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Gobierno de Atenas y leyes de Solón – Jerónimo de la Escosura


MITOLOGÍA

La Mitología contada a los niños e historia de los grandes hombres de Grecia  
 

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Cap. II. De los fenicios

Cap. III. De los asirlos y babilonios

Cap. IV. De los medos y persas

Cap. V. De los indios

Historia de Grecia

Capítulo I. De los tiempos fabulosos y heroicos

Cap II. Esparta y leyes de Licurgo

Cap III. Gobierno de Atenas y leyes de Solón

Cap IV. Guerra de los griegos contra Darío I. La batalla de Maratón

Cap V. Guerra de los griegos contra Xerxes. Los trescientos y las Termópilas. La batalla de Salamina

 

 

COMPENDIO DE LA HISTORIA DE GRECIA –JERÓNIMO DE LA ESCOSURA


Índice

 

HISTORIA DE GRECIA

CAPÍTULO III.  Gobierno de Atenas y leyes de Solón. Historia de la república hasta la guerra de Persia

1234. La Ática o país de los atenienses era una pequeña provincia tan estéril que solo a fuerza de industria y trabajo podía mantener a sus habitantes. Cecrope los reunió en doce ciudades, que después formaron otras tantas repúblicas casi independientes con sus magistrados y jefes particulares; pero Teseo, rey de Atenas, aboliendo los senados de todas estas ciudades, hizo de ellas una sola república, declarando a Atenas por la metrópoli y centro del imperio, y determinó que el poder legislativo residiese en la asamblea general de la nación, que distribuyó en las tres clases de nobles, labradores y artesanos.

1070. Después de la muerte del rey Codro, las disensiones ocurridas entre sus dos hijos presentaron a los atenienses una favorable coyuntura para abolir la monarquía, declarando a Júpiter por único rey de Atenas, y confiando el gobierno a cierto número de magistrados con el nombre de Arcontes. Por espacio de tres siglos fue esta magistratura perpetua y hereditaria, y por consiguiente se diferenciaba poco de la potestad regia; pero después sufrió varias alteraciones, porque primeramente se redujo su duración a diez años, y luego a uno, y se crearon nueve Arcontes, a fin de que la autoridad dividida entre muchos fuese menos poderosa y temible.

624. No había en Atenas más que un corto número de leyes conocidas bajo el nombre de reales, y tan antiguas como el imperio, las cuales no eran suficientes para reprimir los vicios que se habían ido introduciendo en el pueblo, a medida que se aumentaban sus conocimientos, industria y necesidades. Era preciso, pues, formar una nueva legislación, para cuyo efecto se valieron de Dracón, hombre sabio, virtuoso y muy amante de la patria, pero de unas costumbres tan austeras y rígidas, como lo fueron sus leyes, pues castigaban de muerte desde la más leve falta hasta los más atroces delitos. De este modo no solo no hizo felices a los atenienses, como se había imaginado, sino que excitó en ellos un general descontento, por el que se vio precisado a retirarse a la isla de Egina, en donde poco tiempo después puso la muerte fin a sus días.

El excesivo rigor de las leyes de Dracón las hizo impracticables, y así se entregaron los atenienses a la licencia más desenfrenada; clamaban todos por una nueva constitución; pero los pobres pedían la democracia, género de gobierno en el cual la suprema autoridad reside en el pueblo; los ricos la aristocracia, en la que un pequeño número de los más ricos y principales ciudadanos gobierna el estado; y los más sabios querían un gobierno mixto, en el que los poderes legislativo y ejecutivo se contrabalanceasen recíprocamente. Estas facciones redujeron el estado a tal extremo que sólo podía evitar la ruina que le amenazaba entregándose en las manos de un solo hombre: fue este Solón, a quien se concedió de común consentimiento la dignidad de primer magistrado, legislador y árbitro soberano.

593. Descendía Solón de los antiguos reyes de Atenas, y desde sus primeros años se dedicó al comercio; ya fuese para mejorar el mal estado a que la prodigalidad de su padre había reducido la casa, o bien para instruirse en sus viajes de las leyes y costumbres de los otros pueblos, y cultivar con más fruto sus ventajosas disposiciones. Los vastos conocimientos que adquirió le colocaron en el número de los sabios de Grecia; y la dulzura de sus costumbres, el ardiente celo que manifestaba por el bien público, y el generoso desinterés con que rehusó la corona, le granjearon la estimación y veneración pública. Sus leyes sin embargo fueron imperfectas, porque los atenienses, según él decía, no se hallaban en estado de recibir otras mejores.

El supremo poder fue depositado en el pueblo, y se confirieron a los ciudadanos ricos todos los empleos de la magistratura; pero no con las facultades suficientes para contener a aquél en los límites de las suyas. En las asambleas públicas, que era en donde se trataban los asuntos de más importancia, y ante las cuales se apelaba de las sentencias y decretos del senado, cada ateniense tenía derecho a votar; de este modo, un populacho ignorante y ciego se hallaba en estado de decidir por la pluralidad de votos los más serios y más delicados negocios de la república.

El senado, compuesto primeramente de cuatrocientos miembros, sacados de las cuatro tribus que comprendían entonces todos los habitantes de la Ática, y que después se aumentó hasta seiscientos, era demasiado numeroso para deliberar con acierto, y además tenía poco ascendiente sobre el pueblo. Las asambleas ordinarias de éste solían celebrarse muchas veces cada ocho días, y en ellas estaba permitido echar sus arengas a todos los que pasasen de cincuenta años; y aunque se les prohibía a los oradores mezclarse en los negocios públicos sin haber acreditado antes su probidad y buenas costumbres, les era no obstante muy fácil triunfar de la prudencia y rectitud de los jueces. Por esto decía a Solón el escita Anacarsis: me admiro mucho de que en todas vuestras deliberaciones sean sabios los que propongan, y locos los que decidan. En efecto este establecimiento fue en lo sucesivo origen de muchos desastres; pero Solón se había visto precisado por las circunstancias a contemporizar con todos los partidos.

La autoridad del Areópago, que desde Dracón había ido en decadencia, fue restablecida por Solón: el número de senadoras era ilimitado, pues a todos los Arcontes que después de su año de ejercicio justificaban haber desempeñado sus funciones con integridad y buen celo se les concedía plaza en este tribunal. Conocía el Areópago de casi todos los crímenes; corregía los vicios, y vigilaba las buenas costumbres, pero la educación de la juventud, como que en ella se funda la prosperidad de un estado, era su principal objeto.

Dejó Solón en su fuerza y vigor todas las leyes de Dracón relativas al homicidio, y abolió las restantes, o más bien procuró mitigar su excesivo rigor. Todo ciudadano estaba autorizado para defender a los pobres de los insultos y vejaciones de los ricos, y poner a éstos en justicia, ya particularmente ante los Arcontes, o bien haciendo la acusación pública. El suicidio era un crimen contra el estado, y al que le cometía se le cortaba la mano derecha, enterrándola separadamente del cuerpo para mayor infamia. También se declaraban por infames los ociosos después de la tercera acusación; a la misma pena estaba sujeto el hijo disipador, o que se negaba a mantener a su padre; pero si éste no le había enseñado algún oficio, no estaba obligado a socorrerle, cuya exención comprendía también al hijo natural respecto de su padre, pues al cabo sólo le debía el oprobio de su nacimiento. Los ciudadanos que en una sedición no abrazaban algún partido eran tenidos por infames; tan justo es que no se muestren insensibles a los males de la patria y que procuren correr los riesgos comunes para salvarla. Las mujeres para casarse no debían llevar más que tres vestidos y algunos muebles de poco valor, a fin de que las dotes no arruinasen las familias. Al libertino que frecuentaba el trato de las cortesanas no se le permita subir a la tribuna de las arengas, como indigno de la confianza pública. El Arconte que se embriagaba tenía pena de la vida; a nadie se ponía preso por deudas; el que no tenía sucesión podía disponer de sus bienes a medida de su deseo; los hijos de los que morían en la guerra eran educados a expensas de la república; y los extranjeros no podían obtener en ella empleo alguno.

El ostracismo, que era un destierro por diez años, fue inventado para contener y reprimir la ambición de los ciudadanos, pues regularmente era la pena que sufrían aquellos que por su excesivo crédito o poder se hacían sospechosos; pero para imponerla era preciso que en la asamblea del pueblo se reuniesen seis mil votos contra el acusado.

Al paso que los atenienses tenían un entendimiento muy claro y despejado, su inconstancia y ligereza les hacía incurrir en las faltas más graves, y olvidar los más esenciales servicios. De aquí es que cuando las relevantes prendas y mérito de algún ciudadano le adquirían una alta reputación, le alejaban por medio del ostracismo; se arrepentían luego, le volvían a llamar, y renovaban sus injusticias en la primera ocasión que se les ofrecía.

Desde el momento en que Solón publicó sus leyes, se veía diariamente importunado por una infinidad de gentes que le pedían ya que derogase algunas o bien añadiese otras, como que les explicase su genuino sentido; y como no podía sin dar lugar a la envidia negarse a sus demandas ni satisfacer sus deseos, pidió y obtuvo licencia para viajar por diez años, esperando que este tiempo bastaría para que su legislación se consolidase.

Cuando Solón dio la vuelta a Atenas, halló la ciudad dividida en bandos; y aunque se observaban sus leyes, no había uno solo que no desease una nueva forma de gobierno. Pysistrato, hombre rico, amable, generoso y caritativo para con los pobres, prudente y moderado con sus enemigos, se valía de estas buenas cualidades para engañar más diestramente al pueblo y ocultarle su ambición desmesurada. Hirióse en una ocasión por su propia mano, y con todo el cuerpo ensangrentado se hizo conducir a la plaza, y alborotó el populacho, diciendo que sus enemigos le habían puesto en aquel estado, y que era victima de su amor a la república. Acercándose a él Solón a este tiempo, le dijo: hijo de Hippocrates, en verdad que no representas muy bien el Ulises de Homero, porque tú te hieres para engañar a tus conciudadanos, y aquel lo hizo para engañar a sus enemigos. Sin embargo obtuvo Pysistrato contra el dictamen de Solón una guardia para la seguridad de su persona, de la cual se valió después para apoderarse de la ciudadela; y habiendo desarmado de este modo la multitud, se revistió de la autoridad suprema.

560. Irritado Solón de que los atenienses hubiesen manifestado tanta debilidad y se hubiesen dejado subyugar tan cobardemente, se retiró a su casa, y arrojando las armas a la calle se mantuvo quieto y reposado; pero Pysistrato, después de haber sometido el pueblo enteramente, supo templarle con tan buena maña y le hizo tantas distinciones, que llegó a conseguir que fuese su consejero, y aprobase la mayor parte de sus operaciones. Solón vivió muchos años después, y entregado al estudio hasta su última hora.

De los treinta años que mediaron desde esta revolución hasta la muerte de Pysistrato, solo estuvo éste diez y siete a la cabeza de la república, pues se vio obligado en dos ocasiones a abandonar la Ática, y en otras dos volvió a tomar las riendas del gobierno, logrando por fin el consuelo de hacerlo hereditario en su familia.

Mientras que administró la república, fue el bien de los atenienses el único objeto de todos sus cuidados: sus leyes desterraron la ociosidad, fomentando la agricultura y la industria; distribuyó en los campos aquella multitud de ciudadanos que las facciones habían atraído a la capital; y para alentar el valor de las tropas, señaló a los inválidos una segura subsistencia por el resto de sus días. En todas partes se presentaba como un padre en medio de sus hijos, siempre dispuesto a escuchar los ruegos de los infelices, haciendo donativos a unos, a otros adelantos, y ofrecimientos a todos. Hermoseó la ciudad con templos magníficos, gimnasios y fuentes; dio a conocer a los atenienses las obras de Homero; formó para uso del público una biblioteca de los libros más selectos; y los repetidos actos de moderación y clemencia, que ejercía a cada paso, dulcificaron insensiblemente las costumbres y carácter áspero de los atenienses.

527. Sucedieron a Pysistrato sus dos hijos Hippias e Hippareo, que con menos talentos que el padre gobernaron por algún tiempo con la misma sabiduría. Llamaron a su corte a Anacreonte, cuyas obras son bien conocidas; a Simónides de la isla de Ceos, que cantó, según dicen, las glorias de su patria en versos dignos de su celebridad, bien que sus obras no hayan podido preservarse del olvido; y a otros poetas a quienes colmaron de presentes; protegieron las ciencias y establecieron escuelas públicas; pero su reinado sin embargo terminó antes de mucho tiempo del modo siguiente.

513 y 510. Había en Atenas dos jóvenes llamados Harmodio y Aristogiton, a quienes unía la más estrecha amistad. Hipparco, naturalmente libre y desenvuelto, no contento con haber seducido a una hermana de Harmodio, la insultó en una solemnidad publica, sosteniendo que no podía asistir a ella. Indignados los dos amigos de esta afrenta resolvieron matar al tirano, y en efecto lo consiguieron, aunque perecieron en la empresa. Hippias, que tuvo la felicidad de escaparse de la conjuración, condenó a muerte a un gran número de ciudadanos, a quienes creía cómplices en ella, soltando desde este instante las riendas a la injusticia. Pero Clystenes, jefe de los Alcmeónidas, desterrados de Atenas poco tiempo antes, habiendo reunido tres años después de la muerte de Hipparco todos los descontentos, con ellos y los socorros que le enviaron los lacedemonios destronó a Hippias, que después de haber andado errando con su familia por algún tiempo se refugió a la corte de Darío, rey de Persia, y murió al fin en la batalla de Marathon. Aunque la familia de Alcmeón había sido el principal instrumento de esta revolución, como los dos amigos Harmodio y Aristogiton habían dado el primer impulso, se llevaron las atenciones del pueblo, que en memoria de su acción les erigió estatuas en la plaza pública, honor que a nadie se había concedido hasta entonces.

Las rígidas y austeras virtudes de Esparta producían casi tantos héroes como ciudadanos; no les permitía la constitución más ejercicio que el de las armas y el examen y deliberación de los negocios; sus magistrados y generales eran ciegamente obedecidos, y sus leyes y principios de gobierno permanecían fijos e inalterables en el seno de la pobreza. Por el contrarío Atenas promovía la industria, el comercio y las ciencias; adquiría riquezas, y con ellas los vicios que engendran, y se dejaba arrastrar de los caprichos y pasiones; pero sus ciudadanos eran muy amantes de la gloria y de la patria: en caso de necesidad tomaban todos las armas para defenderla; y al paso que su valor los hacía temibles, su buen trato, y la hospitalidad y buena acogida que hallaban en Atenas todos los extranjeros, los hacía muy amables. Tales fueron las repúblicas de Esparta y Atenas que han inmortalizado la Grecia; y si en ésta hubiese habido menos licencia y amor al deleite y más moderación en aquella, deberían servir de modelo a todos los pueblos.

 

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