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El rito del BAUTISMO – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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BAUTISMO

(Palabra griega que significa inmersión)

Bautismo - Diccionario Filosófico de VoltaireNo vamos a ocuparnos del bautismo como teólogos. Sólo somos humildes y profanos hombres de letras, que no debemos entrar en el santuario.

Los indios, desde tiempo inmemorial, se sumergían en el Ganges, donde siguen sumergiéndose todavía. Los egipcios, que sólo se dejaban conducir por los sentidos, creyeron fácilmente que lo que lavaba el cuerpo podía también lavar el alma; y como consecuencia de esto, instalaron grandes cubas en los subterráneos de los templos de Egipto, para sumergirse en ellas los sacerdotes y los iniciados.

Como todo signo es indiferente por sí mismo, Dios se dignó consagrar esa costumbre del pueblo hebreo, y los judíos bautizaron a todos los extranjeros que se establecían en la Palestina. No se obligaba a éstos a que se circuncidaran, pero se les obligaba a cumplir los siete preceptos de los noaquidas y a no hacer sacrificios a los dioses extranjeros. Los prosélitos de justicia eran circuncidados y los bautizaban, bautizando también a las mujeres prosélitas, desnudas y en presencia de tres hombres.

Los judíos más devotos recibían el bautismo de manos de los profetas más venerados, y por eso recurrían a San Juan, que bautizaba en el río Jordán. El mismo Jesucristo, que no bautizó a nadie, se dignó permitir que Juan le bautizara. Esa costumbre, que fue durante mucho tiempo una cosa accesoria en la religión judaica, recibió nuevo valor y nueva dignidad, llegando a ser el principal rito y el sello del cristianismo. Esto no obstante, los quince primeros obispos de Jerusalén fueron judíos; los cristianos de la Palestina siguieron circuncidándose durante mucho tiempo y los cristianos de San Juan no recibieron nunca el bautismo de Jesucristo.

Otras sociedades cristianas aplicaban a los bautizados un cauterio con un hierro encendido, determinándose a verificar esa operación por las palabras que dijo San Juan Bautista, y que refiere el evangelista San Lucas: «Bautizo con agua, pero el que viene tras de mí bautizará con fuego.» Esas palabras no se han podido explicar nunca.

Hay varias opiniones respecto al bautismo de fuego que indican San Lucas y San Mateo. Quizás es la más verosímil que fuera una alusión a la antigua costumbre de los que rendían culto a la diosa de Siria, que después de sumergirse en el agua, con un hierro ardiente se imprimían caracteres en el cuerpo.

En los primeros siglos del cristianismo, ordinariamente esperaban estar en la agonía para recibir el bautismo. El ejemplo que dio el emperador Constantino es una prueba de lo que estamos diciendo. San Ambrosio no había recibido aún el bautismo cuando le nombraron obispo de Milán. Pronto quedó abolida la costumbre de esperar la muerte para bautizarse, y sustituyó a ésta la costumbre de sumergirse en el baño sagrado.

Del bautismo de los muertos

También bautizaban a los muertos. Prueba esa clase de bautismo el siguiente pasaje de San Pablo en su carta a los corintios: «Si no resucitamos, ¿qué les sucederá a los que reciben el bautismo por los muertos?» O bautizaban a los mismos muertos, o los vivos recibían el bautismo por ellos, como en tiempos posteriores se concedieron indulgencias para librar del purgatorio las almas de los amigos y de los padres.

San Epifanio y San Juan Crisóstomo nos refieren que algunas sociedades cristianas metían un hombre vivo en la cama de un muerto; le preguntaban si quería recibir el bautismo, y el vivo contestaba que sí que quería; en seguida cogían al muerto y lo sumergían en una cuba llena de agua. Esta costumbre quedó desterrada muy pronto. San Pablo la menciona y la aprovecha como argumento invencible para probar la resurrección.

Del bautismo de aspersión.—

Los griegos conservaron siempre la costumbre de bautizarse por inmersión. Los romanos, a últimos del siglo VIII, después de extender su religión por las Galias y por la Germania, al ver que la inmersión mataba a algunos niños en los países fríos, sustituyeron esa clase de bautismo por el de aspersión, y esto fue lo que les atrajo el anatema de la Iglesia griega.

Preguntaron a San Cipriano, que era obispo de Cartago, si realmente estaban bautizados aquellos a los que sólo se rociaba el cuerpo, y dicho obispo contestó en su carta 76 que «muchas iglesias no creen que los rociados sean cristianos, pero que él opina que sí que son cristianos, aunque gozan de gracia infinitamente menor que los que han sido sumergidos tres veces, según es costumbre».

Los cristianos no llegaban a ser iniciados hasta después de sumergidos. Antes sólo eran catecúmenos. Al ser iniciados, hasta necesitaban tener quien respondiera de ellos, una especie de padrinos para que la Iglesia pudiera tener garantía de la fidelidad de los nuevos cristianos y que los misterios no serían divulgados. Por eso, en los primeros siglos del cristianismo, los gentiles desconocían los misterios de los cristianos, tanto como éstos ignoraban los misterios de Isis y los de Ceres.

Cirilo de Alejandría, en el escrito que dirigió contra el emperador Juliano, se expresa así: «Me ocuparía del bautismo si no temiera que lo que diga de él llegue a oídos de los que no están iniciados.» No había entonces ningún culto que no tuviera sus misterios, sus asociaciones, sus catecúmenos, sus iniciados y sus profesos. Cada una de las sectas exigía nuevas virtudes y recomendaba a sus penitentes que hicieran nueva vida, initium novœ vitæ, y de esto provino la palabra «iniciación». La iniciación de los cristianos y de las cristianas consistía en sumergirse desnudos en un cubo lleno de agua fría para asegurar la remisión de todos los pecados. La misma diferencia había entre el bautismo cristiano y las ceremonias griegas y romanas que hay entre la verdad y la mentira. Jesucristo fue el gran sacerdote de la nueva ley.

 

Desde el siglo II comenzaron a bautizar a los niños; era natural que los cristianos desearan administrar ese lo sacramento a sus hijos, para que no se condenaran si no lo recibían, y determinaron que se les debía bautizar a los ocho días de su nacimiento, porque entre los judíos entonces estaban ya circuncidados. La Iglesia griega sigue todavía esa antigua costumbre.

Los niños que morían dentro de la primera semana de su nacimiento estaban condenados, según la opinión de los más rigurosos Padres de la Iglesia. Pero en el siglo V, Pedro Crisólogo inventó el «limbo», que era como la playa o el arrabal del infierno, sitio donde iban los niños muertos sin bautismo y donde permanecieron los patriarcas hasta que Jesucristo descendió a los infiernos. Más tarde prevaleció la opinión de que Jesucristo no descendió a los infiernos, sino al limbo.

Se puso a discusión si un cristiano nacido en los desiertos de la Arabia podía ser bautizado con arena, y se ha decidido que no. Se cuestionó también si podía bautizarse con agua de rosas, y se decidió que era indispensable el agua pura; pero que, sin embargo, podían utilizar el agua cenagosa. Como vemos, esta disciplina dependió de la prudencia de los primeros pastores que la establecieron.

Los anabaptistas y otras sectas que están fuera del gremio de la Iglesia creían que no se debía bautizar ni iniciar a nadie sin conocimiento de causa. «Obligáis a prometer —dicen— que pertenecerá a la sociedad cristiana al que no tiene conocimiento, porque un niño no puede comprometerse a nada y para eso le nombráis un padrino; pero esto es un abuso de la antigua costumbre. Esa precaución era muy conveniente cuando se estableció el bautismo, cuando hombres y mujeres desconocidos acudían a presentarse a los primeros discípulos para que los admitieran en la sociedad cristiana, y para participar de las limosnas, necesitaban presentar una garantía que respondiera de su fidelidad; pero un niño está en el caso diametralmente opuesto. Sucede con frecuencia, que un niño que los griegos bautizaron en Constantinopla, casi en seguida lo circuncidaron los turcos; y fue cristiano ocho días y musulmán a los trece años, y faltó al juramento que hizo su padrino.» Esa es una de las razones que los anabaptistas pueden alegar; pero esa razón, que es válida en Turquía, no tiene ningún valor en los países cristianos, en los que el bautismo asegura el estado de los ciudadanos, y se ha de conformar con las leyes y con los ritos de su patria.

Los griegos rebautizaban a los romanos que pasaban desde una de nuestras comuniones latinas a la comunión griega. Era costumbre en el siglo pasado que esos catecúmenos pronunciaran las siguiente palabras: «Escupo a mi padre y a mi madre porque me bautizaron mal.» Quizás esa costumbre dure todavía y se conserve mucho tiempo en las provincias.

II

El bautismo, la inmersión en el agua, la aspersión y la purificación, provienen de la más remota antigüedad. Estar limpios equivalía a estar puros en presencia de los dioses. Ningún sacerdote se atrevió nunca a acercarse a los altares con manchas en el cuerpo. La inclinación natural a aplicar al alma todo lo que se refiere al cuerpo hizo creer a los hombres primitivos que las lustraciones y las abluciones quitaban las manchas del alma, como quitan las de la ropa, y que lavando el cuerpo lavaban el alma. De esta creencia nació la costumbre de bañarse en el Ganges, cuyas aguas creían sagradas, y la de las lustraciones, que se practicaban en todos los pueblos. Las naciones orientales, que disfrutan de climas cálidos, fueron las que más religiosamente observaron esas costumbres.

Los judíos se creían obligados a bañarse después de una profanación, cuando tocaban un animal impuro o un cadáver y en otras muchas ocasiones.

Cuando los judíos recibían en su país a un extranjero que se convertía a su religión, le bautizaban después de haberle circuncidado, y cuando era mujer la convertida, la bautizaban sencillamente, esto es, la sumergían en el agua en presencia de tres testigos. Creían que esta inmersión concedía a la persona bautizada otro nacimiento y otra vida. Quedaba desde entonces siendo judía y siendo pura, y los hijos suyos que nacieron antes del bautismo no podían tener parte en la herencia de sus hermanos que nacieron después que ellos de padre y madre regenerados. De modo que entre los judíos era la misma cosa ser bautizado y renacer, y esa idea ha sido inherente al bautismo hasta nuestros días. Cuando Juan el Precursor se dedicó a bautizar en el Jordán, no hizo mas que seguir una costumbre inmemorial. Los sacerdotes de la ley no le pidieron cuentas por haberse dedicado a bautizar, como si estableciera una nueva práctica; le acusaron porque se abrogaba un derecho que exclusivamente les pertenecía, como los sacerdotes católicos romanos tendrían derecho a quejarse de que un laico se ingiriese a decir misa. Juan Bautista desempeñaba funciones legales, pero ilegalmente.

Juan quiso tener discípulos y los tuvo, llegando a ser jefe de una secta popular, que fue lo que le costó perder la cabeza. Créese que Jesús fue al principio uno de sus discípulos, puesto que le bautizó en el Jordán, sabiendo, como sabemos que envió para que le auxiliasen a partidarios suyos poco tiempo antes de su muerte.

El historiador Flavio Josefo habla de Juan y no habla de Jesús; prueba incontestable de que Juan Bautista, en la época de dicho historiador, tenía muchísima más reputación que aquél a quien bautizó. «La multitud le seguía —dice Josefo—, y parecía que estaban dispuestos los judíos  hacer todo lo que él les mandara.» Ese pasaje indica que Juan, además de ser jefe de secta, era jefe de partido. Josefo añade que llegó a inquietar a Herodes, siendo tan temible para éste, que le sentenció a muerte; Jesús sólo tuvo cuestiones con los fariseos. Por eso Josefo describe a Juan como hombre que hacía sublevar a los judíos contra el rey Herodes, a quien éste consideró como criminal de Estado, y como Jesús estaba lejos de la corte, pasó desapercibido para dicho historiador.

La secta de Juan Bautista subsistió, teniendo una regla diferente a la de Jesucristo. Según consta en las Actas de los Apóstoles, veinte años después del suplicio de Jesús, Apolo de Alejandría, convertido al cristianismo, sólo conocía el bautismo de Juan y no tenía idea alguna del Espíritu Santo. Muchos viajeros, entre otros Chardin, el más notable de todos, dicen que todavía existen en Persia discípulos de Juan, que se llaman Sabis, los cuales se bautizan en nombre de éste y reconocen a Jesús como profeta, pero no como Dios.

Respecto a Jesús, repetimos que recibió el bautismo, pero no lo confirió a nadie. Sus apóstoles bautizaban a los catecúmenos o los circuncidaban, según las circunstancias; y esto nos lo prueba la operación de la circuncisión que practicó Pablo en su discípulo Timoteo.

Se asegura que cuando los apóstoles bautizaban, lo hacían en nombre de Jesucristo. Las Actas de los Apóstoles no mencionan a ningún catecúmeno bautizado en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y esto nos induce a creer que el autor de las Actas de los Apóstoles no conoció el Evangelio de San Mateo, que dice: «Id a enseñar a todas las naciones, y bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» La religión cristiana no había adquirido aún la verdadera forma, y todavía no se había escrito el Símbolo de los Apóstoles. La epístola de San Pablo a los cristianos nos da a entender la singular costumbre que se introdujo entonces de bautizar a los muertos; pero muy pronto la naciente Iglesia reservó el bautismo sólo para los vivos: empezó por bautizar a los adultos; con frecuencia esperaba a que cumplieran cincuenta años o hasta su última enfermedad, con la idea de que se llevaran al otro mundo toda la virtud del reciente bautismo.

En la actualidad bautizan a todos los niños. Sólo los anabaptistas reservan esta ceremonia para la edad adulta, y la practican sumergiendo el cuerpo en el agua. Los cuáqueros, que constituyen una sociedad numerosísima en Inglaterra y en América, no usan el bautismo, fundándose en que Jesucristo no bautizó a ninguno de sus discípulos, y ellos tienen a vanagloria ser cristianos como los de la época de Jesucristo. Esto es lo que les diferencia extraordinariamente de las otras comuniones. El emperador Juliano el Filósofo, en su célebre obra Sátira de los Césares, pone estas palabras en boca de Constancio, hijo de Constantino: «Todo el que sea culpable de violación, de homicidio, de rapiña, de sacrilegio y de los crímenes más abominables, quedará limpio y puro en cuanto yo lo lave con el agua bautismal.» Ésta fue efectivamente la fatal doctrina que indujo a los emperadores romanos y a los grandes del Imperio a diferir el bautismo hasta la hora de la muerte. Creyeron haber encontrado el secreto de poder vivir como criminales y de poder morir como hombres virtuosos. ¡Extraña fue la idea que extrajeron de la colada, esto es, que una cantidad cualquiera de agua lavaba todos los crímenes! Actualmente bautizamos a todos los niños, obedeciendo a otra idea tan absurda como la que acabamos de apuntar, esto es, por suponer que todos son criminales, y de este modo los salvamos hasta que llegan a la edad de la razón, en la que ya pueden convertirse en culpables. ¡Ahogadlos, pues, pronto, porque de ese modo les aseguráis el paraíso! Esta consecuencia es tan lógica, que existió una secta religiosa que envenenaba y mataba a las criaturas recién bautizadas. Esos religiosos razonaban perfectamente cuando decían: «De ese modo hacemos a esos niños inocentes el mayor bien posible, porque les evitamos ser desgraciados y perversos en el mundo y los enviamos a gozar la vida eterna.»

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