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ALMANAQUE, origen – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ALMANAQUE

Almanaque - Diccionario Filosófico de VoltaireInteresa poco saber si el almanaque proviene de los antiguos sajones, que no sabían leer, o de los árabes, que eran astrónomos y tenían algunos conocimientos de los astros en la época que los pueblos de Occidente estaban sumergidos en una ignorancia igual a su barbarie. Me limitaré a hacer una pequeña observación.

Supongamos que un filósofo indio, embarcándose en Meliapoor, llegue a Bayona. Supongamos que tiene buen sentido, lo que es raro entre sabios, y que se haya librado de las preocupaciones de la escuela y no crea en la influencia de los astros, lo que es muy raro también. Y supongamos además que encuentre un tonto en nuestros climas, lo que ya no sería tan raro.

El tonto, para ponerle al corriente de nuestras artes y de ya nuestras ciencias, le regala un ejemplar del Almanaque de Lieja, compuesto por Mateo Laensberg, y otro ejemplar de El mensajero cojo, de Antonio Souci, astrólogo e historiador, que lo imprime todos los años en Baden, y del que despacha veinte mil ejemplares en ocho días. En ese almanaque veréis una hermosa cabeza de hombre rodeada de los signos del Zodíaco, con las indicaciones que os demuestran que la Balanza preside a las nalgas, el Cordero a la cabeza, los Peces a los pies, y así sucesivamente.

Cada día de luna os indicará cuándo debéis tomar el bálsamo de la vida de Le Lievre, o las píldoras de Keiser, o colgaros al cuello un saquito del farmacéutico Arnoult, o sangraros, o cortaros las uñas, o plantar, o sembrar, o ir de viaje, o estrenar zapatos nuevos. El indio, en cuanto leyera todas esas tonterías, haría muy bien en decir al que se las quisiera proporcionar que no quería sus almanaques. Y en cuanto el que guíe al filósofo indio le haga ver alguna de nuestras ceremonias (que reprueban todos los sabios y se toleran por halagar al populacho), nos tendrá lástima y nos tomará por locos alegres, que no estamos furiosos. Se dirigirá al presidente del Gran Colegio de Benares, diciéndole que carecemos de sentido común; pero que si su paternidad desea que vengan a su país personas ilustradas y discretas, podrán hacer algo por nosotros, mediante el apoyo y la gracia de Dios. Esto es casi casi lo que nuestros primeros misioneros, y sobre todo San Francisco Javier, hicieron con los pueblos de la península de la India. Todavía se equivocaron más respecto a las costumbres, a las ciencias, a las opiniones y al culto de los indios. Es curiosísimo leer las relaciones que acerca de dicho país escribieron. Para ellos, toda estatua es un diablo, cada reunión un sábado, cada figura simbólica un talismán, cada brahmán un hechicero, y llenan de lamentaciones sus memorias. Abrigan en ellas la esperanza de recoger allí cosecha abundante añadiendo «que trabajarán eficazmente en la viña del Señor»… en un país donde jamás se conoció el vino. De un modo parecido a éste suele cada nación juzgar a los pueblos lejanos, y algunas veces a los cercanos.

Créese que los chinos fueron los primeros que conocieron los almanaques. Uno de los derechos del emperador de la China consiste en enviar el almanaque a sus vasallos y a los pueblos inmediatos. Si éstos no lo aceptaran, por semejante desaire el emperador les declararía la guerra, como los reyes lo hacían en Europa a los señores que se negaban a rendirles pleito homenaje.

Nosotros sólo contamos doce constelaciones; los chinos cuentan veintiocho, cuyos nombres no tienen relación con los de las nuestras; prueba evidente que no han copiado el Zodíaco caldeo, que nosotros hemos adoptado. Sin embargo, tienen una astronomía completa hace más de cuatro mil años y se parecen a Mateo Laensberg y a Antonio Souci en las predicciones y en los secretos que dan para conservar la salud, y que llenan el almanaque imperial. Dividen el día en diez mil minutos, y saben a punto fijo qué minuto es favorable o funesto. Cuando el emperador Kang-hi encargó a los misioneros jesuitas de Francia la confección del almanaque, éstos se excusaron del encargo, diciendo que no podían admitirlo porque habían de llenar el almanaque de supersticiones extravagantes. «Creo menos que vosotros en las supersticiones —les contestó el emperador—; escribidme únicamente un buen calendario, que después los sabios de mi reino ya lo llenarán de simplezas.»

El sabio Fontenelle, ingenioso autor de La pluralidad de los mundos, se burla de los chinos, que, según dice, ven caer en el mar mil estrellas a un mismo tiempo. Es verosímil que el emperador Kang-hi se burlara también de Fontenelle. Quizás algún Mensajero cojo de la China se haya divertido haciendo creer al pueblo de dicho país que eran estrellas los fuegos fatuos. Cada país tiene sus tonterías. La antigüedad hizo que el sol se acostase en el mar, al que nosotros enviamos las estrellas durante mucho tiempo. También creíamos que las nubes tocaban en el firmamento, y que éste era de materia dura y contenía un recipiente de agua. No hace mucho tiempo que se sabe en las ciudades que el hilo que se creía de la Virgen, y con frecuencia se ve en el campo, es un hilo de tela de araña. No nos burlemos de nadie; tengamos presente que los chinos conocieron los astrolabios y las esferas antes que nosotros supiéramos leer, y que si no han adelantado en la astronomía es por tener tanto respeto a sus antepasados como nosotros lo tuvimos a Aristóteles.

Es un consuelo saber que el pueblo romano, el «pueblo rey», estuvo en esta materia por debajo de Mateo Laensberg, del Mensajero cojo y de los astrólogos de la China, hasta la época de Julio y César, que reformó el año romano que nosotros hemos copiado y conocemos todavía con su antiguo nombre de Calendario Juliano, aunque no contemos ya por calendas y aunque su autor se viese obligado a reformarlo.

Los primitivos romanos contaban el año de diez meses y de trescientos cuatro días. Este cómputo no era solar ni lunario, era bárbaro; luego arreglaron el año romano de trescientos cincuenta y cinco días: otro yerro, que corrigieron tan mal, que en la época de César las fiestas del verano se celebraban en invierno. Los generales romanos triunfaban en todas partes, pero ignoraban el día que conseguían las victorias.

 

César lo reformó todo: parecía que gobernaba el cielo y la tierra. No sé por qué condescendencia con las costumbres romanas, empezó el año en el tiempo en que no empieza, ocho días después del solsticio de invierno. Todas las naciones del Imperio romano se sometieron a tal innovación. Hasta los egipcios, que podían dictar la ley en materia de almanaques, la adoptaron; pero tan diferentes pueblos no cambiaron la distribución de sus fiestas. Los judíos celebraron sus nuevas lunas, su «fase», el día 14 de la luna de marzo, que llaman la «luna roja», y esta época llegaba con frecuencia en el mes de abril; su Pascua de Pentecostés, cincuenta días después de la «fase»; la fiesta de las Trompetas, el primer día de julio; la de los Tabernáculos, el 15 del mismo mes, y la del Gran Sábado, siete días más tarde.

 

Los primitivos cristianos siguieron el cómputo del Imperio romano; contaban por calendas, por nonas y por idus, como sus señores. Admitieron el año bisiesto, que nosotros admitimos todavía, y que fue corregido en el siglo XVI de la era vulgar, como será preciso corregirlo algún día; pero siguieron los usos de los judíos en cuanto a la celebración de sus grandes fiestas.

Fijaron al principio la Pascua en el día 14 de la «luna roja», hasta que el Concilio de Nicea determinó que fuera el domingo siguiente. Los que la celebraban desde entonces el día 14 de la susodicha luna fueron declarados herejes, y tanto unos como otros se equivocaban en el cálculo.

Las fiestas de la Santa Virgen se instituyeron por las nuevas lunas o neomenias. El autor del Calendario Romano dice que esto fue fundado en el versículo de los cánticos pulchra ud luna, bella como la luna; pero por esta razón sus fiestas debían verificarse el domingo, porque el mismo versículo dice electa ud sol (1), escogida como el sol.

Los cristianos celebraban también la Pascua de Pentecostés, fijándola, como los judíos, cincuenta días después de las pascuas ya dichas. El autor del referido Calendario dice que las fiestas de los santos patronos reemplazaron a las del Tabernáculo, y añade que la de San Juan se trasladó al 24 de junio, porque por esa fecha los días principian a acortar, y San Juan, hablando de Jesucristo, dice: «Es indispensable que él crezca y que yo disminuya.»

Es singular la antigua ceremonia de encender una gran hoguera el día de San Juan, que es el tiempo de más calor del año. Esta ceremonia la interpretan diciendo que era una antiquísima costumbre que se realizaba para traer a la memoria el antiguo incendio del mundo, el cual puede repetirse.

El autor del Calendario asegura que colocaron la fiesta de la Asunción el 15 del mes agosto, que nosotros llamamos de agosto porque el sol está entonces en el signo de la Virgen. Certifica también que se celebra la fiesta de San Mateo en el mes de febrero porque lo intercalaron entre los doce apóstoles, como en los años bisiestos se intercala un día en el mes de febrero. En estas fantasías astronómicas quizás encontrarían motivo para burlarse los indios de que acabamos de ocuparnos; y a pesar de esto, el autor del Calendario fue maestro de matemáticas del Delfín, hijo de Luis XIV, y además ingeniero y oficial distinguido (2). 

El defecto principal de nuestros calendarios consiste en colocar siempre los equinoccios y los solsticios donde no están; en decir que el sol entra en el Carnero cuando no entra; en seguir la antigua y errónea rutina. El almanaque del año pasado nos engaña el año presente, y todos nuestros calendarios son almanaques de los pasados siglos. ¿Por qué decir que el sol está en el Carnero, cuando está en los Peces? ¿Por qué no imitar lo que se hace en las esferas celestes, en las que se distinguen los signos verdaderos de los signos antiguos, que ya son falsos?

Hubiera sido muy conveniente, no sólo empezar el año por el punto preciso del solsticio de invierno o del equinoccio de la primavera, sino colocar todos los signos en su verdadero sitio. Estando demostrado que el sol está en la constelación de los Peces cuando se dice que está en el Cordero, y que en seguida pasará al Acuario y sucesivamente por todas las constelaciones siguientes en la época del equinoccio de la primavera, debía hacerse desde ahora lo que será preciso hacer más adelante, cuando el error aparezca más grande, y por tanto más ridículo. Lo mismo digo de otros muchos errores que son patentes. A esto se me contesta que ya los corregirán nuestros hijos. Pero nuestros padres también dijeron lo mismo que nosotros. ¿Por qué no los hemos corregido?

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(1) Cántico de los cánticos, cap. VI, vers. 9.
(2) Francisco Blondel, que nació en 1617 y murió en 1686, autor de la Historia del Calendario Romano