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Voltaire – Diccionario Filosófico |
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ANÉCDOTAS
Si fuera posible confrontar a Suetonio con los ayudas de cámara de los doce Césares, ¿creéis que éstos estarían siempre acordes con aquél? Y en el caso de contradecirse, ¿quién no apostaría en favor de los ayudas de cámara contra el historiador?
Muchos de nuestros libros sólo se fundan en las murmuraciones públicas de las ciudades, como la física antigua se fundó sobre quimeras, que, repetidas de siglo en siglo, han llegado hasta nosotros. Los que se complacen en escribir durante la noche, en el silencio de su gabinete, todas las noticias que oyeron durante el día, como lo hizo San Agustín, debían escribir un libro de retractaciones cada año.
Refiere el portero de estrados L’Estoile que Enrique IV, yendo de caza a Creteil, entró solo en una hostería, en cuyo piso alto estaban comiendo algunos letrados de París. El rey no se dio a conocer, y por medio de la hostelera les invitó a su mesa o a que le cedieran parte de la carne asada que comían, pagándola. Los parisienses respondieron que tenían asuntos particulares que hablar en secreto, que su comida era breve, y suplicaban al desconocido que les perdonara si no le invitaban.
Enrique IV llamó a sus guardias y les mandó apoderarse de los parisienses y que los azotaran, «para enseñarles a ser otra vez más corteses con los gentileshombres». Estas son las propias palabras de L’Estoile.
Algunos autores que en la actualidad se han ocupado de escribir la vida de Enrique IV, y copian a L’Estoile, refieren esta anécdota. Pero lo peor es que la elogian, aplaudiendo el proceder de Enrique IV. Sin embargo, este hecho ni es verdadero ni verosímil, y en vez de merecer alabanzas Enrique IV, por él hubiera sido ridículo, cobarde, tiránico e imprudente, caso de realizarlo.
En primer lugar, no es verosímil que en 1602 Enrique IV, cuya fisonomía era tan característica y que trataba a todo el mundo con gran afabilidad, fuera desconocido en Creteil, que está cerca de París. En segundo lugar, L’Estoile, en vez de probar la exactitud de su cuento impertinente, dice que se lo refirió un hombre que lo oyó contar a M. de Vitry. Fue, pues, una de esas murmuraciones que corren por las ciudades. En tercer lugar, sería cobarde y odioso castigar de un modo infamante a unos ciudadanos que se reúnen para sus asuntos particulares, y que no cometieron falta alguna negándose a que participara de su comida un desconocido indiscreto, que podía comer otras cosas en la misma hostería. En cuarto lugar, acción tan tiránica, indigna de un rey y de un hombre honrado, digna de castigo en cualquier nación, era tan imprudente como ridícula y criminal. Resultaba suficiente para que los habitantes de París execraran a Enrique IV, y sabido es el interés que tenía éste en atraérselos. No debía, pues, mancharse la historia incluyendo en ella un cuento tan necio, ni deshonrar a Enrique IV con tan impertinente anécdota.
He aquí lo que se dice en un libro titulado Anécdotas literarias, atribuido al abad Raynal, impreso en casa Duran en 1752: «Los amores de Luis XIV, obra dramática, se representó en Inglaterra; y por eso dicho príncipe quiso que representaran otra obra dramática sobre los amores del rey Guillermo. M. de Torcy encargó al abad Brueys que escribiera la obra; se aplaudió en la lectura, pero no llegó a representarse, porque el protagonista de ella murió mientras se preparaba la representación.»
En estas cortas líneas hay tantas mentiras como palabras. En el teatro de Londres nunca se representaron los amores de Luis XIV; este monarca fue incapaz de mandar que se escribiera una comedia sobre los amores del rey Guillermo; y además, el rey Guillermo no tuvo ninguna querida. Nunca habló el marqués de Torcy al abad Brueys sobre ese asunto, porque no pudo comisionar para este encargo tan discreto y tan pueril ni al abad ni a nadie; y consta que dicho abad no escribió esa comedia. Fiaos, pues, de las anécdotas
También dice el citado libro que «Luis XIV quedó tan contento de la representación de la ópera Isis, que obligó al Consejo a que publicara un decreto permitiendo que los personajes de la nobleza pudieran cantar en la ópera y cobrar sueldos sin degenerar de la clase, cuyo decreto registró el Parlamento de París».
No se encuentra semejante declaración registrada en el Parlamento de París, pero sí que es verdad que Sully obtuvo en 1672 (mucho tiempo antes de representarse la ópera Isis) credenciales del rey que le permitieron establecer una academia de ópera, y que puso un anuncio diciendo que los gentileshombres y sus hijos podían cantar en su teatro sin degenerar de su clase.
Leo en la Historia filosófica y política del comercio de las Indias: «Estamos inclinados a creer que Luis XIV sólo se proporcionó buques para que le admirasen y para castigar a Génova y a Argel.» Esto es escribir y juzgar a la ventura y oponerse a la verdad, siendo ignorantes; esto es insultar sin motivo a Luis XIV, que disponía de cien buques de guerra y de sesenta mil marineros desde el año 1678, y el bombardeo de Génova no se verificó hasta el año 1684.
También se dice en la misma Historia filosófica que cuando los holandeses expulsaron a los portugueses de Malaca, el capitán holandés preguntó al comandante portugués cuándo volverían, a lo que el vencido le respondió: «Cuando vuestros pecados sean más grandes que los nuestros.» Esa contestación se había atribuido antiguamente a un inglés de la época de Carlos VII de Francia, y en tiempos anteriores a un emir sarraceno en Sicilia. Aparte de esto, la tal contestación es más propia de un capuchino que de un político. No fue por ser más pecadores los franceses que los ingleses el motivo de apoderarse éstos del Canadá.
El autor de la referida Historia filosófica refiere seriamente un cuento corto que inventó Steele, y que insertó El Espectador, y pretende que este cuento sea una de las causas de las guerras que mediaron entre los ingleses y los salvajes. He aquí la historia que Steele opone a la historieta mucho más graciosa de la matrona de Éfeso. Se trata de probar en ella que los hombres no son tan constantes como las mujeres; pero en Petronio, la matrona de Éfeso sólo tiene una debilidad divertida y perdonable, y el comerciante Yukle, en El Espectador, es culpable de la más negra ingratitud. El joven viajero Yukle corre eminente peligro de que se apoderen de él los caraibos en el continente de América, pero no nos dice el autor cuándo ni en qué parte. Jarika, joven caraiba, le salva la vida y huye con él a las Barbadas. En cuanto llegan allí, Yukle se lleva al mercado a su bienhechora para venderla. «¡Ingrato, bárbaro! —exclama Jarika—; ¡quieres venderme estando embarazada de ti!» «¿Estás embarazada? —respondió el comerciante inglés—. Pues mejor; te venderé más cara.»
Esta anécdota la pretenden hacer pasar por historia verdadera y por el origen de una guerra larga. El discurso que pronunció una mujer natural de Boston ante los jueces que la sentenciaron a prisión correccional por quinta vez, por haber parido el quinto hijo, es una broma, es un libelo del lustre Franklin, y se refiere en la obra de que nos ocupamos como documento auténtico. Infinidad de cuentos des figuran todas las historias.
En un libro titulado Del espíritu, que movió mucho ruido, y en el que se encuentran reflexiones tan verdaderas como profundas, se dice que Malebranche es el autor de La promoción física. Ese descuido embaraza a más de un lector que desea adquirir La promoción física de Malebranche y la busca en vano. En el mismo libro dícese que Galileo no encontró el por qué las bombas no pueden elevar el agua a más de treinta y dos pies de altura. Eso fue precisamente lo que Galileo no encontró: comprendió que la pesadez del aire hacía elevar el agua, pero no pudo discurrir por qué el aire no podía obrar a más de treinta y dos pies de altura. Torricelli fue el que adivinó que una columna de aire equivalía a treinta y dos pies de agua y a veintisiete pulgadas de mercurio. |
En un Mercurio de Francia del mes de septiembre de 1669, se atribuye a Pope un epigrama improvisado en la muerte de un famoso usurero, y hace ya más de doscientos años que saben en Inglaterra que lo improvisó Shakespeare.
Entre todos los libros plagados de falsas anécdotas, el que amontonó con imprudencia más mentiras absurdas fue la compilación de las supuestas Memorias de Mad. de Maintenon. El fondo de ellas es verdadero, porque el autor pudo leer algunas cartas de la citada dama que le proporcionó una señora educada en Saint-Cyr. El corto número de verdades que contiene se ahoga en una novela que ocupa siete tomos. En esas Memorias supone el autor que suplantó a Luis XIV uno de sus ayudas de cámara, e inventa cartas dirigidas a dicho monarca, que no escribió Mlle. de Mancini, haciendo decir esta sobrina del cardenal Mazarino, en una de las cartas dirigidas al rey: «Obedecéis a un sacerdote; no sois digno de mí, si servís en vez de mandar. Os amo como a mí misma, pero prefiero vuestra gloria a vuestro amor.»
Dicen también las susodichas Memorias: «Mlle. de la Vallière se dejó caer en un sillón en completa déshabillé, pensando siempre en su amante. Con frecuencia pasaba la noche en un sillón, y al amanecer la encontraban allí todavía con la mirada fija y como en éxtasis, estado en que la sumía el amor. Ocupada exclusivamente en pensar en el rey, quizás se quejaba en aquel momento de que la vigilaban los espías de Enriqueta y de la severidad de la reina madre. Un leve ruido que oyó la sacó de su éxtasis y la hizo inclinar el cuerpo hacia atrás con sorpresa y sobresalto. Luis estaba ante ella, corrió a su lado y se arrodilló a sus pies. Trató de huir, y él la detuvo; le amenaza, y él la apacigua; llora, y él seca sus lágrimas.» Semejante descripción no se toleraría hoy en la más empalagosa de las novelas que se escriben para las camareras.
En las citadas Memorias de Mad. de Maintenon, después de ocuparse de la revocación del edicto de Nantes, se encuentra un capítulo titulado «Estado del corazón». Tras esas ridiculeces se encuentran las calumnias más groseras propaladas contra el rey, contra su hijo, contra su nieto, contra su sobrino el duque de Orleans, contra los ministros y contra los generales. De ese modo, la avilantez, estimulada por el hambre, produce monstruos. Hay que ponerse en guardia contra la multitud de libelos atroces que han inundado la Europa desde hace mucho tiempo.
Anécdota sobre Carlos V.—¿Carlos V tuvo relaciones carnales con su hermana Margarita, gobernadora de los Países Bajos, de cuyas relaciones nació don Juan de Austria, hermano intrépido del prudente Felipe II? No tenemos de ello ninguna prueba, como tampoco la tenemos de los secretos de Carlo-Magno, que, según se dice, se acostó con todas sus hijas. ¿Por qué hemos de afirmar esos hechos sin tener pruebas? Si la Sagrada Escritura no me asegurara que las hijas de Lot tuvieron hijos de su propio padre y que Thamar los tuvo de su suegro, yo no me atrevería a acusarlas. Es preciso ser discretos.
Otra anécdota más atrevida.—Algún escritor afirma que la duquesa de Montpensier se entregó al fraile Jacobo Clemente, con la idea de que se comprometiera a asesinar al rey. Hubiera resultado más astuta si hubiera ofrecido sus favores al fraile y no se los hubiera concedido. No creemos que sea ése el medio de excitar al parricidio a un sacerdote fanático; para conseguirlo, vale más enseñarle el cielo que enseñarle una mujer. Era más capaz de decidirle a cometer el crimen su prior Bourgoin, que la mujer más hermosa del mundo. Cuando mató al rey, no se le encontró en los bolsillos ninguna carta de amor, pero sí que se le encontraron las historias de Judit y de Aod, estrujadas y llenas de grasa por haberlas leído muchas veces.
Anécdota sobre Enrique IV.—Los regicidas Juan Chatel y Ravaillac no tuvieron cómplices. Su delito estaba en moda en su época; su único cómplice fue el crimen de la religión. Se asegura que Ravaillac, cuando fue a Nápoles, oyó que el jesuita Alagona profetizó la muerte del rey, y aún hay otros autores modernos que lo dicen. Pero los jesuitas nunca fueron profetas. Si lo fueran, hubieran predicho su destrucción, y aseguraron, por el contrario, que su institución duraría hasta el fin de los siglos (1).
De la abjuración de Enrique IV.—El jesuita Daniel pretende probar inútilmente en su árida y defectuosa Historia de Francia que Enrique IV, antes de abjurar, era ya mucho tiempo católico. Ni creo a Daniel, ni creería al mismo Enrique IV si lo dijera. En la carta que escribió a la hermosa Gabriela, participándole «mañana daré el salto mortal», prueba que el catolicismo no había penetrado aún en su corazón. Si éste se hubiera visto iluminado por la gracia eficaz, el rey hubiera dicho a su querida: «Los obispos me han convertido»; en vez de decirle: «Los obispos me están fastidiando.» ¿Son propias esas frases de un buen catecúmeno?
En las cartas que este gran hombre dirigió a la condesa de Grammont, cuyos originales se conservan todavía, dice lo siguiente: «Todos esos envenenadores son papistas; yo mismo he descubierto uno de ellos. Los predicadores romanos dicen en alta voz que debemos vestir de luto por el envenenamiento del príncipe de Condé, y amonestan a todos los buenos católicos a que así lo hagan; ¿seréis capaz de pertenecer a semejante religión? Si yo no fuera hugonote, me haría turco.» Después de conocer estas pruebas que suministra el mismo Enrique IV, es muy difícil convencerse de que fue católico sincero.
Otra equivocación sobre Enrique IV.—Bury, autor de la Historia de Enrique IV, publicada en 1610, acusa del asesinato de dicho monarca al duque de Lerma, asegurando que ésa «es la opinión más admitida». Pero es evidente que está muy mal admitida esa opinión. Nunca se habló de semejante cosa en España, y en Francia, sólo el sucesor del presidente De Thou dio algún crédito a esas sospechas vagas y ridículas. Si el ministro español duque de Lerma comisionó para cometer el crimen a Ravaillac, le debió pagar muy mal, porque cuando cogieron a ese miserable le encontraron muy poco dinero. Si el duque de Lerma le sedujo prometiéndole recompensa proporcionada a su atentado, indudablemente Ravaillac lo hubiera dicho, denunciando al duque y a sus emisarios, aunque sólo fuera por burlarse de ellos. Nombró al jesuita D’Auvigny, al que sólo enseñó el cuchillo. ¿Por qué no había de nombrar al duque de Lerma si hubiera intervenido en este asunto? Es obstinación incomprensible la de no creer lo que dijo Ravaillac durante el interrogatorio y durante el tormento que le hicieron sufrir. ¿Por qué insultar a una nación noble como la española, sin tener ni una sombra de prueba contra ella? De ese modo se escribe la Historia.
Los españoles nunca recurrieron a crímenes vergonzosos, y los grandes de España han manifestado en todas épocas una generosa altivez, que no les permitió nunca envilecerse hasta tal punto. Si Felipe II puso a precio la cabeza del príncipe de Orange, tuvo para eso el pretexto de castigar a un vasallo suyo rebelde; lo mismo que el Parlamento de París tasó en cincuenta mil escudos la cabeza del almirante Coligny, y más tarde la del cardenal Mazarino. Esas proscripciones públicas provenían del horror que causaron las guerras civiles. Pero ¿qué motivo tenía el duque de Lerma para entrar en tratos secretos con un miserable como Ravaillac?
Anécdota sobre el hombre de la máscara de hierro.—Fui el primero de los historiadores que me ocupé en El siglo de Luis XIV del hombre de la máscara de hierro. Conocía bien esa anécdota, que asombra al siglo XVIII, como asombrará a la posteridad, pero no por eso deja de ser verdadera. Cometí una equivocación entonces respecto a la fecha de la muerte de ese desconocido, que fue singularmente desventurado. Le enterraron en San Pablo en 3 de marzo de 1703, y no en 1704, como dije en El siglo de Luis XIV
Al principio estuvo encerrado en Pignerol, luego lo llevaron a las islas de Santa Margarita, y últimamente lo encarcelaron en la Bastilla, siempre bajo la vigilancia de Saint-Mars, que le vio morir. El jesuita Griffet ha transmitido al público el diario de la Bastilla, que hace fe de las fechas. Fácilmente pudo proporcionarse ese diario, porque desempeñaba el empleo de confesor de los prisioneros encerrados en la Bastilla.
El hombre de la máscara de hierro es un enigma que cada uno pretende descifrar a su modo. Hay algunos que dicen que era el duque de Beaufort; pero este duque fue muerto por los turcos en la defensa de Candía en 1689, y el hombre de la máscara de hierro estaba en Pignerol en 1662. Por otra parte, ¿cómo se podían apoderar del duque de Beaufort estando éste en medio de su ejército? ¿Cómo le hubieran podido transportar a Francia sin que nadie lo supiera? ¿Por qué motivo le habían de encarcelar y taparle el rostro con una máscara de hierro? Otros dicen que era el conde Vermandois, hijo natural de Luis XIV; pero éste es público que murió de viruela maligna en 1683, estando al frente del ejército, y que le enterraron en la ciudad de Arras.
Hay quien imaginó que el hombre de la máscara fue el duque de Monmouth, pero ese duque lo mandó decapitar públicamente en Londres en 1685 el rey Jacobo. Para ser ese duque el hombre de la máscara de hierro, debió haber resucitado y cambiar en seguida el orden de los tiempos, poniendo el año 1662 en el punto que ocupa el 1685; era preciso también que el rey Jacobo, que no perdonó nunca a nadie, perdonara al duque de Monmouth y que decapitaran por éste a otro hombre que se le asemejara mucho.
No siendo ninguno de esos personajes el hombre de la máscara de hierro, nos quedamos sin saber quién fue ese prisionero, a qué edad murió ni con qué nombre lo enterraron. Es indudable que si no le permitieron nunca salir de la Bastilla ni hablar con el médico mas que con la máscara puesta, era porque temía que se notara en sus facciones una semejanza extraordinaria con algún alto personaje. Podía enseñar la lengua, pero tenía prohibido enseñar el rostro. Pocos días antes de morir le dijo al boticario de la Bastilla que creía tener sobre sesenta años; y Marsolan, cirujano que fue del mariscal Richelieu y luego del duque de Orleans, regente del reino, yerno del citado boticario de la Bastilla, me lo ha referido algunas veces.
Anécdota sobre el mariscal de Luxemburgo. —En una historia de Holanda que estoy leyendo, al ocuparse del mariscal de Luxemburgo, refiere que en 1672 dirigió esta alocución a sus tropas: «Hijos míos: corred, robad, saquead, matad y violad; y si encontráis algún acto más abominable que éstos, cometedlo, para probarme que yo no me he equivocado al escogeros, creyendo como creo que sois los hombres más bravos del mundo.»
He aquí una alocución singular; es tan falsa como las de Tito Livio, pero de peor gusto literario que las de este célebre historiador. Para deshonrar la tipografía, esa arenga se encuentra en diccionarios nuevos, que sólo son una colección de imposturas colocadas por orden alfabético.
Anécdota sobre el padre Fouquet. —En 1723, el jesuita Fouquet regresó a Francia desde la China, en cuya nación había pasado veinticinco años. Las disputas religiosas promovidas por los misioneros en el Celeste Imperio le enemistaron con sus colegas. Quiso implantar allí un evangelio distinto del que predicaban sus compañeros de misión, y trajo a Europa memorias escritas contra éstos. En el viaje le acompañaron dos letrados de la China; uno de ellos murió en el buque, y el otro llegó a París con Fouquet. El jesuita abrigaba el proyecto de llevar el letrado a Roma, para que le sirviera de testimonio del proceder de los padres misioneros que le hacían la oposición en China. Este asunto lo llevaba en secreto.
Fouquet y el letrado se alojaron en París, en la casa de los jesuitas, situada en el arrabal de San Antonio. Los reverendos padres recibieron aviso de lo que intentaba su colega, y Fouquet supo también los designios de los reverendos padres, por lo que, sin perder un momento, en la misma noche salió en posta para Roma.
Los reverendos padres, aprovechándose de la influencia que ejercían, consiguieron que inmediatamente salieran al camino para detenerle; pero sólo consiguieron apoderarse del letrado, que era un joven que no sabía ni una palabra de francés. Los buenos padres acudieron al cardenal Dubois, que entonces los necesitaba, y le noticiaron que tenían en la casa un joven que se había vuelto loco, y por lo tanto le pedían que lo encerrase. El cardenal, fiándose de esta acusación, dictó en el acto una orden reservada, en virtud de la cual el superintendente de policía se presentó para apoderarse del supuesto loco, y se encontró con un hombre que hacía reverencias de un modo muy distinto que con en Francia, que hablaba como si cantara, y que le recibió con asombro. Sintiendo mucho que se le hubiera trastornado el juicio, mandó que lo atasen, y lo envió a Charenton, donde fue azotado, como el abad Desfontanes, dos veces cada semana.
El letrado chino no podía comprender el extraño modo que tenían allí de recibir a los extranjeros. Sólo había pasado dos o tres días en Francia, y le parecían muy extrañas las costumbres francesas. El desventurado pasó dos años a pan y agua entre los locos y los padres correctores. Creyó, pues, que la nación francesa sólo se componía de esas dos clases de hombres: de una que bailaba y de otra que daba azotes a la primera.
Al cabo de dos años cambió el ministerio y fue nombrado otro superintendente de policía. Ese magistrado comenzó a desempeñar su empleo visitando las cárceles y haciendo una visita a los locos de Charenton. Después de conversar con algunos de éstos, preguntó si quedaba algún otro demente en el establecimiento, y le contestaron que sólo quedaba un desventurado extranjero que no le habían presentado porque hablaba un idioma que nadie entendía.
Un jesuita que acompañaba al magistrado le participó que la locura de ese hombre consistía en no contestar nunca en francés, que nada sacaría en limpio de él, y por lo tanto, le aconsejaba que no le hiciese salir. El superintendente insistió, y tuvieron que sacar al infeliz letrado, que se arrojó a los pies del ministro. Este mandó que viniesen los intérpretes del rey para que le interrogaran. Los intérpretes le hablaron en español, en latín, en griego y en inglés; el letrado decía siempre: «Cantón, Cantón.» El jesuita aseguraba que era un poseído.
El superintendente, que había oído decir que había una provincia de la China que se llamaba Cantón, sospechó que el loco sería hijo de esa provincia, y llamó a un intérprete de las Misiones extranjeras que entendía algo el idioma chino, y éste descubrió toda la verdad. El magistrado no sabía qué hacer, y el jesuita no sabía qué decir. El duque de Borbón era entonces primer ministro, y a él le refirieron lo que acababa de suceder. Mandó que entregaran al chino mucha ropa y una importante cantidad y lo envió a su patria, de la que creo que vendrán pocos letrados chinos a visitar Francia. Hubiera sido más político retenerle y traerle bien que enviarle a la China, para que esta nación no formara una mala opinión de los franceses.
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NOTAS
(1) Voltaire, al escribir esto, no hubiera creído que la peste jesuítica había de reproducirse después de tantas revoluciones.—N. del T