La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, formularíala yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, más nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de una voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima (*) de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.
(*) Máxima es el principio subjetivo del querer; el principio objetivo―esto es, el que serviría de principio práctico, aun subjetivamente, a todos los seres racionales, si la razón tuviera pleno domino sobre la facultad de desear―es la ley práctica.
Imanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Capítulo Primero
(Mare Nostrum Comunicación. Traducción: Manuel García Morente)
Si bien hemos sacado el concepto del deber, que hasta ahora tenemos, del uso vulgar de nuestra razón práctica, no debe inferirse de ello, en manera alguna, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Es mas: atendiendo a la experiencia en el hacer y el omitir de los hombres, encontramos quejas numerosas y―hemos de contestarlo―justas, por no ser posible adelantar ejemplos seguros de esa disposición de espíritu del que obra por el deber puro; que, aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que el deber ordena, siempre cabe la duda de si han ocurrido por deber y, por tanto, de si tienen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo al egoísmo, más o menos refinado; mas no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad; más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que, si bien es lo bastante noble para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, en cambio es al mismo tiempo harto débil para poderlo cumplir, y emplea la razón, que debiera servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, ya sea aisladas, ya―en el caso más elevado―en su máxima compatibilidad mutua.
Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del funcionamiento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea; solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven (…)
Añádase a esto que, a menos de querer negarle al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene vigencia, no sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino por modo absolutamente necesario; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas.
Imanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Capítulo Segundo
(Mare Nostrum Comunicación. Traducción: Manuel García Morente)