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APARICIÓN, visiones religiosas – Voltaire – Diccionario Filosófico

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VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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APARICIÓN

Aparicion - Diccionario Filosófico de VoltaireNo es tan raro como se cree que la persona extraordinariamente excitada vea lo que no existe. En 1726, una mujer, acusada en Londres de ser cómplice del asesinato de su marido, negó el hecho; le presentaron el traje del difunto, moviéndole en su presencia, y la imaginación espantada de la mujer vio a su esposo ante ella, se arrojó a sus pies y quiso besarlos, confesando a los jurados que veía a su esposo.

No debe sorprendernos que Teodorico viese en el cuerpo de un pez que le sirvieron durante la comida la cabeza de Símaco, al que mandó matar injustamente. Carlos IX, después de las matanzas de la Saint-Barthelemy, veía en todas partes muertos y sangre, no soñando sino despierto, entre las convulsiones que le producía su espíritu perturbado, que no le dejaba conciliar el sueño. Su médico y su nodriza lo atestiguaron. Las visiones fantásticas son frecuentes en los tabardillos; los que las padecen no se figuran ver, sino que ven efectivamente. El fantasma existe para el que lo percibe. Si no estuviera dotada del don de la razón la máquina humana, cuya razón corrige todas esas ilusiones, las imaginaciones exaltadas vivirían en continuo enajenamiento, y sería imposible curarlas. Sobre todo en el estado intermedio en que se encuentra la naturaleza humana entre la vigilia y el sueño, es cuando el cerebro inflamado ve objetos imaginarios y oye sonidos que nadie lanza. El temor, el amor, el dolor y el remordimiento son los pintores que trazan los cuadros en las imaginaciones trastornadas. El ojo que recibe un golpe en su ángulo durante la noche y que ve saltar chispas es una débil imagen de las inflamaciones que sufre nuestro cerebro.

Los teólogos creen que a esas causas naturales agregó la voluntad del Señor de la Naturaleza su divina influencia muchas veces; y de esta creencia son evidentes testimonios el Antiguo y el Nuevo Testamento. La Providencia se dignó enviar apariciones y visiones en favor del pueblo judío, que antiguamente fue su pueblo predilecto.

Sucede quizás con el transcurso de los años, que algunas almas indudablemente religiosas, pero víctimas de su entusiasmo, creen recibir de su comunión íntima con Dios lo que sólo reciben de su imaginación inflamada. Entonces es cuando necesitan un buen consejo, y sobre todo un buen médico.

Innumerables son las historias que existen de apariciones. Supónese que, dando crédito a una aparición, San Teodoro, en los primeros años del siglo IV, incendió el templo de Amasseo y lo redujo a cenizas. No es verosímil que Dios le mandara ejecutar semejante acto, que es un acto criminal, y causó la muerte de varios ciudadanos, exponiendo a los cristianos a una venganza justa.

Pueden creer los católicos que Jesucristo se apareciera a San Víctor; pero que San Benito viera el alma de San Germán que se la llevaban al cielo los ángeles, y que dos monjes vieran también la cabeza de San Benito caminar sobre una alfombra, extendida desde el cielo hasta el monasterio de Monte-Casino, es más difícil de creer.

Puede también dudarse, sin inferir ofensa a la religión, que un ángel se llevara al infierno a San Euquerio, y que éste viera allí el alma de Carlos Martel, y que un santo ermitaño de Italia viera que los diablos dentro de una barca ataban el alma de Dagoberto y la azotaban, porque no es fácil darse razón de que un alma pueda andar sobre una alfombra, ni que se la pueda atar sobre una barca, ni que sea posible azotarla allí. Pero sí que es posible que cerebros exaltados tengan semejantes visiones, porque hay mil ejemplos de que así ha sucedido durante todos los siglos.

El ilustre Bossuet refiere en la Oración fúnebre de la princesa Palatina que dos visiones influyeron poderosamente sobre dicha princesa y decidieron todos los actos de su vida durante sus últimos años. Debemos creer que esas visiones fueron celestes, porque así las considera el sabio obispo de Meaux, que penetró en las profundidades de la teología, y acometió la empresa de levantar el velo que cubre el Apocalipsis. Dice Bossuet que la princesa Palatina, después de prestar cien mil francos a la reina de Polonia, su hermana, de vender el ducado de Rethelois por un millón, y luego de casar ventajosamente a sus hijas, siendo feliz según la opinión del mundo, pero dudando por desgracia de las verdades católicas, dos visiones se le aparecieron, llevando a su espíritu la convicción y el amor a esas verdades inefables. La primera la tuvo en un sueño, en el que un ciego de nacimiento la confesó que no tenía idea ninguna de lo que era la luz, y le dijo que se debía creer a los demás respecto a las verdades que no podemos concebir. La segunda visión se la produjo el trastorno que experimentó su cerebro en un acceso de calentura. Vio una gallina que corría detrás de uno de sus polluelos, que un perro tenía en la boca: la princesa Palatina se lo quitó al perro, y una voz le gritó: «Devuélvele el pollo; si le privas de la comida, el perro no vigilará.» «No —contestó la princesa—, no se lo quiero dar.» Ese polluelo era el alma de Ana de Gonzaga, princesa Palatina: la gallina era la Iglesia y el perro el diablo. Ana de Gonzaga, que no quería devolver el pollo al perro, era la gracia eficaz.

Bossuet predicó esta oración fúnebre a las religiosas carmelitas del arrabal de Santiago en París, ante todos los dependientes de la casa de Condé, diciéndoles estas notables frases: «Oídlo bien, y sobre todo guardaos bien de oír con desprecio la orden de las advertencias divinas y la de la gracia eficaz.»

Los lectores deben, pues, leer esa historia con el mismo respeto que el auditorio la escuchó. Los efectos extraordinarios de la Providencia son como los milagros de los santos canonizados: deben probarse con testimonios irreprochables. ¿Qué testimonio más legal podríamos alegar en defensa de las visiones de la princesa Palatina que el que alegó el sabio obispo que pasó toda su vida en distinguir la verdad de la apariencia? Bossuet combatió con energía a las monjas de Port-Royal sobre el formulario; a Paul Forri, sobre el Catecismo; al ministro Claude, sobre las variaciones de la Iglesia; al doctor Dupín, sobre la China; al padre Simón, sobre la inteligencia del texto sagrado; al cardenal Sfondrate, sobre la predestinación; al Papa, sobre los derechos de la Iglesia galicana; al arzobispo de Cambray, sobre el amor y el desinterés. No le arredraron ni los títulos, ni la reputación, ni la dialéctica de sus adversarios. ¿Recitó ese hecho? Luego lo creyó. Creámoslo nosotros también, a pesar de las muchas burlas que ha suscitado. Respetemos los decretos de la Providencia, pero desconfiemos de los arrebatos de la imaginación, a la que Malebranche llama, no sin motivo, «la loca de la casa». Todo el mundo no puede vanagloriarse de haber tenido las dos visiones que se aparecieron a la princesa Palatina.

Jesucristo se apareció a Santa Catalina de Sena, se desposó con ella, y le entregó un anillo. Es respetable esta aparición mística, porque la afirman Raimundo de Capua, general de los dominicos, que era su confesor, y el papa Urbano VI; pero no cree en ella el sabio Fleury, autor de la Historia eclesiástica. Refiere la aparición de la madre Angélica, abadesa de Port-Royal, a la hermana Dorotea, un hombre de gran reputación en el partido jansenista, Dufossé, autor de las Memorias de Pautis. La madre Angélica, mucho tiempo después de su muerte, se sentaba en la iglesia de Port-Royal y ocupaba su mismo sitio con el báculo en la mano; llamaba a la hermana Dorotea y le comunicaba terribles secretos.

Los franciscanos, los jacobinos, los jansenistas y los molinistas también tuvieron sus apariciones y sus milagros.

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