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ABADÍA – Orden de San Benito – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ABADÍA

San Benito - abadía - Diccionario Filosófico de VoltaireAbadía es una comunidad religiosa dirigida por un abad o por una abadesa. La palabra abad, abbas en latín y en griego, abba en sirio y en caldeo, proviene de la voz hebrea ab, que significa padre. Los doctores judíos adoptaban por orgullo esa denominación; por eso Jesús decía a sus discípulos: «No llaméis padre a ningún hombre en el mundo, porque no tenéis mas que un padre, que está en los cielos.» (San Mateo, cap. XXIII, vers. 9.)

 Aunque San Jerónimo se enfureció contra los frailes de su época, porque, a pesar de prohibirlo el Señor, daban y recibían el título de abad, el sexto Concilio de París decidió que, siendo los abades padres espirituales y engendrando para el Señor hijos espirituales, había motivo para llamarles abades.

Después de publicado el referido decreto, si alguno mereció el título de abad, indudablemente fue San Benito, que el año 529 fundó en Monte-Casino su regla sabia y discreta, clara y grave. Según la opinión del papa San Gregario (que hizo mención del privilegio singular que Dios se dignó conceder al susodicho fundador), todos los benedictinos que mueran en Monte-Casino se salvarán. No debe, pues, sorprendernos que dichos religiosos cuenten en su orden diez y seis mil santos canonizados. Los mismos benedictinos suponen que les advierte la proximidad de su muerte un ruido nocturno que ellos llaman «el golpe de San Benito».

Debe creerse que ese santo abad no olvidará pedir a Dios la salvación de sus discípulos. El sábado 21 de Marzo de 543, víspera del domingo de Pasión, día en que murió San Benito, dos religiosos, uno de los cuales estaba en el monasterio y el otro lejos de allí, tuvieron la misma visión. Se les apareció un largo camino, tapizado y alumbrado por infinidad de hachas, que se extendía hacia el Oriente y llegaba desde el monasterio hasta el cielo. Un personaje venerable se les presentó, preguntándoles quién era el que había de pasar por aquel camino, y los monjes le contestaron que no lo sabían. Entonces el personaje venerable les hizo saber que por ese camino el abad Benito se remontaría al cielo.

La orden religiosa que aseguraba la salvación eterna se extendió muy pronto en otras naciones, cuyos soberanos se persuadieron de que era conveniente proteger una institución que les aseguraba un sitio en el Paraíso, y podían conseguir el perdón de sus injusticias y crímenes con sólo hacer donaciones en favor de las iglesias de la orden. En las Gestas del rey Dagoberto, fundador de la abadía de San Dionisio, situada cerca de París, se refiere que, cuando dicho príncipe murió, fue condenado al juicio de Dios, y que un santo ermitaño que se llamaba Juan, y vivía en las costas del mar de Italia, vio su alma encadenada en una barca, y que varios diablos la molían a golpes, conduciéndola hacia Sicilia, donde debían precipitarla en los abismos del monte Etna; y que de repente San Dionisio se apareció en un globo luminoso, precedido de rayos y de truenos, puso en precipitada fuga a los espíritus malignos, arrancó el alma a los que se habían apoderado de ella y la remontó al cielo en triunfo.

Carlos Martel, por el contrario, fue condenado en cuerpo y en alma por haber dado a sus caudillos abadías en recompensa de sus servicios. Aquéllos, aunque eran laicos, usaron el título de abad, así como mujeres casadas obtuvieron más tarde el título de abadesas, y poseyeron abadías hasta las jóvenes solteras. El santo obispo de Lyón llamado Eucher, estando entregado a la oración, se vio arrebatado en espíritu  y conducido por un ángel al infierno, donde vio a Carlos Martel, y supo por el ángel que los santos que dicho príncipe dio a las iglesias le habían sentenciado a arder eternamente en cuerpo y en alma. San Eucher participó la revelación que tuvo a Bonifacio, obispo de Maguncia, y a Fulrad, primer capellán de Pipino el Breve, rogándoles que abrieran el sepulcro de Carlos Martel para ver si se encontraba allí su cadáver. Abrieron el sepulcro y vieron que en su fondo todo estaba quemado, y que salió de él una gran serpiente entre una nube de humo hediondo.

Bonifacio escribió detalladamente a Pipino el Breve y a Carlo-Magno todos esos detalles de la condenación de su padre, y cuando Luis de Germania, en 858, se apoderó de algunos bienes eclesiásticos, los obispos que se reunieron en la asamblea de Crecy le recordaron en una carta todos los pormenores de esta terrible historia, añadiendo que lo sabían por referencia de ancianos dignos de crédito que fueron testigos oculares.

San Bernardo, que fue el primer abad de Clairvaux, tuvo en 1115 la revelación de que se salvarían todos los que recibieran el hábito de sus propias manos.

El papa Urbano II, en la bula publicada en el año 1092, concedió a la abadía de Monte-Casino la jefatura de todos los monasterios, porque en dicho sitio la religión monástica «manó del seno del venerable Benito como de un manantial del Paraíso». El emperador Lotario confirmó esta prerrogativa por medio de un privilegio del año 1137, en el que dio al monasterio de Monte-Casino la preeminencia de poder y de gloria sobre todos los conventos que existían o que se fundaran en todo el universo, mandando que los abades y los frailes de toda la cristiandad le honren y le reverencien.

Pascual II, en la bula que publicó el año 1113, dirigida al abad de Monte-Casino, se expresa en los siguientes términos: «Decretamos que tanto vos como vuestros sucesores, por la superioridad que tenéis sobre todos los abades, tengáis asiento en todas las asambleas de obispos o de príncipes y que deis vuestra opinión o vuestro consejo antes que todos los de vuestra orden.» Habiéndose atrevido el abad de Cluny a calificarse de «abad de los abades» en el Concilio que se celebró en Roma el año 1116, el canciller del Papa decidió que esa distinción sólo le correspondía al abad de Monte-Casino, y el de Cluny tuvo que contentarse con obtener el título de «abad del cardenal», que consiguió luego de Calixto II, cuyo título más tarde se abrogaron el abad de la Trinidad de Vendòme y algunos otros.

El papa Juan XX, en 1326, concedió al abad de Monte-Casino el título de obispo, cuyas funciones desempeñó hasta 1367, en que Urbano V creyó que debía privarle de semejante dignidad, y desde entonces se intitula «patriarca de la Santa Religión, abad del santo monasterio de Monte-Casino, canciller y gran capellán del Imperio romano, abad de los abades, jefe de la jerarquía benedictina, canciller colateral del reino de Sicilia, conde y gobernador de la Campania, príncipe de la Paz».

Vive con parte de sus dependientes en la pequeña villa de San Germano, situada en la falda de Monte-Casino, en un edificio espacioso, en el que todos los viajeros, desde el Papa hasta el último mendigo, encuentran habitación y comida, y trato según su edad y según su condición. El abad visita todos los días a sus huéspedes, que en algunas ocasiones llegan al número de trescientos. En 1638 dieron hospitalidad allí a San Ignacio, pero lo instalaron en el Monte-Casino en una casa situada a seiscientos pasos de la abadía hacia el Occidente. Allí fue donde fraguó el proyecto de su célebre instituto, lo que indujo a decir a un dominico, en una obra latina, que Ignacio vivió algunos meses en aquella montaña entregado a la contemplación, y que como otro Moisés, redactó las segundas tablas de las leyes religiosas, que no valen menos que las primeras.

A decir verdad, el fundador de los jesuitas no fue recibido por los benedictinos con tanta complacencia como lo fue San Benito cuando llegó al Monte-Casino, cuando el ermitaño San Martín le cedió el sitio que ocupaba y se retiró al Mont-Marsique.

La relajación de las costumbres que siempre ha imperado en el mundo, y también en el clero, infundió a San Basilio el proyecto, en el siglo IV, de reunir bajo una regla común a los solitarios que estaban dispersos en los desiertos para que se sujetaran a una misma ley. Pero como veremos en otro artículo, los regulares no se sujetaron siempre a ésta, y en cuanto al clero secular, he aquí cómo se ocupaba de él San Cipriano en el siglo III: «Muchos obispos, en vez de exhortar a los otros y de darles buen ejemplo, olvidando los asuntos de la religión, se dedicaban a negocios temporales, abandonaban el púlpito y a sus fieles, y se paseaban por otras provincias para visitar las ferias y enriquecerse por medio del tráfico. No socorrían a sus hermanos que se morían de hambre, pensando sólo en tener dinero abundante, en usurpar tierras por medio de malos artificios y en sacar gran provecho de las usuras.»

Carlo-Magno, en un escrito que redactó sobre lo que Iba a proponer al Parlamento en el año 811, se expresa de esta manera: «Deseamos conocer los deberes de los eclesiásticos, con el objeto de no exigirles mas que lo que les sea permitido, y para que no nos pidan mas que lo que les debamos conceder. Les rogamos que nos expliquen con claridad qué es lo que ellos llaman «dejar el mundo» y en qué podemos distinguir a los que lo dejan de los que permanecen en él. Si esta diferencia consiste sólo en que no llevan armas y en que no se casan públicamente; si ha dejado el mundo el que no cesa nunca de aumentar sus bienes por toda clase de medios, prometiendo el Paraíso, amenazando con el infierno, empleando el nombre de Dios o de los santos para convencer a los incautos de que deben desprenderse de sus bienes, privando de ellos a sus herederos legítimos, que al verse reducidos por este medio a la pobreza, se creen que les es lícito hurtar y robar; si ha dejado el mundo el que se entrega a la pasión de adquirir hasta el extremo de comprar por medio del dinero a testigos falsos para conseguir los bienes ajenos, y el que busca abogados y prebostes crueles, que se interesan en sus negocios y que no tienen temor a Dios.»

Puede juzgarse de las costumbres de los clérigos por el discurso que el año 1493 dirigió a sus cofrades el abad Trithemo: «Vosotros, los abades, que sois ignorantes y enemigos de la ciencia de la salvación, que pasáis días enteros entregados a placeres impúdicos, a la embriaguez y al juego, ¿qué cuenta daréis a Dios y a vuestro fundador San Benito?»
 

Pero este mismo abad sostenía a continuación que pertenecen de derecho la tercera parte de los bienes de los cristianos a la orden de San Benito, y que si ésta no los posee, es porque se los roban. «La orden es tan pobre en la actualidad –dice el citado abad–, que sólo posee cien millones de oro de renta.» Trithemo no dice a quién deben pertenecer las otras dos partes de los bienes de la cristiandad, pero como en su época solo existían quince mil abadías de benedictinos, sin contar los pequeños conventos de dicha orden, y en el siglo XVII llegaron a contarse treinta y siete mil, es indudable, siguiendo una regla de proporción, que esa santa orden debía poseer en la actualidad las dos terceras partes y media de los bienes de los cristianos, si no lo hubieran impedido los funestos progresos de la herejía durante los últimos siglos.

 

En virtud del concordato celebrado el año 1515 entre León X y Francisco I, éste concedió beneficios a casi todas las abadías de Francia, y casi todas las encomiendas las obtuvieron los seculares tonsurados. Este procedimiento, casi desconocido en Inglaterra, hizo decir burlescamente en 1694 al doctor Gregori, que tomó al abate Gallois por benedictino: «El buen padre se figura que hemos retrocedido a los tiempos fabulosos en los que era permitido decir a un fraile todo lo que quería.»

II

Los que huyen del mundo son hombres desengañados; los que se consagran a Dios son dignos de respeto. Quizás el tiempo corrompió institución tan santa.

A los terapeutas judíos sucedieron los monjes en Egipto, que se llamaban idiotai. ldiot significaba entonces solitario, pero muy pronto formaron una corporación, que indica todo lo contrario de lo que significa la palabra con que los clasificaron. Cada corporación de frailes escogió su superior, porque todas las elecciones se verificaban por pluralidad de votos en los primeros tiempos de la Iglesia. Se esforzaban entonces los hombres por adquirir la libertad primitiva de la naturaleza humana, tratando de evitar las trabas y la esclavitud que son inseparables de los grandes Imperios. Todas las sociedades religiosas se escogieron padre o abad, a pesar de que el Evangelio dice: «No llaméis a nadie vuestro padre», etc.

Ni los abades ni los monjes fueron sacerdotes en los primeros siglos. En grupos se dirigían a la aldea más inmediata a oír misa. Estos grupos llegaron a ser muy considerables; según se dice, llegó a haber más de cincuenta mil monjes en Egipto.

San Basilio, que primero fue monje y después obispo de Cesárea, en Capadocia, redactó un código para todos los monjes en el siglo IV. La regla de San Basilio se adoptó en Oriente y en Occidente; casi no se conocieron otros monjes, y éstos se enriquecieron en todas partes, se inmiscuyeron en todos los asuntos profanos y contribuyeron a las revoluciones que estallaron en el Imperio.

Sólo se conocía esta única orden, hasta el siglo VI, en que San Benito instituyó una nueva potencia en Monte-Casino. San Gregario el Grande asegura en sus Diálogos que Dios le concedió el privilegio especial de que todos los benedictinos que murieran en Monte-Casino se salvarían. Como consecuencia de esto, el papa Urbano II, en 1092, publicó una bula en la que declaró al abad de Monte-Casino jefe de todos los abades del mundo. Pascual II le concedió el título de abad de los abades. Como ya dijimos, se titula patriarca de la santa religión, canciller colateral del reino de Sicilia, gobernador de la Campania, príncipe de la Paz, etcétera, etc. Todos esos títulos nada significarían si no los hubiera sostenido una riqueza fabulosa.

No hace mucho tiempo recibí una carta de uno de mis corresponsales de Alemania, cuya carta empieza del modo siguiente: «Los abades príncipes de Rempter, Elvaugen, Eudertl, Murbach, Beylesgaden, Vesembourg, Trum, Stablo, Corvey y los demás abades que no son príncipes, disfrutan entre todos de novecientos mil florines de renta, que equivalen a dos millones cincuenta mil libras francesas; de lo que deduzco que Jesucristo no gozó las comodidades de la vida que ellos gozan.»

Le respondí yo: «Tenéis que confesarme que los franceses son más devotos que los alemanes en proporción de un sesenta y uno por ciento; porque sólo los beneficios consistoriales de los monjes de Francia, esto es, los que pagan al Papa, ascienden a nueve millones de renta, contando a cincuenta y nueve libras el marco; y nueve millones son a dos millones cincuenta mil libras como uno es a sesenta y uno.»

Me replicó escribiéndome estas cortas líneas: «Amigo mío, no os entiendo; indudablemente os parece, como a mí, que nueve millones de libras francesas son una cantidad excesiva para que la disfruten los que hacen voto de pobreza; y sin embargo, parece que deseéis que disfruten noventa millones. Os ruego que me descifréis ese enigma.»

Le respondí lo siguiente: «Apreciable amigo: En otros tiempos conocí a un joven al que le propusieron que se casara con una mujer de sesenta años, la que en seguida otorgaría testamento nombrándolo heredero absoluto; pero él contestó que no era bastante vieja.» El alemán comprendió este enigma.

No debo pasar en silencio que en 1575 se propuso en el Consejo de Enrique III, rey de Francia, erigir en encomiendas seculares todas las abadías de monjes y conceder estas encomiendas a los empleados de la corte y a los oficiales del ejército; pero como poco después excomulgaron a dicho rey y murió asesinado, no se realizó ese proyecto.

El conde de Argenson, ministro de la Guerra, proyectó en 1750 establecer pensiones sobre los beneficios en favor de los caballeros de la orden militar de San Luis. Este proyecto era fácil, justo y útil, pero por lo mismo tampoco llegó a realizarse. Sin embargo, en el reinado de Luis XIV, la princesa de Conti poseyó la abadía de San Dionisio; antes de dicho reinado, los seculares poseían beneficios, y el duque de Sully, que era hugonote, poseyó una abadía

El padre de Hugo Capeto era rico por ser dueño de abadías, y le llamaban Hugo el abad. Se concedían éstas también a las reinas para que sufragaran sus gastos particulares. Ogina, madre de Luis de Ultramar, abandonó a su hijo porque éste le quitó la abadía de Santa María de Laon para dársela a su mujer Gesberga. Hubo ejemplos de todo. Cuantos pudieron se aprovecharon de los usos, de las innovaciones, de las leyes derogadas, de los títulos falsos o legítimos, del pasado, del presente o del porvenir, para apoderarse de los bienes terrenales; pero siempre… para la mayor gloria de Dios.

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