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Esparta y leyes de Licurgo – Jerónimo de la Escosura


MITOLOGÍA

La Mitología contada a los niños e historia de los grandes hombres de Grecia  
 

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Cap. IV. De los medos y persas

Cap. V. De los indios

Historia de Grecia

Capítulo I. De los tiempos fabulosos y heroicos

Cap II. Esparta y leyes de Licurgo

Cap III. Gobierno de Atenas y leyes de Solón

Cap IV. Guerra de los griegos contra Darío I. La batalla de Maratón

Cap V. Guerra de los griegos contra Xerxes. Los trescientos y las Termópilas. La batalla de Salamina

 

 

COMPENDIO DE LA HISTORIA DE GRECIA –JERÓNIMO DE LA ESCOSURA


Índice

 

HISTORIA DE GRECIA

CAPÍTULO II. Esparta y leyes de Licurgo

Como los griegos eran naturalmente inquietos y muy amantes de la libertad, no tardaron mucho tiempo en sacudir el yugo de sus príncipes, que sin duda no los gobernaban bien; y por medio de una revolución casi general se cambió enteramente el estado de la Grecia. Todos los pequeños reinos de que se componía se erigieron en repúblicas, en las que por muchos años reinó el mayor desorden; y sólo se necesitaban buenas leyes para hacer brillar la virtud y el heroísmo. Esparta, a la cual se da indistintamente el nombre de Lacedemonia, fue la primera que dio el ejemplo; conservaba aún sus reyes, que indispensablemente habían de ser descendientes de Hércules, y había cerca de novecientos años que ocupaban el trono juntamente dos príncipes de la familia de los heráclidas. Como la autoridad estaba dividida entre estos dos reyes, y con dificultad se pueden unir los intereses de dos personas, cada uno tenía sus partidarios que fomentaban turbulencias y disensiones, de que se seguía que el pueblo compuesto de guerreros poco dóciles, y que no sabían ni obedecer ni mandar, precipitaba el gobierno alternativamente en el seno de la tiranía, o de los excesos de la democracia.

926. El célebre Licurgo, hijo segundo del rey Eunomo, víctima de los desórdenes del pueblo, pues habiendo pretendido separar a varios espartanos que se estaban peleando fue muerto de una puñalada, era el único que podía poner remedio a tantos males. Su hermano mayor Polidectes, heredero del reino, había fallecido sin dejar sucesión, y todo el mundo se imaginaba que Licurgo ocuparía el trono, como lo verificó en efecto, hasta que se descubrió que su cuñada estaba en cinta; pero desde este instante declaró que el reino pertenecía al hijo póstumo de su hermano, si era varón, y continuó gobernando bajo el nombre de pródicos, con el que los lacedemonios designaban los tutores de los reyes. En esta tiempo le envió a decir su cuñada que si le prometía casarse con ella luego que subiese al trono, haría de modo que abortase; horrorizóse Licurgo de su infame proposición, pero disimuló y fingió aceptarla, rogándole que no tomase ninguna bebida para el efecto, y que le dejase a él el cuidado de deshacerse de la criatura luego que naciese. Parió por fortuna un niño, el cual, como tenía prevenido de antemano, le llevaron a su presencia inmediatamente, y en ocasión que estaba comiendo; y tomándole en brazos dijo a los que se hallaban presentes: He aquí el rey que nos acaba de nacer, señores espartanos

Algunos envidiosos, y entre ellos los parientes de la cuñada de Licurgo, no perdonaban la menor ocasión de desacreditarle para con el público; y así, a fin de destruir las sospechas que la malignidad y la calumnia procuraban sembrar contra él, se resolvió a viajar hasta que su sobrino tuviese un hijo que pudiese sucederle en el trono.

Primeramente fue a Creta y se enteró a fondo de sus leyes, recogiendo las mejores para servirse de ellas en la reforma que a su vuelta pensaba entablar en Esparta; y de allí pasó al Asia para examinar por si mismo el lujo y delicias de los jonios, compararlos con la vida sencilla y austera de los pueblos de Creta, y averiguar la diferencia que producían en el gobierno unas costumbres tan opuestas.

Los lacedemonios, que no podían soportar su ausencia, le rogaron varias veces que viniese remediar los trabajos que por la mala administración de sus reyes padecían; y como éstos no solo no se oponían a su venida, sino que por el contrarío esperaban que su presencia reprimiría el atrevimiento y altanería del pueblo, se hallaban dispuestos en favor suyo todos los ánimos. En estas circunstancias dio la vuelta a Esparta, y proyectó variar la forma de gobierno; pero antes de ponerlo en ejecución fue a consultar el oráculo de Delfos; y como la sacerdotisa le hubiese llamado amigo de los dioses, y dios más bien que no hombre, diciéndole que Apolo había escuchado su petición, y que le daría la más excelente república que hasta entonces se había visto, comunicó el secreto a los principales de la ciudad, exhortándoles a que le ayudasen en la empresa.

Cuando llegó el momento favorable mandó a treinta de aquellos que en el día siguiente al rayar el alba se presentasen armados en la plaza, para intimidar a los que intentasen oponerse a su proyecto; pero nadie hizo la menor resistencia. La autoridad regia quedó en pie, aunque con menos poder que anteriormente; se estableció un senado para proponer y examinar los negocios juntamente con los reyes, concediendo al pueblo la facultad de aprobar o desechar sus proposiciones; y se redujo el número de senadores solamente a veinte y ocho, porque dos de los treinta que Licurgo había escogido abandonaron la empresa.

Quieren decir algunos que como los senadores eran de por vida, para que no pasasen los límites de su autoridad ni abusasen de ella, estableció Licurgo con el nombre de Eforos cinco magistrados, que debía elegir el pueblo anualmente para defender sus derechos, con las facultades de suspender las funciones de los senadores, prenderlos, y aun castigarlos de muerte en caso necesario; pero otros escritores atribuyen, y acaso con más verosimilitud, este establecimiento a Teopompo, que reinaba más de un siglo después de Licurgo.

Viendo que la mayor parte de los ciudadanos eran tan pobres que no poseían ni un solo palmo de terreno, al paso que las riquezas se hallaban reunidas en un pequeño número de particulares, de cuya inmensa desigualdad se originaba la envidia, el fraude y el lujo, a fin de cortar de raíz estos males y desterrar de Esparta las dos mayores y más antiguas pestes de los estados, la pobreza y la avaricia, hizo Licurgo una nueva partición de tierras para que todos viviesen en una perfecta igualdad, no concediendo los honores y preeminencias sino a la virtud, que es la sola acreedora a estas distinciones. Proscribió después las artes de lujo, y las monedas de oro y plata, ordenando que solo corriesen las de hierro, que hizo de un peso tan extraordinario, y de tan poco valor, que nadie las apreciaba.

El tercer establecimiento fue el de las comidas, por el cual ordenó que todos los ciudadanos comiesen juntos en público, y de las viandas prescritas por la ley; los reyes asistían también a estos actos, y tenían ración doble, la cual se les enviaba a su casa cuando por un justo motivo no podían concurrir a ellos, pero no cuando sin legítima causa se excusaban.

Dicen que los ricos se irritaron tanto de esta institución que persiguieron a Licurgo por las calles a pedradas, y que cuando se iba a refugiar a un templo para librarse de los amotinados, un joven llamado Alcandro le acertó a dar con una piedra en un ojo y se lo echó fuera. No se dejó abatir Licurgo por el dolor, sino que volviéndose hacia el pueblo, mostró su rostro ensangrentado, a cuya vista se pusieron de su parte los que le perseguían, y al instante le entregaron a Alcandro; pero lejos de vengarse de él procuró ganar su voluntad tratándolo con la mayor dulzura.

No eran los padres dueños de educar a sus hijos, pues este cuidado pertenecía a la república, la cual ponía tanto esmero en hacerlos robustos y valientes, que si los ancianos de la tribu a que pertenecía un recién nacido hallaban alguna deformidad en él, o que era de contextura delicada y enfermiza, le privaban de la vida; costumbre atroz y bárbara que no podrá justificar razón alguna. A la edad de siete años los maestros públicos los educaban a todos juntos, acostumbrándolos al trabajo, a la fatiga, a la paciencia y sufrimiento, y a la más pronta obediencia. Los que más se distinguían mandaban a los otros, pero siempre a la vista de los ancianos, que estaban prontos a reprenderlos y corregirlos en todos tiempos.

Para acostumbrarlos a discurrir solían hacerles varias preguntas los maestros, como por ejemplo: ¿cuál es el más honrado entre todos los ciudadanos? ¿ qué te parece de esta acción?, etc., y se les obligaba a responder con precisión y en pocas palabras, que es lo que aún en el día se llama laconismo, tomando el nombre de la Laconia, o país de los lacedemonios.

Los jóvenes más crecidos y de más fuerza traían de los montes la leña para la lumbre, y los más pequeños las yerbas y legumbres que sacaban furtivamente de las huertas, jardines y otros parajes; pero si se les descubría el robo, se les azotaba por falta de vigilancia o destreza, acostumbrándolos de este modo a los ardides de la guerra.

Llamó igualmente la atención de Licurgo la educación de las mujeres; mientras que eran doncellas ejercitaban y endurecían su cuerpo corriendo, luchando, y arrojando dardos, a fin de que adquiriendo fortaleza y vigor diesen a luz algún día niños robustos y pudiesen resistir mejor los dolores del parto. Por largo tiempo fueron las mujeres prodigios de virtud, y muy respetadas por los hombres; como que solo se aprovechaban del imperio que sobre ellos tenían para inspirarles valor y heroísmo.

Decía una madre a su hijo, para consolarle de una herida que le había puesto cojo: «anda, hijo mío, que no podrás dar un paso sin acordarte de tu valor». Y otra a quien dijeron, «tu hijo acaba de morir sin abandonar su puesto», contestó al instante, «pues bien, que pongan a su hermano en su lugar«

Pasando en silencio varios establecimientos relativos a la educación de las mujeres, solo diremos que para casarse (lo que no podían verificar hasta la edad de veinte años), debía el pretendiente robar la novia y transferirla a su casa, sin que por esta razón pudiese cohabitar con ella, a menos que fuese ocultamente, pues se avergonzaría de que le viesen salir de su cuarto. Este secreto comercio duraba algunas veces tanto tiempo que muchos llegaban a tener hijos sin haber visto en público a sus mujeres. Para inclinar a los hombres al matrimonio privó Licurgo a los celibatos de muchas distinciones que disfrutaban los demás ciudadanos casados, y de asistir a varias festividades públicas.

Como el pensamiento de Licurgo fuese formar una república guerrera, todo su conato puso en que los espartanos viviesen en la ciudad como en un campamento, a fin de que se acostumbrasen a mirar la guerra como una especie de entretenimiento y descanso, y que familiarizándose con ella acometiesen con la mayor intrepidez y serenidad a los enemigos. Para precaver la ambición que el valor podía despertar en sus corazones, procuró persuadirles a que solo serían felices mientras conservasen su libertad y pobreza, y ordenó que no se emprendiese la guerra sino por la defensa propia; que no se persiguiese al enemigo en la retirada, ni se echase mano de sus despojos; que se contuviesen en los límites de su distrito, y que no hubiese escuadra para no entrar en deseos de surcar los mares.

No pudo Esparta librarse de la ambición a pesar de tan sabios reglamentos; bien que mantuvo por muchos siglos su gobierno y buenas costumbres. Mientras que observó religiosamente las leyes y estatutos de Licurgo fue estimada, admirada, y aun árbitra de todas las ciudades de la Grecia; más desde el momento en que los lacedemonios llevaron las armas a países lejanos, formando alianza con sus habitantes, empezaron a alterarse sus costumbres con el trato de los extranjeros; las dádivas y presentes minaron y corrompieron el corazón de sus generales, y sucesivamente se fue labrando la decadencia y ruina de la república.

La duración de los estatutos de Licurgo es una prueba clara de la solidez de sus cimientos. Distinguíanse los Lacedemonios entre todos los pueblos de la Grecia por el deseo de gloria, el amor a la patria, heroico valor, ciega obediencia a las leyes, y por sus austeras costumbres; pero en medio de estas virtudes eran por un efecto de su educación tan atroces y crueles que, para acostumbrar a los niños al sufrimiento y al dolor, los llevaban al altar de Diana, en cuya presencia los azotaban tan inhumanamente que a veces expiraban allí mismo sin proferir una sola palabra. A los Ilotas, que eran sus esclavos, los trataban también con una crueldad increíble; y es preciso confesar que estaban muy distantes de conocer aquella moderación que caracteriza la verdadera sabiduría.

No menos supersticioso era el culto de Esparta que el de los otros griegos, y tan conforme y análogo a su constitución, que las estatuas de sus deidades, sin exceptuar la de Venus, estaban completamente armadas para infundir valor y espíritu. Entre sus templos había uno consagrado al temor, porque, decían, hay un cierto género de temor muy saludable, como es el de las leyes. Los sacrificios y ofrendas eran de poco valor; las oraciones cortas, y no se pedía en ellas a los dioses más que la gracia de hacer buenas obras, concluyendo con estas palabras: dadnos fuerzas para soportar la injusticia. Por último, la sencillez y ningún aparato de los entierros contribuía al desprecio de la muerte, y el luto sólo duraba once días.

Deseoso Licurgo de afirmar en un todo la forma de gobierno que acababa de establecer, juntó al pueblo y le hizo presente que sin embargo de que creía que sus leyes eran suficientes para hacer felices y virtuosos a los lacedemonios, tenía aún que tratar de un punto, el más importante y esencial, pero que no podía comunicarles hasta haber consultado el oráculo de Delfos; y enseguida les exigió juramento de que observarían religiosamente la constitución hasta su vuelta. Prometieron todos obedecerle, y habiendo pasado a Delfos y consultado el oráculo sobre sus leyes, le declaró Apolo que mientras que Esparta las observase sería la ciudad más gloriosa y feliz de todo el mundo. Envió Licurgo esta profecía a Esparta, y después de abrazar a sus hijos y amigos se dejó morir de hambre, quedando los lacedemonios ligados con el juramento a la observancia de sus leyes.

Por los años setecientos cuarenta y tres antes de Jesucristo, en que dio principio la primera guerra entre Mesenia y Esparta, que duró por espacio de veinte años, empezaron los lacedemonios a separarse de sus constituciones, y a perder aquella moderación que tanto les había recomendado Licurgo. En la segunda, que dio principio en seiscientos ochenta y cuatro y se terminó en seiscientos sesenta y ocho de la citada era, agregó Esparta la Mesenia a su territorio, y se hizo con este aumento uno de los más poderosos estados de la Grecia.

 

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