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APOCALIPSIS, reino de Jerusalén – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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APOCALIPSIS

Apocalipsis - Diccionario Filosófico de VoltaireJustino el Mártir, que escribió el año 270 de la era cristiana, fue el primero que habló del Apocalipsis. Se atribuye al apóstol San Juan el Evangelista. En su diálogo con Tritón, este judío le pregunta si cree que ha de llegar un día en que Jerusalén sea restablecida. Justino le contesta que lo cree, lo mismo que los cristianos que son justos. «Vivió entre nosotros cierto personaje que se llamaba Juan, que fue uno de los apóstoles de Jesús y que profetizó que los fieles vivirían mil años en Jerusalén.»

Fue opinión admitida durante mucho tiempo entre los cristianos la de que ese reinado duraría mil años, y en igual período creían también los gentiles; porque las almas de los egipcios habían de ocupar sus cuerpos al cabo de ese tiempo, y porque las almas del purgatorio purgaban en él, según opinión de Virgilio, durante mil años igualmente. La nueva Jerusalén de los mil años tendría doce puertas, en memoria de los doce apóstoles; su forma debía ser cuadrada; su longitud, su latitud y altura, o lo que es lo mismo, su extensión, debía ser de doce mil estadios, esto es, de quinientas leguas, de manera que las casas tuvieran también quinientas leguas de altura. Sería muy desagradable vivir en el último piso de tales edificios; pero eso es lo que dice el Apocalipsis en el capítulo XXI.

Aunque Justino fue el primero que atribuyó el Apocalipsis a San Juan, hubo comentaristas que recusaron su testimonio, fundándose en el referido diálogo con el judío Tritón, en el que dice que, según la relación de los apóstoles, Jesucristo, cuando descendió al Jordán, hizo hervir las aguas de dicho río y las inflamó. Este hecho, sin embargo, no se encuentra en ningún escrito de los apóstoles.

El mismo San Justino cita confidencialmente los oráculos de las Sibilas, y además asegura haber visto las ruinas de las pequeñas casas donde encerraron a los setenta y dos intérpretes en el faro de Egipto en la época de Herodes. El testimonio del hombre que tuvo la desgracia de ver esas pequeñas casas parece que indique que también le encerraron en ellas.

San Ireneo, que nació después, y que creyó también en el reinado de los mil años, asegura haber oído a un anciano que San Juan era el autor del Apocalipsis. Pero critican a San Ireneo porque afirmó que no debe haber mas que cuatro Evangelios, porque no son mas que cuatro las partes del mundo y los cuatro vientos cardinales, y porque Ezequiel no vio mas que cuatro animales. A ese raciocinio llama demostración. Debemos confesar que el modo de argumentar de San Ireneo vale tanto como lo que San Justino vio.

Clemente de Alejandría sólo habla en su Electa de un Apocalipsis de San Pedro, que se tenía en mucha consideración. Tertuliano, que fue uno de los principales partidarios del reinado de mil años, no sólo asegura que San Juan predijo esa resurrección y ese reinado, sino que sostiene que la futura Jerusalén comenzaba ya a formarse en el aire, que los cristianos de Palestina y hasta los paganos la habían visto cuarenta días seguidos al terminar la noche; pero, por desgracia, la ciudad desaparecía al surgir las primeras luces de la aurora.

Orígenes, en el prefacio que escribió sobre el Evangelio de San Juan y en sus Homilías, cita los oráculos del Apocalipsis, pero igualmente cita los oráculos de las Sibilas. Esto no obstante, San Dionisio de Alejandría, que escribió hacia la mitad del siglo III, dice en uno de los fragmentos conservado por Eusebio que casi todos los doctores rechazan el Apocalipsis, considerándolo como un libro desprovisto de razón, y añade que no lo escribió San Juan, sino un tal Cerinto, que se aprovechó de la nombradía de aquél para dar mayor valor a sus afirmaciones.

El Concilio de Laodicea, que se celebró en 360, no cuenta el Apocalipsis entre los libros canónicos. Es muy singular que Laodicea, que era una iglesia a la que se dedicaba el Apocalipsis, rechazara el tesoro que le ofrecían, y que el obispo de Éfeso, que asistió al Concilio, rechazara también un libro de San Juan Evangelista enterrado en Éfeso.

 

Todos los ojos mortales de aquella época habían visto que San Juan se movía continuamente dentro de la fosa y hacía levantar y bajar la tierra que le cubría, y esto no obstante, los mismos personajes que aseguraban que San Juan no estaba enteramente muerto afirmaban igualmente que no había escrito el Apocalipsis. Pero los partidarios del reinado de los mil años siguieron profesando tenazmente su opinión. Sulpicio Severo, en su Historia Sagrada, trata de insensatos y de impíos a los que dudan de la autenticidad del Apocalipsis, y andando el tiempo, y a pesar de las oposiciones de algunos concilios, prevaleció la opinión de Sulpicio Severo. Estando este asunto suficientemente esclarecido, decidió la Iglesia como indudable que San Juan fue el autor del Apocalipsis, y de esta decisión no puede apelarse.

Cada comunión cristiana se atribuyó las profecías que encierra dicho libro. En ellas los ingleses creen que se predecían las revoluciones que sobrevinieron en la Gran Bretaña; los luteranos, las perturbaciones de Alemania; los reformistas de Francia, el reinado de Carlos IX y la regencia de Catalina de Médicis; de ese modo todos quedan satisfechos y todos tienen razón. Bossuet y Newton han comentado el Apocalipsis; pero es indudable que las declamaciones elocuentes del primero y los sublimes descubrimientos del segundo les han dado más renombre que sus comentarios.

II

Dos grandes hombres, pero de grandeza muy distinta, comentaron el Apocalipsis en el siglo XVII. Newton, en quien semejante estudio no está en armonía con la ciencia que le hizo famoso, y Bossuet, en quien tal trabajo tenía verdadera relación con su carrera y sus méritos. Uno y otro dieron gran pie a sus enemigos haciendo los comentarios, y como decimos en otra parte, el primero consoló a la raza humana de la superioridad que sobre ella tenía, y el segundo regocijó a sus enemigos.

Los católicos y los protestantes han explicado el Apocalipsis interpretándolo a su favor, y unos y otros encuentran en él únicamente lo que conviene a sus intereses. Sobre todo, hicieron maravillosos comentarios respecto a la gran bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos, el pelo de leopardo, los pies de oso, la boca de león, la fuerza del dragón, y para acertar ese jeroglífico, les faltaba conocer el carácter y el número de la bestia, y averiguaron que era el número 666.

Bossuet supone que la bestia del Apocalipsis fue indudablemente el emperador Diocleciano, formando un acróstico de su nombre. Grotus creyó que era Trajano. El cura de San Sulpicio que se llamaba La Chetardie, muy conocido por sus extrañas aventuras, probó que la bestia era Juliano. Jurien probó que la bestia era el Papa. Un predicador demostró que era Luis XIV. Un buen católico demostró que era el rey de Inglaterra Guillermo. No es fácil concertar todas esas opiniones.

Promovieron no menos disputas las estrellas que desde el cielo caían a la tierra, y el sol y la luna, que oscurecieron las tinieblas en la tercera parte del libro. Hubo también muchísimas opiniones respecto al libro que el ángel hizo comer al autor del Apocalipsis, que fue dulce para la boca y amargo para el vientre. También promovió cuestiones el siguiente versículo: «Oí una voz en el cielo, como la voz de los torrentes y como la voz del trueno, y que era armoniosa como el sonido del arpa.» Por estas citas puede comprenderse que es mejor respetar el Apocalipsis que comentarlo.

Camus, obispo de Belly, imprimió en 1633 un voluminoso libro escrito contra los frailes, y que un fraile secularizado compendió, titulado Apocalipsis de Melitón, porque Melitón, que fue obispo de Sardes en el siglo II, murió en opinión de profeta. Este libro revelaba los defectos y los peligros de la vida monacal. En dicha obra no se encuentran las oscuridades ni los enigmas del Apocalipsis de San Juan y es perfectamente clara. Dicho obispo se parece a cierto magistrado, que le dijo a un procurador: «Sois un falsario y un tunante: no sé si me explico claro.»

El obispo de Belly dice en su Apocalipsis que existían en su época noventa y ocho órdenes de monjes, con rentas o mendicantes, que vivían a expensas del pueblo, sin prestarle ningún servicio y sin trabajar. Calculaba que había seiscientos mil frailes en Europa. Este cálculo nos parece algo exagerado, pero indudablemente era excesivo el número de frailes.

Asegura dicho obispo que los frailes son enemigos de los obispos, de los curas y de los magistrados. Que entre los privilegios concedidos a los franciscanos se encuentra el sexto, que consiste en tener segura la salvación, aunque hayan cometido algún crimen, si obedecen y cumplen la orden de San Francisco. Que los frailes se parecen a los monos en que cuanto más alto suben mejor se les ve el trasero. Que la palabra «fraile» se ha convertido en tan execrable calificación, que algunos la consideran como una injuria y como el mayor ultraje que se les pueda hacer.

Pertenezca a la clase que pertenezca el lector que haya llegado hasta aquí, le suplico que fije la atención en el siguiente fragmento, extracto del libro del obispo de Belly:

«Figuraos lo que serán el convento del Escorial o del Monte-Casino, en los que los cenobitas gozan de toda clase de comodidades necesarias, útiles, delectables, superfluas y superabundantes, porque disfrutan de ciento cincuenta mil, de cuatrocientos mil y de quinientos mil escudos de renta, y por eso podéis calcular si el señor abad puede permitir que duerman la siesta los que quieran.

»Por otra parte, figuraos lo que es un artesano o un labrador, que no cuenta con más recursos que sus brazos para mantener a numerosa familia, que trabajan todos los días y en todas las estaciones como esclavos para alimentarla con el pan del dolor y con el agua de las lágrimas, y luego comparad a unos con otros y veréis la preeminencia que aquéllos tienen sobre éstos, a pesar de haber hecho voto de pobreza.»

He aquí un pasaje del Apocalipsis episcopal que no necesita comentarios. Sólo falta en él que venga un ángel a llenar la copa de vino de los monjes, para apagar la sed de los agricultores que labran, siembran y recogen para los monasterios.