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Torre de Babel Ediciones

ARRIANISMO, herejía -teología- Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO HISPANO-AMERICANO(1887-1910)

Índice

ARRIANISMO, ARRIO (teología)

ARRIANISMO, ARRIO

ARRIANISMOTeología. M. Herejía de Arrio. Dice el catolicismo que Dios es, a la vez, uno en esencia y trino en personas; que estas personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son igualmente perfectas, eternas e increadas, absolutamente iguales, o mejor, son Dios; que Jesucristo es la segunda persona (el Hijo), encarnada en el tiempo para redimir al género humano. El arrianismo inaugura una serie de controversias (arrianismo, nestorianismo, eutiquianismo; monofisitismo, monotelismo) dependientes unas de otras, y nace, según el criterio católico, del abuso en los términos origenistas, y sobre todo de la herejía antitrinitaria y sabeliana. Arrio, aceptando las opiniones de Filón, negó la generación eterna del Verbo y su divinidad igual a la del Padre. Sabido es que Filón decía que, por la majestad y gloria de la divina esencia, Dios no podía de ningún modo entrar en contacto con el mundo impuro, ya creándolo, ya conservándolo, y que por esto, al querer crear el mundo, tuvo que consumar su obra por medio de otro ser, que fue el Logos, Hijo de Dios. Atanasio nos ha conservado esta proposición de Arrio y su escuela: «Queriendo Dios producir la naturaleza creada, vio que su mano era demasiado pura y su acto inmediato demasiado divino para esta creación; por lo tanto, produjo desde luego un Ser único, a quien llamó su Hijo, su Palabra, y el cual, llegando a ser mediador entre Dios y el mundo, debía crear todas las cosas». Los católicos consideraban esta doctrina opuesta a la Escritura y contradictoria consigo misma, fundándose en que declara incompatible el acto creador con la idea de un Dios absoluto, y al propio tiempo admite que Dios produce una criatura, y aun concede a ésta un poder creador. Dicen también que Arrio confundió la creación divina con la procreación humana, pensó que existía contradicción en la misteriosa doctrina de la Iglesia sobre la Trinidad, y creyó que la Divinidad de Jesucristo rompía la unidad de Dios. Arrio negaba con los monarquianos la distinción de las personas; defendía como Sabelio que Dios no ha sido eternamente padre, que lo fue en el tiempo, cuando hizo crear el mundo por medio de su Hijo, al que honró también con los nombres de Logos, Plenus Deus; sostenía con los maniqueos que Cristo redimió a los hombres no de otra manera que con su doctrina y su ejemplo, y apeló a la razón pura que los gnósticos habían desconocido y violado.
Arrio en su obra Thalia se expresa en estos términos: «Dios no ha sido siempre Padre; hubo un tiempo en que era Dios solamente y no era Padre, aunque lo vino a ser enseguida. El Hijo no ha existido siempre, pues habiendo sido hechas todas las cosas de la nada, el Verbo divino, que entra en el número de las criaturas y de las obras, ha sido también hecho de la nada. Hubo un tiempo en que aun no existía, y no existía antes de haber sido hecho, y ha comenzado y sido creado como los otros. Pues ha habido un tiempo en que Dios estaba solo, en que el Verbo, la Sabiduría no existía aún. Pero Dios, habiendo querido crearnos, ha hecho un ser al cual ha dado el nombre de Verbo, de Hijo y de Sabiduría, a fin de servirse de él para nuestra producción». En las frases transcritas aparecía claramente negada la igualdad del Padre y del Hijo y la divinidad (en el sentido estricto de la palabra) del último.
Arrio dirigió al obispo Alejandro (que lo era de Alejandría) la siguiente profesión de fe: «Reconocemos un solo Dios, único no engendrado, único eterno, único sin principio, único verdadero, único inmortal, único sabio, único bueno, único poderoso, único juez de todos, que conduce y lo gobierna todo; el Dios de la ley, de los profetas y del Nuevo Testamento; que ha engendrado a su Hijo antes del tiempo y de los siglos, porque ha hecho los mismos siglos y a todas las otras criaturas… Le ha dado el ser por su propia voluntad… Este Hijo es la criatura perfecta de Dios, pero no como otra criatura; es su progenitura, pero no como otra progenitura. La progenitura del Padre no tiene emisión, no es una parte del Padre, no es una luz sacada de otra luz como para hacer dos lámparas de una sola… El Hijo ha recibido del Padre la vida y el ser, y el Padre, al crearlo, le ha asociado a su gloria… El Hijo, engendrado fuera del tiempo por su Padre, creado y fundado antes de los siglos, no existía antes de ser engendrado; pero ha sido engendrado fuera del tiempo y antes que todas las cosas. No tiene el ser al mismo tiempo que su Padre, como algunos afirman, introduciendo así dos principios no engendrados… Si el Hijo fuera una emisión de la sustancia del Padre, se seguiría que el Padre es un ser compuesto, divisible y mudable».

Arrio y los que aceptaron sus doctrinas partían del hecho de hallarse consignada en los tres primeros Evangelios, y hasta en el cuarto, con toda claridad, la subordinación del Hijo al Padre, subordinación que los ortodoxos limitan a la misión terrestre del Verbo y que Arrio tomaba en un sentido absoluto que destruía la igualdad de las tres personas. Si el Hijo, decía, está subordinado al Padre, no es el absoluto Dios; no tiene, pues, todo lo que el Padre tiene: luego no es igual al Padre.

No siendo igual, no es de la misma esencia, porque si poseyese la esencia divina, siendo esta esencia perfecta, perfecto sería él, y habría en este caso dos Dioses iguales en todo, lo cual es absurdo y politeísta. Además, siendo la sustancia divina absolutamente simple, indivisible e inmutable, Dios no puede engendrar, si por tal se entiende producir, emitir, sacar de su propia sustancia; en consecuencia, generación y creación son en este punto voces sinónimas; del lado de la sustancia increada no puede haber más que sustancias creadas, y se ha de entender por ser creado ser que ha comenzado, que ha nacido en el tiempo. De aquí se desprende que el Hijo no es eterno, es criatura, es obra, la criatura tipo, pero criatura. Se ha dicho que la lógica de Arrio era monoteísta porque rechazaba un justo medio, para él sin sentido, entre la doctrina de la Trinidad y el unitarismo; semítica, al combatir una generación en el Hijo esencialmente distinta de la creación; y platónica, porque convierte al Verbo, al Logos, en la idea arquetipo de Dios realizada para servir a la producción del mundo.

Arrio, presbítero de una de las iglesias de Alejandría hacia el año 318, oyó cierto día a su patriarca Alejandro desarrollar, en una conferencia eclesiástica, el misterio de la Trinidad, según el cual había perfecta igualdad y unión entre las tres personas; levantóse a refutar con vigor aquella doctrina que ante su juicio aparecía errónea, porque, según él, equivalía a resucitar el sabelianismo, que consideraba a las tres personas como nombres diversos y atributos especiales de un solo ser que, al igualarse de este modo, se confundían. Expuso su argumento: «Si el Padre ha engendrado al Hijo, como el que engendra es anterior a lo engendrado, ha existido solo en algún tiempo o, lo que es igual, ha habido un tiempo en que el Hijo no existía.» El obispo Alejandro, entonces, acusó a su subordinado de sustentar la herejía de Pablo de Samosata, ya condenada en el concilio de Antioquía del año 269. La conferencia terminó sin haber llegado los dos a un acuerdo: y para mayor desgracia, el razonamiento de Arrio sedujo a muchos, que se adhirieron a la naciente doctrina. El obispo, disgustado por los progresos extraordinarios que ésta hacía, movido también por las excitaciones del diácono Atanasio, secretario particular de Alejandro, convocó a los obispos de Egipto, Libia y Pentápolis para un concilio que se reunió en Alejandría el año 320, y anatematizó la persona y predicación de Arrio. Lejos de contribuir esto a la extinción de la discordia, agravó el conflicto. Arrio envió a los obispos de las regiones inmediatas su profesión de fe, rogándoles le marcasen los puntos en que era errónea y demandando su protección en el caso de que los errores no existieran. Poco después pasó a Palestina y Bitinia, comarcas en las que predicó con tal fortuna, que se atrajo un gran número de obispos, entre ellos a Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesárea, que, tras su conversión al arrianismo, escribieron a todos los sacerdotes de Oriente suplicándoles imitaran su ejemplo.
La lucha religiosa se entabló, ya no entre un sacerdote y un obispo, sino de concilios a concilios y de obispos a obispos, una profunda escisión en la Iglesia. El emperador Constantino, viendo amenazadas la paz pública y la unidad del Imperio, trató de conciliar, él, que era cristiano nuevo, a los cristianos viejos que por la predicación de Arrio se habían dividido. Al efecto escribió a los dos causantes del cisma (Alejandro y Arrio), recomendándoles la paz. Su carta no produjo resultado alguno favorable, ni tampoco el viaje que por encargo del emperador hizo a Alejandría Osio. La discordia entre los cristianos era mayor cada día, y entonces Constantino pensó, para concluir con ella, acudir a una asamblea general de la Iglesia. Nicea, ciudad de la Bitinia, fue elegida como punto de reunión para el concilio, que comenzó sus trabajos el 19 de junio del año 325. A él concurrieron los sacerdotes Vito y Vicente, representantes del papa San Silvestre I; Osio, obispo de Córdoba, por España; Ceciliano de Cartago, por el África; Nicasio de Die, por las Galias; Protégenes, por Sárdica, y 22 partidarios de Arrio. Éste sostuvo, con algunos de los suyos, como Eusebio de Nicomedia, sus proposiciones. Tras larga discusión, la doctrina de Arrio fue rechazada por más de 300 obispos, condenados al fuego sus escritos, y anatematizados cuantos en adelante profesasen la doctrina herética. Formulóse un nuevo símbolo fundado sobre el de los Apóstoles, el cual firmaron 300 o 318 obispos. Esta fórmula, conocida con el nombre de Símbolo de Nicea, declaraba en nombre del Espíritu-Santo «que el Hijo de Dios es verdadero Dios, engendrado de Dios, y no hecho: de una sustancia igual a la del Padre; que Jesucristo ha nacido del Padre antes de todos los siglos; que es Dios de Dios, luz de luz.» Constantino estuvo presente durante la sentencia, y ésta le produjo gran satisfacción por creer que con ella acabaría el cisma. El emperador ofreció no sólo acatarla, sino hacer también que los demás la acatasen, pues cuantos la rechazaran serían condenados al destierro. Arrio fue uno de éstos, y Constantino le desterró Iliria. También rechazaron la fórmula 17 obispos, que luego quedaron reducidos a cinco y por fin a dos: Segundo de Ptolemaida y Teonas de Marmárica, a los cuales el emperador lanzó también al destierro. La misma suerte corrieron tres meses después Eusebio de Nicomedia y Teognis de Nicea, que se habían opuesto a los decretos del concilio. Constantino prohibió la lectura de las obras de Arrio y ordenó que fuesen entregadas a las llamas. El emperador perdió poco a poco su primer entusiasmo hacia las decisiones del concilio de Nicea, merced a los trabajos incesantes del arrianismo, y Arrio fue llamado del destierro en que se hallaba en el año 328, teniendo que firmar, para obtener que se extendiese la orden de perdón, una fórmula de fe equívoca en la que parecía conformarse con de Nicea. También se levantó el destierro a los obispos Eusebio y Teognis. Así, pues, Arrio pudo regresar a Alejandría; pero como con su vuelta se renovasen los disturbios, el emperador le hizo venir a Constantinopla, ciudad en la que murió al poco tiempo.

Constantino murió un año más tarde, sin haber realizado su vivo deseo de llevar a la Iglesia la unidad que en política había mantenido en el imperio. Cuando terminó el destierro de Arrio, sus partidarios comenzaron a perseguir a los defensores de la fe de Nicea. Acusaron a Eustaquio de Antioquía de sabelianismo, y le depusieron en el año 330, a pesar de la resistencia tenaz que los fieles opusieron. Lograron también los arrianos enemistar con el emperador a Atanasio, obispo de Alejandría, y uniéndose con los melecianos, celebraron en Tiro un concilio (año 335) que depuso a Atanasio, el cual fue desterrado por Constantino a Tréveris. Para el destierro salió igualmente Marcelo de Ancira.

El cristianismo, a la muerte de Constantino, de una manera análoga a lo que con el Imperio ocurría en el orden político, tuvo dos centros, dominando los arrianos en Oriente y los partidarios del símbolo de Nicea en Occidente. Constante y Constantino II, el Joven, aquél que gobernaba en Italia y éste en Occidente, contrabalancearon la influencia de su hermano Constancio, que en el Oriente favorecía a los arrianos. Atanasio fue devuelto a su Iglesia; pero no bien regresó, los eusebianos le acusaron ante el emperador Constancio (que con ellos simpatizaba y aun presumía ser teólogo) de infames crímenes, consiguiendo en el concilio de Antioquía, celebrado el año 341, mezclar con plausibles acuerdos decretos pérfidos que más adelante motivaron la deposición de Atanasio. La protección dispensada por Constantino a los herejes motivó que el papa convocara un concilio en Sárdica de Iliria el año 347. En esta asamblea se declaró la inocencia de Atanasio y la excomunión de los arrianos. El emperador concedió en 349 la vuelta de Atanasio, que tuvo la satisfacción de ver retractarse públicamente a sus acusadores, Ursacio de Singiduno en Moesia y Valente de Nurcia. Los enemigos de Atanasio le acusaron de nuevo ante el emperador, a pretexto de que defendía la independencia de la Iglesia católica frente al poder imperial, y el concilio de Arlés, en 353, aceptó proposiciones arrianas y condenó, cediendo a las amenazas de Constancio, a Atanasio. El emperador, ya por este tiempo, era único señor de Oriente y Occidente, y desarrollaba la política de unidad religiosa en provecho del arrianismo templado y de la supremacía del emperador sobre la Iglesia.

Del seno del arrianismo surgieron las sectas de los anomeos y de los semiarrianos u omousianos. Estas diferencias entre los mismos herejes originaron animadas disputas en las dos reuniones de los años 357 y 358 celebradas por los obispos arrianos en Sirmio de Panonia y en Ancira. Constancio, en su deseo tenaz de restablecer la unidad religiosa e inclinado siempre al arrianismo, reunió, en el año 359, dos concilios: el uno de obispos orientales en Seleucia, y el otro de obispos de Occidente en Rímini. A la Asamblea de Rímini asistieron pocos arrianos, pero éstos presentaron una fórmula de fe que las violencias empleadas por el emperador consiguieron arrancar también a los obispos católicos. Este símbolo era equívoco, y los Padres concluyeron por declarar que no era arriano y sí ortodoxo. El papa Liberio, Vicente de Capua y Gregorio de Elvira opusieron invencible resistencia a la fórmula. Entonces, dice San Jerónimo, gimió el Universo al verse arriano.
Al concilio de Seleucia concurrieron muchos semiarrianos, empero los anomeos, defendidos por el emperador, se impusieron, y la mayor parte de aquéllos fueron depuestos. Bajo los reinados de Juliano, Joviano y Valentiniano, que tuvieron la habilidad de no intervenir en las disputas de los dos partidos, concediendo a ambos igual libertad, la lucha quedó en suspenso. Valente abandonó la prudente conducta de sus antecesores, e intervino las luchas de arrianos y católicos, ahora renovadas. En efecto, persiguió a los católicos, logrando templar su violencia la intrepidez y valor da Basilio el Magno. Las persecuciones sufridas desde los días de Constancio no impidieron a los ortodoxos, merced sobre todo a la perseverancia de Atanasio, Hilario y Basilio, sus jefes, permanecer unidos. Las numerosas divisiones surgidas entre los arrianos prepararon su ruina. Teodosio el Grande publicó, en 380, una célebre ley en la que, aceptando el símbolo de Nicea, mandaba a todos los creyentes que se llamasen cristianos católicos. En 381 reunióse, bajo la autoridad del emperador, en Constantinopla, un concilio que, por autorización del papa y de los obispos de Occidente, fue elevado a la categoría de segundo ecuménico. En él se confirmaron las disposiciones del de Nicea, y, contra los macedonios y semiarrianos, se declaró que el Espíritu Santo debía ser adorado como el Padre. Teodosio promulgó leyes civiles para la realización de estos decretos. El catolicismo, pues, tomó ahora la ofensiva. Los arrianos, tratados como rebeldes, vieron confiscadas sus iglesias, que el Estado entregaba a sus enemigos, se les prohibió celebrar asambleas y quedaron reducidos al silencio.
El arrianismo parecía haber sido destruido, haber desaparecido, cuando la invasión de los bárbaros, convertidos todos menos los francos por obispos y misioneros arrianos, vino a operar una resurrección. Al principio del siglo V todas las naciones de Europa eran más o menos heréticas, y todas se hallaban fuera de la Iglesia católica. Entonces los arrianos dominaban en Italia con Teodorico; en una parte de las Galias y España con los suevos y con los reyes visigodos anteriores a Recaredo; en la Galia Lionesa con los burgundos; en África con los vándalos. Empero desaparecieron bien pronto con los primeros reinos fundados por los bárbaros, siendo condenados en España el año 589 y en Italia el 660, extinguiéndose en Italia con los vándalos vencidos por Belisario. En Oriente, el emperador Justino completa en 528 la obra de Teodosio.

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (vol. 2, págs. 709-711)                                                                  ARRIANISMO, ARRIO (teología)

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