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ABRAHAM, padre de árabes y judíos – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ABRAHAM

Abraham - Diccionario Filosófico de VoltaireNo vamos a ocuparnos de la parte divina que se encierra en Abraham, porque la Biblia ya dice de esto todo lo que puede decir. Sólo nos ocuparemos con el mayor respeto de su parte profana, de lo que se refiere a la Geografía, al orden de los tiempos, a los usos y a las costumbres, ya que esos usos y esas costumbres, estando íntimamente unidos a la Historia Sagrada, son arroyos que parece que deben conservar algo de la divinidad de su origen.

Abraham, aunque nacido en las orillas del Eufrates, constituye una grande época para los occidentales, pero no para los orientales, que sin embargo le respetan. Los mahometanos sólo poseen cronología cierta desde su hégira. La ciencia de los tiempos, absolutamente perdida en los sitios donde sucedieron los grandes acontecimientos, llegó por fin hasta nuestros climas, en los que estos hechos se desconocían. Disputamos sobre todo lo que pasó en el Eufrates, en el Jordán y en el Nilo, y los que hoy día poseen el Nilo, el Jordán y el Eufrates disfrutan de esos países tranquilamente, sin entregarse a controversias y disputas.

A pesar de ser el principio de nuestra época la de Abraham, estamos desacordes respecto a su nacimiento en sesenta años. He aquí lo que consta de los registros:

«Tharé vivió setenta años, y engendró a Abraham, a Nacor y a Arán. (Génesis, cap. XI, vers. 26.)

»Y Tharé, después de vivir doscientos cinco años, murió en Harán.

»El Señor dijo a Abraham: Salid de vuestro país, de vuestra familia, de la casa de vuestro padre, y venid al país que yo os enseñaré, y yo os convertiré en padre de un gran pueblo,» (Génesis, cap. XII, vers. 1.)

Desde luego se ve claro en el texto de Tharé que éste tuvo a Abraham a los setenta años, y que murió a los doscientos cinco; y que Abraham, saliendo de Caldea inmediatamente después de la muerte de su padre, debía tener precisamente ciento treinta y cinco años cuando salió de su país. Ésta es también la opinión de San Esteban, manifestada en el discurso que dirigió a los judíos; pero sin embargo, el Génesis dice:

«Abraham tenía setenta y cinco años cuando salió de Harán.»

Este es el principal motivo de la disputa sobre la edad de Abraham; pero hay algunos más. ¿Cómo podía tener Abraham al mismo tiempo ciento treinta y cinco años y setenta y cinco? San Jerónimo y San Agustín dicen que esa dificultad es inexplicable. Calmet, que confiesa que esos dos no pudieron resolver el problema, se figura que lo resuelve diciendo que Abraham era el hijo menor de los hijos de Tharé, aunque el Génesis dice que era el primogénito. El Génesis dice que nació Abraham teniendo su padre setenta años, y Calmet le hace nacer cuando aquél contaba ciento treinta. Semejante conciliación dio margen a una nueva disputa. En la incertidumbre en que nos dejan el texto y el comentario, lo mejor que podemos hacer es adorar al patriarca y no disputar.

No hay época alguna en los tiempos antiquísimos que no haya producido multitud de opiniones diversas. Poseemos, según dice Moseri, setenta sistemas de cronología de la Historia Sagrada, a pesar de que ésta la dictó Dios mismo. Después que escribió Moseri se han conocido cinco maneras nuevas de conciliar los textos de la Escritura; de modo que ha habido tantas disputas sobre Abraham como años se le atribuyen en el texto cuando salió de Harán. Entre esos setenta y cinco sistemas no hay uno solo que nos diga cómo era la ciudad o la villa de Harán y dónde estaba situada. ¿Qué hilo puede guiarnos en el laberinto de las disputas entabladas desde el primer versículo de la Biblia hasta el último’? La resignación. El Espíritu Santo no quiso enseñarnos la cronología, la física y la lógica. Sólo deseó que fuéramos hombres temerosos de Dios y que nos sometiéramos a Él no pudiendo comprenderle.

Igualmente es difícil explicarnos cómo Sara, siendo mujer de Abraham, fue al mismo tiempo su hermana. Abraham dijo al rey Abimelec, que robó a Sara, por ser muy hermosa, a la edad de noventa años y estando embarazada de Isaac: «Es verdaderamente mi hermana; es hija de mi padre, pero no de mi madre, y la hice mi esposa» (1).

El Antiguo Testamento no nos explica que Sara fuese hermana de su marido. El abate Calmet, cuyo criterio y sagacidad son famosos, dice que podía ser su sobrina. Casarse con una hermana probablemente no sería cometer un incesto en Caldea, ni acaso tampoco en Persia. Las costumbres cambian según los tiempos y según los lugares. Puede suponerse que Abraham, hijo del idólatra Tharé, continuaba siendo idólatra cuando se casó con Sara, ya fuese ésta hermana suya o sobrina.

Varios Padres de la Iglesia excusan menos a Abraham por haber dicho a Sara en Egipto: «En cuanto te vean los egipcios me matarán y te robarán. Te ruego, pues, que digas que eres mi hermana, con objeto de que mi alma viva por tu gracia.» Sara sólo tenía entonces sesenta y cinco años; pero teniendo como tuvo veinticinco años después un rey por amante, bien pudo veinticinco años antes inspirar amor al Faraón de Egipto. Efectivamente, el Faraón la robó, como después la robó Abimelec y se la llevó al desierto.

Abraham recibió como regalos en la corte de Faraón «muchos bueyes, muchas ovejas, asnos, camellos, caballos, servidores y servidoras». Tan considerables presentes prueban que los Faraones eran entonces ya reyes poderosos y hacían las cosas en grande. El Egipto debió estar ya muy poblado. Pero para que fuese habitable aquella región y edificar en ella ciudades, fue preciso invertir muchos años, dedicándose a colosales trabajos, construir multitud de canales para que recogieran las aguas del Nilo, que inundaban el Egipto todos los años durante cuatro o cinco meses, y que en seguida encenagaban la tierra; fue preciso levantar esas ciudades veinte pies lo menos por encima de los canales. Y para realizar semejantes obras se necesita el transcurso de muchos siglos.

Y resulta, según la Biblia, que sólo habían mediado cuatrocientos años entre el diluvio y la época del viaje de Abraham a Egipto. Debió ser extraordinariamente ingenioso y trabajador infatigable el pueblo egipcio para conseguir en tan poco tiempo inventar artes y ciencias, domar el Nilo y cambiar el aspecto del país. Probablemente estaban ya construidas muchas de las grandes pirámides, porque poco tiempo después llevaron a la perfección el arte de embalsamar los cadáveres, y las pirámides fueron los sepulcros donde se depositaban los despojos mortales de los príncipes, celebrando augustas ceremonias.

La remota antigüedad que se atribuye a las pirámides es tan verosímil, que trescientos años antes, esto es, cien años después del diluvio de Noé, los asiáticos construyeron en las llanuras de Sennaar una torre que debía llegar hasta el cielo. San Jerónimo, comentando a Isaías, dice que esa torre tenía ya cuatro mil codos de altura cuando Dios descendió para destruirla.

Supongamos que cada codo lo formen dos pies y medio: la torre tendría la altura de diez mil pies, y por lo tanto la torre de Babel era veinte veces más alta que las pirámides de Egipto, que tienen de altura unos quinientos pies. Prodigiosa sería la cantidad de instrumentos que necesitaron para elevar un edificio semejante, en cuya construcción debían tomar parte todas las artes. Los comentaristas afirman que los hombres de aquella época eran incomparablemente más altos, más fuertes y más industriosos que los de las naciones modernas. Esto es lo que hay que notar al tratar de Abraham respecto a las artes y a las ciencias.

Respecto a su persona, es verosímil que fuera un personaje importantísimo. Los persas y los caldeos se disputaron su nacimiento. La antigua religión de los magos se llamó desde tiempo inmemorial Rish Ibrahim, Mitat Ibrahim, y hemos convenido en que la palabra Ibrahim significa Abraham, siendo común entre los asiáticos, que usaban rara vez las vocales, cambiar en la pronunciación la en o la en . También se ha supuesto que Abraham fue el Brahma de los indios, cuya nación se comunicó hasta con los pueblos del Eufrates, que desde tiempo inmemorial comerciaban en la India.

Los árabes le consideran como al fundador de la Meca. Mahoma le reconoce en el Corán corno al más respetable de sus predecesores. He aquí cómo se expresa hablando de él: «Abraham no era judío ni cristiano; era un musulmán ortodoxo; no pertenecía al número de los que dan compañeros a Dios.»

La temeridad del espíritu humano llegó hasta el extremo de imaginar que los judíos no se llamaron descendientes de Abraham hasta épocas más posteriores, hasta que pudieron fijarse en la Palestina. Como eran extranjeros, aborrecidos y despreciados de los pueblos inmediatos, para que se tuviese mejor opinión de ellos idearon ser descendientes de Abraham, que era reverenciado en gran parte del Asia. La fe que debemos tener en los libros sagrados de los judíos solventa todas estas dificultades.

Críticos no menos atrevidos presentan otras objeciones respecto al comercio inmediato que Abraham tuvo con Dios, respecto a sus combates y a sus victorias.

El Señor se le apareció después de salir de Egipto y le dijo: «Tiende los ojos hacia el Aquilón, hacia el Oriente, hacia el Mediodía y hacia el Occidente; te doy para siempre a ti y a tu posteridad hasta el fin de los siglos, in sempiternum, todo el territorio que distingue tu vista» (2). El Señor, casi enseguida, le promete «todo el terreno que media desde el Nilo hasta el Eufrates».

Los mencionados críticos preguntan cómo Dios pudo prometer el país inmenso que los judíos nunca poseyeron, y cómo pudo darles in sempiternum la pequeña parte de la Palestina de la que hace muchísimos años los expulsaron.

El Señor añade a esas promesas que la posteridad de Abraham será tan numerosa como el polvo de la tierra. «Si se puede contar el polvo de la tierra, se podrá contar el número de tus descendientes» (3)

Insisten objetando, y dicen que apenas existen en la actualidad en la superficie de la tierra cuatrocientos mil judíos,  aunque han considerado siempre el matrimonio como un deber sagrado y aunque ha sido sIempre su mayor objetivo el aumento de población. A estas objeciones se contesta que la Iglesia ha sustituido a la sinagoga, y que la Iglesia constituye la verdadera raza de Abraham, que efectivamente es así numerosísima. Verdad es que no posee la Palestina, pero puede poseerla algún día, como la conquistó en la época del papa Urbano II durante la primera cruzada. En una palabra, mirando con los ojos de la fe el Antiguo Testamento, todas las promesas se han cumplido… o se cumplirán, y la débil raza humana debe condenarse al silencio.

También los críticos ponen en duda la victoria que alcanzó Abraham en Sodoma. Dicen que es inconcebible que un extranjero que fue a Sodoma a apacentar sus ganados derrotara con ciento diez guardianes de bueyes y de corderos a un rey de Persia, a un rey del Ponto y a un rey de Babilonia, y que los persiguiera hasta Damasco, ciudad que dista de Sodoma más de cien millas. Semejante victoria no es, sin embargo, imposible; se ven dos ejemplos semejantes en aquellos tiempos heroicos, y no ha disminuido la fuerza del brazo de Dios. Gedeón, con trescientos hombres armados con trescientos cántaros y con trescientas lámparas, destruye un ejército entero; y Sansón, él solo, con una quijada de asno, mata mil filisteos. Las historias profanas nos suministran ejemplos parecidos: trescientos espartanos detienen un momento el ejército de Jerjes en el paso de las Termópilas; verdad es que, excepto uno solo que huyó, todos fueron muertos con su rey Leónidas; que Jerjes tuvo la cobardía de mandar que le ahorcaran, en vez de erigirle la estatua que merecía. Verdad es también que esos trescientos lacedemonios, que custodiaban un paraje escarpado por el que no podían pasar dos hombres a la vez, estaban protegidos por un ejército de diez mil griegos, distribuidos en puntos fortificados; y hay que añadir aún que contaban con cuatro mil hombres más en las mismas Termópilas, que perecieron después de defenderse mucho tiempo. Puede asegurarse que si hubieran ocupado un sitio menos inexpugnable que el que ocupaban esos trescientos espartanos, hubieran adquirido todavía más gloria defendiéndose en descubierto contra el ejército persa que los destrozó. En el monumento que se erigió después en el campo de batalla se mencionaron esas cuatro mil víctimas; pero en la actualidad sólo ha quedado en la memoria el recuerdo de los trescientos.

 

 

Otra acción no menos memorable, pero más desconocida, fue la de los trescientos soldados suizos que derrotaron en Morgarten al ejército del archiduque Leopoldo de Austria, ejército que constaba de veinte mil hombres. Esos trescientos suizos pusieron en fuga a toda la caballería, apedreándola desde lo alto de las rocas, ganando tiempo para que llegaran mil cuatrocientos soldados de Helvecia, que completaron la derrota del ejército enemigo. La batalla de Morgarten es más notable que la de las Termópilas, porque siempre es más notable vencer que ser vencido. Y basta de digresión, porque si las digresiones complacen al que las hace, no siempre son del gusto del que las lee, aunque a la generalidad de los lectores les complazca siempre saber que un número escaso de hombres derrota a grandes ejércitos.

II

Abraham es uno de los hombres célebres en el Asia Menor y en la Arabia, como Tesant lo fue en Egipto, el primer Zaratustra en Persia, Hércules en Grecia, Orfeo en Tracia, Odín en la naciones septentrionales, y otros conocidos por su celebridad más que por su historia verídica. Sólo me refiero aquí a la historia profana, porque respecto a la historia de los judíos, nuestros antecesores y nuestros enemigos (cuya historia creemos y detestamos, a pesar de que dicen que fue escrita por el Espíritu Santo), tenemos de ella la opinión que debemos tener. En esta ocasión nos referimos a los árabes, que se vanaglorian de descender de Abraham por la rama de Ismael, y que creen que ese patriarca edificó la Meca y murió en dicha ciudad. La verdad es que la raza de Ismael se vio mucho más favorecida por Dios que la raza de Jacob. Una y otra raza indudablemente produjeron ladrones; pero los ladrones árabes fueron superiores a los ladrones judíos. Los descendientes de Jacob sólo conquistaron un pequeño territorio, que perdieron, y los descendientes de Ismael conquistaron parte del Asia, de Europa y del África; establecieron un Imperio más vasto que el de los romanos, y expulsaron a los judíos de sus cavernas, que ellos llamaban la tierra de Promisión.

A juzgar por los ejemplos que ofrecen las historias modernas, es difícil convencerse de que Abraham fuera el padre de dos naciones tan diferentes. Se nos dice que nació en Caldea y que era hijo de un pobre alfarero que se ganaba la vida haciendo pequeños ídolos de barro; pero no es verosímil que el hijo de un alfarero fuese a fundar la Meca, a cuatrocientas leguas del sitio donde nació, bajo el Trópico, y atravesando desiertos impracticables. Si fuera un conquistador, indudablemente se hubiera dirigido al inmenso territorio de la Siria, y si no fue mas que un pobre hombre, como nos describen, no hubiera sido capaz de fundar reinos lejos del sitio donde nació.

El Génesis refiere que habían pasado setenta y cinco años cuando salió del territorio de Harán, después de la muerte de su padre Tharé el alfarero. Pero también el Génesis dice que Tharé engendró a Abraham a los setenta años, que Tharé vivió doscientos cinco, y que cuando murió, Abraham salió de Harán. O el autor no sabe lo que dice en esa narración, o resulta muy claro en el Génesis que Abraham tenía ciento treinta y cinco años cuando dejó la Mesopotamia. Salió de un país idólatra para ir a otro país idólatra también, que se llamaba Sichem, situado en la Palestina. ¿Para qué fue allí? ¿Por qué abandonó las riberas fértiles del Eufrates para ir a tan lejana y tan estéril región como es la de Sichem? El idioma caldeo debió ser muy diferente del que se hablaba en Sichem, y además aquel territorio no era comercial. Sichem dista de Caldea más de cien leguas, y es preciso pasar muchos desiertos para llegar allí. Pero Dios quiso tal vez que hiciera ese viaje para ver la tierra que habían de habitar sus descendientes muchos siglos después. El espíritu humano no alcanza a comprender el motivo de ese viaje.

Apenas llegó al país montañoso de Sichem, el hambre le obligó a abandonarlo, y se marchó a Egipto con su mujer, en busca de vituallas para vivir. Hay cien leguas desde Sichem a Memfis. ¿Es natural ir tan lejos a buscar trigo, en un país cuyo idioma se desconoce? Extraños son esos viajes emprendidos a la edad de ciento cuarenta años.

Lleva a Memfis su mujer Sara, que era extremadamente joven, casi una niña comparada con él, porque no tenía mas que sesenta y cinco años, y como era muy hermosa, resolvió sacar partido de su belleza. «Finge que eres mi hermana —le dijo—, para que por tu bella cara me traten bien a mí.» Debía haberle dicho: «Finge que eres mi hija.» Pero en fin… adelante. El rey se enamoró de la joven Sara, y regaló a su fingido hermano ovejas, bueyes, asnos, camellos, criados y criadas. Esto prueba que el Egipto era entonces ya un reino poderoso y civilizado, y por consecuencia muy antiguo, y además que recompensaban allí magníficamente a los hermanos que ofrecían sus hermanas a los reyes de Memfis.

La joven Sara tenía noventa años cuando Dios le prometió que Abraham, que había cumplido ciento sesenta, sería padre de un hijo suyo dentro de un año. Abraham, que era muy aficionado a viajar, se fue al desierto horrible de Cades, llevándose a su mujer embarazada, siempre joven y hermosa. Un rey del desierto se enamoró también de Sara, como se había enamorado un rey de Egipto. El padre de los creyentes dijo allí la misma mentira que en Egipto, hizo pasar a su mujer como hermana, y la mentira le proporcionó también ovejas, bueyes, criados y criadas. Puede decirse que Abraham llegó a ser muy rico por la finca de su mujer. Los comentaristas han escrito prodigioso número de volúmenes para justificar la conducta de Abraham y para ponerse de acuerdo con la cronología. Aconsejamos a nuestros lectores que lean esos comentarios, escritos por autores finos y delicados, excelentes metafísicos, hombres sin preocupaciones y algo pedantes.

Por otra parte, los nombres de Bram, Abram, eran famosos en la India y en la Persia, y hay varios doctores que se empeñan en que fue el mismo legislador que los griegos llamaron Zaratustra. Otros autores dicen que fue el Brahma de los indios; pero esto no está demostrado. Lo que es probable para muchos sabios es que Abraham fue caldeo o persa. Los judíos, en el transcurso del tiempo, se vanagloriaron de descender de él, como los francos de Héctor y los bretones de Tubal. Es doctrina admitida que la nación judía fue una horda relativamente moderna, que sólo muy tarde se estableció en Fenicia, que estaba rodeada de pueblos antiguos, cuyo idioma adoptó, que hasta tomó de ellos el nombre de Israel, que es caldeo, según la opinión del mismo judío Flavio Josefo. Sabido es que tomó de los babilónicos hasta los nombres de sus ángeles, y que sólo conoció la palabra Dios después que la conocieron los fenicios. Probablemente tomó de los babilónicos el nombre de Abraham o de Ibrahim, porque la antigua religión de todas aquellas regiones, desde el Eufrates hasta el Oxus, se llamaba Kishibrahim, Milafibrahim. Esto nos lo confirman los estudios que hizo en aquellos países el sabio Hide.

Los judíos hicieron, pues, con la historia y con la fábula antigua lo que hacen los ropavejeros con los trajes muy usados: los reforman y los venden como nuevos al precio mayor que pueden. Ha sido un ejemplo singular de la estupidez humana creer durante mucho tiempo que los judíos constituyeron una nación que había enseñado a todas las demás, cuando su mismo historiador Josefo confiesa que fue todo lo contrario.

Es dificilísimo penetrar en las tinieblas de la antigüedad, pero es evidente que estaban florecientes todos los reinos del Asia antes que la horda vagabunda de árabes que llamamos judíos poseyera un pequeño espacio de tierra propia, antes que fuera dueña de una sola ciudad, antes de dictar sus leyes y de tener religión fija. Cuando encontramos un antiguo rito, una primitiva opinión establecida en Egipto o en Asia antes de los judíos, es lógico suponer que el reducido pueblo recién formado, ignorante y grosero, copió como pudo a la nación antigua, industriosa y floreciente, y es preciso ser un ignorantón o un pícaro para asegurar que los judíos enseñaron a los griegos.

III

Abraham no sólo fue popular entre los judíos, sino que le reverenciaron en toda el Asia y hasta el fondo de las Indias. Esa denominación, que significa padre de un pueblo en algunas lenguas orientales, se la dieron a un habitante de Caldea del que muchas naciones se vanagloriaron de descender. El empeño que tuvieron los árabes y los judíos de probar que descendían de dicho patriarca no permite ni aun a los filósofos pirrónicos la duda de que haya existido un Abraham

Los libros hebreos dicen que es hijo de Tharé, y los árabes que era nieto, que Azar fue su padre, creencia que siguen muchos cristianos. Los comentaristas manifiestan cuarenta y dos opiniones respecto al año que nació Abraham, y yo no me atrevo a aventurar la cuarenta y tres; pero a juzgar por las fechas, parece que Abraham debió vivir sesenta años más que el texto le atribuye; pero estos errores de cronología no destruyen la verdad de un hecho, y aunque el libro que se ocupa de Abraham no fuese sagrado, no por eso dejaría de existir dicho patriarca. Los judíos distinguían entre los libros escritos por los hombres y los inspirados a algún hombre en particular. Su historia, aunque ligada a su ley divina, no constituía la misma ley. ¿Cómo hemos de creer, pues, que Dios dictara fechas falsas?

Filón el judío y Suidas refieren que Tharé, padre o abuelo de Abraham, que vivía en Ur, población de Caldea, era un pobre hombre que se ganaba la vida construyendo pequeños ídolos y que era idólatra. Si esto era así, la antigua religión del sabeísmo, que no adoraba ídolos y que veneraba el cielo y el sol, no debía haberse establecido aún en Caldea, o si se conocía en una pequeña parte del país, la idolatría debía tener culto en la mayor parte de él. En aquella primitiva época cada pequeño pueblo tenía su religión. Todas las religiones eran permitidas, y se confundían tranquilamente, así como cada familia tenía en el interior de sus hogares diferentes usos y costumbres. Labán, suegro de Jacob, adoraba ídolos. Cada pequeño pueblo creía natural que tuviera sus dioses la población vecina, limitándose a creer que su dios era el mejor.

La Biblia dice que el Dios de los judíos, que le destinó el territorio de Canaán, mandó a Abraham que abandonara el país fértil de la Caldea y que se fuese a la Palestina, prometiéndole que en su semilla bendeciría a todas las naciones del mundo. Corresponde explicar a los teólogos el sentido místico de esa alegoría, por el que se bendice a todas las naciones en una semilla de las que ellas no descienden. Pero ese sentido místico no es el objeto de mis estudios histórico-críticos.

Algún tiempo después de esa promesa, la familia de Abraham, acosada por el hambre, fue a Egipto a proporcionarse trigo. Es singular la suerte de los hebreos, que siempre fueron a Egipto acosados por el hambre, pues más tarde Jacob, por el mismo motivo, envió allí a sus hijos.

Abraham, que era decrépito, se arriesgó a hacer este viaje con su mujer Sara, de edad de sesenta y cinco años. Siendo muy hermosa, temió Abraham que los egipcios, cegados por su belleza, le matasen para gozar de los encantos de su esposa, y él propuso que se fingiese ser su hermana, etc. Debe suponerse que la naturaleza humana estaba dotada entonces de un extraordinario vigor, que el transcurso de tiempo y la malicia de las costumbres han debilitado después, porque de ese modo opinan también todos los antiguos, que aseguran que Elena tenía sesenta años cuando la robó Paris. Sucedió lo que Abraham había previsto: la juventud egipcia quedó fascinada al ver a su esposa, el mismo rey se enamoró de ella y la encerró en el serrallo, aunque probablemente tendría allí mujeres mucho más jóvenes; pero el Señor castigó al rey y a todo su serrallo enviándoles tres grandes plagas. El texto no dice cómo averiguó el rey que aquella beldad era la esposa de Abraham; pero lo cierto es que cuando lo supo la devolvió a su marido.

Era preciso que fuera inalterable la hermosura de Sara, porque veinticinco años después, encontrándose encinta a los noventa años, viajando con su esposo por la Fenicia, Abraham abrigó el mismo temor, y la hizo también pasar por hermana suya. El rey fenicio Abimelec fue tan sensible como el rey do Egipto, pero Dios se le apareció en sueños y le amenazó de muerte si se atrevía a tocar a su nueva querida. Preciso es confesar que la conducta de Sara fue tan extraña como la duración de sus atractivos.

La singularidad de estas aventuras fue probablemente el motivo que impidió que los judíos tuviesen tanta fe en sus historias como en su Levítico. Creían ciegamente en su ley, pero no guardaban tanto respeto a su historia. En cuanto a sus antiguos libros, se encontraban en igual caso que los ingleses, que admiten las leyes de San Eduardo y que no creen en absoluto que San Eduardo curara los tumores fríos. Se encontraban en el mismo caso que los romanos, que prestaban obediencia a sus antiguas leyes, pero que no se consideraban obligados a creer en el milagro de la criba llena de agua, ni en el del bajel que entró en el puerto en el cinturón de una vestal, etc., etc. Por eso el historiador Josefo, muy amante de su culto, deja sin embargo a sus lectores en libertad de creer o de no creer los antiguos prodigios que refiere.

La parte de la historia de Abraham relativa a sus viajes a Egipto y a Fenicia prueba que existían ya grandes reinos cuando la nación judía no era mas que una familia; que se habían promulgado profusión de leyes, porque sin leyes no puede subsistir ningún reino, y que por lo tanto la ley de Moisés, que es posterior, no puede ser la primera ley que se promulgó. No es necesario, sin embargo, que una ley sea la más antigua para que sea divina, porque es indudable que Dios es dueño absoluto de todas las épocas; pero sin embargo, parece más natural a nuestra débil razón que si Dios quiso dar una ley, la hubiera dictado al principio a todo el género humano.

El resto de la historia de Abraham presenta grandes contradicciones. Dios, que se le aparecía con frecuencia y que celebró con él muchos tratados, le envió un día tres ángeles al valle de Mombre, y el patriarca les dio para que comieran pan, carne de ternera, manteca y leche. Los tres comieron, y después de comer hicieron que se les presentase Sara, que había amasado el pan. Uno de esos ángeles, que el texto sagrado llama el Eterno, promete a Sara que dentro de un año tendrá un hijo. Sara, que había cumplido noventa y cuatro años, y cuyo esposo rayaba ya en la edad de ciento sesenta, se rió al oír semejante promesa. Esto prueba que confesaba su decrepitud y que la naturaleza humana no era diferente entonces de lo que es ahora. Esto no obstante, esa decrépita quedó embarazada, y enamoró el año siguiente al rey Abimelec, como acabamos de saber. Para creer que sean verosímiles esas historias se necesita estar dotados de una inteligencia enteramente opuesta a la que tenemos hoy, o considerar cada episodio de la vida de Abraham como un milagro, o creer que toda ella no es mas que una alegoría; de todos modos, cualquier partido de estos que adoptemos, nos será dificilísimo comprenderla. Por ejemplo, ¿qué valor podremos dar a la promesa que hizo Dios a Abraham de conceder a él y a su posteridad todo el territorio de Canaán, que jamás poseyó ese caldeo? Ésta es una de esas contradicciones que es imposible resolver.

Es asombroso y sorprendente que Dios, que hizo nacer a Isaac de una madre de noventa y cinco años y de un padre más que centenario, mandara a éste que degollase al hijo que le concedió cuando ya no podía esperar nueva descendencia. Ese extraño mandato de Dios prueba que en la época en que se escribió esa historia estaba en uso en el pueblo judío el sacrificio de víctimas humanas, como se verificaba en otras naciones. Pero puede interpretarse la obediencia de Abraham, que se prestó a sacrificar su propio hijo al Dios que se lo concedió, como una alegoría de la resignación con que el hombre debe sufrir las órdenes que dimanan del Ser Supremo.

Debemos hacer una observación importante respecto a la historia de dicho patriarca, considerado como padre de los judíos y de los árabes. Sus principales hijos fueron Isaac, que nació de su esposa por milagroso favor de la Providencia, e Ismael, que nació de su criada. En Isaac bendijo Dios la raza del patriarca, y sin embargo, Isaac es el padre de una nación desgraciada y despreciable que permaneció mucho tiempo esclava y vivió dispersa un sinnúmero de años. Ismael, por el contrario, fue el padre de los árabes, que consiguieron fundar el Imperio de los califas, que es uno de los más extensos y más poderosos del universo.

Los musulmanes profesan extraordinaria veneración a Abraham, que ellos llaman Ibrahim; creen que está enterrado en Hebrón, y allí van peregrinando; algunos de ellos creen que está enterrado en la Meca, y allí acuden a reverenciarle.

Algunos persas antiguos creyeron que Abraham era el mismo Zaratustra. Les sucedió lo mismo que a otros fundadores de las naciones orientales, a los que se atribuían diferentes nombres y diferentes aventuras; pero según se desprende del texto de la Sagrada Escritura, debió ser uno de esos árabes vagabundos que no tenían residencia fija; le hemos visto nacer en Ur, población de Caldea, ir a Harán, después a Palestina, a Egipto, a Fenicia, y al fin verse obligado a comprar su sepulcro en Hebrón.

Una de las más notables circunstancias de su vida fue que a la edad de noventa y nueve años, antes de engendrar a Isaac, ordenó que le circuncidaran a él, a su hijo Ismael y a todos sus sirvientes. Debió adoptar esta costumbre de los egipcios. Es difícil desentrañar el origen de semejante operación. Parece lo más probable que se inventara para precaver los abusos de la pubertad. Pero ¿a qué conducía cortarse el prepucio a los cien años?

Por otra parte, hay autores que aseguran que sólo los sacerdotes del Egipto practicaban antiguamente esta costumbre para distinguirse de los demás hombres. En tiempos remotísimos, en África y en parte de Asia, los personajes santos tenían por costumbre presentar el miembro viril a las mujeres que encontraban al paso para que lo besasen. En Egipto llevaban en procesión el fallum, que era un príapo grueso. Los órganos de la generación eran considerados como objeto noble y sagrado, como símbolo del poder divino. Les prestaban juramento, y al prestarlo ponían la mano en los testículos: y quizá de esa antigua costumbre sacaron la palabra que significa «testigo», porque antiguamente servían de testimonio y garantía. Cuando Abraham envió un sirviente suyo a pedir a Rebeca para esposa de su hijo lsaac, su servidor puso lo mano en las partes genitales de Abraham, que la Biblia traduce por la palabra «pierna» (4).

Por lo que acabamos de decir puede comprenderse lo distintas que eran de las nuestras las costumbres de la remota antigüedad. Al filósofo no debe sorprenderle que antiguamente se jurara por esa parte del cuerpo, como se jurara por otra cualquiera. Tampoco debe extrañar que los sacerdotes, siempre en su manía de distinguirse de los demás hombres, se pusieran un signo en una parte del cuerpo tan reverenciada entonces.

El Génesis dice que la circuncisión se verificó por medio de un pacto que celebraron Dios y Abraham, añadiendo que se debía privar de la vida al que no se circuncidara en la casa del referido patriarca. Esto no obstante, no se dice que Isaac lo estuviera, y en el sagrado libro no se vuelve a hablar de circuncisión hasta los tiempos de Moisés.

Terminaremos este artículo observando que Abraham, además de tener de Sara y de Agar dos hijos, cada uno de los cuales fue padre de una gran nación, tuvo otros seis hijos de Cethura, que se establecieron en la Arabia; pero su posteridad no fue célebre.

__________

(1) Génesis, cap. XX, vers. 12.
(2) Génesis, cap. XVIII, vers. 14 y 15.
(3) Idem, cap. XIII, vers. 16.
(4) Génesis, cap. XXIV, vers. 2.

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