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Torre de Babel Ediciones

CAUSA -filosofía- Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

CAUSA, concepto y tipos de causa (filosofía)

Índice

CAUSA

Filosofía. (Del lat. causa). La palabra causa, en su acepción más general, significa agente, energía o fuerza que, según su propia naturaleza, produce actos, efectos o fenómenos. La idea de causa, magistralmente estudiada por Aristóteles en su tiempo (V. Le P. Th. Regon, La Métaphisique des Causes, d’après Saint Thomas et Albert le Grand, París, 1886), implica multitud de sentidos, que son todos complementarios de la acepción general que queda expuesta, y entre ellos los de razón, finalidad, motivo, causa primera, impulso, etc., etc. Aristóteles distinguió hasta cinco clases de causas: 1.ª La eficiente o determinante (agente, que es la acepción directa de la causalidad). 2.ª La ejemplar (tipo o modelo de la causa eficiente). 3.ª La formal (o idea que preside a la causación). 4.ª La material (o elemento de la causalidad); y 5.ª La final (o sea el fin del acto). Se considera hace ya tiempo que la causa eficiente o determinante (distinguida en física y voluntaria) es la que contiene en sí las distintas aplicaciones del principio de causalidad que adquiere toda la concreción de que es susceptible en la llamada causa final

Desde muy antiguo viene combatiendo el empirismo la idea de causa. Ya afirmaba Sexto el Empírico que no se puede pasar de los fenómenos visibles a sus causas, y que sólo se perciben sus relaciones de simultaneidad o sucesión en el tiempo. De entonces acá toda tendencia empírica del pensamiento ha abrigado semejante pretensión, acentuada sobre todo en Locke y en Hume, y sistematizada por St. Mill, declarando que hay que atacar «el baluarte del idealismo en la idea de causa.» Para perseguir este fin, que puede señalarse como el primero del positivismo, se ha intentado la explicación o génesis empírica de la idea de causa. Ateniéndose a la observación y a la experiencia, el positivismo quiere limitar la esfera de la inteligencia humana al conocimiento de los fenómenos y a la conexión de sus distintos órdenes mediante leyes inducidas, de suerte que la ciencia fije las relaciones invariables de sucesión entre los fenómenos, y la noción de la causalidad quede reducida a la del antecedente. Pero queda el pensamiento en lo arbitrario e indeterminado y gravita necesariamente hacia el escepticismo si, averiguados empíricamente los hechos y su sucesión, no se determina qué relaciones de sucesión son las de causalidad, porque la ciencia humana aspira a explicar y prever, y para lo primero se exige la causa como para lo segundo se requiere la ley. La génesis exclusivamente empírica de la idea de causa, que equivale a su negación, la identifica con la idea del antecedente o condición del fenómeno. Se pretende explicar empíricamente la idea de causa por la asociación (V. ASOCIACIÓN DE LAs IDEAS) y por el hábito; tal es, en realidad, el empeño más perseverante de todo el Asociacionismo ingles conocido con el nombre de «Psicología inglesa de la Asociación.» (V. L. Ferri, La Psychologie de l’ Association). Para el asociacionismo inglés la causa se refiere a la sucesión, es el antecedente invariable de un fenómeno subsiguiente. Se estima entonces la causa como antecedente, el fenómeno como subsiguiente, y la relación como una secuencia uniforme, cayendo en el error inherente al sofisma post hoc, ergo propter hoc, y sobre todo incurriendo en la falsa identificación de la causa con la condición

Para evitar semejantes errores, reconociendo la índole empírico-ideal de la noción de causa (como la de todo conocimiento científico) y la ilegítima identificación de la causa con la condición, podemos distinguir con Lotze (V. su Psychologie Physiologique) las dos maneras (en último término complementarias) que tenemos para conocer científicamente las cosas: «En la primera, cognitio rei, nuestra inteligencia se representa el objeto no sólo en su manera de ser exterior, sino en una intuición inmediata a que colaboran nuestras ideas y nuestras percepciones sensibles, y nos capacita para penetrar su naturaleza propia, transportándonos con el pensamiento a su interior, y para saber, por consecuencia, cuáles deben ser, según su índole específica, las disposiciones de tal objeto. La segunda, cognitio circa rem, consiste en un conocimiento claro y preciso de las condiciones bajo las cuales aparece el objeto y se relaciona con los demás de una manera regular.» El primer conocimiento es el de la idea o concepción de la causa, y el segundo el de las condiciones de manifestación de los fenómenos. La condición (según su significación etimológica lo indica, dicere cum) se halla constituida por el conjunto de circunstancias o causas ocasionales que acompañan a la manifestación fenomenal de una energía, circunstancias que pueden ser de naturaleza distinta del fenómeno o del efecto; pero la causa es siempre de naturaleza idéntica con la del efecto. Así es que, mientras el conocimiento de las condiciones o circunstancias según las cuales se manifiesta un fenómeno puede obtenerse cumplidamente por la observación y por la experiencia, requiere la idea de causa por lo menos un procedimiento inductivo. Y si, como dice Naville, «es la inducción la parte presente de la razón en los datos experimentales,» tan pronto como hablamos de causa, aun al identificarla erróneamente con la condición, rebasamos los límites de la experiencia y penetramos en el cognitio rei. Pero el conocimiento de la causa, complementado y no sustituido por el de condición o condiciones, según las cuales se manifiestan sus efectos, puede circunscribirse, como se observa en algunos casos, a la simple declaración de su existencia o avanzar a la percepción de su naturaleza. Para lo primero, es decir, para obtener el conocimiento de la existencia de una causa, basta el de la existencia de uno cualquiera de sus efectos (que es lo que ha servido al empirismo para caer en el error de identificarlo con la condición), mientras que para lo segundo, o sea para conocer la naturaleza de una causa, se necesita la percepción de la naturaleza de sus efectos en el número mayor posible, de todo lo cual se deduce que el conocimiento ideal de la causa se va nutriendo de los datos cada vez más amplios y extensos que ofrece la extensión de sus efectos, o que el criterio completo para el conocimiento de una energía causal requiere la sucesiva reconstrucción del concepto ideal. Como argumento práctico en pro de la distinción que dejamos establecida, puede citarse el célebre y conocido razonamiento de Descartes, punto de arranque de todo el espiritualismo francés, cuya parte de verdad y de error se percibe fácilmente si se distingue el conocimiento de la existencia de la causa del conocimiento de su naturaleza

Cuando Descartes contrastaba el valor de todas sus ideas y conocimientos ante la piedra de toque de la duda, declarando que no alcanza ni se aplica la duda al sujeto que piensa (en cuanto duda y la duda es pensar), inducía legítimamente de la existencia del efecto de la duda y del pensamiento a la existencia de una causa (alma) que duda y piensa. Inducción es ésta que, más o menos tocada de subjetivismo, servirá siempre de piedra angular a la concepción de la realidad espiritual.

Pero, al estimar Descartes que el conocimiento de la naturaleza de un efecto (la duda y el pensamiento) autoriza el conocimiento no sólo de la existencia, sino de la naturaleza de la causa de este efecto, induce ilegítimamente, reduciendo toda la realidad del alma al pensamiento y desconociendo que son factores anímicos de igual valor la sensibilidad y la voluntad.

Establecida la distinción entre la condición y la causa, obligado es declarar, y sin que sea lícito ya hoy ponerlo en duda, que la observación de las condiciones de manifestación de los fenómenos coopera a concebir más exactamente la idea de su causa productora; pero si ésta se niega y nos atenemos sólo a aquéllas, nos apoderamos ficticiamente de la sombra o de las apariencias fenomenales y abandonamos la realidad. Basta, para confirmarlo, observar que, según ya dejamos indicado, las condiciones para la producción de los fenómenos o efectos pueden ser de naturaleza distinta de la propia de estos mismos fenómenos, como se observa, por ejemplo, en el conjunto de condiciones somáticas que sirven de base al ejercicio de la energía psíquica (así es una condición del estudio por la noche la luz, la cual no es, sin embargo, la causa productora de la actividad mental), mientras que la causa productora ha de ser siempre de naturaleza idéntica con la de sus fenómenos o efectos. En suma, la condición o cognitio circa rem, como conjunto de circunstancias (causas ocasionales) que acompañan a la manifestación de los efectos propios de una energía causal, es distinta de la causa productora o cognitio rei de dichos efectos, pues ésta implica una realidad potencial que produce la actual en la forma sucesiva del tiempo.

Objeciones iguales a las que quedan expuestas se pueden dar por repetidas contra la pretendida explicación empírica de la noción de causa mediante el principio de la herencia o el crecimiento continuo, que considera la humanidad en la serie del tiempo como un solo hombre que subsiste siempre y aprende perpetuamente (V. SPENCER). La herencia, como principio lógico y ontológico, afirma que los principios racionales (y por tanto la noción de causa) son resultado de una dilatada educación del espíritu, y en tal sentido son adquiridos (empíricos); pero esta educación no es la del individuo, sino la de la especie, y por tanto para el primero resultan innatos. Es, pues, la teoría misma de St Mill; pero en vez de aplicarla al espíritu de un solo hombre, se extiende a la especie, desde que franquea los límites de la animalidad (V. TRANSFORMISMO), porque la herencia equivale a la memoria de la especie. Cuantas consideraciones se oponen a reducir la noción de causa a una génesis exclusivamente empírica en el individuo, son valederas contra el empirismo colectivo. No es, por otra parte, lícito prescindir en punto tan esencial del origen inmediato para nosotros de la idea de causa, que ya Maine de Biran refería al sentimiento del esfuerzo. El reconocimiento de nuestra propia causación, de que somos causa de nuestros actos, al sentirnos o percibirnos en nuestro ser como centro de reacción de fuerzas o como energía viva, autoriza, mediante esta percepción conscia e inmediata, la inducción de la causalidad es ley esencial de todo lo que existe, inducción que no contradice, sino que confirma la experiencia, atestiguando que todo ser actúa y tiene una causa conocida o ignorada. En resumen, pues, la idea de causa, merced a la sucesiva reconstrucción de su concepto empírico-ideal, es percibida inmediatamente en nosotros mismos y aplicada universalmente a toda actividad viva como principio real que concibe la conciencia racional. V . MÉTODO.

Causa final A la causa eficiente o determinante es inherente la causa final. La causa determinante, en el orden lógico, es la razón o porqué de las cosas, y en el orden práctico, el fin o destino de los seres. Todo tiene su causa se completa diciendo: todo tiene su fin o su destino, juicio teleológico, como lo denomina Proudhon, que aplica el principio de causalidad al orden real y práctico de las cosas. Respecto a la causa final, el testimonio inmediato de la conciencia habla y depone en pro del destino o fin de todos nuestros actos, y aun prueba que aquéllos, como los de la esfera artística, cuya génesis se refiere al juego y a un exceso de energía, que les supone una finalidad sin fin (definición dada por algunos del arte), poseen un fin y destino propios, inmanente en ellos mismos (la producción de la belleza). La observación psicológica prueba, en efecto, que es de nuestra propia índole y naturaleza obrar siempre en vista de un fin, sin que la frase no hacer nada tenga sentido negativo más que en la relación, es decir, nada respecto a lo que debíamos hacer.

No se concibe, en efecto, que ejecutemos actos sin designio que los rija. Por tal motivo la observación sagaz de los ingleses ideó como pena severísima, semejante al suplicio de Tántalo, y aplicable a los grandes criminales, la que consistía en llevar piedras de un lado a otro, volverlas luego al mismo sitio, de nuevo llevarlas y de nuevo deshacer lo hecho. Y es que nada hay más contrario a nuestra naturaleza que la ausencia de fin en que emplear nuestra actividad. Así se nota que los ociosos matan el tiempo con distracciones más o menos frívolas, pero haciendo siempre algo, y que los recluidos siguen con la vista las espirales del humo de sus cigarros o el vuelo de los insectos. No se concibe por tanto actividad ni energía sin fin. Pero se ha abusado mucho, hasta caer en el ridículo, graciosamente explotado por Voltaire, del juicio teleológico o de finalidad (V. Janet, Les Causes finales), tanto por falta de discreción en sus aplicaciones, como por exceso de confusión entre los medios y el fin, todo lo cual ha contribuído a que las Causas finales hayan sido combatidas por el espíritu científico de los contemporáneos, señaladamente desde Kant. Puede, en efecto, la ausencia de finalidad consciente en la naturaleza llevar a concebir la célebre antinomia de Kant entre la fuerza y la inteligencia o entre el mecanismo y la moral. Pero tal antinomia desaparece reconociendo que no toda fuerza o causa es por sí misma inteligente, sino que el mecanismo es obra propia del pensamiento (Mens agitat molem). La adaptación de los medios al fin es cualidad propia de toda organización y de todo ser vivo, y como lo vivo es lo real, pues lo estable y muerto resulta detritus de lo vivo ( V. FECHNER y GERLAND), todo lo real tiene finalidad, siquiera en muchas de sus concreciones no haga individualmente efectiva la conciencia del fin que persigue. Justo es, sin embargo, protestar contra el abuso de las causas finales o contra la aplicación desmesurada del juicio teleológico, puesto en boga por un optimismo inocente con el célebre principio de razón suficiente de Leibniz. Semejante abuso hace declinar el pensamiento en un antropomorfismo lleno de abstractas personificaciones que pueden llegar al ridículo de declarar que el puente de la nariz es para llevar gafas. Contra ciertas inducciones precipitadas y prematuras vale el dicho de Voltaire, identificando la imbecilidad con esa finalidad ficticia que concibe toda la realidad a imagen y semejanza de lo inmediatamente percibido en nosotros mismos (antropomorfismo). Para evitar estos errores de que donosamente se mofa el empirismo científico, y para asentar en bases legítimas (sin precipitaciones del sábelo todo) la aplicación del principio de finalidad, importa no confundir los medios (que tomarnos a veces como fines, cuando son condiciones de fines que desconocemos) con las causas, y sobre todo advertir que no conocemos el fin de todas las cosas, lo cual no equivale ciertamente a la declaración de que carezcan de destino.

Causas ocasionales El sentido recto de estas dos palabras equivale al significado de circunstancia o suceso concomitante, que acompaña a otro y provoca su manifestación, sirviendo de ocasión para ello. El sentido tradicional o significación en la historia de la filosofía es el de la hipótesis ideada por Descartes y seguida por alguno de sus discípulos para explicar la unión del alma con el cuerpo. Concebida el alma por Descartes como sustancia pensante, sin connivencia alguna con la sustancia extensa, o sea el cuerpo, no es posible explicar, según el cartesianismo, la unión ambas en el hombre, sino mediante la intervención de la causa primera o Dios. Es Dios para Descartes y sus discípulos quien, con ocasión de los fenómenos internos del alma, provoca en correspondencia con ellos los movimientos del cuerpo, y, viceversa, quien, con ocasión de los movimientos del cuerpo, hace que surjan en el alma las ideas que los representan o las pasiones en que terminan. El sistema de las causas ocasionales, iniciado en las obras de Descartes, fue desenvuelto por sus discípulos Clauberg, Malebranche, Regis, Geulinx y Laforge. Negando relaciones directas entre el alma y el cuerpo, estima la hipótesis de las causas ocasionales las causas segundas, los actos del alma y los movimientos del cuerpo, como la causa ocasional para que se manifieste la acción de Dios para determinar su unión. Desconoce semejante hipótesis la unidad de nuestra naturaleza y la espontaneidad del alma, y convierte al hombre en simple causa ocasional (agente mecánico) de una causa primera. Conserva sólo la hipótesis de las causas ocasionales un interés exclusivamente histórico, pues ni aun la acepta el espiritualismo francés, nutrido de la filosofía cartesiana.

Principio de causalidad

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