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ATEO y fanático – Voltaire – Diccionario Filosófico

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VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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ATEO

Ateo - Diccionario Filosófico de VoltaireEntre los cristianos hubo muchos ateos; pero en la actualidad hay muchos menos. Esto, que a primera vista parece una paradoja y examinándolo parecerá una verdad, consiste en que la teología lanzó con mucha frecuencia a los espíritus en el ateísmo y la filosofía los sacó de él. En los tiempos primitivos podía perdonarse a los hombres que dudaran de la Divinidad, porque veían que los que se la anunciaban disputaban unos contra otros respecto a la naturaleza de ésta. Los primeros Padres de la Iglesia sostuvieron que Dios era corporal; los que les sucedieron, no le concedían extensión, y sin embargo, le hacían morar en una parte del cielo; según unos, creó el mundo al crear el tiempo, y según otros, creó el tiempo después; éstos sostenían que su Hijo era semejante a El; aquéllos, que el Hijo no era semejante al Padre. Tampoco estaban acordes en el modo cómo la tercera persona se derivaba de las otras dos. También disputaban si el Hijo en el mundo se componía o no de dos personas.

De modo que sin que ellos se apercibieran, plantearon la cuestión en estos términos: si había en la Divinidad cinco personas, contando dos en Jesucristo en el mundo y tres en el cielo; o cuatro personas, contando a Cristo en el mundo sólo por una; o tres personas, considerando sólo a Cristo como a Dios. Disputaban también sobre su madre, sobre el descendimiento al infierno y a los limbos, sobre la manera como se comía el cuerpo del Hombre-Dios y como se bebía su sangre, sobre su gracia, sobre los santos y sobre otras muchas materias.

Al ver tan desacordes unos con otros los confidentes de la Divinidad y anatematizándose recíprocamente de siglo en siglo, pero acordes todos ellos en la inmoderada sed de acaparar riquezas y poder; al ver por otra parte el prodigioso número de desgracias y de crímenes que infestaban la tierra, muchos de ellos provocados por las contiendas de los directores de las almas, debemos confesar que era lícito al hombre razonable dudar de la existencia de un Ser Supremo tan extrañamente anunciado, y al hombre sensible creer que el Dios que espontáneamente había creado tantos desgraciados no debía existir.

Supongamos, poniéndolo por ejemplo, que un físico del siglo XV lea en la Summa de Santo Tomás estas palabras; «La virtud del cielo, en vez del esperma, basta con los elementos y con la putrefacción para producir la generación de los animales imperfectos.» He aquí las deducciones que de ese pensamiento hubiera sacado el físico: «Si la podredumbre y los elementos bastan para producir animales informes, hay que suponer que con un poco más de podredumbre y con un poco más de calor podríamos obtener animales más completos. La virtud del cielo en este caso no es mas que la virtud de la Naturaleza. Creeré, pues, como Epicuro y Santo Tomás, que los hombres pueden nacer del limo de la tierra y de los rayos del sol; y todavía este origen es demasiado noble para seres tan desgraciados y perversos. ¿Por qué he de creer, pues, en un Dios creador, que sólo me presentan formulando ideas contradictorias e irritantes? Por fortuna nació la física, y con ella la filosofía, y entonces se supo de un modo indudable que el limo del Nilo no es capaz de producir ni un insecto ni una espiga de trigo; y hemos tenido que reconocer gérmenes, relaciones, medios y correspondencia asombrosa sobre todos los seres. Hemos estudiado los rayos de luz que parten del sol y van a iluminar los globos y el anillo de Saturno a trescientos millones de leguas de distancia para llegar a la tierra, y formar dos ángulos opuestos por el vértice en el ojo de un insecto reflejando la Naturaleza en su retina. Nació luego un filósofo que descubrió las sencillas y sublimes leyes que rigen a los globos celestes girando en el abismo del espacio. De modo que, al conocer mejor la obra admirable del universo, hemos reconocido al Supremo Arquitecto, y sus leyes uniformes y constantes nos han hecho reconocer un Supremo Legislador. La sana filosofía destruyó, pues, el ateísmo, al que la obscura teología daba armas.»

Sólo quedó el recurso a un reducido número de espíritus descontentadizos, a quienes afectan más las injusticias supuestas de un Ser Supremo que halaga su sabiduría, de obstinarse en negar la existencia de ese primer motor. Dicen: «La Naturaleza existe toda la eternidad; todo está en movimiento en la Naturaleza; luego todo cambia en ella continuamente. Luego si todo cambia siempre, es preciso que lleguen todas las combinaciones posibles, y la combinación presente de todas las cosas pudo ser efecto exclusivo del movimiento y del cambio eterno. Tomad seis dados, echadlos, y apostamos uno contra mil a que no sacaréis seis veces el mismo número con los seis dados. Así, en el transcurso de infinidad de siglos, no es imposible que una de las combinaciones infinitas sea la creación del universo.»

Este argumento ha seducido espíritus muy razonables, pero que no reflexionan que el infinito se opone a ese raciocinio y no se opone en cambio a la existencia de Dios. Debían también comprender que si todo cambia, las menores especies de las cosas no debían ser inmutables, como lo son desde hace muchísimo tiempo. Por lo menos no tienen ninguna razón para creer que nuevas especies no se forman todos los días, y por el contrario, es muy probable que una mano poderosa, superior a esos cambios continuos, contenga todas las especies en los límites que les ha prescrito. De modo que el filósofo que reconoce a Dios tiene para defender su causa multitud de probabilidades que equivalen a la certidumbre, y el ateo sólo tiene dudas. Podríamos alegar muchas más pruebas filosóficas que destruyen el ateísmo.

En cuanto a la moral, es evidente que vale más reconocer a Dios que negarlo. Interesa a todos los hombres que exista una Divinidad que castigue lo que la justicia humana deja impune; pero también es evidente que vale más no reconocer a ningún dios que adorar a un bárbaro, al que sacrifican hombres, como sucede en algunas naciones. Esta verdad la pondremos a la vista por medio de un ejemplo.

Los judíos, en la época de Moisés, no tenían noción alguna de la inmortalidad del alma ni de la vida futura. Su legislador sólo les anunció de parte de Dios recompensas y penas puramente temporales; para ellos, pues, la cuestión es vivir. Moisés ordena a los levitas que degüellen veintitrés mil hermanos suyos, porque adoraban un becerro de oro o dorado. En otra ocasión, el pueblo de Moisés deja sin vida a veinticuatro mil hombres por haber tenido comercio carnal con las jóvenes del país, y otros doce mil quedan asesinados porque algunos de ellos quisieron sostener el arca que iba a caer. Pues bien; respetando siempre los decretos de la Providencia, podemos humanamente afirmar que hubiera sido preferible para esos cincuenta y nueve mil hombres, que no creían en la otra vida, haber sido absolutamente ateos y vivir, a ser degollados de parte del Dios que reconocían.

Es posible que no se enseñe el ateísmo en las escuelas de los hombres de letras de la China, pero es cierto, sin embargo, que muchos de sus hombres de letras son ateos, pero es porque sólo son filósofos a medias; y aunque lo sean, es indudable que es preferible vivir con ellos en Pekín, disfrutando de la benignidad de sus costumbres y de sus leyes, a vivir en Goa, expuestos a pasar los días encadenados en las prisiones de la Inquisición y salir sólo de ellas disfrazados con una hopa llena de azufre y sembrada de diablos para ir a morir abrasados en las llamas de las hogueras.

Los que sostienen que puede subsistir una sociedad de ateos tienen razón (1), porque las leyes son las que forman sociedades, y esos ateos, siendo filósofos por añadidura, pueden pasar la vida tranquila y feliz a la sombra de dichas leyes, viviendo más fácilmente en sociedad que los fanáticos supersticiosos. Poblad una ciudad de epicúreos, de simónides, de protágoras, de spinozistas; poblad otra ciudad de jansenistas y de molinistas, y probaréis de ese modo la verdad del pensamiento que acabo de sentar. El ateísmo, considerándolo sólo con relación a esta vida, sería muy peligroso en un pueblo feroz; pero tener falsas ideas sobre la Divinidad no es menos pernicioso. Casi todos los grandes del mundo viven como si fuesen ateos. El que tiene mucha experiencia y muchos años sabe reconocer a un dios cuya presencia y justicia no ejercen la menor influencia sobre las guerras, los tratados y los motivos de ambición, de interés o de placer, que consumen todo su tiempo y observan todas las reglas establecidas en la sociedad, y es mucho más grato vivir así que con supersticiosos y con fanáticos. Verdad es que siempre esperaré que sea más justo el que crea en Dios que el que no crea, pero también esperaré más disgustos y más persecuciones de los que sean supersticiosos. El ateísmo y el fanatismo son dos monstruos que pueden desgarrar y destruir la sociedad; pero el ateo, aunque persevere en su error, conserva siempre el juicio, que le corta las garras, y el fanático está atacado de una continua locura, que afila las suyas.

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(1) Esto y lo siguiente lo dice Voltaire objetando a J.J. Rousseau, que en la cuarta parte del Emilio declara que no puede subsistir una sociedad de ateos. N. del T

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