Si recorréis todo el mundo, encontraréis que el robo, el asesinato, el adulterio y la calumnia son en todas partes delitos que la sociedad condena y reprime. Pero lo que es lícito en Inglaterra y condenable en Italia, ¿debe castigarse en Italia como un atentado contra la humanidad entera? A esto es lo que yo llamo delito local. Lo que sólo es criminal en el recinto que abarcan algunas montañas o entre dos ríos, ¿no exige que tengan los jueces mayor indulgencia al juzgarlo que cuando juzgan uno de esos atentados que causan horror en todas las naciones? En esos casos el juez debe decirse a sí mismo: «No me atrevería a castigar en Ragusa lo que castigo en Loreto.» ¿Y esta reflexión no debe ablandar en su corazón la dureza que adquirió en el largo ejercicio de su cargo?
Conocidas son las kermesses que se celebraban en Flandes, las cuales, durante el siglo XVII, llegaron hasta un extremo de indecencia que debía ofender la vista de los que no estaban acostumbrados a presenciar semejantes espectáculos. He aquí cómo celebraban las fiestas de Navidad en algunas ciudades de la referida región. Aparecía un joven medio desnudo con alas en la espalda, y recitaba el Avemaría a una doncella, que le contestaba Fiat, y el ángel la besaba en la boca; en seguida un niño que estaba oculto en el interior de un gallo muy grande de cartón gritaba, imitando el canto del gallo: Puer natus est nobis. Un toro inmenso mugía, diciendo Ubi; una oveja balaba, gritando Bethleem. Un asno gritaba Eamus, y desfilaba una larga procesión, precedida por cuatro locos que llevaban campanillas y en la mano una cabeza de muñeco sobre un palitroque. Todavía hoy quedan huellas de esas devociones populares, que los pueblos más instruidos toman por profanaciones. Un suizo malhumorado, y quizá más ebrio que los que desempeñaban el papel de toro y de asno, se enredó de palabras con ellos en Lovaina y les dio una paliza. Persiguieron por todas partes al suizo con la idea de ahorcarle, y éste pudo huir con mucho trabajo. Ese mismo suizo tuvo una violenta cuestión en La Haya (Holanda) por defender con tesón el partido de Barneveldt, disputando con un calvinista obstinado, y le metieron en la cárcel en Amsterdam por haber dicho que los sacerdotes son el azote de la humanidad y la causa de todas nuestras desgracias. En la cárcel exclamaba: «¡Bueno está el mundo! Si digo que las buenas obras son las que nos han de salvar, me encierran en un calabozo, y si me burlo de un asno y de un gallo, me quieren ahorcar.» Esta aventura, aunque burlesca, prueba que lo que es reprensible en uno o dos puntos de nuestro hemisferio, es absolutamente inocente en el resto del mundo.