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Torre de Babel Ediciones

COMPETENCIA, CONCURRENCIA – Vocabulario de la economía

CompetenciaConcurrencia

Según el último Diccionario de la Academia española (1899), no sólo pueden emplearse estas dos palabras en el lenguaje de nuestra ciencia, sino que la acepción económica es más propia de la segunda, rechazada hasta ahora por muchos escritores.

Concurrencia, pues, o competencia económica, es la rivalidad que se suscita entre dos o más productores que desean dar salida a artículos de la misma clase, o entre varios consumidores que pretenden obtener productos de igual especie. Cada industrial, interesado en asegurar la pronta colocación de los productos para conseguir la recompensa de su trabajo, procura ser el preferido por el consumidor, y los consumidores, a su vez, que desean lograr la satisfacción de las necesidades, aspiran a la preferencia del productor. Los industriales tienden a ese objeto, mejorando la calidad de los productos, disminuyendo los gastos de la producción, reduciendo el beneficio de todas suertes y en último término por la rebaja del precio; los consumidores, aumentando la retribución del productor, mostrándose dispuestos a sacrificar una cantidad mayor de riqueza, o sea por la elevación del precio

La concurrencia es el estado habitual, y suele ser simultánea de productores y consumidores; pero tiene lugar principalmente entre unos u otros según las condiciones del mercado: cuando un articulo abunda con relación a la necesidad que satisface, los productores compiten vivamente para evitar que resulte en ellos el sobrante, si le hubiese; y cuando el producto escasea, entonces son los consumidores los que luchan con empeño para no quedar desprovistos.

He aquí en toda su sencillez el hecho de la concurrencia, objeto de tan encontradas apreciaciones de parte de los economistas, que es para unos, los de la escuela individualista, origen de todo progreso, el único medio de conseguir la justa retribución del trabajo, el bienestar y la armonía de todos los intereses; mientras que otros, los socialistas, no ven en la competencia más que un pugilato odioso e inmoral, la causa de muchas injusticias y la contradicción permanente de todos los egoísmos.

Sin duda que esos juicios tan opuestos han de fundarse en una consideración parcial e incompleta del asunto, y estamos en el caso de de examinarle atentamente para llegar a la rectificación necesaria.

Si, en efecto, el productor no busca en la competencia más que la justa retribución de su trabajo, ofreciendo al consumidor productos de calidad superior o más baratos que los de sus rivales, cosa que no puede conseguir de otro modo que mejorando los procedimientos de la industria para disminuir sus gastos, es decir, a fuerza de actividad e inteligencia, entonces es indudable que esa conducta es perfectamente legítima, y que no hay en su triunfo, ni en la derrota de sus competidores, nada que no sea bueno o provechoso. Una lucha en que se premia al más hábil y más trabajador de los productores, se estimula a los demás, se atiende al bien particular del consumidor y al general de la humanidad con los progresos obtenidos en la industria; esa lucha, decimos, conduce realmente a la armonía de todos los intereses.

Iguales resultados ofrecerá la competencia de los consumidores, en tanto que éstos procuren satisfacer una verdadera necesidad, porque la elevación de los precios, aumentando la retribución del productor, fomentará la industria en que esto ocurra, llamará a ella mayor actividad y nuevos capitales, y la baja de los precios será la consecuencia de este desarrollo.

Hasta aquí sólo vemos en la concurrencia un hecho fecundo, un poderoso móvil de actividad y progreso, un principio que organiza sólidamente la producción de la riqueza y la distribuye con equidad; pero, ¿no habrá en ella más que esto? ¿Será verdaderamente así como nos la pintan sus defensores incondicionales?

Nótese que hemos supuesto al productor animado por un sentimiento de justicia, combatiendo con armas licitas y obteniendo una victoria honrosa y lucrativa para él, útil para todo el mundo, y al consumidor procurando satisfacer una necesidad racional sin perjudicar a nadie, y estimulando el desenvolvimiento de las industrias nacientes. Si alguna de esas circunstancias falta o se modifica, la concurrencia presentará caracteres muy distintos de los que antes describimos.

Pues bien; los hechos contradicen muy a menudo aquellas suposiciones. En primer lugar, el productor no acepta como norma de sus aspiraciones la remuneración proporcionada a su trabajo, sino que tiende a la mayor posible, y cuando tropieza con el obstáculo de la concurrencia, en vez de aceptarla lealmente, muchas veces la falsea empleando las intrigas, la injuria y malas artes de todo género contra sus competidores y engañando al consumidor con falsos anuncios, mentidas promesas y hasta adulteraciones y fraudes en la calidad de los productos. Es muy frecuente el caso de un industrial que rebaja violentamente el precio de los artículos con la idea de arruinar a sus compañeros y quedarse dueño del campo y árbitro del mercado. Practicada de esta suerte la competencia, ya no es noble y beneficiosa emulación, sino pugna inmoral y guerra de traiciones en que la perversidad vence al mérito, el fuerte atropella al débil y no hay interés legitimo que no salga lastimado.

Los consumidores, por su parte, no siempre luchan obligados por una necesidad legítima, sino que también se dejan llevar por la vanidad, el orgullo y el deseo de excluir a los demás de ciertas satisfacciones, o tratan de alimentar vicios y desórdenes, en cuyo caso, si favorecen industrias perniciosas dirigiendo hacia ellas el capital y el trabajo, arrebatan estos elementos a las aplicaciones que realizan el bienestar general.

Y luego, la conducta que productores y consumidores observan unos con otros cuando respectivamente tienen en su favor la situación del mercado no puede justificarse ni en la intención, ni por los resultados. El productor que ve muy solicitada su mercancía, excita más y más la rivalidad de los consumidores; cuanto más imperiosas son sus necesidades, tanto más las explota, aumenta sin piedad sus exigencias y acaba por hacer efectiva una retribución desproporcionada a que no tiene derecho; y el consumidor, tan pronto como observa que varios productores se afanan por servirle, los lanza unos contra otros, les impone la ley y baja el precio cuanto puede, aun a sabiendas de que los arruina.

Tal es la concurrencia, vista por el lado en que se colocan los socialistas, y prescindiendo de sus muchas exageraciones.

Que ambos aspectos son reales y positivos no puede cuestionarse, como también aparece claro que los dos son radicalmente falsos, si se les considera como únicos y se les da valor absoluto. Esto quiere decir que la concurrencia está sujeta a límites y condiciones, que es un medio de que puede hacerse uso para el bien y para el mal, y que se equivocan aquéllos que todo lo esperan de ella, lo mismo que los que la condenan sin reserva.

Los individualistas, aun reconociendo los males de la competencia, declaran que es la base esencial de toda vida económica, emanación directa y forma de la libertad humana en este orden, y que cuantos medios se empleen para corregirla serán injustos y contraproducentes. Esos males, añaden, pequeños y transitorios, son inevitables, y en la parte que pueden remediarse nada es tan eficaz contra ellos como la misma competencia; dejadla, pues, hacer; dejadla pasar, que ella representa la acción de las leyes naturales, y logra en definitiva la mayor suma de bienestar y de armonía que es posible entre los hombres.

Los socialistas rechazan semejantes conclusiones. La concurrencia es para ellos el desorden y la anarquía, porque creen que la libertad económica desencadena los egoísmos particulares, y piden en nombre de la justicia que cesen esas luchas del mercado, que intervenga en ellas la autoridad de los Gobiernos, colocándose al lado del débil y manteniendo a cada cual dentro de su órbita legitima. Puesto que el mal resulta evidente y proviene de la acción individual, para cortarle es necesario, dicen, organizar el trabajo socialmente, y reconocer que es parte de la misión del Estado la de dirigir la industria y los movimientos del cambio.

La solución de ese conflicto, que no es peculiar del orden económico, sino que se ofrece con igual apremio en todas las esferas de la vida y penetra en lo íntimo de las ciencias consagradas a estudiarlas, no puede hallarse siguiendo a ninguno de los dos sistemas que hemos puesto frente a frente. Trátase, en último término, del verdadero concepto de la libertad, y no pueden encontrarle los que desconocen su naturaleza, ni menos los que empiezan por rechazarla.

Decir, como hace la escuela individualista, dominante en economía, que los males de la competencia son irremediables, que nada tiene que hacer la ciencia acerca de ellos, y que a lo sumo puede esperarse su atenuación de la causa misma que los produce; esto ciertamente ni es satisfactorio, ni es científico.

Negar, con los socialistas, que la concurrencia se funde en la diversidad de las vocaciones y de la aptitud para el trabajo, en la esencia misma del cambio, que sea condición indispensable del adelanto económico, y pretender que la ponga término el Estado, cuya misión es muy otra, cuando es impotente contra los motivos que la originan, y cuando, por mucho que su acción se extienda, ha de subsistir alguna esfera individual en la que al cabo aparecerá la competencia con su inseparable cortejo de antagonismos y desigualdad de las retribuciones; esto tampoco es deshacer el nudo, ni aun cortarlo.

Entre el criterio del individualismo que afirma la libertad y proclama como conducta fija e inalterable su más absoluto respeto, y el de la doctrina socialista que intenta suprimir la competencia por temor a sus abusos, y desnaturalizando la función del Estado, asienta un principio que puede recibir diversas aplicaciones, el primero es sin duda muy superior y preferible, como que sólo peca de incompleto, mientras que el segundo es erróneo desde las bases que adopta.

La concurrencia es ley necesaria del cambio, móvil general de la actividad económica, y con razón se pide que sea libre; pero la libertad no es más que una condición indispensable para que obre la competencia, significa únicamente que no han de ponerse obstáculos en su camino, y nada determina acerca de su naturaleza propia; nada dice de los actos que son conformes y de los que son opuestos a ella. En esto consiste el vicio de la escuela individualista, que toma la libertad como fin, siendo solamente un medio, y cree que la ciencia económica ha concluido su misión cuando ha establecido el principio de la concurrencia. La libertad no es más que posibilidad de hacer, y falta, después de conseguida ésta, investigar qué es lo que debe hacerse. No basta decir a productores y consumidores que pueden moverse como quieran; es preciso enseñarles, por lo mismo que tiene la elección, cuál es el camino que han de seguir. ¿Puede ser indiferente que obren en cierta dirección o en la contraria?

Pero es que los partidarios del laissez faire, laissez passer, no establecen ningún principio que especialmente rija la competencia, porque sostienen que todas las relaciones económicas se gobiernan por la ley del interés personal, y esto es peor todavía. Si cada cual lucha en nombre de su interés, ¿cómo se logrará la armonía? ¿Cómo puede haber conciliación entre el productor que desea vender caro y el consumidor que quiere comprar barato, entre productores y consumidores que aspiran a excluirse mutuamente del mercado? El efecto de esas luchas será que haya un interés vencedor y otro vencido, nunca intereses armonizados. Y es en vano añadir que se trata de los intereses legítimos, porque esto sólo sería eficaz en el caso de que se determinara claramente cuál es la esfera de la legitimidad.

La concurrencia, el choque de los intereses particulares no producirá su armonía si no existe un principio de unidad que los enlace, y este principio debe ser invocado para el régimen de la competencia, porque de otro modo no se verá cumplido en sus resultados.

El interés personal es una fase o aspecto del bien, es un bien relativo, y como tal ha de subordinarse y estar de acuerdo con el bien en su sentido absoluto, que es el único y verdadero interés para todos los órdenes de la vida. Atender al interés propio no sólo es legitimo, sino que es cumplir los deberes que tenemos para con nosotros mismos; pero no es menos obligatorio respetar el interés de los demás. Que las relaciones económicas se inspiren en esa idea, manteniéndose dentro de la moral y el derecho, y los males de la concurrencia habrán desaparecido, porque entonces ya no será posible justificar las expoliaciones en nombre del interés, el productor no abusará de la escasez, ni el consumidor explotará la abundancia en perjuicio de la industria; unos y otros competirán realmente con emulación noble y fecunda.

De esta suerte es posible llegar a la armonía por medio de la concurrencia, sin menoscabar la libertad con la intervención del Estado, y se concibe también sin las arbitrariedades del socialismo una organización económica espontánea, natural, realizada para la producción, como para el cambio de la riqueza, por virtud de la ley que unifica y hace solidarios a todos los elementos que se consagran a un mismo fin. (Véase Individualismo, Interés personal y Socialismo).
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