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SUPLICIOS, penas injustas – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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SUPLICIOS

Suplicios - Diccionario Filosófico de VoltaireVolvemos a repetir que ahorcar a los hombres no sirve para nada. Probablemente, algún verdugo, tan charlatán como cruel, hizo creer a los imbéciles de su barrio que la grasa del ahorcado curaba la epilepsia.

Cuando el cardenal Richelieu fue ex profeso a Lyón para tener el gusto de mandar que ejecutaran a Cinq-Mars y a De Thou, supo que el verdugo se había roto una pierna, y dijo al canciller Seguier que era una desgracia no poder disponer de verdugo. Confieso que son deplorables esas palabras, y que fueron el florón que le faltaba a su corona. Encontró por fin a un anciano que se prestó a desempeñar ese oficio, y que cortó la cabeza al inocente y sabio De Thou, costándole dar doce sablazos. ¿Qué necesidad había de causar esa muerte? ¿Qué bien podía reportar el asesinato jurídico del mariscal Marillac?

Si el duque Maximiliano de Sully no hubiera comprometido al rey Enrique IV a mandar la ejecución del mariscal Biron, que había recibido muchas heridas en su servicio, quizás Enrique IV no hubiera sido asesinado; quizás, perdonándole, después de sentenciado a muerte, hubiera calmado la irritación de la Liga y ésta no se hubiera atrevido a gritar a los oídos del pueblo: «El rey protege a todos los herejes y maltrata a los buenos católicos; es un avaro y un viejo lascivo, que a los cincuenta y siete años está enamorado de la joven princesa de Condé, lo que obligó a ésta y a su marido a huir del reino»; esas llamas del descontento universal no hubieran encendido el cerebro del fanático Ravaillac.

Preciso es convenir en que no es humana, ni razonable, ni útil la cruel costumbre, que se llama «justicia», de quitar la vida al hombre por haber robado un escudo a su señor; de quemarlo, como a Simon Morin, porque dijo que tuvo conversaciones con el Espíritu Santo; o como al loco jesuita Malagrida por haber impreso las entrevistas que la Virgen María tuvo con su madre Santa Ana estando todavía en el vientre de ésta.

No comprendemos qué ventajas puede sacar el Estado de la muerte de un pobre hombre que se llama Santiago Rinquet, que era sacerdote y que cenando en un convento con muchos frailes profirió palabras insensatas, lo ahorcaron, en vez de purgarle y de sangrarle. No comprendemos tampoco que fuera necesario que otro loco, que estaba con los guardias de su cuerpo y que se hizo algunas ligeras rajaduras con un cuchillo, como algunos charlatanes, para conseguir recompensa, fuese también ahorcado por decreto del Parlamento. ¿Cometió algún delito? ¿Corría algún peligro la sociedad dejando vivir a ese hombre?

¿Era también necesario que cortaran la mano y la lengua al caballero de La Barre, que le hicieran sufrir el potro ordinario y extraordinario y que lo quemaran vivo? ¿De qué crimen le acusaban? ¿Asesinó a su padre y a su madre? ¿Temían que incendiara la ciudad? Nada de eso: le acusaban de haber cometido algunas irreverencias, pero tan secretamente, que ni siquiera las enumeró la sentencia. Le acusaban de haber cantado una canción antigua que nadie conocía y de haber visto pasar de lejos una procesión de capuchinos sin haberla saludado.

Ciertos pueblos necesitan el placer de matar a su prójimo practicando ceremonias, como dice Boileau, y para ellos hacerle sufrir tormentos espantosos es una diversión muy agradable. Esos pueblos viven en el grado cuarenta y nueve de latitud. Ésta es precisamente la posición que ocupan los iroqueses. Debemos esperar que se civilicen un día, porque siempre hay en esas naciones bárbaras dos o tres mil personas de mayor capacidad y de gusto más delicado, que al fin conseguirán civilizar a las demás.

Me atrevería a preguntar a los que son aficionados a levantar horcas y cadalsos, a encender hogueras y a matar a los hombres disparándoles arcabuces, si creen que están viviendo en tiempos de hambre y matan de ese modo a sus semejantes por miedo de que no haya alimento para todo el mundo.

Me asusté un día leyendo la lista de los desertores que hubo durante ocho años, y que ascendieron hasta sesenta mil en Francia. Sesenta mil compatriotas a los que era preciso matar al son del tambor, y con los que se hubiera podido conquistar una provincia si los hubieran tratado bien y les hubieran dado el necesario alimento.

Preguntaría también a los aficionados a matar a los hombres si en sus países no hay que construir grandes y pequeños caminos, si no hay terrenos incultos que cultivar y si los ahorcados y arcabuceados pueden prestarles esos servicios, y no se lo preguntaría en nombre de la humanidad, sino en nombre de la utilidad; pero por desgracia no atienden algunas veces ni a una ni otra. Cuando Beccaria mereció los aplausos de Europa por haber demostrado que las penas deben ser proporcionadas a los delitos, pronto apareció entre los iroqueses un abogado que sobornó un sacerdote, y que sostuvo que torturar, ahorcar y quemar en todos los casos era siempre lo mejor.

II

En Inglaterra, más que en ningún otro país, ha predominado la idea de degollar a los hombres con la supuesta espada de la ley. Sin ocuparnos del número prodigioso de señores de sangre real, de pares del reino, de ciudadanos ilustres que perecieron en el cadalso de la plaza pública, basta que nos fijemos en los suplicios de la reina Ana Bolena, de la reina Catalina Howard, de la reina Juana Grey, de la reina María Estuardo y del rey Carlos I, para justificar al que dijo que la historia de Inglaterra debía haberla escrito el verdugo.

 

 Después de esa nación, se cree que Francia es el país donde hubo más suplicios. No me ocuparé del de la reina Bruchant, porque no lo creo; pasaré a través de mil cadalsos, y me detendré en el del conde Montecuculli, que fue descuartizado en presencia de Francisco I y de toda la corte, porque el delfín Francisco había muerto de una pleuresía. Este acontecimiento sucedió el año 1536. Carlos V, vencedor en todas partes, en Europa y en África, desolaba la Provenza y la Picardía. Durante esta campaña, que empezó ventajosamente para él, el Delfín, que tenía diez y ocho años, se sofocó jugando a la pelota en la pequeña ciudad de Tournon; estaba sudado, bebió agua helada y murió de pleuresía a los cinco días.

La corte y Francia entera dijeron que el emperador Carlos V había hecho envenenar al Delfín. Esta acusación, tan horrible como absurda, corrió de boca en boca, y se ha repetido hasta en nuestros días. El poeta Malherbe la refiere en una de sus odas; el historiador Daniel no disculpa de ese cargo al emperador, y Henault dice en su Compendio: «El delfín Francisco murió envenenado.» De ese modo los escritores se copian unos a otros. Por fin, Galliard, autor de la Historia de Francisco I, se atreve, como yo, a discutir este hecho.

Verdad es que el conde Montecuculli, que estaba al servicio del Delfín, sufrió la condena de ser descuartizado, por culpable de haber envenenado al referido príncipe. Los historiadores dicen que Montecuculli era su copero, pero los delfines no tenían a su servicio esta clase de empleados; suponiendo que los tuvieran, ¿cómo ese gentilhombre hubiera podido poner en el acto un veneno en el vaso de agua fresca? ¿Llevaría siempre veneno en su bolsillo, para utilizarlo en el momento en que su señor le pidiera de beber? Además, no estaba solo con el Delfín cuando salió sudando del juego de pelota. Los cirujanos que hicieron la autopsia al cadáver se cree que dijeron que el príncipe había tomado arsénico. Si lo hubiera tomado, al tragarlo hubiera sentido en la garganta dolores insoportables; el agua hubiera adquirido cierto color, y no hubieran tratado su enfermedad de pleuresía. Los cirujanos eran tan ignorantes, que dirían lo que quisieron que dijeran; esto sucede muchas veces.

¿Qué interés podía tener el referido gentilhombre en envenenar a su señor? ¿De quién podía esperar conseguir mejor fortuna? Añaden a esto que tenía también la intención de envenenar al rey; pero esto también es improbable, porque ¿quién debía pagarle ese doble crimen? Contestan que Carlos V; esta improbabilidad es mayor todavía. Si el emperador tenía esa idea, ¿por qué había de empezar a realizarla privando de la vida a un joven de diez y ocho años, que por otra parte tenía además dos hermanos? ¿Cómo había de llegar hasta el rey, cuya mesa no servía Montecuculli? Nada podía ganar Carlos V matando al Delfín, que nunca había sacado la espada, y que hubiera tenido vengadores. Era ése un crimen vergonzoso e inútil. ¿No temía al padre, que era el caballero más bravo de la corte, y podía temer al hijo, que acababa de salir de la infancia?

Se nos objeta que Montecuculli, en un viaje que hizo a Ferrara, que era su patria, fue presentado al emperador; que éste le pidió noticias respecto a la magnificencia de la mesa del rey y respecto al orden que reinaba en su casa; pero esto no prueba que Carlos V comprometiera a Montecuculli a envenenar a la familia real.

Contestan a esto que personalmente el emperador no le comprometió a realizar este crimen, sino sus generales Antonio de Leiva y el marqués de Gonzaga. Antonio de Leiva, que tenía ochenta años y era uno de los caballeros más virtuosos de Europa, ¿hubiera cometido la indiscreción de proponer esos delitos de común acuerdo con el marqués de Gonzaga? Añadís que Montecuculli así lo declaró a sus jueces. ¿Habéis visto acaso las piezas originales de su proceso? Alegáis además que ese infortunado era químico, y éstas son vuestras únicas pruebas y la única razón por la que sufrió el más horrible de los suplicios. Como era italiano, era químico; como odiabais a Carlos V, os vengabais vergonzosamente de su gloria. Descuartizasteis a un hombre por simples sospechas, alentados con la vana esperanza de deshonrar a un emperador demasiado poderoso.

Algún tiempo después, siempre por sospechas, acusasteis de este envenenamiento a Catalina de Médicis, esposa del delfín Enrique II, que luego fue rey de Francia. Dijisteis que por reinar mandó envenenar al primer Delfín, que se interponía entre el trono y su esposo. ¡Sois unos impostores! Ni siquiera tuvisteis presente que Catalina de Médicis tenía entonces diez y siete años.

Para no contradeciros de un modo tan terminante, os atrevisteis a inventar que Carlos V imputó ese envenenamiento a Catalina de Médicis, y para probarlo citáis al historiador Vera; pero estáis equivocados, porque no dice semejante cosa ese historiador. He aquí sus palabras (1):

«En este año había muerto en París el Delfín de Francia con señales de veneno. Atribuyéronlo los suyos a diligencia del marqués del Basto y Antonio de Leiva, y costó la vida al conde de Montecuculo, francés con quien se correspondían: indigna sospecha de tan generosos hombres e inútil, puesto que con matar al Delfín se granjeaba poco, porque no era nada valeroso, ni sin hermanos que le sucediesen. Brevemente se pasó de esta presunción a otra más fundada: que había sido la muerte por orden de su hermano el duque de Orleáns, a persuasión de Catalina de Médicis, su esposa, ambiciosa de llegar a ser reina, como lo fue. Y nota bien un autor que la muerte desgraciada que tuvo después este Enrico la permitió Dios en castigo de la alevosa que dio (si la dio) al inocente hermano: costumbre más que medianamente introducida en príncipes deshacerse a poca costa de los que por algún camino los embarazan; pero siempre son visiblemente castigados de Dios.»

Como acabamos de ver, Vera no es un Tácito. Además cree que Montecuculli, o Montecuculo, como él le llama, es francés. Dice que el Delfín murió en París, y murió en Tournon. Dice que su muerte se debió al veneno, tomando este dato de la voz pública; pero no sólo atribuye a los franceses la acusación contra Catalina de Médicis de haber cometido el delito, y esta acusación es tan injusta y tan extravagante como la de Montecuculli.

Resulta de todo esto que esa ligereza particular que es peculiar de los franceses produjo en todos los tiempos catástrofes muy funestas. Desde el suplicio injusto de Montecuculli hasta el de los templarios, mediaron una serie de suplicios atroces, fundados en las más frívolas presunciones. Han corrido en Francia arroyos de sangre porque la nación es casi siempre poco reflexiva y demasiado súbita para juzgar.

Digamos una palabra del necio placer que los hombres, y sobre todo los hombres débiles, sienten secretamente en hablar de suplicios, como lo tienen en hablar de milagros y de sortilegios. En el Diccionario de la Biblia de Calmet hay muchos grabados de los suplicios con que castigaban los hebreos, y esos grabados hacen estremecer a todos los hombres sensibles. Aprovechemos esta ocasión para decir que ni  los judíos ni ningún otro pueblo crucificaron con clavos, y que no puede presentarse ni un solo ejemplo de esto. Eso fue idea de algún pintor, fundada en una opinión errónea.

III

Hombres sabios que estáis esparcidos por todo el mundo, propagad con todas vuestras fuerzas el aforismo legal del sabio Beccaria, que las penas deben ser proporcionadas a los delitos, porque si matan a un joven de veinte años, que está al servicio del rey, por haber pasado seis meses al lado de su madre o de su prometida en vez de estar en el regimiento, ya no podrá servir a la patria; porque si ahorcáis a una criada joven por haber robado doce servilletas a su señora, la imposibilitáis para que, andando el tiempo, pueda dar doce hijos que sirvan al Estado, y porque no hay ninguna proporción entre robar doce servilletas y perder la vida.

Que los jueces y los legisladores sean responsables de la muerte de todos los hijos que las doncellas seducidas abandonan o privan de la vida, temiendo descubrir su falta. Sobre esto voy a referiros lo que acaba de suceder en la capital de una poderosa República, en Ginebra, que a pesar de ser tan ilustrada tiene la desgracia de conservar algunas leyes bárbaras de los tiempos antiguos y salvajes, que dicen que son los tiempos de las buenas costumbres.

Encontraron en las afueras de dicha capital un niño recién nacido y muerto, y sospechando que era su madre una joven soltera, la encerraron en un calabozo, la interrogaron, y ella se defendió diciendo que no podía ser la madre de aquel niño, porque estaba embarazada; hicieron que la reconocieran algunas comadronas, que fueron tan imbéciles que aseguraron que no estaba embarazada y que, reteniendo las evacuaciones, había conseguido que se le hinchara el vientre. Amenazaron a la desventurada con darle tormento, y esta idea le causó un miedo tan horrible, que la trastornó, haciéndola confesar que había dado muerte a su supuesto hijo, y la sentenciaron al último suplicio; pero por fortuna parió cuando estaban leyéndole la sentencia, y sus jueces aprendieron entonces que no se debe pronunciar con ligereza ninguna sentencia de muerte.

No voy a ocuparme de los varios suplicios en los que los fanáticos imbéciles hicieron morir a otros muchos imbéciles fanáticos, aunque pudiera extenderme mucho en este punto.

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(1) Página 166, edición de Bruselas del año 1656, un tomo en 4.º

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