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Vidas de los APÓSTOLES – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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APÓSTOLES

Apóstoles - Diccionario Filosófico de VoltaireDespués de publicado en la Enciclopedia el artículo denominado Apóstol, que es tan erudito como ortodoxo, poco resta que decir sobre esta materia. Quizás sólo falta contestar a las siguientes preguntas que se hacen con frecuencia: ¿Los apóstoles eran casados? ¿Tuvieron hijos? ¿Esos hijos qué se hicieron? ¿Dónde vivieron los apóstoles, dónde escribieron y murieron? ¿Tuvieron distrito propio, ejercieron su ministerio civil y jurisdicción sobre los fieles? ¿Fueron obispos, tuvieron jerarquías, ritos y ceremonias?

Los apóstoles fueron casados

Se conserva una carta, atribuida a San Ignacio mártir, que contiene estas decisivas palabras: «Me acuerdo de vuestra santidad, como de Elías, de Jeremías, de Juan Bautista, de los discípulos predilectos Timoteo, Tito, Evodio y Clemente, que vivieron en estado de castidad; pero no por eso vitupero a los demás bienaventurados que se ligaron con el vínculo del matrimonio. Yo deseo ser digno de Dios siguiendo los vestigios de éstos, y entrar en el reino celestial como Abraham, Isaac, Jacob e Isaías, como San Pedro y San Pablo y otros apóstoles que fueron casados.»

Algunos sabios suponen que el nombre de San Pablo se añadió más tarde en esa carta famosa. Pero Turrien y otros, que han leído las cartas de San Ignacio (que escritas en latín se conservan en la biblioteca del Vaticano), confiesan que en esa carta estaba ya escrito el nombre de San Pablo. Baronio no niega que ese pasaje se encuentre en algunos manuscritos griegos. Existió en la antigua biblioteca de Oxford un manuscrito de cartas de San Ignacio, en el que se encuentran estas palabras: «Non negamus in quibusdam græcis codicibus»; pero Baronio afirma que esas palabras las añadieron los griegos modernos. Ignoro si se quemó el referido manuscrito con otros muchos libros cuando Cromwell se apoderó de Oxford. Queda un ejemplar latino en la biblioteca de la ciudad que acabamos de mencionar; en él, las palabras Pauli et apostolorum están borradas, pero de modo que se pueden leer todavía. Además, el pasaje de San Ignacio que hemos trascrito se encuentra en varias ediciones de sus cartas, y nos parece una frivolidad mover una cuestión por el casamiento de San Pablo. ¿Qué importa que fuera o no fuera casado, si los demás apóstoles lo fueron? Basta leer su primera epístola dirigida a los corintios para convencerse de que pudo ser casado, como los demás apóstoles (1). Dice así: «¿Acaso no tenemos el derecho de comer y de beber en vuestra casa, de llevar a ella a nuestra esposa, a nuestra hermana, como los demás apóstoles? ¿Seríamos los únicos Bernabé y yo que careciéramos de ese derecho?»

Ese pasaje da a entender de un modo indubitable que todos los apóstoles eran casados, incluso San Pedro, y San Clemente de Alejandría declara terminantemente que San Pablo tenía mujer.

La disciplina de la Iglesia romana no admite el casamiento de los clérigos; pero este cambio no puede impedir que se casaran en los tiempos primitivos de la Iglesia.

II

De los hijos de los apóstoles

Tenemos muy pocos datos sobre las familias de los apóstoles. San Clemente de Alejandría dice que San Pedro tuvo hijos, que San Felipe tuvo hijas y las casó (2).

Las Actas de los Apóstoles dicen que las cuatro hijas de San Felipe eran profetisas (3). Créese que una de ellas fue casada y se llamó Santa Hermiona.

Refiere Eusebio que Nicolás, escogido por los apóstoles para cooperar al santo ministerio con San Esteban, era casado con una mujer muy hermosa y estaba celoso. Los apóstoles le afearon sus celos, de cuyo defecto logró corregirse, hasta el punto de que les presentó su mujer y les dijo: «Estoy dispuesto a cederla y a que se case con quien quiera.» Los apóstoles no aceptaron esa proposición. Nicolás tuvo de su mujer un hijo y varias hijas.

Cleofás, según dicen Eusebio y San Epifanio, era hermano de San José y padre de Santiago el Menor y de San Judas, el cual lo tuvo de María, hermana de la Virgen. De modo que San Judas apóstol era primo hermano de Jesucristo.

Hegesipo, citado por Eusebio, dice que dos nietos de San Judas fueron delatados al emperador Domiciano como descendientes de David, y por tanto como poseedores de un derecho incontestable al trono de Jerusalén. Temiendo Domiciano que quisieran hacer valer su derecho, les interrogó para conocer sus intenciones. Se concretaron ellos a describirle su genealogía, el emperador les preguntó qué fortuna poseían, y ellos contestaron que eran dueños de treinta y nueve fanegas de tierra, por las que pagaban tributo, y que necesitaban trabajar para poder vivir. El emperador les preguntó también cuándo creían que llegaría el reinado de Jesucristo; ellos le contestaron que llegaría al finalizar el mundo. Después de este interrogatorio, les despidió Domiciano, diciéndoles que se podían ir donde quisieran. Esto prueba que ese emperador no era amigo de persecuciones, como generalmente se cree.

Si no estoy equivocado, esto es todo lo que se sabe acerca de los hijos de los apóstoles

III

¿Dónde vivieron y murieron los apóstoles?

Según dice Eusebio, Santiago, apellidado el Justo, hermano de Jesucristo, fue el primero que ocupó el «trono episcopal» de la ciudad de Jerusalén. Éstas son sus propias palabras. De modo que, según su opinión, el primer obispado que hubo fue el de Jerusalén, suponiendo que los judíos conociesen la palabra obispo. Parece probable que el hermano de Jesús fuera su segundo y que la ciudad donde se verificó el milagro de la salvación fuese la metrópoli del mundo cristiano. Respecto al «trono episcopal», debemos decir que eso es una frase que Eusebio usa prematuramente, porque es sabido que entonces no había ni tronos ni Santa Sede.

Añade Eusebio, copiándolo de San Clemente, que los demás apóstoles no disputaron a Santiago tan honrosa dignidad, y que le nombraron para que la desempeñara inmediatamente después de la Ascensión. «El Señor —dice Eusebio—, después de su resurrección, concedió a Santiago, a Juan y a Pedro el don de la ciencia.» Según indican esas palabras, Eusebio pone en primer lugar a Santiago; en segundo lugar a Juan, y nombra el último a Pedro. Parece justo que el hermano y el discípulo predilecto de Jesús ocupasen sitios preferentes al apóstol que lo negó.

La Iglesia griega y los reformistas preguntan con mucha razón en qué documentos se funda la primacía que atribuyen a Pedro. A esto los católicos romanos contestan que si los Padres de la Iglesia no le nombran el primero, está el primero en las Actas de los Apóstoles. Los griegos y todos los que profesan la doctrina contraria les replican que San Pedro no fue el primer obispo, y esta cuestión subsistirá mientras existan Iglesia griega e Iglesia latina.

 

Santiago, primer obispo de Jerusalén, hermano del Señor, continuó siempre observando la ley mosaica. Era recabita, nunca se afeitaba, iba descalzo, se prosternaba dos veces cada día en el templo de los judíos, y éstos le apellidaban Oblia, que significa Justo. Los judíos continuamente le asediaban para que les dijera quién era Jesucristo (4), y en una ocasión que les respondió que Jesús era «el hijo del hombre, que se sienta a derecha de Dios y que descendía desde las nubes», lo molieron a palos.

Ese Santiago que fue el primer obispo de Jerusalén es Santiago el Menor. Santiago el Mayor era tío suyo, hermano de San Juan Evangelista, hijo de Zebedeo y Salomé. Créese que Gippa, rey de los judíos, lo hizo decapitar en Jerusalén. San Juan permaneció en Asia y gobernó la Iglesia de Éfeso, en la que se cree lo enterraron.

San Andrés, hermano de San Pedro, abandonó la escuela de San Juan Bautista por seguir la de Jesucristo. No se sabe a punto fijo si predicó en Tartaria o en Argos; pero para resolver la dificultad dicen que predicó en Epiro. Nadie sabe dónde le martirizaron ni si fue mártir, porque las actas de su martirio son falsas, según la opinión de los sabios; los pintores le representan siempre con una cruz en forma de aspa, a la que ha dado su nombre. Prevaleció siempre esta costumbre, sin que podamos conocer el origen de ella.

San Pedro predicó a los judíos dispersos en el Ponto, en Bitinia, en la Capadocia, en Antioquía y en Babilonia. Las Actas de los Apóstoles nada dicen de su viaje a Roma. El mismo San Pablo tampoco se ocupa de tal viaje en las cartas que escribió en dicha ciudad. San Justino es el primer autor acreditado que se ocupa del viaje, respecto al que los sabios no están acordes. San Ireneo dice que San Pedro y San Pablo fueron a Roma y entregaron el gobierno a San Lino. Esta opinión enreda todavía más la cuestión del viaje; porque si esos dos apóstoles nombraron a San Lino inspector de la naciente sociedad cristiana en Roma, debemos inferir que ellos no la dirigieron y que no permanecieron tampoco en la referida ciudad.

La crítica hizo nacer en este asunto multitud de incertidumbres. Es insostenible la opinión de que San Pedro fuera a Roma durante el imperio de Nerón y de que ocupó el trono pontificio durante veinticinco años, porque Nerón sólo reinó trece. La silla de madera que se conserva en una caja en la iglesia de Roma, de ningún modo pudo haber pertenecido a San Pedro. La madera no dura tantos siglos, y no es creíble que San Pedro enseñara sentado en ella como se enseña en una escuela, porque está probado que los judíos de Roma eran los enemigos más violentos y más audaces que tenían los discípulos de Jesucristo.

La mayor dificultad que quizás ofrece esta cuestión consiste en que San Pablo, en una de sus epístolas escritas en Roma, dice terminantemente que sólo le secundaron Aristarco, Marco y otro hombre que se llamaba Jesús. Esta objeción parece inexplicable a los mejores críticos. El mismo San Pablo, en otra de sus epístolas, dice que obligó a Santiago, a Cefas y a Juan, que eran columnas, a que reconocieran también por columnas a Bernabé y a él.

Nicéfero Calixto, autor del siglo XIV, dice «que San Pedro era delgado, alto y derecho, de cara larga y pálida, con barba y cabellos espesos, cortos y crespos, de ojos negros y nariz grande». De este modo traduce Calmet este pasaje en su Diccionario de la Biblia

«San Bartolome.—Esta palabra corrompida trae su origen de la palabra Bar Ptolemaios (5), que quiere decir hijo de Ptolomeo. Sabemos por las Actas de los Apóstoles que nació en Galilea. Eusebio dice que fue a predicar a la India, a la Arabia Feliz, a la Persia y a la Abisinia. Créese que es el mismo Nathanael. Atribúyesele un evangelio, pero es inseguro todo lo que se dice de su vida y de su muerte. Suponen que Aastyage, rey de Armenia, le hizo despellejar vivo, pero esta historia la consideran fabulosa los críticos.

»San Felipe.—Si damos crédito a las leyendas apócrifas, vivió ochenta y siete años y murió tranquilamente durante el imperio de Trajano.

»Santo Tomás.—Orígenes, citado por Eusebio, dice que fue a predicar a los medas, a los persas y a los magos (como si los magos constituyeran un pueblo). Añade que bautizó a uno de los magos que fueron a Belén. Los maniqueos suponen que un león devoró a un hombre que había dado una bofetada a Santo Tomás. Los escritores portugueses aseguran que le dieron martirio en Meliapur, que está en la península de la India. La Iglesia griega cree que predicó en la India y que desde allí transportaron su cadáver a Edesa.

»San Matías.—No se sabe de él ninguna particularidad. Escribió su vida en el siglo XII un fraile de la abadía de San Matías de Tréveris, que dijo que la conocía por un judío que se la tradujo del hebreo al latín.

»San Mateo.—Si hemos de dar crédito a Rufino, a Sócrates y a Abdías, predicó y murió en Etiopía. Heracleón dice que vivió muchos años y que murió de muerte natural. Pero Abdías dice que Hirtaco, rey de Etiopía, trataba de casarse con su sobrina Ifigenia, y no queriendo San Mateo permitirle semejante enlace, mandó que le decapitaran e incendió la casa de Ifigenia.

»San Simón Cananeo, que se festejaba generalmente al mismo tiempo que San Judas.—Desconocemos su vida. Los griegos modernos dicen que predicó en la Libia y desde allí pasó a Inglaterra. Otros autores dicen que le martirizaron en Persia.

»San Tadeo, al que los judíos en el Evangelio de San Tadeo llaman hermano de Jesucristo, y que en opinión de Eusebio sólo era primo hermano.»

Todas estas relaciones, la mayor parte inciertas y vagas, nos dan pocas noticias de la vida de los apóstoles; pero si hay en ellas poca materia para excitar la curiosidad, hay la suficiente para instruirnos.

De los cuatro evangelios escogidos entre los cincuenta y cuatro que escribieron los primitivos cristianos, hay dos que no los compusieron los apóstoles: el de San Marcos y el de San Lucas.

San Pablo no fue uno de los doce apóstoles, y sin embargo, contribuyó más a establecer el cristianismo. Fue el único hombre de letras que había entre ellos; hizo sus estudios en la escuela de Gamaliel: El gobernador de Judea, Festo, le critica que sea demasiado sabio, y no alcanzando a comprender las sublimidades de su doctrina, le dice: «Estás loco, Pablo; tus estudios te han conducido a la locura.»

En su primera epístola a los corintios, calificándose a sí mismo de enviado, les dice: «¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a vuestro Señor? Aunque no sea apóstol como los demás apóstoles, lo soy para vosotros; si ellos son ministros de Cristo, aunque me acuséis de imprudente os diré que lo soy más que ellos.»

Pudo efectivamente ver a Jesús cuando estaba estudiando en Jerusalén en la escuela de Gamaliel; pero ésta no era una razón para autorizar su apostolado. No estaba clasificado entre los discípulos de Jesús, porque en tiempos anteriores los había perseguido y fue cómplice de la muerte de San Esteban. Sorprende que no justifique más pronto su voluntario apostolado, alegando como motivo el milagro que en su favor hizo después Jesucristo, y que consistió en la luz celestial que se le apareció en pleno mediodía, que le derribó del caballo y que le elevó al tercer cielo.

San Epifanio cita aún más actas de los apóstoles (6), que cree las compusieron los cristianos que se llamaron «ebionitas», y que rechazó la Iglesia; actas antiquísimas, pero llenas de injurias contra San Pablo. En ellas consta que San Pablo nació en Tarsis, de padres idólatras; que fue a Jerusalén, donde permaneció bastante tiempo, y allí trató de casarse con la hija de Gamaliel, y por ese proyecto se hizo judío y dejó que le circuncidaran. Pero que, o no habiendo conseguido a la doncella, o no encontrándola virgen, montó en cólera y se dedicó a escribir contra la circuncisión, contra el sábado y contra todas las leyes judías.

Estas injuriosas frases denotan que los primitivos cristianos, llamados «ebionitas» o «pobres», practicaban las ceremonias del sábado y la circuncisión y que eran enemigos de San Pablo, al que consideraban como un intruso que quería trastornarlo todo. En una palabra: como eran herejes se obstinaban en esparcir la difamación de sus enemigos, procedimiento que es común al espíritu de partido. Por eso San Pablo los trata de falsos apóstoles, de operarios engañadores, los colma de injurias y hasta los llama perros en su epístola a los filipos.

San Jerónimo asegura que San Pablo nació en Giscala, pueblo de Galilea, y no en Tarsis. Otros autores le niegan la cualidad de ciudadano romano, porque entonces no habían ciudadanos romanos ni en Tarsis ni en Giscala, y Tarsis no fue colonia romana hasta cien años después. Pero debemos tener fe en las Actas de los Apóstoles, que inspiró el Espíritu Santo, y cuya opinión debe prevalecer sobre la de San Jerónimo, a pesar de ser éste un sabio.

Es interesante todo lo que se dice de San Pedro y San Pablo. Si Nicéforo nos proporciona el retrato del primero, las Actas de Santa Tecla, que aunque no son canónicas son del primer siglo, nos dan el retrato del segundo. Dicen esas actas que San Pablo era de corta estatura, calvo, con los muslos torcidos, las piernas gruesas, nariz aguileña, cejijunto y lleno de la gracia del Señor. Por lo demás, esas actas de San Pablo y de Santa Tecla las escribió, según dice Tertuliano, un asiático, discípulo del mismo San Pablo.

IV

¿Qué disciplina tuvieron los apóstoles y los primeros discípulos?

Parece que todos fueron iguales. La igualdad era el gran principio de los esenios, de los recabitas, de los terapeutas, de los discípulos de Juan, y sobre todo de Jesucristo, que la recomienda repetidas veces.

San Bernabé, que no era apóstol, da su voto como éstos. San Pablo, que tampoco lo fue durante la vida de Jesús, no sólo es igual a los apóstoles, sino que ejerce ascendiente sobre ellos y reprende duramente a San Pedro. Entre ellos no hay ninguno superior cuando se reúnen; nadie preside, ni aun por turno. Al principio no se llamaron obispos. San Pedro sólo da el nombre de «obispo» o un epíteto equivalente a Jesucristo, a quien llama «vigilante de las almas». El nombre de «vigilante» o de «obispo» se aplica en seguida indiferentemente a los ancianos, que nosotros llamamos «sacerdotes»; pero sin ninguna ceremonia, sin indicar este nombre ninguna dignidad ni marcar ninguna preeminencia.

Los ancianos estaban encargados de distribuir las limosnas. Entre los más jóvenes nombraban siete por pluralidad de votos, para «tener cuidado de las tablas», cuyo hecho se prueba evidentemente con las comidas que hacían en comunidad. No encontramos el menor vestigio en los documentos antiguos para creer que tuvieran jurisdicción, mando y facultad para imponer castigos.

Verdad es que Ananías y Safira murieron por no haber entregado íntegra a San Pedro la cantidad que administraban, por haber retenido parte de este dinero para satisfacer sus necesidades más apremiantes, por no confesarlo, por haber mentido. Pero no fue San Pedro el que los sentenció. Éste, adivinando la falta que cometió Ananías, se la echó en cara diciéndole: «Has mentido al Espíritu Santo», y de repente Ananías cayó en tierra muerto. Luego se presentó Safira, y Pedro, en vez de reprenderla, la interrogó como si fuese su juez. La tiende un lazo, diciéndola: «Mujer, dime en qué cantidad habéis vendido vuestro campo.» La mujer responde como el marido. Sorprende que al presentarse ante San Pedro no supiera que su esposo había muerto, que nadie se lo dijera, que no hubiera visto reinar en la asamblea la excitación y el tumulto que semejante muerte debía haber producido. Es extraño que esa mujer no entrara en la casa llorando y gritando y que la interrogaran tranquilamente, como si estuviera declarando ante un tribunal severo. Pero es más sorprendente todavía que San Pedro la dijera: «Mujer, ¿ves los pies de los que se han llevado a tu marido? Pues esos mismos hombres van a llevarte a ti también.» En aquel mismo instante se ejecutó la sentencia. Aquel acto tuvo gran parecido con la audiencia que da un juez despótico para oír a un criminal.

Pero es menester considerar que San Pedro, en aquella ocasión, sólo fue el órgano de Jesucristo y del Espíritu Santo, a los que Ananías y su esposa mintieron, y que Jesucristo y el Espíritu Santo los castigaron por medio de una muerte súbita, que fue un milagro verificado para aterrorizar a los que dan parte de sus bienes a la Iglesia y dicen que los han entregado íntegros y retienen parte de ellos para destinarlos a usos profanos. El juicioso Calmet hace resaltar las opiniones contrapuestas que han manifestado los Padres de la Iglesia y los comentaristas respecto a la salvación de aquellos dos primitivos cristianos, cuyo pecado consistió en una sencilla reticencia, pero una reticencia culpable. Pero tengan razón unos u otros, lo cierto es que los apóstoles no tenían otra jurisdicción, otro poder ni otra autoridad que la que conseguían por medio de la persuasión.

Por otra parte parece, según se desprende de esta misma historia, que los cristianos hacían vida común. En cuanto se reunían dos o tres, Jesucristo los asistía, y podían recibir igualmente al Espíritu Santo. Jesús era su verdadero, su único superior, y les había dicho: «No llaméis padre a ninguno en el mundo, porque no tenéis mas que un Padre, que está en el cielo. No deseéis tampoco que os llamen señores, porque sólo tenéis un solo Señor y porque todos sois hermanos; ni que os llamen doctores, porque vuestro único doctor es Jesús.»

En la época de los apóstoles no se conocieron los ritos, ni existía la liturgia, ni se practicaban ceremonias, ni tenían horas marcadas para reunirse los cristianos. Los discípulos de los apóstoles bautizaban a los catecúmenos soplándoles en la boca para que en ella entrara con el soplo el Espíritu Santo (7), lo mismo que Jesucristo había soplado en la boca de los apóstoles, cuya práctica se observa hoy todavía en algunas iglesias cuando se administra el bautismo a los niños. Todo se hacía entonces por inspiración, por entusiasmo, como entre los terapeutas y entre los judaicos, si nos es lícito comparar un momento las sociedades judaicas que condena la Iglesia católica con las sociedades que dirigió el mismo Jesucristo desde lo alto del cielo, donde está sentado a la derecha de su Padre.

La renovación de los siglos trajo los cambios que eran necesarios. Y cuando la Iglesia, adquiriendo mayor extensión, se enriqueció, necesitó promulgar nuevas leyes.

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(I) Véase el cap. IX, vers. 5, 6 y 7 de la citada epístola de San Pablo.

(2) Véase Eusebio. libro III, cap. XXIX.

(3) Actas de los Apóstoles, cap. XXI, vers. 9.

(4) Así lo dicen Eusebio, San Epifanio, San Jerónimo y San Clemente de Alejandría.

(5) Nombre griego y hebreo, cosa singular que hizo creer que fue escrito por los judíos helenistas de Jerusalén.

(6) Herejías, lib. XXX, pár. 6.º

(7) San Juan, cap. XX, vers. 22.

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