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SUPERSTICIÓN cristiana – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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SUPERSTICIÓN

Superstición - Diccionario Filosófico de VoltaireOigo decir muchas veces: «Estamos curados ya de supersticiones; la Reforma del siglo XVI nos hizo más despreocupados y los protestantes nos han enseñado a vivir.»

¿Qué es sino una superstición creer que la sangre de San Jenaro se derrite todos los años cuando la acercáis a su cabeza? ¿No sería preferible obligar a que se ganaran la vida diez mil holgazanes napolitanos ocupándoles en trabajos útiles, que hacer hervir la sangre de un santo para divertirlos? Valía más que hicierais hervir su marmita.

¿Por qué bendecís aún en Roma los caballos y los mulos en Santa María la Mayor?.¿Por qué salen esas procesiones de flagelantes en Italia y en España, que van cantando y dándose disciplinazos a la vista del público? ¿Creen acaso que el paraíso se conquista a latigazos?

Esos pedazos de la verdadera cruz de Jesucristo, que si se juntaran bastarían para construir un buque de cien cañones; tantas reliquias que indudablemente son falsas, tantos falsos milagros, ¿constituyen acaso monumentos de una devoción ilustrada? Francia se vanagloria de ser menos supersticiosa que Santiago de Compostela y que Nuestra Señora de Loreto, y sin embargo os enseñan aún en muchas sacristías pedazos de la túnica de la Virgen, copas que contienen su leche, retazos de sus cabellos, y en la iglesia de Puy-en-Velai conservan cuidadosamente el prepucio de su hijo.

Todos los franceses conocen la abominable farsa que se representa desde principios del siglo XIV en la capilla de San Luis del palacio de París, en la noche del jueves al viernes Santo. Todos los poseídos del reino se reúnen en dicha iglesia, y las convulsiones de San Medardo son insignificantes comparadas con los horribles gestos, con los aullidos espantosos que lanzan esos desgraciados. Les dan a besar un pedazo de la verdadera cruz, montado en un trípode de oro y orlado de piedras preciosas, y entonces los poseídos redoblan los gritos y las contorsiones. Apaciguan al diablo dando algunas monedas a los energúmenos; pero para contenerlos mejor, hay en la iglesia cincuenta guardias que tienen calada la bayoneta en el fusil. La misma comedia execrable se representa en San Mauro, y pudiera presentaros otros veinte ejemplos semejantes; ruborizaos y corregíos.

Hay sabios que sostienen que se debe dejar que el pueblo tenga supersticiones, como a los niños les dejan los andadores, porque en todos los tiempos es aficionado a los prodigios, a los que dicen la buenaventura, a las peregrinaciones y a los charlatanes; que desde la más remota antigüedad se celebró la fiesta de Baco salvado de las aguas, llevando cuervos, haciendo saltar con un golpe de su vara un manantial de vino de un peñasco, pasando el mar Rojo a pie seco con todo su pueblo, parando el sol y la luna, etc., etc.; que en Lacedemonia se conservaban los dos huevos que parió Leda, que tenían suspendidos de la bóveda de un templo; que en algunas ciudades de Grecia los sacerdotes enseñaban el cuchillo con el que inmolaron a Ifigenia, etc., etc. Hay otros sabios que dicen que ninguna de esas supersticiones produjo un bien a la humanidad, que muchas de ellas causaron grandes perjuicios, y que, por lo tanto, se deben abolir.

II

Suplico a mis lectores que se fijen en el milagro reciente que se verificó en la Baja Bretaña el año 1771 de la era vulgar. Es auténtico; está impreso y revestido de todas las formas legales. Leedlo, que es curioso.

El 6 de Enero de 1771, día de los Reyes, mientras se cantaba la salutación, vieron salir rayos de luz del Santo Sacramento, y apercibieron al instante a Nuestro Señor Jesús en su figura natural, más brillante que el sol, y le vieron por espacio de una media hora, durante la cual apareció un arco iris sobre el remate de la Iglesia. Los pies de Jesús quedaron impresos en el tabernáculo, donde se ven todavía, y allí se verifican todos los días muchos milagros. A las cuatro de la tarde, cuando desapareció Jesús de encima del tabernáculo, el cura de la parroquia se acercó al altar y encontró una carta que Jesús había dejado allí; quiso tomarla, pero le fue imposible moverla de su sitio. El cura y el vicario fueron en seguida a dar cuenta a monseñor el obispo de Treguier, el cual mandó que se rezara en todas las iglesias de la ciudad las Cuarenta Horas durante ocho días, en los que el pueblo acudía a ver la carta santa. Al finalizar la octava, el obispo fue a la Iglesia en procesión, acompañado de todo el clero secular y regular de la ciudad, después de haber ayunado tres días a pan y agua. En cuanto entró en la iglesia la procesión, el obispo se puso de rodillas en las gradas del altar, y después de pedir a Dios que le concediera la gracia de poder tomar la carta, subió al altar y la cogió sin dificultad; en seguida, volviéndose hacia el pueblo, la leyó en alta voz, recomendando a todos los que sabían leer que la leyeran todos los primeros viernes de cada mes, y a los que no sabían leer, que rezaran cinco Padrenuestros y cinco Avemarías en honor de las cinco llagas de Jesucristo para obtener la gracia prometida a los que la leyeran devotamente y la conservación de los bienes de la tierra. Las mujeres embarazadas debían rezar, para tener feliz éxito, nueve Padrenuestros y nueve Avemarías por las almas del purgatorio para que sus hijos alcancen la dicha de recibir el santo sacramento del bautismo.

Todo lo contenido en esta relación lo aprobaron monseñor el obispo, el subteniente general de la citada ciudad de Treguier y muchos personajes que presenciaron el milagro.

Copia de la carta encontrada en el altar cuando se apareció
Nuestro Señor Jesucristo al Santísimo Sacramento
del altar

«Eternidad de vida, eternidad de castigos, una cosa u otra, es preciso escoger un partido: o el de ir a la gloria o el de ir al suplicio. El número de años que los hombres pasan en el mundo en toda clase de placeres sensuales y de disoluciones, en el lujo, en el hurto, en la maledicencia y en la impureza, blasfemando y jurando por mi santo nombre en vano, y otros muchos delitos que cometen, no me permiten consentir mas tiempo que las criaturas creadas a mi imagen y semejanza, que rescaté con mi propia sangre en el árbol de la cruz donde sufrí muerte y pasión, me ofendan continuamente quebrantando mis Mandamientos y no haciendo caso de mi ley divina, por lo cual os advierto que si continuáis viviendo entregados al pecado y no veo en vosotros remordimiento, ni contrición, ni arrepentimiento, os haré sentir el peso de mi brazo divino. Si no fuera por las súplicas de mi querida madre, ya hubiera destruido el mundo por los pecados que cometéis unos contra otros. Os di seis días de trabajo y el séptimo para que descansarais, para que santificarais mi santo nombre, para que oyerais misa y para que emplearais el resto del día en servir a Dios mi padre. Y por el contrario, en los días de fiesta sólo se oyen blasfemias y sólo se ven hombres ebrios, y el mundo se ha desbordado de tal modo, que no hay en él mas que vanidad y mentira. Los cristianos, en vez de tener compasión de los pobres que van a pedirles a la puerta de su casa, prefieren, mimar a los perros y a otros animales y dejar que aquéllos se mueran de hambre y de sed, entregándose de este modo a Satanás por su avaricia, por su gula y por otros vicios, declarándome de este modo la guerra los cristianos; y vosotros, padres y madres inicuos, consintiendo que vuestros hijos juren y blasfemen de mi santo nombre, en vez de darles buena educación, con vuestra avaricia estáis amontonando bienes que os arrebatará Satanás. Y os digo por boca de Dios mi padre, por boca de mi madre, de los querubines y serafines y de San Pedro, jefe de mi Iglesia, que si no os corregís os enviaré enfermedades tan extraordinarias, que lo matarán todo y que os harán conocer la cólera de Dios mi padre. Abrid los ojos y contemplad mi cruz, que os dejé para que os sirviera de arma para vencer al enemigo del género humano y para que os sirviera de guía para conduciros a la gloria eterna; contemplad mi corona de espinas, mis, pies y mis manos clavadas, y meditad que derramé hasta la última gota de mi sangre para redimiros por el amor paternal que profeso a mis ingratos hijos. Haced obras que os atraigan mi misericordia; no juréis en vano por mi santo nombre, rezadme devotamente, ayunad con frecuencia, y sobre todo dad limosna a los pobres, que esta es para mí la más agradable de todas las obras buenas; consolad a la viuda y al huérfano; restituid lo que no os pertenezca; evitad todas las ocasiones de pecar; observad cuidadosamente mis Mandamientos, y honrad a María, mi querida madre.

 

»Los que no cumplan mis amonestaciones y no crean mis palabras se atraerán con su obstinación mi mano vengadora sobre sus cabezas, experimentarán desgracias interminables, precursoras del mal fin que tendrán en el inundo, que los precipitará en las llamas eternas, donde sufrirán penas interminables, que serán el justo castigo reservado para sus crímenes.

»Por el contrario, los que prudentemente sigan los consejos que les doy en esta carta apaciguarán la cólera de Dios y conseguirán, después de haber confesado sinceramente sus faltas, la remisión de todos sus pecados, por graves que sean.»

«Debe cuidadosamente conservarse esta carta en honor de Nuestro Señor Jesucristo.

»Con licencia. En Bourges, 30 de Julio de 1771.— De Beauvoir, lugarteniente general de policía.»

N. B.—Hay que observar que semejante tontería se imprimió en Bourges, sin haber allí, ni en Treguier, ni en Paimpol, el menor pretexto para inventar semejante impostura. Suponiendo que en los siglos venideros exista algún rebuscador de milagros que trate de probar algún punto de teología con la aparición de Jesucristo en el altar de Paimpol, ¿no se creerá con derecho a citar la carta de Jesús que se imprimió en Bourges con real permiso? ¿No se creerá con derecho a tratar de impíos a los que duden de su autenticidad? ¿No probará con hechos que Jesús hacía milagros en todas partes en el siglo XVIII? He aquí un vasto campo que pueden explotar los Hauteville y los Abbadie.

III

El supersticioso es al bribón lo que el esclavo es al tirano. El supersticioso se deja gobernar por el fanático y acaba por serlo también. La superstición nació en el paganismo, la adoptó el judaísmo e infectó la Iglesia cristiana de los primitivos tiempos. Todos los Padres de la Iglesia, sin excepción alguna, creyeron en el poder de la magia. La Iglesia condenó siempre la magia, pero creyó en ella, y no excomulgó a los hechiceros como locos que se equivocaban, sino como hombres que tenían trato real con el diablo.

Hoy, la mitad de Europa cree que la otra mitad fue durante mucho tiempo supersticiosa, y lo es todavía. Los protestantes consideran las reliquias, las indulgencias, las maceraciones, rezar por los muertos, el agua bendita y casi todos los ritos de la Iglesia romana como locuras supersticiosas. Según ellos, la superstición consiste en creer que esas prácticas inútiles son prácticas necesarias. Entre los católicos romanos hay ya muchos que son más ilustrados que sus antepasados y que han renunciado a varios de esos usos que antiguamente eran sagrados.

Es difícil marcar los límites de la superstición. El francés que viaja por Italia encuentra allí mucha superstición, y no se equivoca. El arzobispo de Canterbury opina que el arzobispo de París es supersticioso; los presbiterianos dicen que tiene ese defecto el obispo de Canterbury, y los tratan de supersticiosos los cuáqueros, que es la secta más supersticiosa para los demás cristianos.

No están acordes las sociedades cristianas en lo que es la superstición. La secta que parece menos atacada de esa enfermedad del espíritu es la que tiene menos ritos; pero si teniendo pocas ceremonias se obceca en una creencia absurda, la creencia absurda equivale a todas las prácticas supersticiosas que se han observado desde Simón el Mago hasta el cura Gauffridi (1). Es, pues, evidente que el fondo de la religión de una secta es lo que toman por superstición las demás sectas.

Los musulmanes acusan de este defecto a todas las sociedades cristianas, y éstas los acusan a ellos. ¿Quién decidirá ese gran proceso? No será la razón, porque cada una de las sectas pretende tenerla; será, pues, la fuerza la que juzgue, hasta que llegue el día en que la razón penetre en suficiente número de cabezas para poder desarmar la fuerza.

Por ejemplo, hubo un tiempo en la Europa cristiana en que no se permitía a los recién casados disfrutar de los derechos del matrimonio sin haber comprado este derecho al obispo o al cura. El que en su testamento no dejaba parte de sus bienes a la Iglesia sufría la excomunión y le privaban de sepultura eclesiástica, y cuando un cristiano moría intestado, la Iglesia le libraba de la excomunión haciendo testamento por él y dejándose a sí misma los legados piadosos que el difunto le hubiera dejado si hubiese hecho testamento. Por eso el papa Gregorio IX y San Luis dispusieron en 1235 que todo testamento que se hiciera sin la presencia de un sacerdote fuera nulo, y el Papa decretó que el testador y el notario fueran excomulgados.

La tasa de los pecados fue todavía más escandalosa si cabe. La fuerza sostenía todas esas leyes, a las que estaba sometida la superstición de los pueblos, y únicamente con el transcurso del tiempo la razón hizo abolir esas vergonzosas vejaciones, aunque dejando otras en pie.

¿Hasta qué punto la política puede permitir que se destruya la superstición? Esta cuestión es muy difícil de resolver; equivale a preguntar hasta qué punto debe pincharse a un hidrópico, que puede morir en la operación. Esto depende de la prudencia del médico.

Preguntar si puede existir un pueblo que esté libre de todos los prejuicios supersticiosos es lo mismo que preguntar si puede existir un pueblo de filósofos. Dícese que carece de supersticiones la magistratura de la China. Es muy probable que queden algunas en la magistratura de muchas ciudades de Europa. Siendo de ese modo, ¿los magistrados del Celeste Imperio podrán impedir que sea peligrosa la superstición del pueblo? El ejemplo de esos magistrados no ilustrará a la canalla, pero los principales habitantes del país la contendrán. Quizás no hubo un solo tumulto ni un solo atentado religioso del que antiguamente no fuera cómplice la clase media, pero es porque entonces esa clase era canalla; mas los adelantos de la civilización la hicieron ilustrar, y suavizando sus costumbres, suavizaron también las del más feroz populacho; en una palabra, cuando hay menos supersticiones hay menos fanatismo, y cuando hay menos fanatismo hay menos desgracias.

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(1) Véase en las Historias trágicas de nuestro tiempo (1666), que escribió Rousset, el capítulo titulado Horrible y espantosa hechicería de Luis Gauffridi.

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