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Tipos de GRACIA – Voltaire – Diccionario Filosófico

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GRACIA (DE LA)

Gracia o privilegio - Diccionario Filosófico de Voltaire

Esta palabra la emplean los teólogos tomándola en el sentido de favor o privilegio. Llaman gracia a la acción de Dios sobre las criaturas que influye para que sean justas y dichosas. Unos admiten la gracia universal que Dios da a todos los hombres, aunque el género humano, en su opinión, debe ser condenado a las llamas eternas, con raras excepciones; otros no admiten la gracia mas que para los cristianos de su comunión, y hay autores que sólo la admiten para los elegidos de esta comunión.

Es evidente que la gracia general, que deja sin embargo al universo sumergido en el vicio, en el error y en la desgracia eterna, no es una verdadera gracia, ni un favor, ni un privilegio, porque implica contradicción en los términos.

La gracia particular, según los teólogos, es suficiente, eficaz y necesitante. La gracia suficiente puede resistirse, y en este caso no basta: se parece al perdón que hace el rey a un criminal, aunque no por eso deja de sufrir el suplicio. Gracia eficaz es la que no se resiste, aunque se la pueda resistir, y en este caso los justos se parecen a los convidados hambrientos, a los que se presentan platos deliciosos, de los que seguramente comerían, aunque por regla general se suponga que no pueden comerlos. Gracia necesitante es aquélla de la que no podemos sustraernos, que no es otra cosa que el encadenamiento de los decretos del Eterno y de acontecimientos.

Nos guardaremos bien de ocuparnos del detalle inmenso y combatido de multitud de sutilidades y de sofismas con los que han embrollado estas cuestiones. Este diccionario no tiene por objeto ser el eco vano de tan vanas disputas.

Santo Tomás dice que es la gracia una forma sustancial, y el jesuita Bouhours la llama «un no sé qué»: esta es quizá la mejor definición que se ha dado de la gracia.

Si los teólogos se hubieran propuesto poner en ridículo a la Providencia, no hubieran hecho más de lo que hacen arrastrados por su buena fe; por una parte, los tomistas aseguran que el hombre, al recibir la gracia eficaz, no es libre en el «sentido compuesto», pero es libre en el «sentido dividido»; por otra parte, los molinistas inventaron la ciencia intermedia de Dios y del congruísmo, ideando gracias excitantes, prevenientes, concomitantes, cooperantes.

Dejemos aparte todas esas majaderías que los teólogos dicen con seriedad. Dejemos que ellos solos se ocupen de esos libros, y que cada uno se rija por el sentido común, que nos hará ver que los teólogos se han engañado con sagacidad, porque todos ellos establecen sus argumentos partiendo de un principio que es evidentemente falso. Han supuesto que Dios obra secretamente y por caminos ocultos, y un Dios eterno que no obre rigiéndose por leyes generales, inmutables y eternas, sólo es un fantasma, sólo es un dios de la fábula.

¿Por qué se han visto obligados los teólogos en todas las religiones razonadoras a admitir esa gracia que no comprenden’? Porque se empeñaron en que sólo se había de salvar su secta, y quisieron además que de la salvación de su secta sólo participaran los que estuvieran sometidos a ellos. Los doctores musulmanes tienen la misma opinión y las mismas disputas, porque tienen el mismo interés; pero el teólogo universal, que es el verdadero filósofo, comprende que es contradictorio que la Naturaleza no obre por las vías más sencillas; que es ridículo que Dios se ocupe en obligar al hombre a que le obedezca en Europa y que deje que sean indóciles los asiáticos. La gracia, considerada bajo su verdadero punto de vista, es un absurdo. El prodigioso montón de libros que se han escrito sobre esta materia manifiestan con frecuencia los esfuerzos que hizo el ingenio, pero avergüenzan siempre a la razón humana.

II

Toda la Naturaleza, todo lo que existe, es una gracia de Dios. Él hizo la gracia a todos los animales de producirlos y de alimentarlos. Concedió al abeto la gracia de ser un árbol que creciera setenta pies, y rehusó esta gracia al rosal. Concedió al hombre la gracia de pensar, el don de la palabra y la facultad de conocerle; pero no le acordó la gracia de entender una palabra de lo que Tournelli, Molina, Soto y otros escribieron sobre la gracia.

El primero que habló de la gracia eficaz y gratuita fue indudablemente Homero. Podrá sorprender esto a los bachilleres en teología, que no conocen mas que a San Agustín; pero que lean el tercer libro de la Ilíada, y verán en él que Paris dice a su hermano Héctor: «Si los dioses os han concedido el valor y a mí me han concedido la hermosura, no me rechacéis los presentes de la hermosa Venus; no es despreciable ningún don de los dioses, y no depende de los hombres conseguirlos.» Es completamente exacto ese pasaje. Si queremos fijarnos además en que Júpiter, según su voluntad, concede la victoria unas veces a los griegos y otras veces a los troyanos, tendremos otra prueba de que todo sucede por la gracia que proviene de las alturas. Sarpedón y luego Patroclo son dos bravos a los que falta la gracia sucesivamente.

Existieron filósofos que no fueron de la opinión de Homero. Sostenían que la Providencia en general no intervenía directamente en los asuntos particulares, que lo gobernaba todo por medio de leyes universales; que Tersites y Aquiles eran iguales ante ella, y que ni Calcas ni Táltibio gozaron nunca de la gracia versátil o congrua.

Según la opinión de esos filósofos, la grama y la encina, el arado y el elefante, el hombre, los elementos y los astros, obedecen a las leyes invariables que Dios, inmutable como ellas, estableció para toda una eternidad (1). Esos filósofos no hubieran admitido ni la gracia de Santo Tomás, ni la gracia medicinal de Cajetán, ni hubieran podido explicarse la gracia exterior, la interior, la cooperante, la suficiente, la congrua ni la preveniente. No hubieran sido de la opinión de los que sostienen que el dueño absoluto de los hombres concede peculio a un esclavo y rehúsa el alimento a otro; manda que un manco amase la harina, a un mudo que lea y a un impedido que le sirva de correo. Opinan que el eterno Demiorgos, que dictó leyes a los millones de mundos que gravitan los unos sobre los otros, y que se prestan mutuamente la luz que de ellos emana, los tiene todos bajo el imperio de sus leyes generales, y que no va a criar nuevos vientos para que levanten briznas de paja en un rincón de este mundo. Dicen, además, que si un lobo encuentra por el camino un cervatillo, se lo come para cenar, y si otro lobo se muere de hambre, Dios no se ocupa de conceder esa gracia particular al primer lobo.

Nosotros no aceptamos ni la opinión de esos filósofos, ni la de Homero, ni la de los jansenistas, ni la de los molinistas. Felicitamos a los que creen que existen gracias prevenientes y compadecemos con todo nuestro corazón a los que se lamentan de que no las haya mas que versátiles; y respecto al congruísmo, no entendemos una sola palabra.

Sí un habitante de Pérgamo recibe el sábado una gracia preveniente que le deleita hasta el punto de hacerle pagar una misa en los Carmelitas, celebraremos que haya obtenido esa dicha. Si el domingo se mete en la taberna, porque le abandona la gracia, si pega a su mujer y va a robar a un camino real, que le ahorquen. Sólo deseamos que Dios nos conceda la gracia de no desagradar en nuestras controversias ni a los bachilleres de la Universidad de Salamanca, ni a los de la Soborna, ni a los de Bourges, que piensan de distinta manera sobre estas materias arduas y sobre otras; sólo queremos que Dios nos haga la gracia de que no nos condenen esos bachilleres, y sobre todo, de no leer nunca sus libros.

III

Si algún comisionado viniera del infierno a decirnos de parte del diablo: «Señores, os advierto que mi soberano señor ha tomado para él a todo el genero humano, exceptuando al reducido número de personas que viven en el Vaticano y en sus dependencias», rogaríamos todos a ese comisionado que nos inscribiera en la lista de los privilegiados, y le preguntaríamos qué es lo que habíamos de hacer para conseguir esa gracia. Él nos respondería: «No podéis merecerla; mi señor tiene formada la lista de todos los tiempos, y la formó como quiso; actualmente se ocupa en hacer infinidad de orinales y algunas docenas de vasijas de oro. Si os tocó ser orinales, tanto peor para vosotros.» Al oír esta contestación,  a horquillazos despediríamos al embajador, para que en seguida fuera a dar cuenta de su embajada al diablo.

He aquí lo que nos hemos atrevido a imputar a Dios, al Ser Eterno, que es soberanamente bueno. Siempre se ha reprochado a los hombres que hicieron a Dios a su imagen. Se ha criticado a Homero porque transportó todos los vicios y todos los ridículos desde la tierra al cielo. Platón, que le echa esto en cara, no dudó en llamarle blasfemo; y nosotros, que somos cien veces más inconsecuentes, más temerarios y más blasfemos que ese griego, acusamos devotamente a Dios de lo que no hemos acusado nunca al último de los hombres.

El rey de Marruecos Muley-Ismael tuvo quinientos hijos, según se cuenta. ¿Qué diríais si un marabú del monte Atlas os refiriera que el sabio y honrado Muley-Ismael, dando a comer a toda su familia, habló de este modo al fin de la comida: «Yo soy Muley-Ismael, el que os engendré para mi gloria, porque yo soy muy glorioso. Os profeso tierno cariño y os cuido como una gallina cuida a sus polluelos. He resuelto que uno de mis hijos segundos sea dueño del reino de Tafilete y que otro reine en Marruecos para siempre, y de los otros cuatrocientos noventa y ocho hijos queridos, mando que mueran en el suplicio de la rueda la mitad y la otra mitad quemados; porque yo soy el señor Muley-Ismael»? Al marabú que esto os contara lo tomaríais por el loco mayor que hubiera producido el África; pero si tres o cuatro mil marabús que vivieran a vuestras expensas os repitieran el mismo cuento, ¿qué haríais entonces? ¿No os asaltaría la tentación de hacerlos ayunar a pan y agua hasta que volviesen a adquirir el sentido común?

Me concederéis que es razonable que me indignen los calumniadores que creen que el rey de Marruecos tuvo quinientos hijos para su gloria y que pensó hacerlos enrodar y morir en la hoguera todos, excepto los dos que destinaba para reinar; pero decís que me equivoco condenando la intención de Muley-Ismael, porque habiendo previsto éste que sus hijos no servirían para nada, creyó como buen padre de familia que debía deshacerse de ellos. Calumniadores gratuitos, suficientes, eficaces, jansenistas, molinistas, sed por fin hombres, y no perturbéis el mundo con tonterías ni con necedades abominables y absurdas.

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(1) Véase el artículo titulado Providencia

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