digno de Dios y mucho más necesario para el nombre. Mi pobre razón me dicta que Dios debía haber mandado que comiéramos mucha fruta de ese árbol; pero someto mi débil razón a sus designios, porque es preciso obedecer los preceptos de Dios.

«En cuanto comas del fruto de ese árbol, morirás.»

Sin embargo, Adán comió y no murió; al contrario, dicen que vivió todavía novecientos treinta años. Varios Santos Padres consideran todo esto como una alegoría. Efectivamente, podemos decir que los demás animales no saben que han de morir, pero que al hombre se lo enseña la razón; y su razón es el árbol de la ciencia, que le hace prever su fin. Esto parece la explicación más razonable.

«Dijo también el Señor Dios: No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle ayuda semejante a él.»

Al leer ese versículo esperamos que el Señor le dé una mujer; pero antes le proporciona todos los animales. Quizás esto dimane de alguna transposición del copista.

«Y el nombre que Adán dio a cada uno de los animales fue su verdadero nombre.»

Lo que debía entenderse por verdadero nombre de un animal debía ser el que especificara todas las propiedades de su especie, al menos las principales; pero no sucede esto en ninguna lengua. Además, si Adán conocía las propiedades de los animales, es porque había comido el fruto de la ciencia, y en este caso Dios no tenia necesidad de prohibírselo, porque sabía ya más que la Sociedad Real de Londres y la Academia de las Ciencias.

Notad que en ese versículo nombra por primera vez a Adán el Génesis. El primer hombre, en el pueblo de los antiguos bramanes, que es muy anterior a los judíos, se llamaba Adimo, esto es, hijo de la tierra, y su mujer se llamaba Procriti, esto es, vida: así lo dice el Veidam, en la segunda formación del mundo. Adán y Eva significaban lo mismo en el idioma fenicio, y esto es otra prueba de que el Espíritu Santo se conformaba con las ideas admitidas.

«El Señor Dios hizo caer a Adán en profundo sueño, y habiéndose dormido, tomó una de sus costillas e hinchó carne en su lugar. Y formó el Señor Dios la costilla que había tomado de Adán en mujer; y llevóla a Adán.»

El Señor, en un capítulo antes, había creado ya el macho y la hembra. ¿Por qué, pues, quitar una costilla del hombre para formar una mujer que existía ya? Contestan a esto que el autor enuncia en una parte lo que explica en otra, y además, que por medio de esta alegoría somete la mujer al marido y expresa su íntima unión. Algunas gentes han creído, apoyándose en ese versículo, que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres; pero esta suposición es una herejía, y la anatomía nos prueba que la mujer no tiene más costillas que el marido.

«Pero la serpiente era más astuta que todos los animales de la tierra que había hecho el Señor Dios. La cual dijo a la mujer: ¿Por qué os mandó Dios que no comieseis de todo árbol del paraíso?»

En todo el capítulo III del Génesis no se menciona al diablo. Todas las naciones orientales consideraban a la serpiente como el más astuto de todos los animales, y creían que era inmortal. Los caldeos imaginaron una fábula, en la que tuvieron una cuestión Dios y la serpiente, y esta fábula la conservó Ferecides. Orígenes la cita en su libro VI, escrito contra Celso. Llevaban unas serpientes en las fiestas de Baco. Los egipcios creían que la serpiente era una especie de divinidad; así lo refiere Eusebio. En la Arabia, en las Indias y en la China, la serpiente simbolizaba la vida: de esto provino que los emperadores de la China anteriores a Moisés llevaran siempre sobre el pecho la imagen de una serpiente. Eva no se sorprende de que la serpiente le hable. Los animales hablaban en todas las historias antiguas.

Esa aventura aparece puramente física y tan despojada de toda clase de alegorías, que nos explica por qué la serpiente se arrastra desde entonces, por qué queremos aplastarla siempre y por qué ella trata de mordernos; lo mismo que se explicaba en las antiguas metamorfosis por qué el cuervo, que fue blanco antiguamente, es negro hoy; por qué el búho sólo de noche sale de su agujero, etc., etc.; pero los Santos Padres creen que es una alegoría tan manifiesta como respetable y lo más acertado será creerles.

«Multiplicaré tus dolores y tus preñeces: con dolor parirás los hijos, y estarás bajo la potestad de tu marido, y él tendrá dominio sobre ti.»

No se sabe por qué dice que la multiplicación de las preñeces es un castigo, cuando los judíos lo consideraban como una bendición. Los dolores del parto sólo son insufribles para las mujeres delicadas; las que están acostumbradas al trabajo paren con mucha facilidad, sobre todo en los climas cálidos. A veces las bestias sufren mucho en el parto, y algunas mueren de él. En cuanto a la superioridad del hombre sobre la mujer, es un efecto enteramente natural, que tiene por causa la mayor fortaleza del cuerpo y de la inteligencia del marido sobre la mujer. Por regla general, los hombres poseen órganos más capaces de atención continua, y son más a propósito para los trabajos de la cabeza y de los brazos; pero cuando la mujer tiene el puño y el espíritu de su marido, ella es la que impera y el marido se le somete. Todo esto es verdad; pero puede ser que antes del pecado original no conociera la mujer ni la sujeción ni los dolores.

«Hizo también el Señor a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles, y vistiólos.»

Ese pasaje prueba también que los judíos creían que Dios era corporal. El rabino Eleazar dice que Dios vistió a Adán y a Eva con la piel de la misma serpiente que les tentó, y Orígenes sostiene que esa túnica de piel fue una nueva carne, un nuevo cuerpo que Dios dio al hombre. Vale más atenerse respetuosamente al texto, que interpretarlo de ese modo.

«Y el Señor dijo: He aquí, Adán, cómo se ha hecho uno de nos, sabiendo el bien y el mal.»

Parece que los judíos admitieron la existencia de muchos dioses. Algunos comentaristas, interpretando la frase «uno de nos», dicen que significa la Trinidad; pero indudablemente no se trata de la Trinidad en la Biblia. La Trinidad es un compuesto de varios dioses, es el mismo Dios triple, y los judíos no oyeron nunca hablar de un dios dividido en tres personas. Las palabras «semejante a nos» es verosímil que los judíos las aplicaran a los ángeles. Esto hizo creer a muchos doctos temerarios que ese libro no se escribió hasta después que los judíos adoptaron la creencia de esos dioses inferiores; pero ésta es una opinión anatematizada.

«Y echóle el Señor Dios del paraíso del deleite para que labrase la tierra, de la que fue tomado.»

Hay críticos que dicen que anteriormente Dios puso al primer hombre en el jardín del deleite «con la idea de que cultivase ese jardín», y si Adán era jardinero y se convirtió en labrador, no empeoró su estado, porque un buen labrador equivale a un buen jardinero. Esa solución nos parece poco seria; hubiera valido más que Dios castigara la desobediencia de Adán desterrándolo del sitio de su nacimiento. Según atrevidos comentaristas, toda esa historia está basada en la idea que tuvieron los hombres, y que conservan todavía, de que los tiempos pasados son mejores que los presentes. Siempre nos quejamos del presente y echamos de menos el pasado. Como el trabajo abruma a los hombres, se hacen la ilusión de que la dicha estriba en la ociosidad, sin reflexionar que el peor de los estados es el del hombre que no tiene nada que hacer. Con frecuencia hemos visto siempre seres desgraciados, y nos hemos forjado a menudo la idea de que existió un tiempo en el que todo el mundo era feliz, que es lo mismo que si dijéramos: «Hubo un tiempo en el que no se moría ningún árbol; en el que ningún animal estaba enfermo ni lo devoraba otro animal; en el que las arañas no cazaban moscas.» De esto provino la idea de la existencia de un siglo de oro, la de la serpiente que robó al asno la receta para gozar la vida dichosa e inmortal, que el hombre había escondido en la albarda del cuadrúpedo; la del combate de Tifón y Osiris, la de la famosa caja de Pandora y la de muchos cuentos antiquísimos. Pero debemos creer que las fábulas de todos los pueblos están tomadas de la historia hebrea, porque conservamos la historia antigua de los hebreos y desconocemos casi por completo la historia primitiva de las demás naciones.»

«Y echó fuera a Adán, y delante del paraíso puso querubines con espada que arrojaba llamas, y andaban alrededor para guardar el camino del árbol de la vida».

La palabra kerub significa «buey». Hay comentarista que dice debía hacer extraña figura un buey con sable flamígero custodiando la entrada del paraíso. Los judíos, más tarde, representaron a los ángeles bajo la forma de bueyes y de gavilanes, aunque estas representaciones las tenían prohibidas. Esos bueyes y esos gavilanes los copiaron de los egipcios, de los que tantas cosas imitaron. Los egipcios veneraban al buey como símbolo de la agricultura, y al gavilán como símbolo de los vientos; pero nunca hicieron portero a ningún buey. Eso es probablemente una alegoría, porque la palabra kerub significaba para los judíos la Naturaleza, cuyo símbolo se componía de cuerpo humano con una cabeza de hombre y otra de buey, cuyo cuerpo ostentaba alas de gavilán.

«Y puso el Señor a Caín una señal para que no le matase todo el que le hallase.»

«¡Vaya un Señor!» –exclaman los incrédulos al leer la historia de los dos hermanos–. Acepta la ofrenda de Abel y rechaza la que le ofrece Caín, que era el primogénito, sin alegar ningún motivo, y desde entonces es la causa de la enemistad de los dos hermanos. Verdaderamente es una lección de moral, tomada de las antiguas fábulas, que apenas exista el género humano, un hermano asesine a otro; pero lo que les parece contrario a todas las morales del mundo, a toda justicia y a todos los principios de sentido común, es que Dios haya condenado por toda una eternidad al género humano, haciendo morir inútilmente a su propio hijo, por haber comido una manzana, y que poco después perdone un fratricidio. ¿Qué digo perdonar? Hizo más; tomó al culpable bajo su protección; declaró que el que vengara el asesinato de Abel sería castigado siete veces, y puso a Caín un signo que le sirviese de salvaguardia. Los impíos dicen que eso es una fábula tan execrable como absurda; es el delirio de algún infeliz judío que escribió esas infamias, imitando los cuentos que los pueblos inmediatos propalaban en la Siria. Ese judío insensato atribuyó esas atrocidades a Moisés, en una época en que no había casi ningún libro. La fatalidad, que dispone de todo, hizo que llegara hasta nosotros ese desdichado libro; los bribones lo exaltaron, y los imbéciles se lo creyeron. Así hablan multitud de teístas que adoran a Dios, pero hacen la guerra al Dios de Israel; juzgan la conducta del Ser Eterno sujetándola a las reglas de nuestra moral imperfecta y de nuestra justicia errónea. Nos guardaremos bien de ser tan atrevidos, y seguiremos respetando como siempre lo que no alcanzamos a comprender.

«He aquí que yo traeré agua de diluvio sobre la tierra para destruir toda carne en la que hay espíritu de vida debajo del cielo: todas las cosas que hay en la tierra perecerán.»

En este versículo haré notar sólo que San Agustín, en su obra titulada La Ciudad de Dios, dice: «Maximum illud diluvium grœca nec latina novit historia»; esto es, que ni la historia griega ni la latina conocieron ese gran diluvio. En efecto, no se conocieron antiguamente más diluvios que el de Deucalión y el de Ogiges, en Grecia. Estos diluvios se consideran universales en las fábulas que recogió Ovidio, pero fueron totalmente desconocidos en el Asia oriental, y San Agustín no se equivoca cuando dice que la historia no habla de ellos.

Dios dijo a Noé: «Yo estableceré mi pacto con vosotros, y con vuestro linaje después de vosotros. Y con toda ánima viviente que esté con vosotros, con las aves, con los animales domésticos y campestres de la tierra que han salido del arca.»

«¡Pactar Dios con las bestias! ¡Vaya un pacto!», exclaman los incrédulos. Pero si se alía con el hombre, ¿por qué no se ha de aliar con la bestia? Los animales están dotados de sentimiento, y hay algo tan divino en el sentimiento como en el pensamiento más metafísico. Sin duda, en virtud de ese pacto, Francisco de Asís, fundador de la orden seráfica, decía a las cigarras y a las liebres: «Canta, mi querida cigarra; ramonea, mi querido lebrato.» ¿Cuáles fueron las condiciones del tratado? Las condiciones fueron que los animales se comerían los unos a los otros, que se alimentarían de nuestra carne y nosotros de la suya, y que después de comérnoslos, nosotros los hombres nos exterminaríamos los unos a los otros. Si se hizo semejante pacto, era digno de que se hubiera celebrado con el diablo. Probablemente, todo ese pasaje quiere sin duda denotar que Dios es el Señor absoluto de todo cuanto respira en la tierra.

«Pondré mi arco en las nubes, y será señal de alianza entre mí y entre la tierra.»

Notad que el autor no dice: «He puesto mi arco en las nubes»; dice «lo pondré»: esto supone evidentemente que era opinión general que el arco iris no había existido siempre. Este fenómeno lo produce necesariamente la lluvia, y el autor lo presenta como un signo sobrenatural que anuncia que la tierra ya no será inundada. Es extraño que escogiera el signo de la lluvia para anunciar que ya no llovería.

«Y descendió el Señor para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de Adán, y dijo: «He aquí: el pueblo es uno solo, y el lenguaje de todos es uno mismo; y han comenzado a hacer esto, y no desistirán de lo que han pensado hasta que lo hayan puesto por obra. Venid, pues; descendamos y confundamos allí su lengua de manera que ninguno entienda el lenguaje de su compañero.»

Observemos únicamente en este fragmento que el autor sagrado continúa conformándose siempre con las opiniones populares. Habla siempre de Dios como si fuera un hombre que quisiera enterarse de todo lo que sucede y ver por sus propios ojos lo que pasa en sus dominios, que reúne a sus consejeros para decidirse a oír la opinión de éstos.

«Y Abraham, habiendo dirigido sus gentes, que componían un total de trescientos diez y ocho, se lanzó sobre los cinco reyes, los derrotó y los persiguió hasta Hoba, que está a la izquierda de Damasco.»

Desde la ribera meridional del lago de Sodoma hasta Damasco median ochenta leguas, en las que es preciso pasar el Líbano y el Antilíbano. Al leer ese versículo sonríense otra vez triunfalmente los incrédulos; pero estando el Señor de parte de Abraham, todo le fue posible a éste.

«Y llegaron los dos ángeles a Sodoma al caer de la tarde y cuando Lot estaba sentado a las puertas de la ciudad», etc.

La historia de los dos ángeles que los sodomitas trataban de violar es quizá la más extraordinaria que la antigüedad refiere. Al leerla hay que tener presente que toda el Asia abrigaba la creencia de que existían demonios íncubos y súcubos; que además esos dos ángeles eran criaturas más perfectas que los hombres, y siendo más hermosos que éstos, debían encender más los deseos en un pueblo tan corrompido. Puede ser también que ese rasgo de la historia sólo sea una figura retórica que expresara el horrible desenfreno de Sodoma y de Gomorra. Nos atrevemos a proponer esta solución a los sabios, pero desconfiando de nosotros mismos.

¿Qué vamos a decir respecto a Lot, que propone a los sodomitas que en vez de los dos ángeles violen a sus dos hijas; respecto a la mujer de Lot, que se convierte en estatua de sal, y respecto a todo lo demás de esta historia? La antigua fábula árabe de Cinira y de Mirrha tiene algún parecido con el incesto de Lot y de sus hijas, y la aventura de Filemón y de Baucis se parece a la de los ángeles que se aparecieron a Lot y a su mujer. En cuanto a la estatua de sal, ¿no tiene algún punto de semejanza con la historia de Orfeo y de Eurídice?

Muchos sabios opinan, como el gran Newton y como el docto Le Clerc, que Samuel escribió el Pentateuco cuando los judíos llegaron a aprender a leer y a escribir, y que todas las historias que contiene son imitaciones de las fábulas de la Siria; pero basta que se encuentren en la Biblia para que las reverenciemos, sin pensar en otra cosa mas que en que inspiró el Espíritu Santo ese sagrado libro. Recordemos siempre que aquellos tiempos eran diferentes de los nuestros, y repitamos que el Antiguo Testamento es una historia verdadera, y que es fabuloso todo lo que inventó el resto del universo. Algunos de ellos sostienen que se debían suprimir en los libros canónicos todas esas cosas increíbles, que escandalizan a los débiles; pero les han contestado que eran corazones corrompidos y hombres dignos de arder en la hoguera, y que es imposible que sea honrado el que no crea que los sodomitas violaron a dos ángeles. De ese modo razonan una especie de monstruos que tratan de supeditar a los espíritus pusilánimes.

Verdad es que muchos célebres Padres de la Iglesia tuvieron la prudencia de convertir esas historias en alegorías, siguiendo el ejemplo de los judíos, y papas más prudentes todavía trataron de impedir que se tradujeran esos libros a las lenguas vulgares, por miedo de poner a los hombres al alcance de juzgar lo que se proponen que adoren.

Los sabios, demasiado envanecidos de su saber, sostienen que es imposible que Moisés haya escrito el Génesis. Una de las grandes razones en que se apoyan, es que en la historia de Abraham se dice que este patriarca pagó la caverna para enterrar a su mujer en «moneda corriente», y que el rey de Gerara dio mil piezas de plata a Sara en cuanto la rindió, después que por su hermosura fue capaz de robarla, cuando ésta había cumplido setenta y cinco años. Dicen que ellos han consultado todos los autores antiguos, que comprueban que no se conocía la moneda en aquellos tiempos; pero todo esto son sutilezas, puesto que la Iglesia cree firmemente que Moisés fue el autor del Pentateuco.

«Habiendo partido de allí Abraham a la tierra de Mediodía, habitó entre Cades y Sur, y estuvo peregrino en Gerara. Y dijo de Sara su mujer: «Mi hermana es. Envióla, pues, Abimelec, rey de Gerara, y tomóla.»

Repetimos lo que dijimos en el artículo titulado Abraham: que Sara tenía entonces noventa años; que bastante tiempo atrás la robó un rey de Egipto, y que otro rey del mismo desierto de Gerara robó después también a la mujer de Isaac, hijo de Abraham. También allí hablamos de la doméstica Agar, de la que Abraham tuvo un hijo, y del modo cómo dicho patriarca despidió a una y a otro. Sabido es la saña con que los incrédulos combaten esas historias y el desdén con que las tratan, y que consideran inferior a las Mil y una noches la historia de Abimelec enamorado de Sara, que Abraham hizo pasar por hermana suya, y la historia de otro Abimelec enamorado de Rebeca, que Isaac hizo pasar por hermana. Repetiremos que el gran defecto de esos sabios críticos consiste en querer sujetar esas historias a los principios de nuestra débil razón y en juzgar a los antiguos árabes como juzgan hoy a la corte de Francia y de Inglaterra.

«Y el alma de Sichem, hijo del rey de Hemor, fue unida con el alma de Dina, calmando su tristeza con tiernas caricias, y se dirigió a Hemor su padre, y le dijo: «Concédeme esta doncella por mujer.»

Este pasaje subleva a los sabios, que se indignan de que el hijo de un rey haga el honor a un vagabundo de casarse con la hija de éste, como efectivamente se casó, haciendo grandes regalos a Jacob el padre y a Dina la hija. El rey de Hemor se digna recibir en la ciudad que habitaba a esos ladrones errantes que se llaman patriarcas, y llevó su amabilidad hasta el extremo incomprensible de dejar que circuncidaran, no sólo a él, sino también a su hijo, a su corte y a su pueblo, aceptando la superstición de aquella horda que no poseía ni una media legua de territorio. En pago de tan asombrosa bondad, ¿qué hicieron los sagrados patriarcas? Esperar el día en el que la llaga de la circuncisión produce ordinariamente la fiebre, y como locos, recorrer toda la ciudad con el puñal en la mano Simeón y Leví, y asesinar al rey, a su hijo y a todos los habitantes. Esa anticipada Saint-Barthelemy es una novela abominable, ridícula e inverosímil. Es imposible que dos hombres puedan degollar a todo un pueblo. Pero hay en esa historia otra imposibilidad más palpable. Computando exactamente los tiempos, se prueba que Dina, la hija de Jacob, no podía tener entonces mas que tres años, y forzando mucho la cronología, hasta podrá concedérsele que tenía cinco, y esto es lo que indigna a los sabios, que exclaman: «¿Por qué el libro de la historia de un pueblo réprobo, libro que fue desconocido mucho tiempo en el mundo, libro en el que se ultraja a la razón y a las costumbres en cada página, tratan de presentárnoslo como irrefragable, como santo, como dictado por el mismo Dios? ¿No es una impiedad creer en él? ¿No sienten el furor de los antropófagos los que persiguen a los hombres sensatos y modestos que no lo creen?» A estas objeciones sólo podemos contestar que la Iglesia cree en ese libro y que debemos doblegarnos a su criterio.

«He aquí los reyes que reinaron en el país de Edom, antes que los hijos de Israel tuvieran rey.»

Éste es el famoso pasaje que ha sido una de las mayores piedras de escándalo, y que indujo al gran Newton, al sabio Samuel Clarke, al profundo filósofo Bolingbroke, al docto Le Clerc y a otros a sostener que es imposible que Moisés sea el autor del Génesis. El citado versículo fue principalmente el que decidió a Astruc a destrozar todo el Génesis y a hacer suposiciones sobre las Memorias de donde lo tomó el autor. Su trabajo es ingenioso y exacto, pero temerario. Ningún concilio se hubiera atrevido a intentarlo, pero sólo le sirvió para hacer más densas las tinieblas que quería disipar. Ése es el fruto del árbol de la ciencia que todos queremos comer. ¿Por qué fatalidad los frutos del árbol de la ignorancia son más nutritivos y más fáciles de digerir?

Pero ¿qué nos importa después de todo que ese versículo, que todo el capítulo, lo hayan escrito Moisés, Samuel, el sacrificador que fue a Samaria, Esdras u otro cualquiera? De todos modos, nuestro gobierno, nuestras leyes, nuestra moral, nuestro bienestar, ¿tienen acaso alguna relación con los de los jefes desconocidos de un infeliz país bárbaro, llámese Edom o Idumea, en el que siempre habitaron ladrones? Esos pobres árabes, que no tienen ni camisa, no se enteraron nunca de si existíamos nosotros, saquean las caravanas y comen pan de cebada, y nosotros nos atormentamos por saber si hubo reyecillos en ese cantón de la Arabia Pétrea antes que los hubiera en un cantón inmediato, situado en el Occidente del lago de Sodoma.

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(1) Unos comentaristas dicen que el río Guhion era el Oxus; otros, que el Fisón era el Ganges; algunos otros, que los cuatro ríos eran el Irabatti, el Ganges, el Indus y el Schat-al-arab, etc. Pero están acordes, generalmente, en decir que el país de Hevilath o de Havila designa a la India, que en todos los tiempos fue rica en oro y en piedras preciosas.

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