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IMPOTENCIA y divorcio – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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IMPOTENCIA

Impotencia - Diccionario Filosófico de VoltaireEmpiezo este artículo poniéndome de parte de los pobres impotentes, frigidi et maleficiati, como los llaman las Decretales. ¿Se podrá encontrar un médico o una matrona experta que se atreva a asegurar que el joven que está bien conformado y no tuvo hijos de su mujer no los tendrá más tarde? La Naturaleza lo sabe, pero los hombres lo ignoran. Siendo, pues, imposible saber si el matrimonio será o no consumado, ¿por qué no lo disuelven? Los romanos esperaban dos años para disolver el matrimonio. Justiniano ordena que esperen tres años; pero si se concede tres años a la naturaleza para curarse, ¿por qué no se le han de conceder cuatro, diez o veinte?

Se han conocido mujeres que recibieron diez años seguidos las caricias de sus esposos con la mayor insensibilidad y que luego sintieron los más violentos estímulos; los hombres pueden encontrarse en ese caso, y de éstos hay algunos ejemplos. La Naturaleza en ninguna de sus operaciones es tan caprichosa como en la cópula de la especie humana; es mucho más uniforme en la de los demás animales. Únicamente en el hombre la parte física la dirige y la corrompe la parte moral, y es prodigiosa la variedad y la singularidad de sus apetitos y de sus repugnancias. Se ha conocido un hombre que caía al suelo desfallecido al ver lo que produce deseos en todos los de su especie, y todavía viven en París personas que presenciaron ese fenómeno.

Un príncipe, heredero de una gran monarquía, se enamoraba locamente de los pies. Dícese que en España esa afición es bastante común. Las mujeres, tratando de ocultarlos, trastornaban la imaginación de muchos hombres. La imaginación pasiva produjo singularidades, cuyos detalles apenas son comprensibles. Con frecuencia, la mujer, por ser excesivamente desdeñosa, impide que goce el marido, y desconcierta la naturaleza, y el hombre que sería un Hércules facilitándole la satisfacción de sus deseos, se convierte en eunuco porque le rechaza su mujer. En este caso únicamente la mujer tiene la culpa, carece de derecho para acusar a su marido de la impotencia que ella le causa. Su marido puede reconvenirla diciendo: «Si me amaras me concederías las caricias que necesito para perpetuar mi raza; si no me amas, ¿por qué te has casado conmigo?

Consideraban hechizados antiguamente a los que se llamaban maleficiers. Esos encantamientos eran antiquísimos: los había para privar a los hombres de la virilidad y para devolvérsela. En Petronio vemos que Crisis creía que Polieno no pudo gozar a Circe porque le quitaron la virilidad los encantamientos de los magos, y una vieja trata de curarlo y de restituírsela por medio de otros sortilegios. Esta ilusión gozó de crédito durante mucho tiempo; exorcizaban en vez de desencantar, y cuando el exorcismo no producía efecto, descasaban a los interesados.

El derecho canónico promovió esta cuestión respecto a los maleficiados. El hombre al que los sortilegios impedían consumar el primer matrimonio con su mujer, se casaba con otra, que lo hacía padre; ¿podía, perdiendo a la segunda mujer, volverse a casar con la primera? Se decidieron por la negativa los grandes canonistas Alejandro de Nevo, Andrés Alberic, Turrecremata, Soto, Richard, Henríquez, Rosella y otros cincuenta.

Debemos admirar la sagacidad de los canonistas, y sobre todo la de los religiosos de costumbres reprochables, para sondear los misterios del goce, en los que no hay ninguna singularidad que no hayan adivinado. Han discutido todos los casos en que el hombre puede ser impotente en ciertas circunstancias y puede no serlo en otras. Han inquirido todo lo que la imaginación puede inventar para favorecer a la naturaleza, y con la intención de aclarar lo que es permitido y lo que no lo es, han revelado de buena fe lo que debiera ser siempre secreto. Sánchez recogió y publicó todos los casos de conciencia, que la mujer más atrevida sólo confesaría ruborizándose a la matrona más reservada. Cuestiones de esa clase no se han tratado en ninguna parte del mundo como las han tratado nuestros teólogos. Las causas de impotencia empezaron a alegarse en la época de Teodosio, y sólo en los tribunales de la religión cristiana hicieron resonar las cuestiones secretas que han mediado entre mujeres atrevidas y entre maridos avergonzados.

En el Evangelio sólo se habla del divorcio por motivo de adulterio. La ley judía permitía al marido repudiar a aquélla de sus mujeres que le desagradara, sin especificar la causa (1). «Basta para esto que la mujer no encuentre gracia ante los ojos del marido.» Ésta es la ley del más fuerte; esto es el género humano en su pura y bárbara naturaleza. Las leyes judías nunca tratan de la impotencia. «Parece —dice un canonista— que Dios no podía permitir que hubiera impotentes en el pueblo sagrado, que debía multiplicarse como las arenas del mar, a quien Dios prometió por medio del juramento entregarle la región inmensa que media entre el Nilo y el Eufrates, y a quien dieron la esperanza sus profetas de que un día dominaría todo el mundo. Era necesario, para cumplir las promesas divinas, que todos los judíos se ocuparan sin descanso en la gran obra de la propagación. No cabe duda de que es una maldición la impotencia, y todavía no habían llegado entonces los tiempos en que los hombres se castraban para conquistar el reino de los cielos.»

Con el transcurso del tiempo, al elevarse el matrimonio a la dignidad de misterio y de sacramento, los eclesiásticos insensiblemente se convirtieron en jueces de todo lo que sucedía entre marido y mujer, y hasta de todo lo que no sucedía.

Las mujeres tuvieron libertad de presentar memoriales para estar embarazadas, y estas causas se incoaban en latín. Los clérigos pleiteaban por ellas, y los sacerdotes servían de jueces. Pero ¿de qué juzgaban? De cosas que debían ignorar, y las mujeres se querellaban de lo que debían tener siempre secreto. Estos procesos versaban siempre sobre estos dos asuntos: sobre hechiceros que impedían al hombre que consumara su matrimonio y sobre mujeres que querían volverse a casar.

Lo extraordinario en estas cuestiones es que todos los canonistas convienen en que el marido, que es víctima de un sortilegio que le hizo impotente, no puede en conciencia destruir ese sortilegio ni suplicar al mago que lo destruya (2). En la época de los hechiceros, era indispensable exorcizar. Era preciso que los clérigos fueran unos cirujanos que gozaban el privilegio exclusivo de poneros emplastos y de aseguraros que os mataría la herida si os curaba la mano que os hirió. Valía más haberse asegurado antes de obrar así si un hechicero puede quitar o restituir la virilidad al hombre. Debemos hacer otra observación todavía. Había muchas personas débiles que temían más a los hechiceros, que tenían confianza con los exorcistas. El hechicero les ataba el cordondillo, y el agua bendita no lo desataba. El diablo les imponía más que les tranquilizaba el exorcismo.

En los casos de impotencia en que no intervenía el diablo, los jueces eclesiásticos no estaban menos embarazados para sentenciar. Existe en las Decretales el famoso título de frigidis et malefiatis, que es muy curioso, pero que nada aclara. El primer caso que discutió Brocardie no ofrece ninguna dificultad; las dos partes convinieron en que hubo en él impotencia, y autorizóse el divorcio.

El papa Alejandro III decidió una cuestión más delicada (3). Una mujer enferma. Instrumentum ejus impedimentum. Su enfermedad es natural; los médicos no pueden curarla. «Concedemos a su marido la libertad de tomar otra mujer.» Esta decretal parece dictada por el juez que piensa más en la necesidad de aumentar la población que en la indisolubilidad del sacramento. ¿Cómo es tan poco conocida esta ley papal? ¿Cómo es que todos los maridos no la saben de memoria?

La decretal de Inocencio III ordena que la matrona reconozca a la mujer cuyo marido declaró ante la justicia ser demasiado estrecha para la cohabitación. Sin duda esta ley no estaba en vigor, porque los maridos no acostumbraban a hacer semejantes declaraciones.

Honorio III dispone que la mujer no se queje de la impotencia de su marido y permanezca viviendo con él ocho años para divorciarse. No gastaron tantas contemplaciones para declarar impotente al rey de Castilla Enrique IV, cuando estaba rodeado de queridas y tuvo de su mujer una hija, heredera del reino; pero fue el arzobispo de Toledo el que dictó esa sentencia, y el Papa no se inmiscuyó en esa cuestión. No trataron tampoco con más consideración a Alfonso, rey de Portugal, a mediados del siglo XVII. Este príncipe se dio a conocer por su ferocidad, por sus liviandades y por su fuerza muscular, y el exceso de su furor sublevó a la nación contra él. La reina, su mujer, que deseaba destronarle para casarse con su cuñado el infante don Pedro, comprendió que sería dificilísimo casarse con los dos hermanos, con uno después de otro, habiendo sido esposa del primogénito. El ejemplo de Enrique IV de Inglaterra la intimidaba, y tomó el partido de que declarara a su esposo impotente el capítulo de la catedral de Lisboa, que así lo hizo el año 1667, y la susodicha reina se apresuró a casarse con su cuñado, antes de obtener la dispensa del Papa.

En Francia a los acusados de impotencia les hacían pasar, en el siglo XIV, por la prueba que llamaban del «Congreso», que consistía en que ejercieran las funciones matrimoniales marido y mujer por orden de la justicia civil y de la justicia eclesiástica ante cirujanos y matronas, con la idea de disolver el matrimonio cuando la mujer acusaba al marido de ser impotente. Si el marido salía vencedor en el combate, demostraba su virilidad; si salía vencido, su vencimiento nada demostraba la primera vez, porque podía ganar en el segundo combate, o en el tercero, etc.

Conocido es el famoso proceso que en 1659 siguieron el marqués de Langeais y su esposa María de Saint-Simón, en el que aquél pidió la reunión del Congreso. Los impertinentes desdenes de su mujer le hicieron sucumbir. Pidió la reunión del Congreso por segunda vez, pero los jueces, hartos de las murmuraciones de los supersticiosos y de las gazmoñas y de las críticas de los burlones, le negaron la segunda petición, y la Cámara declaró al marqués impotente, anulando el matrimonio, prohibiéndole casarse otra vez, pero permitiendo a su mujer que escogiera otro esposo.

¿Podía impedir la Cámara que el hombre que una mujer desdeñosa no pudo excitar al goce, le excitara otra mujer que le profesara mayor cariño? A pesar de la sentencia que contra él pronunció la Cámara, contrajo matrimonio con Diana de Novailles, de la que tuvo siete hijos. Cuando murió la primera mujer del marqués, éste apeló a la Gran Cámara contra la sentencia que le declaró impotente y que le condenó a pagar las costas. Conociendo la Gran Cámara la ridiculez del proceso y la de la sentencia dictada en 1659, confirmó el matrimonio que el marqués contrajo con Diana de Novailles; a pesar de la sentencia del tribunal, le declaró potente y le perdonó las costas, pero abolió el Congreso (4).

No quedó, pues, otro medio para fallar sobre la impotencia de los maridos que la ceremonia antigua del reconocimiento de los peritos, prueba siempre falaz, porque la mujer puede ser desflorada sin que lo parezca y conservar la virginidad manifestando señales falsas de desfloración. Los jurisconsultos han juzgado durante catorce años de la doncellez, como han juzgado de los sortilegios, sin verdadero conocimiento de causa.

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(1) Deuteronomio, cap. XXIV, vers. 1.
(2) Véase Pontas, en el Impedimento de la impotencia
(1) Decretales, lib. IV, tit. XV.
(4) El Congreso, que se instituyó a mitad del siglo XIV, quedó abolido en 18 de febrero de 1667.

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