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CELO religioso y fanatismo contra los maniqueos – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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CELO

Celo - Diccionario Filosófico de VoltaireEl celo por la religión es el entusiasmo legítimo con que se trabaja por el progreso del culto debido a la Divinidad. Pero cuando este entusiasmo es falso, ciego y perseguidor, se convierte en el mayor azote de la humanidad.

He aquí lo que el emperador Juliano dice del celo de los cristianos de su época: «Los galileos, durante el reinado de mi predecesor, fueron desterrados y encarcelados, y mataban recíprocamente a los que se llamaban heréticos. Los he traído yo del destierro, los saqué de las prisiones, devolví sus bienes a los proscritos, obligándoles a vivir en paz; pero es tal el furor inquieto de los galileos, que se lamentan de no poder devorarse unos a otros.»

No debe parecer exagerado ese retrato, si tenemos en cuenta las atroces calumnias que recíprocamente se dedicaban entre sí los cristianos. San Agustín acusa a los maniqueos de obligar a sus partidarios a recibir la eucaristía después de haberla rociado con semen humano, y antes que él, San Cirilo de Jerusalén les acusó de la misma infamia en los siguientes términos: «No me atrevo a decir en lo que esos sacrílegos mojan las ischas que dan a sus sectarios exponiéndolas en medio del altar, y con las que el maniqueo mancha su boca y su lengua. Si deseáis saber con qué las mojan, que recuerden los hombres lo que les suele suceder soñando, y las mujeres en la época de su regla.» El papa San León, en uno de sus sermones, dice que el sacrificio de los maniqueos es una indecencia. En fin, Luidas y Cedrenus todavía se exceden más respecto a esa calumnia, añadiendo que los maniqueos celebraban reuniones nocturnas en las que apagaban las luces y cometían las mayores deshonestidades.

Observemos también que al principio acusaron a los primeros cristianos de cometer semejantes horrores, que después imputaron a los maniqueos, y que la justificación de aquéllos puede igualmente aplicarse a éstos. «Con la idea de tener pretexto para perseguirnos —decía Atenágoras en su Apología de los cristianos— se nos acusa de celebrar festines detestables y de cometer incestos en nuestras asambleas.» Éste es el antiguo artificio de que se valen en todos los tiempos para matar la virtud. Quemaron a Pitágoras con trescientos discípulos suyos; los de Éfeso expulsaron a Heráclito, los abderitanos expulsaron a Demócrito y los atenienses sentenciaron a Sócrates a beber la cicuta.

Atenágoras prueba en seguida que los principios y las costumbres de los cristianos bastan por sí solos para destruir las calumnias que sobre ellos se han propalado, y las mismas razones existen en favor de los maniqueos. ¿Por qué, por otra parte, San Agustín, que tan afirmativo es en su libro titulado De las herejías, se concreta en el De las costumbres de los maniqueos, al ocuparse de la horrible ceremonia de que se trata, a decir sencillamente: «Esto se sospecha de ellos… el mundo lo cree así… la voz pública los acusa… pero ellos sostienen que no hacen semejante cosa…»? ¿Por qué San Agustín evade poner en claro esta mentira cuando disputa con Fortunato, y éste públicamente le pregunta: «Nos acusan de crímenes que no hemos cometido, y como San Agustín ha asistido a presenciar nuestro culto, le suplico que declare a la faz de todo el pueblo si los crímenes que se nos imputan son verdaderos o no»? San Agustín contesta: «Verdad es que he asistido a vuestro culto; pero una cosa es la cuestión de la fe y otra cosa es la cuestión de las costumbres; y la de la fe es la que yo he propuesto. Sin embargo, si las personas presentes quieren que tratemos de vuestras costumbres, no me opondré.»

Fortunato, dirigiéndose entonces a la asamblea, dijo: «Deseo ante todo justificarme de las calumnias que se nos imputan a los ojos de los que las creen, y que Agustín declare hoy ante la asamblea, y mañana ante el Tribunal de Jesucristo, si vio alguna vez o sabe que hemos obrado del modo detestable que se nos atribuye.» San Agustín replica lo siguiente: «Os salís de la cuestión; lo que yo os he propuesto es sobre la fe y no sobre las costumbres.» Fortunato, apremiando sin cesar a San Agustín para que se explique, consigue al fin que lo haga en los siguientes términos: «Declaro que en la reunión a que yo he asistido, no os he visto cometer ningún acto impuro.»

El mismo San Agustín, en su obra titulada De la utilidad de la fe, justifica también a los maniqueos. «En aquel tiempo —dice a su amigo Honorato—, cuando yo tenía afición al maniqueísmo, tenía deseos y esperanza de casarme con una mujer hermosa, de adquirir riquezas y honores y de gozar de otras voluptuosidades perniciosas de la vida, y mientras yo oía con asiduidad a los doctores maniqueos, no renunciaba al deseo ni a la esperanza de todas esas cosas. No atribuyo mi conducta a su doctrina, porque debo confesar que exhortan constantemente a los hombres para que se preserven de todo eso; y este motivo fue, sin duda, el que impidió que me afiliara a su secta y me retuvo en la categoría de los oyentes. No quería renunciar ni a las esperanzas ni a la vida del siglo.» Hasta en el último capítulo de dicho libro, en el que dice que los doctores maniqueos son soberbios, de espíritu grosero y cuerpo débil para las pasiones, no hay una sola palabra que se refiera a las infamias que se les atribuían.

¿En qué pruebas, pues, se fundaron semejantes imputaciones? La primera que alega San Agustín es que esas indecencias eran una consecuencia del sistema de Maniqueo sobre los medios de que Dios se sirve para arrancar a los príncipes de las tinieblas las partes de su sustancia. Esta idea la toma San Agustín del séptimo libro de la obra titulada Tesoro del maniqueo, que cita en muchas partes, y evidentemente es apócrifa. Dice el hereje (si creemos en esa obra falsa) que las virtudes se transforman unas veces en arrogantes mancebos y otras veces en hermosas doncellas, que sólo son la encarnación de Dios Padre. Esto no puede creerse, porque Manes no confundió nunca las virtudes celestes con el Dios Padre. San Agustín, no comprendiendo esta expresión siriaca, «una virgen de luz», que quiere decir «una luz virgen», supone que Dios presenta a los príncipes de las tinieblas una hermosísima doncella para que excite el ardor brutal de éstos. Pero no se trata de nada de esto en les autores antiguos; sólo se trata de la causa de las lluvias.

«El gran príncipe —dice Tirbón, citado por San Epifanio— hace salir de sí mismo durante su cólera nubes negras que oscurecen todo el mundo, se agita, se atormenta, se llena todo de agua, y esto es lo que produce la lluvia, que no es mas que el sudor del gran príncipe.» Preciso es que San Agustín se haya equivocado en la traducción, o le haya engañado algún extracto infiel del Tesoro del maniqueo, del que sólo cita dos o tres pasajes. Por eso el maniqueo Lecumbinos le dijo que no entendía una sola palabra de los misterios de Maniqueo y que sólo los combatía por medio de paralogismos. Por otra parte, dice también el sabio Beausobre: «¿Cómo San Agustín pudo asistir tantos años a las conferencias de una secta que enseñaba públicamente las citadas abominaciones? ¿Y cómo resistió la afrenta de defenderla en contra de los católicos?»

De esta prueba de raciocinio pasemos a las pruebas de hecho que alega San Agustín, para ver si son más sólidas. «Se dice —continúa hablando ese santo padre— que algunos maniqueos han declarado ese hecho en juicios públicos, no sólo aquí, sino también en las Galias, lo que he oído referir a un católico en Roma.» Esas referencias merecen tan poco crédito, que el mismo San Agustín no se atrevió a citarlas en la conferencia que tuvo con Fortunato, aunque hacía ya siete u ocho años que había estado en Roma. Verdad es que en su libro De las herejías habla de la confesión de dos doncellas llamadas Margarita y Eusebia y de algunos maniqueos que, viéndose descubiertos en Cartago y en la misma Iglesia, confesaron, según se asegura, el horrible hecho que les atribuían. Añade que Viator declara que los que cometían semejantes infamias se llamaban catharistas, y que preguntándoles en qué texto apoyaban esa repugnante práctica, contestaban citando el pasaje del Tesoro del maniqueo, cuya falsificación está demostrada. Esos herejes, en vez de cumplir ese pasaje, debían haberlo desacreditado, asegurando que era obra de un impostor que trataba de perderlos. Pero los miserables, al ser descubiertos y conducidos a la iglesia, tenían el aire de ser gentes compradas y pagadas para que declarasen lo que se les mandó que declararan.

 

En el capítulo XLVII de la Naturaleza del Bien confiesa San Agustín que cuando se reprochaba a esos herejes los delitos que ya sabemos, ellos se defendían diciendo que uno de los de su secta desertó de ella, convirtiéndose en enemigo suyo, y para desacreditarla introdujo esa práctica repugnante. Sin entretenemos a examinar si la secta que Viator llama de los catharistas existió realmente, basta observar que los primeros cristianos imputaron también a los gnósticos los horribles misterios de que les acusaban los judíos y los paganos. Esas murmuraciones públicas se atreve Mide Tillemont a convertirlas en hechos ciertos, asegurando que hicieron confesar tales infamias a los maniqueos en los juicios públicos, en las Galias y en Cartago.

Pesemos también el testimonio de San Cirilo de Jerusalén, que dice lo contrario que San Agustín, y consideremos que este hecho es tan increíble y tan absurdo, que sería difícil de creer, aunque lo aseguraran cinco o seis testigos presenciales y lo afirmaran por medio de juramento. Únicamente San Cirilo, sin haberlo visto, lo afirma en una declamación popular, en la que se toma la licencia de hacer pronunciar a Maniqueo, conferenciando con Cascar, un discurso del que no se encuentra una sola palabra en las Actas de Arquelao, como Zaccagni asegura. Únicamente puede alegarse en defensa de San Cirilo que sólo tomó el sentido y no las palabras de Arquelao; pero ni las palabras ni el sentido, nada se encuentra en dichas Actas. Por otra parte, la manera de escribir de dicho Padre parece que sea la del historiador que cita las propias palabras de su autor. Sin embargo de esto, para salvar el honor y la buena fe de San Cirilo, suponen Zaccagni primero y después Tillemont, sin tener ninguna prueba, que el traductor o el copista omitieron el trozo de las Actas que cita dicho Padre, y los noveleros de Trevoux han inventado dos clases de Actas de Arquelao, unas auténticas, que son las que San Cirilo copió, y otras atribuidas al siglo V; pero cuando prueben la existencia de estas supuestas Actas del siglo V, entonces las examinaremos.

Veamos ahora el testimonio del papa León, que se refiere a las abominaciones de los maniqueos. Dice en uno de sus sermones que las perturbaciones que sobrevinieron en algunos países obligaron a establecerse en Italia a muchos maniqueos, cuyos misterios eran tan abominables, que él no podía exponerlos a la vista del público sin hacer ruborizar a las personas honradas; que para conocerlos hizo reunir a partidarios y partidarias de dicha secta en una asamblea compuesta de obispos, sacerdotes, laicos y nobles; que esos herejes habían descubierto algunos datos relativos a sus dogmas y a las ceremonias de sus fiestas, y habían confesado un crimen que él no podía referir, pero del que no podía dudar después de la confesión de los culpables. Que sabía que a una niña de diez años la habían preparado dos mujeres para la horrible ceremonia de la secta y conocía al joven que fue su cómplice y al obispo que la había organizado y que la presidio. Que enviaba a los oyentes que quisieran saber más a que se enteraran de las informaciones que se habían practicado, y que él comunicó a los obispos de Italia en su segunda carta.

Este testimonio parece más concreto y más decisivo que el de San Agustín; pero es insuficiente para probar un hecho que desmienten las protestas de los acusados y los principios eternos de la moral. ¿Tenemos acaso pruebas de que las personas infames a las que León interrogó no fueran compradas para hacer declaraciones contra su secta?

Se nos objetará que la sinceridad religiosa del referido Papa no nos permite creer que cometiera semejante fraude. Pero si ese mismo San León fue capaz de suponer que las ropas blancas que encerraron en una caja en el sepulcro de algunos santos destilaban sangre cuando las cortaron, ¿debía tener el mismo Papa escrúpulos de comprar algunas mujeres perdidas y algún obispo maniqueo que, contando de antemano con el perdón, se confesaran culpables de crímenes que pudieran ser ciertos respecto a ellos, pero no respecto a su secta, de cuyas seducciones trataba el papa León de apartar a su pueblo? En todos los tiempos los obispos se han creído autorizados a cometer esos fraudes religiosos, que tienden a la salvación de las almas. Los escritos supuestos y apócrifos lo prueban, y la facilidad con que los Padres dan crédito a esas obras supuestas nos convence de que, si no son cómplices en el fraude, no tuvieron nunca escrúpulo de aprovecharse de él.

San León pretende confirmar los crímenes secretos de los maniqueos con argumentos que los destruyen. «Esos execrables misterios —dice—, que cuanto más impuros son con más cuidado se ocultan, son comunes a los maniqueos y a los priscilianistas. Esas infamias son las mismas que antiguamente cometían los priscilianistas, y las sabe todo el mundo.»

Los priscilianistas no fueron nunca culpables de las infamias que causaron su muerte. Encuéntrase en las obras de San Agustín la Memoria instructiva que le remitió Orosio, y en la cual este prelado español asegura que ha amontonado todas las plantas de perdición que germinan en la secta de los priscilianistas, sin olvidar la más pequeña rama ni la más pequeña raíz; que expone al médico todas las enfermedades de esa secta con la idea de que las pueda curar. Orosio no dice una sola palabra de los misterios abominables a que se refiere León, lo que demuestra, indudablemente, que Orosio creía que sólo eran calumnias. San Jerónimo dice también que Prisciliano fue oprimido por sus enemigos y por las maquinaciones de los obispos Ithace e Idace. ¿Hablaría de ese modo el hombre acusado de profanar la religión con infames ceremonias? Sin embargo, tanto Orosio como San Jerónimo no ignoraban los crímenes que se le atribuían.

San Martín de Tours y San Ambrosio, que estaban en Tréveris cuando Prisciliano fue juzgado, debían también estar enterados igualmente; y sin embargo, solicitaron su perdón, y no pudiendo conseguirlo, se negaron a comunicarse con sus acusadores y enemigos. Sulpicio Severo refiere la historia de las desgracias de Prisciliano. Eufrosina, viuda del poeta Delfidio, su hija y otros partidarios, fueron ejecutados con él en Tréveris por orden del tirano Máximo, a quien aconsejaban Ithace e Idace, dos obispos viciosos, que en castigo de la injusticia que cometieron, murieran excomulgados, acarreándose el odio de Dios y de los hombres.

Los priscilianistas fueron acusados, como los maniqueos, de profesar doctrinas obscenas y cometer deshonestidades. Según se dice, Prisciliano y sus cómplices quedaron convictos por medio del tormento a que los condenaron. La guerra que movieron a los priscilianistas debió fundarse en otros testimonios alegados contra ellos en España. Esto no obstante, rechazaron las últimas informaciones gran número de obispos y eclesiásticos de fama bien sentada, y el anciano Higimis, obispo de Córdoba, que fue el que denunció a los priscilianistas, los creyó luego tan inocentes de los crímenes que se les imputaban, que los recibió en su comunión, y por eso se vio envuelto en la misma persecución que ellos.

Estas horribles calumnias, inventadas por el celo exagerado, parece que justifiquen la máxima que asienta Amiano (Marcelino) tomándola del emperador Juliano. «Las bestias feroces —dice— no son tan temibles para el hombre como los cristianos unos para otros cuando los enemistan la creencia y la opinión.» Pero todavía es más deplorable el celo hipócrita y falso, y de esta idea que sentamos se pueden presentar muchos ejemplos. Un doctor de la Sorbona, al salir de una sesión con Tournely, le dijo en voz baja: «Ya veis que sostuve con calor una opinión durante dos horas. Pues bien; os aseguro que no creo ni una palabra de todo lo que he dicho.» También es conocida la respuesta de un jesuita que estuvo empleado veinte años en una misión del Canadá, y que no creyendo en Dios, como lo decía al oído de un amigo, afrontó veinte veces la muerte defendiendo la religión que con gran éxito predicaba entre los salvajes. Este amigo le afeaba su conducta, y él le contestó lo siguiente: «No puedes tener idea del placer que produce que te escuchen veinte mil hombres y que consigas convencerles de lo que tú no crees.»

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