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ADÁN Y EVA – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ADÁN

Adán - Diccionario Filosófico de VoltaireSe ha hablado y se ha escrito mucho sobre Adán y su mujer. Los rabinos han divulgado muchas historietas sobre Adán, y sería tan vulgar repetir lo que otros dijeron, que vamos a aventurar respecto a Adán una idea que nos parece nueva, o por lo menos no se encuentra en los autores antiguos, ni en los Padres de la Iglesia, ni en ningún predicador teólogo de los que conocemos. Esta idea consiste en el profundo secreto que acerca de Adán guardó toda la tierra habitante, excepto la Palestina, hasta la época en que empezaron a conocerse en Alejandría los libros judíos, cuando se tradujeron al griego en el reinado de los Ptolomeos. Aun entonces fueron poco conocidos. Los libros que existían eran muy escasos y caros. Además, los judíos de Jerusalén estaban tan encolerizados con los de Alejandría, les acusaban tantas veces de haber traducido la Biblia en lengua profana, les injuriaban tanto por esto, que los judíos alejandrinos ocultaron dicha traducción todo el tiempo que les fue posible. La prueba de que fue así está en que ningún autor griego ni romano habla de ella hasta el reinado del emperador Aurelio.

El historiador Josefo, al responder a Apión (libro I, capítulo IV), confiesa que los judíos estuvieron largo tiempo sin tener trato alguno con las demás naciones. Dice lo siguiente: «Habitamos en un territorio que está muy lejos del mar. No nos dedicamos al comercio y no nos comunicamos con los demás pueblos. No debe causar sorpresa que nuestra nación, estando situada tan lejos del mar y no habiéndose ocupado en escribir, sea tan poco conocida.»

A nosotros sí que debe causarnos sorpresa que diga Josefo que su nación hacía alarde de no escribir, cuando llevaba publicados veintidós libros canónicos, sin contar el Targum de Onkelos. Aunque debemos considerar que veintidós volúmenes muy pequeños nada significaban si los comparamos con la multitud de libros que se conservaban en la biblioteca de Alejandría, cuya mitad fue quemada en la guerra de César. Es, pues, indudable que los judíos habían escrito y leído muy poco, que eran profundamente ignorantes en astronomía, geometría, geografía y física, que no conocían la historia de los demás pueblos y que empezaron a instruirse en Alejandría. Su idioma se componía de una mezcla bárbara del antiguo fenicio y del caldeo corrompido, y era tan pobre que carecía de alguno de los modos en la conjugación de los verbos.

Así es que, no comunicando a ningún extranjero sus libros ni sus títulos, ningún habitante de la tierra mas que ellos había oído hablar de Adán, Eva, Abel, Caín y Noé. Sólo Abraham, con el transcurso del tiempo, llegó a ser conocido en los países orientales; pero ningún pueblo antiguo creía que Abraham o Ibrahim fueran el tronco del pueblo judío.

Tan misteriosos son los secretos de la Providencia, que el padre y la madre del género humano fueron desconocidos de éste, hasta tal punto, que los nombres de Adán y Eva no se encuentran en ningún autor antiguo en Grecia, Roma, Persia, Siria, ni en la misma Arabia, hasta la época de Mahoma. Dios se dignó permitir que los títulos de la familia humana los conservara la más pequeña y desgraciada parte de la familia.

¿Cómo es posible que Adán y Eva fueran desconocidos de todos sus hijos? ¿En qué consiste que no se encuentra en Egipto ni en Babilonia ninguna huella, ninguna tradición de nuestros primeros padres? ¿En qué consiste que Orfeo, Limus y Tamaris no se ocupan de ellos? Si les hubieran citado, nos lo hubieran dicho Hesíodo y Homero, que se ocupan de todo, excepto de estos autores de la raza humana.

Clemente de Alejandría, que nos transmite tantos testimonios de la antigüedad, no hubiera dejado en algún pasaje de mencionar a Adán y a Eva. Eusebio, en su Historia Universal, que nos ofrece los testimonios más sospechosos de la antigüedad, hubiera podido aludir a nuestros primeros padres. Está pues, probado que fueron desconocidos de las naciones antiguas.

En el libro de los brahmanes titulado el Ezour-Veidam, se encuentra el nombre de Adimo y el de Procriti, su mujer. Si Adimo tiene algún parecido con Adán, los indios contestan a esto: «Constituimos un gran pueblo establecido en las riberas del Indo y en las del Ganges, muchos siglos antes que la horda hebrea se estableciera en las orillas del Jordán. Los egipcios, los persas y los árabes venían a aprender de nuestro país y a comerciar cuando los judíos eran aún desconocidos para el resto de los hombres; por lo tanto, no pudimos copiar nuestro Adimo de su Adán. Nuestra Procriti no se parece en nada a su Eva, y por otra parte, su historia es completamente distinta. Además, el Vedas, cuyo comentario es el Ezour-Veidam, pasa entre nosotros por ser de más remota antigüedad que los libros judíos; y el Vedas es ya una nueva ley dictada a los brahmanes mil quinientos años después de su primera ley, que se llamó Shasta

Ésas son, poco más o menos, las objeciones que los brahmanes hacen hoy día con frecuencia a los mercaderes de nuestros países que van a la India y les hablan de Adán y Eva, Abel y Caín.

El fenicio Sanchoniathon, que vivía indudablemente antes de la época en que colocamos a Moisés, y que Eusebio cita como autor auténtico, concede diez generaciones a la raza humana, lo mismo que Moisés, hasta la época de Noé, y al ocuparse de esas diez generaciones no habla de Adán y Eva, de ninguno de sus descendientes y ni siquiera de Noé.

Los nombres de los primeros hombres, sacados de la traducción griega que hizo Filón de Biblos, son: Kou, Genos, Fox, Libau, Uson, Halieus, Chrisor, Tecnites, Agrove, Anime. Estos son los que constituyen las diez primeras generaciones. No encontramos el nombre de Noé ni el de Adán en ninguna de las antiguas dinastías de Egipto, ni se encuentra tampoco en las de Caldea. En una palabra, todo el mundo antiguo guarda silencio sobre su existencia.

Preciso es confesar que no ha habido ejemplo alguno de semejante olvido. Todos los pueblos se han atribuido orígenes imaginarios, creyendo pocas veces en su origen verdadero. Es incomprensible que el padre de todas las naciones de la tierra fuese desconocido durante muchísimo tiempo; su nombre debía haber corrido de boca en boca de un extremo a otro del mundo, siguiendo el curso natural de las cosas humanas. Humillémonos ante los decretos de la Providencia, que permitió tan asombroso olvido.

Todo fue misterioso y ocultísimo en la nación que dirigía Dios, en la nación que abrió el camino del cristianismo. Los nombres de los progenitores del género humano, desconocidos para los hombres, deben colocarse en la categoría de los grandes misterios.

Me atrevo a afirmar que fue preciso un verdadero milagro para tapar los ojos y oídos de todas las naciones y destruir en ellas la memoria y hasta la reminiscencia de su primer padre. ¿Qué hubieran contestado César, Antonio, Craso, Pompeyo y Cicerón al infeliz judío que al venderles un bálsamo les hubiera dicho: «Todos nosotros descendemos del padre común que se llama Adán»? El Senado romano en corporación le hubiera contestado: «Enseñadnos nuestro árbol genealógico.» Entonces el judío hubiera referido la historia de las diez generaciones hasta Noé, esto es, hasta la inundación de todo el globo por el diluvio, que también fue otro secreto. El Senado le hubiera objetado preguntándole cuántas personas había dentro del arca para alimentar a todos los animales en diez meses y todo el año siguiente, durante el cual no se podrían proporcionar ninguna clase de alimento. El judío les contestaría: «Había en el arca ocho personas: Noé y su mujer, sus tres hijos Sem, Cam y Jafet, y las esposas de éstos. Toda esa familia descendía de Adán por línea recta.»

 

 

Cicerón, indudablemente, se hubiera enterado de los monumentos y testimonios incontestables que Noé y sus hijos hubieran dejado en el mundo de nuestro padre común. Después del diluvio, en toda la tierra hubieran resonado los nombres de Adán y de Noé, siendo uno el padre y el otro el restaurador de las razas humanas; sus nombres hubieran salido de todas las bocas en cuanto hablaran, aparecerían en todos los pergaminos que se escribieran y en la puerta de los templos que se edificaran. «Conocíais tan portentoso secreto y nos lo habéis ocultado», exclamaría el Senado romano; y el judío le contestaría: «Es que los hombres de mi nación somos puros y vosotros sois impuros.» El Senado romano lanzaría una carcajada y mandaría que azotasen al judío. ¡Tan adheridos están los hombres a sus preocupaciones!

II

La devota Mad. de Burignon afirma que Adán fue hermafrodita, como todos los primeros hombres del divino Platón. Dios reveló ese gran secreto a la buena señora, pero como no me lo ha revelado a mí, no me ocuparé de él. Los rabinos judíos que leyeron los libros de Adán conocen el nombre de su preceptor y el de su segunda mujer; pero como tampoco he leído los libros de nuestro primer padre, tampoco trataré de ellos. Algunos espíritus quiméricos, aunque muy instruidos, se asombran al leer en el Vedas de los antiguos brahmanes que el primer hombre fue creado en las Indias, que se llamaba Adimo, que significa engendrador, y que su mujer se llamaba Procriti, que significa vida. Reconocen que la secta de los brahmanes es más antigua que la de los judíos, que éstos sólo pudieron escribir muy tarde en el idioma cananeo, porque tarde se establecieron en el pequeño territorio de Canaán. Añaden que los indios siempre fueron inventores, que los judíos siempre imitaron; que los indios fueron ingeniosos y los judíos groseros; que no se comprende que Adán, que era rubio y de larga cabellera, fuera el padre de los negros, que son del color de la tinta y tienen por pelo lana negra y encrespada. Por mi parte nada digo yo sobre esto. Abandono estas pesquisas al reverendo padre Beruyer, de la Compañía de Jesús, que es el escritor más inocente que he conocido. Quemaron su obra titulada Historia del pueblo de Dios porque dicen que quiso poner la Biblia en ridículo. Pero yo no puedo creer que tuviera ingenio para ello.

III

No vivimos ya en un siglo en el cual pueda examinarse seriamente si Adán poseyó o no poseyó la ciencia infusa. Los que promovieron durante mucho tiempo esta cuestión era porque carecían de ciencia infusa y de ciencia adquirida.

Es tan difícil saber en qué época se escribió el libro del Génesis, que habla de Adán, como saber la fecha del Vedas, del Sánscrito y de otros antiguos libros asiáticos. Pero es importante notar que no permitían a los judíos leer el primer capítulo del Génesis antes de cumplir veinticinco años. Muchos rabinos dicen que la creación de Adán y Eva y su historia sólo es una alegoría. Todas las naciones antiguas conocidas han ideado alegorías semejantes, y como por un acuerdo singular, que denota la debilidad de nuestra naturaleza, todas han explicado el origen del mal moral y del mal físico de un modo muy semejante. Los caldeos, los indios, los persas, los egipcios, se han explicado casi lo mismo la mezcla del bien y del mal inherente a la naturaleza humana. Los judíos que salieron de Egipto oyeron hablar allí de la filosofía alegórica de los egipcios; después mezclaron sus vagos conocimientos adquiridos con los que aprendieron de los fenicios y de los babilónicos durante su larga esclavitud. Pero como es natural y lógico que el pueblo grosero imite groseramente las ideas de un pueblo civilizado, no debe sorprendernos que los judíos inventaran que la primera mujer fue formada de la costilla del primer hombre; que soplase Dios en el rostro de Adán el espíritu de la vida; que prohibiera Dios comer el fruto de cierto árbol, y que esta prohibición produjera la muerte, el mal físico y el moral. Imbuídos en la idea que adquirieron en pueblos más antiguos de que la serpiente es un animal muy sutil, le atribuyeron fácilmente el don de la inteligencia y el don de la palabra.

Ese pueblo, que por estar esparcido en un rincón de la tierra, la creía larga, estrecha y plana, creyó también que todos los hombres provenían de Adán, sin presumir siquiera que pudieran existir los negros, cuya formación es muy diferente de la nuestra, y sin imaginar que ocupaban éstos vastas regiones. Era imposible que sospechasen la existencia de América.

Es sumamente extraño que se permitiera al pueblo judío leer el Éxodo, que encierra tantos milagros, y no les permitieran leer antes de los veinticinco años el primer capítulo del Génesis, en el que todo es milagroso, porque se trata en él de la creación. Esto fue sin duda por el modo singular de expresarse el autor en el primer versículo: «Al principio hicieron los dioses el cielo y la tierra» (1). Temían sin duda dar ocasión a los judíos jóvenes para que adorasen muchos dioses. Esto pudo ser también porque Dios, que creó al hombre y a la mujer en el primer capítulo, los rehace en el segundo, y no querían que la juventud se enterase de esta apariencia de contradicción. Pudo ser igualmente porque se dice en este capítulo que los dioses hicieron al hombre a su imagen y semejanza, y esas frases presentaban a los ojos de los judíos un Dios demasiado corporal. Fue quizá porque diciéndose en ese capítulo que Dios sacó una costilla a Adán para formar a la mujer, los jóvenes inconsiderados se tocarían las costillas y verían que no les faltaba ninguna. Pudo ser también porque Dios, que acostumbraba a pasearse al mediodía por el jardín del Edén, se burló de Adán después de su caída y su tono satírico pudiera inspirar a la juventud afición a las burlas. Cada línea de este capítulo suministra razones plausibles para prohibir su lectura, pero si nos fundamos en dichas razones, no se comprende cómo se permitió la lectura de los demás capítulos. A pesar de todo esto, siempre resulta sorprendente que los judíos no pudiesen leer el citado capítulo hasta los veinticinco años.

No nos ocuparemos en este sitio de la segunda mujer de Adán, que se llamaba Lilith, y que los antiguos rabinos le atribuyen, porque hemos de convenir en que sabemos muy pocas anécdotas de su familia.

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(1) Los dioses, ésta es la exacta traducción de la palabra Elohim. Se cita con frecuencia tal palabra para probar que la lengua hebrea fue hablada antiquísimamente por algún pueblo politeísta.