DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO HISPANO-AMERICANO(1887-1910) |
ATEÍSMO (filosofía: teorías y sistemas filosóficos)ATEÍSMOATEÍSMO (de ateo): m. Opinión de los que niegan la existencia de Dios. Esto puede el error y el ATEÍSMO En que se hallaron los primeros paños. LOPE DE VEGA. ¿No estáis viendo, hombre inhumano, Que con atroz ATEÍSMO Lanza vuestra impía mano A Dios al mundo a un abismo, etc. CAMPOAMOR. – ATEÍSMO:Filosofía. El ateísmo es, ante todo, una negación, y como lo afirmado en la idea contraria (deísmo y la existencia de Dios) no ha sido ni quizá será, dada su naturaleza que la suponemos absoluta, taxativamente determinada y precisada, resulta que la indefinida vaguedad según la cual se concibe a Dios es mayor aun cuando se niegan con la realidad de tal idea los atributos ontológicos y morales que a ella referimos. Así resulta para Proudhon «menos lógico el ateísmo que la fe,» y para madame Stael tan vago e indeterminado que dudaba «si el ateísmo espiritualiza la materia o materializa el espíritu.», objeción esta última que se hace también fundadamente a la moderna hipótesis del monismo (V. MONISMO). A la vez, D’Alambert exigió que se distinguiese «la ignorancia o desconocimiento de Dios» de «la posesión de su idea, que es después rechazada o negada» y que es a lo que refiere el ateísmo. Por último, J. Reynaud die: «se puede negar determinada concepción de la Divinidad, sin por ello negar la existencia de Dios. No lo entienden así los hombres intolerantes, para quienes no existe más Dios que su Dios (el que ellos conciben o dogmáticamente creen y confiesan), y para ellos oponerse a su creencia equivale a profesar el ateísmo. De esto resulta que no hay nombre más frecuentemente atribuido por los apóstoles de todas las religiones a sus adversarios que el de ateo.» Así ha sucedido en efecto, y por desgracia sucede todavía. Basta para ser acusado de ateo que cualquiera no profese las creencias oficiales de una época. La influencia perturbadora del sentimiento, que ha convertido fácilmente la verdad en cuestión de votos, ha determinado y producido injustas acusaciones de ateísmo y con ellas vergonzosas persecuciones contra todos los que no prestaban adhesión a lo tenido por verdad oficial. El criterio social, moldeado de manera inflexible por la fijeza del dogma aceptado, ha pretendido oponerse y aun anular el criterio individual; y de esta lucha han surgido los períodos de crítica y de negación ateas, que muy bien pueden coincidir con los de mayor intensidad en el sentimiento religioso, como ya hacía notar el malogrado Canalejas. Llena está la historia de ejemplos (algunos de ellos bien vergonzosos) de estas persecuciones de la verdad oficial (que no por ser oficial es cierta) contra el criterio individual, casi siempre más certero y previsor que el ciego y rutinario instinto de conservación de lo estatuido. Sócrates, el primer apóstol de un Dios único, puro espíritu, legislador supremo del mundo, fue condenado como ateo a beber la cicuta por el paganismo griego; de suerte que entonces era considerado ateo todo el que no profesaba con la verdad oficial del paganismo, la pluralidad de Dioses. Antes que Sócrates, Anaxágoras fue acusado de ateo, quizá porque (tal es la contradicción en que cae el error aunque le profesen generaciones enteras y por largo decurso de tiempo) fue el único que constituyó una excepción entre los de su escuela filosófica, no dando como única explicación del mundo una idea exclusivamente naturalista. Igual acusación se formuló contra Aristóteles en los últimos años de su vida (V. ARISTÓTELES), viéndose obligado a huir el maestro de Alejandro para evitar que con él cometieran los griegos la misma iniquidad que ya habían cometido contra Sócrates. Parece indudable que Platón hubiera corrido suerte semejante a no tener la rara habilidad de ocultar el fondo de sus creencias bajo la vestidura de fábulas y mitos poéticos. Protágoras tuvo necesidad de huir, y su escrito sobre los Dioses fue entregado al fuego por orden de los magistrados.
Mucho influyó también en pro de una aparente (que no real) tolerancia el carácter local del culto, que no favorecía la intensidad de la fe ni la centralización religiosa. Pero, a pesar de todo, lo que más acentuó las tendencias unitarias de la Grecia fue la aspiración jerárquica teocrática, cuyas miras unificadoras y de centralización se denuncian en el sacerdocio de Delfos. Existían en Grecia familias sacerdotales, aristocráticas, cuyos derechos hereditarios eran tenidos como inviolables; ejemplos los misterios de Eleusis, y de la influencia política la caída de Alcibíades. Cierto es que no puede comparar su ortodoxia con la de una información doctrinal dogmáticamente organizada según un método escolástico, cosa tanto más difícil cuanto que por ello llegó demasiado tarde la fusión de cultos entre los teólogos délficos y los sacerdotes de los misterios. Pero aún así, existía el valladar insuperable de las formas místicas del culto y era incuestionable la inviolabilidad de determinadas divinidades. El criterio individual fue proscrito en absoluto de ciertos asuntos y las discusiones temerarias o las tenidas por novedades peligrosas indefectiblemente se exponían al castigo. Si el poeta o el filósofo indicaban el más mínimo ataque contra la divinidad local, corrían muy graves riesgos. A los ya citados podemos añadir, para aumentar la lista de los perseguidos, Estilpón y Teofrasto, el poeta Diágoras de Melos, Esquilo y aun Eurípides. Si Aristófanes pudo burlarse impunemente de los Dioses y ridiculizar de modo sangriento superstición que procedía del exterior, fue porque supo elegir el terreno en que se había de colocar, evitando cuidadosamente herir, ni aun de soslayo, las supersticiones locales. Si Epicuro no fue perseguido, lo debió en primer término a la adhesión aparente que prestaba al culto externo. No se perseguían sólo las violaciones del culto, sino también la doctrina y la heterodoxia, principales fundamentos de las acusaciones dirigidas contra los filósofos. Recordando el número considerable de persecuciones de este género en Atenas y en período relativamente corto, no se puede asentir a la afirmación de Zeller que la filosofía no fue atacada más que en algunos de sus representantes Pudieran parecer hasta cierto punto justificadas (nunca completamente) estas persecuciones si, como algunos indican, siguiendo la opinión de Lucrecio, fue el temor lo que obligó a concebir los Dioses, Deos fecit timor, porque en ese caso el mismo temor obligaba a recurrir a la violencia para conservarlos. Pero a la idea de Dios (V. VACHEROT, Le Nouveau spiritualisme) se unió, con la del temor, la de la esperanza y la imaginación, y por último llegó a constituirse después la llamada religión del amor (la cristiana), que hubo a su vez de reincidir en este mismo censurable espíritu de intolerancia, del cual quisiéramos ver completamente libres el pensamiento y el corazón de todos los hombres. Aun sin hacer mención de Vanini y G. Bruno, cuyas persecuciones no honran nada a los que las inspiraron, debemos recordar que en la Edad Moderna fue Descartes acusado de ateo por haberse separado de las doctrinas de Aristóteles, que en su tiempo sufrió la misma inculpación, pero que ahora representaba la verdad oficial y era el filósofo ortodoxo. ¿Qué tiene que ver, qué conexión se puede descubrir entre la idea de ateísmo en que se inspiraban los griegos para acusar a Aristóteles, y la que aceptaban los cristianos para dirigir igual inculpación al espiritualista Descartes porque no compartía con los escolásticos las opiniones del pagano Aristóteles? Es punto menos que imposible precisar el sentido real, vivo y práctico que tiene la palabra ateísmo. Ella supone, ante todo, una negación (y no es por tanto definible en términos positivos) y se ha empleado para designar la negación de lo estimado como verdad oficial. Pero la verdad oficial, a pesar de sus anhelos de fijeza y permanencia, cambia incesantemente, y a sus cambios corresponden los propios de la negación. Acusaciones semejantes y más acerbas y acentuadas fueron después dirigidas al lógico imperturbable Benito Spinoza, y de él en adelante, a todos los pensadores que han producido y sistematizado sus ideas y sus actos fuera de las vías de la ortodoxia católica, siquiera estas acusaciones hayan venido después unidas a la de panteísmo. No se aclara con semejante adición el significado de la palabra ateísmo, cuya única nota genérica viene siendo en todos los tiempos, al menos tal como la revela el uso de la palabra, la de que se ha denominado ateo a todo aquél que ha producido sincera y lealmente su pensamiento con cierta independencia de criterio, y se ha opuesto a la admisión de lo dogmático y oficialmente tenido por verdadero si él no lo ha hallado como tal. Al precisar algo más la idea de ateísmo se cae en mayores contradicciones. Parece lógico pensar con D’Alambert que «la simple ignorancia de Dios no constituye el ateísmo, sino que para merecer el nombre de ateo es necesario tener la noción de Dios y rechazarla»; debiendo, por tanto, circunscribir la aplicación de esta idea no «al que tiene un conocimiento incompleto de la naturaleza divina, sino a aquél que la niega enteramente y sabe que la niega». Pero entonces, salvo que se aplique esta apreciación de modo amplísimo a los sistemas filosóficos, habremos de caer en errores y contradicciones sin cuento. El idólatra que adora al Sol (o a objeto más deleznable), atribuyéndole poder, inteligencia y bondad, cualidades propias de la naturaleza divina, no podrá ser considerado como ateo, dado que él por el método de su cultura ve tales atributos y los reconoce mejor en vestidura sensible y extraordinaria; pero en cambio quizá se acusará de ateísmo a Spinoza y a todos los filósofos modernos. Quizá sea ateo práctico y de los más peligrosos el que sólo concibe a Dios por el temor, según dice Lucrecio, y groseramente lo personifica en aquel objeto que para él representa mayor suma de poder, y seguramente sus esfuerzos por agradar a aquel objeto, personificación mítica de su necia creencia, representan cálculo grosero de un egoísmo revestido de ridículas supersticiones. Subsiste la indeterminación del sentido atribuido al ateísmo si entendemos, como Colins, que «ateo es el que niega la sanción religiosa y la solidaridad de los actos de una vida con los de otra», definición que confunde la negación de la transcendencia con la de la divinidad. Más exacto, aunque algo restringido, es el alcance que tiene para E. Charles (V. Elements de Philosophie, t. II) el ateísmo, que lo considera «como negación de un principio del mundo y la apoteosis de la materia», definición que identifica el ateísmo con el materialismo, si bien procura después distinguir entre el ateísmo teórico y el práctico cuando dice: «Voltaire pretende que un ateo no puede ser hombre honrado, frase dura para dicha por un apóstol de la tolerancia; pero al menos es lícito pensar que no puede ser un hombre feliz y que necesita una fuerza de alma nada común para no desesperarse.» Tomando en un sentido amplio la palabra ateísmo se puede aplicar, dicen otros, a toda doctrina filosófica que considera como una ficción el concepto de un Dios personal (con lo cual se confunden ateísmo y panteísmo) y creador del mundo. El panteísmo, cuya última manifestación es la doctrina monista (V. MONISMO y PANTEÍSMO), tiene cierta vaguedad en su concepción, aunque no es sólo palabra de sentido negativo como ateísmo. La palabra panteísmo sólo implica negación de la personalidad divina, que considera atributo o determinación impropia de la Divinidad e hija del vicio antropomórfico de que adolece la inteligencia humana. En tal sentido, puede existir panteísmo que no debe considerarse equiparado con el ateísmo. Se le objetará con mil y mil consideraciones que no son atendibles para el ateo. Pero el panteísmo puede llegar a proclamar la unidad de sustancia, y ésta revelada sólo en las manifestaciones fenomenales, en cuyo caso será un panteísmo materialista, pariente próximo y muy inmediato del ateísmo. A este panteísmo materialista y quizá al ateísmo en general puede y debe argüírsele con Dollfus «que ningún espíritu que admite un orden universal puede declararse ateo sin caer en contradicción.» En el sentido amplio de que venimos haciendo mención, el ateísmo abraza dentro de sí el atomismo, el positivismo dogmático (que no el crítico, el cual representa especie de compás de espera) y el panteísmo. Puede además recibir el ateísmo multitud de denominaciones, procedentes ya del criterio lógico según el cual se concibe la negación (sensualismo, idealismo, empirismo, racionalismo), ya de la abstracción según la cual se conciba la conexión de los fenómenos entre sí (atomismo, fatalismo, evolucionismo, etc). En sentido más restringido, se entiende por ateísmo la doctrina que no admite más principio explicativo de las cosas que la materia, a pesar de aparecer ésta misma como una incógnita. Pero si a esta materia se la atribuyen las cualidades propias del principio real de las cosas (causalidad, orden, etc.) vuelve el ateísmo a confundirse, aun tomado sólo como materialismo, con doctrinas críticas y panteístas. Y no es posible, porque el pensamiento se encuentra siempre encerrado en un callejón sin salida, ni definir más precisamente ni clasificar con más exactitud la gran negación del ateísmo. Aun el denominado por algunos ateísmo científico, (Véase MAVILLE, La Physique moderne), porque suprime la idea del creador en el estudio de la naturaleza, ha de reincidir de nuevo en puntos de vista que se confunden con los del transformismo evolucionista, admitiendo el factor del tiempo con un poder genésico (creador) negado previamente como atributo de Dios. Semejante de todo punto es éste al fenómeno que se observa en el ateísmo filosófico (o panteísmo naturalista) de Hartmann, que refiere a lo inconsciente todos los atributos de la Divinidad, en el de Strauss con su idea del Uno-Todo y en el de Hæckel. Procede esta confusión y radical impotencia del pensamiento no sólo ya de que el ateísmo sea una negación, que al ser formulada precise ponerse o afirmarse con los atributos que previamente negara, cayendo de este modo prematuramente en palpables contradicciones; sino que se origina además esta confusión de que la idea de Dios (que es el fondo de la negación atea) no es sólo idea o principio explicativo del orden real y del orden lógico (quizá únicos aspectos considerados por la ciencia y por la filosofía), sino que es además sentimiento, que late en los más profundos senos del espíritu humano, que se agita en todas y cada una de las energías de nuestra vida y que es señal evidente de la innegable existencia de una realidad (sea la que quiera y se la denomine incognoscible) que reaparece constantemente a través de todas y cada una de las negaciones que el pensamiento subjetivo pueda formular. Ocupadas y preocupadas ciencia y filosofía en evitar el escollo propio de toda concepción religiosa, siempre influido por el vicio antropomórfico, han pretendido refutar mitos, símbolos y dogmas, rechazando a la vez (porque cometen lo que se llama un sofisma de tránsito) lo simbolizado y dogmatizado. Y en fin de cuenta, la ciencia y la filosofía han tenido que reconocer (Spencer depone en pro de lo que afirmamos) que sus procedimientos de investigación ponen constantemente de relieve, al término de todas las indagaciones empíricas, un orden de realidad que no es perceptible empíricamente. Si Spencer denomina este orden de realidad lo Indiscernible o Inconcebible (nombre contradictorio, pues otra vez sirve de base a toda concepción), que quiere separar de la ciencia, aunque ésta no deba precipitar su juicio negando en redondo lo indiscernible (regla de circunspección científica aceptada por el mismo Littré, al distinguir lo inaccesible de lo no existente); otra vez puede redargüirse a positivistas y spencerianos que lo estimado como indiscernible es todo aquel orden de la realidad que excede y trasciende de los límites bien estrechos de nuestro poder imaginativo (V. ABSOLUTO), y que jamás es licito identificar nuestro poder de conocer con el de imaginar, pues conocemos y contemplamos muchas cosas reales y muchos conceptos ideales que no somos capaces de representar sensiblemente. Por donde es fácil notar que la ciencia, que huye del antropomorfismo, que vicia las concepciones religiosas, cae en una exaltación imaginativa o fantástica que la lleva, por la fuerza de la lógica del error, a no declarar ni confesar más realidad que la sensiblemente representada, cuando toda representación sensible vale en primer término como signo de una realidad. Valga esta consideración como explicación anticipada (aunque de ningún modo como expediente justificativo) de aquel viento de ateísmo que ha reinado y aun reina en la esfera del pensamiento contemporáneo, según ha dicho un filósofo moderno. No ha sido ni es, sin embargo, el número de los ateos (de los teóricos) tan excesivo como quiere que lo sea el Dictionnaire des Athées, publicado en 1800 por Sylvan Maréchal con dos Suplementos por Laland. Este Diccionario es una obra inspirada en la pasión, pasión tan extremada que maravilla (y apenas si puede cesar la extrañeza) su afán de enumerar ateos (entre ellos figuran todos los pensadores y no se libran de tal calificativo Sócrates, Moisés, Mahoma, ¡y el mismo Jesucristo!!…). La historia del ateísmo se confunde con la del materialismo (V. MATERIALISMO), y sólo ofrece la curiosidad bien significativa de que descubra cada aparición del ateísmo un nuevo y más vivo despertar del sentimiento religioso. El ateísmo moderno (lo mismo el científico que el filosófico) ha sido principalmente lógico, siempre referido a una posición injustificada del problema del conocimiento (sensualista o empírico) y nulo en consecuencias practicas, si se exceptúa el novísimo pensamiento contemporáneo, que aplica la negación del orden suprasensible a la del orden social. Algunas escuelas socialistas (la Internacional, el colectivismo, el nihilismo y, en el orden moral, el pesimismo) han pretendido, aunque sólo como cuestión de hecho, tomar base para sus doctrinas de la negación atea. Pero no se aprecia bien el conjunto del pensamiento contemporáneo teniendo sólo en cuenta esta crítica demoledora, que personifica a veces todo el dolor y la desesperación, hijos de las amarguras de la vida. Al lado de esta negra nube, que parece poner delante una gran cerrazón del horizonte intelectual y moral, precisa poner la laboriosa, paciente e incansable crítica religiosa, que sobre todo en Alemania y aun en Francia (siquiera en este país conserve un dejo lejano de la risa sarcástica de Voltaire) presta caracteres al problema religioso muy dignos de ser notados. En este sentido puede decirse con Vacherot (V. su libro La Religión) «que el siglo XIX ha adquirido una afición bien acentuada a todas las grandes obras y a todas las grandes doctrinas como consecuencia de su culto por la historia. No es el siglo XIX, ni el siglo de la fe como el XVII, ni el siglo de la guerra como el XVIII. Es y quedará como el siglo de la historia imparcial y de la crítica desinteresada. No defiende ni ataca; observa, explica y juzga.» Tal es, en efecto, el carácter con que hoy se aprecia la negación del ateísmo y el problema religioso. No tienen, aunque algunos la aparenten, los hijos del siglo XIX la fe de los cruzados; pero tampoco son volterianos, ni se hallan prendados de aquella crítica negativa de la Enciclopedia. Sin descansar de modo definitivo en este compás de espera o momento de tregua que pretende anunciar como iris de paz el Positivismo critico, se halla el pensamiento contemporáneo empeñado en la nobilísima empresa de secularizar la vida, sin llegar por ello a mostrar conformidad con la negación atea; antes bien, contra ella opone constantemente la fuerza incontrastable del sentimiento religioso como un hecho social e individual. Basta para probar ambos extremos citar hechos los más lejanos, porque confirman, sin embargo, lo que decimos. Si Lucrecio (V. MARTHA, Le Poème de Lucrèce) escribe su poema con pretensiones de ateo y naturalista, lleno de un sentimiento de unción religiosa; Littré, el célebre positivista francés, declara que lo inaccesible es real y que su clara visión es saludable. En los ateos antiguos y en los modernos pueden hallarse, sin violentar con interpretaciones caprichosas su pensamiento, gérmenes y elementos bastantes para que del fondo de sus negaciones surjan afirmaciones suficientes para poner fuera de duda y cuestión la realidad del principio absoluto, el postulado de la razón, cuyo nombre históricamente consagrado, Dios, todavía es y seguirá siendo el principio y el fin explicativos de la ciencia, ordenadores de la moral y del derecho. |
Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (vol. 2, págs. 904-906 – editado: 10-11-2007) ATEÍSMO (filosofía) |