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TORMENTO y tortura – Voltaire-Diccionario Filosófico

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

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Legislación educativa y cultural

 

VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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TORMENTO

Tormento - Diccionario Filosófico de VoltaireAunque nos ocupamos poco de jurisprudencia en estas modestas reflexiones alfabéticas, debernos sin embargo decir unas cuantas palabras respecto al tormento, que también se llama potro. Es probable que esta parte de nuestra legislación deba su primer origen al ladrón de caminos. La mayoría de los que se dedican a dicho oficio conservan la costumbre de aserrar los dedos pulgares, de quemar los pies y de torturar de varios modos a los que se niegan a decirles dónde guardan el dinero.

Los conquistadores, que fueron los que sucedieron a los citados ladrones, comprendieron que esa ambición era muy útil para su interés, y la siguieron usando cuando sospecharon que fraguaban contra ellos malos designios, como por ejemplo, el de ser libres; que este deseo a sus ojos era un crimen de lesa majestad divina y humana. Necesitaban además averiguar quiénes eran los cómplices de ese crimen, y para averiguarlo, mataban a todos los que eran sospechosos, porque en la jurisprudencia de los primitivos héroes, todo aquél en quien recaían sospechas sólo de pensar de ellos poco respetuosamente se hacía acreedor a la última pena. En cuanto nos hacemos dignos de la pena de muerte, importa ya poco que añadan a ella tormentos que duren algunos días y hasta algunas semanas, porque ese procedimiento tiene un no sé qué de la Divinidad. La Providencia nos tortura algunas veces castigándonos con el mal de piedra, con la gota, con el escorbuto, con la lepra, con la sífilis, con las convulsiones de nervios y con otros verdugos ejecutores de sus venganzas. Y como los primitivos déspotas fueron, según creían todos sus cortesanos, imágenes de la Divinidad, la imitaron todo lo que pudieron.

Es singular que no se hable nunca de potros ni de tormentos en los libros judíos. Es lástima que nación tan benigna, tan honrada y tan compasiva no conociese este medio de averiguar la verdad. En mi concepto, la razón de esto consiste en que no lo necesitaba, porque Dios les hacía conocer siempre la verdad, por ser su pueblo predilecto. Unas veces jugaban la verdad a los dados, otras veces se dirigían al gran sacerdote, el que con su urim (1) consultaba a Dios inmediatamente. Otras veces se dirigían al profeta, y éste descubría las cosas más ocultas, lo mismo que el urium del gran sacerdote. El pueblo de Dios no se veía reducido, como nosotros, a hacer interrogatorios ni conjeturas, y por eso no necesitaron aplicar el tormento. Esto fue lo único que faltó a las costumbres del pueblo sagrado. Los romanos sólo torturaban a los esclavos, pero para ellos, los esclavos no eran hombres; tampoco lo sería indudablemente para el consejero del Tribunal de la Tournelle el hombre que le presentaban pálido, descoyuntado, con los ojos apagados, la barba larga y sucia y lleno de los gusanos que le habían roído en su calabozo, porque se proporcionaba el placer de aplicarle la pena del tormento ante un cirujano que le tomaba el pulso para suspender su tortura cuando estaba en peligro de muerte, y pasado éste volver a atormentarle.

El grave magistrado que compró por dinero el derecho de hacer estos experimentos en sus prójimos se va acomer con su esposa y a contarle mientras come lo que ha visto por la mañana. La primera vez que oye esa relación se encoleriza su esposa; la segunda vez ya desea conocer detalles, porque después de todo, las mujeres son curiosas; y cuando se acostumbra al oficio de su marido, al verle entrar en casa le pregunta: «Querido mío, ¿has puesto en el potro hoy a alguno?»

Los franceses, que tienen fama, no sé por qué, de ser muy humanos, se sorprenden de que los ingleses, que eran tan inhumanos que les quitaron todo el Canadá, renunciaran al placer de dar tormento. Cuando el caballero La Barre, militar de gran talento y de grandes esperanzas, pero joven y aturdido, estuvo convicto y confeso de haber cantado canciones impías y pasar por delante de una procesión de capuchinos sin quitarse el sombrero, los jueces de Abbeville, se comparaban con los senadores romanos, mandaron, no sólo que le arrancaran la lengua, que le cortaran la mano y que lo quemaran a fuego lento, sino también que lo torturasen, para averiguar exactamente cuántas canciones cantó y cuántas procesiones vio pasar sin quitarse el sombrero.

Esa barbarie no se cometió en el siglo XIII ni en el XIV, sino en el XVIII. Las naciones extranjeras juzgan a Francia por los espectáculos, por sus novelas, por sus hermosos versos, por sus tiples, que tienen costumbres sibaríticas, por las bailarinas de la Opera, que tienen mucha gracia, por Mlle. Clairon, que declama los versos de un modo que entusiasma; las naciones extranjeras ignoran que no hay en el fondo pueblo más cruel que el pueblo francés.

Los rusos pasaban por ser bárbaros en 1700, y en nuestros días, esto es, en 1769, una emperatriz (2) acaba de dar a esos vastos Estados leyes que hubieran honrado a Minos, a Numa y a Solón si éstos hubieran tenido bastante talento para inventarlas. La más humanitaria de esas leyes es la tolerancia universal; la segunda es la abolición del tormento.

__________

(1) Urium: pectoral del gran sacerdote de los judíos. Lo usaban para consultar a Dios en los casos difíciles e importantes que interesaban a la nación.

(2) Catalina II de Rusia.

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