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Torre de Babel Ediciones

BIBLIOTECA DEL PENSAMIENTO – DONACIONES

Donaciones - Diccionario Filosófico de VoltaireLa República romana, que se apoderó de muchos Estados, cedió algunos a sus amigos. Escipión hizo a Massiniso rey de Numidia. Lúculo, Sila y Pompeyo dieron media docena de reinos. César entregó Egipto a Cleopatra. Primero Antonio y después Octavio, entregaron la Judea a Herodes.

Entregar la soberanía de ciudades y de provincias a sacerdotes o a corporaciones religiosas para la mayor gloria de Dios o de los dioses, es lo que no se ha visto en ningún país.

Mahoma y sus vicarios los califas se apoderaron de muchos Estados para propagar su fe, pero no hicieron donación de ellos: los poseían por el influjo del Corán y la fuerza de su sable.

La religión cristiana, que al principio sólo fue una reunión de pobres, estuvo viviendo mucho tiempo de limosna. La primera donación conocida fue la de Ananías y de Záfira su esposa: consistió en dinero contante, y de nada sirvió a los donatarios.

La célebre donación que hizo el emperador Constantino de Roma y toda la Italia al papa Silvestre se sostuvo como parte integrante del símbolo hasta el siglo XIV. Se supone que Constantino, estando en Nicomedia, recibió el bautismo, que le administró el obispo Silvestre, el cual le curó desde Roma la enfermedad de la lepra que estaba padeciendo, y en recompensa le cedió inmediatamente la ciudad de Roma y todas sus provincias occidentales. Si hubiera redactado el acta de esa donación el director de la Comedia italiana, no la hubiera concebido con más gracia. Se añade que Constantino nombró a todos los canónigos de Roma cónsules y patricios, y que él mismo sostuvo la brida de la jaca para que montase el nuevo emperador-obispo.

No debe extrañarnos nada si meditamos que esa historieta fue en Italia una especie de artículo de fe, creída y reverenciada en toda Europa durante ocho siglos, y que han sido perseguidos como herejes los que no la creían.

Actualmente no excomulgan a nadie por dudar de que Pepino el Usurpador diera al Papa el exarcado de Rávena. No creerlo hoy será todo lo más un mal pensamiento, un pecado venial, que no lleva consigo la pérdida del cuerpo ni del alma.

He aquí los motivos que pueden excusar a los jurisconsultos alemanes de tener escrúpulos para dar crédito a la indicada donación:

1.º El bibliotecario Anastasio, cuyo testimonio se cita frecuentemente, escribió ciento cuarenta años después de ese acontecimiento.

2.º No es verosímil que Pepino, que no estaba seguro en Francia, a quien la Aquitania movía guerra, diera en Italia Estados que confesaba pertenecían al emperador, que residía en Constantinopla.

3.º El papa Zacarías reconoció al emperador romano-griego por soberano de esos territorios que le disputaban los lombardos, y le prestó juramento de fidelidad, como consta en las cartas que dicho obispo de Roma escribió a Bonifacio, obispo de Maguncia; luego Pepino no podía ceder al Papa los territorios imperiales.

4.º Cuando el papa Esteban II hizo descender del cielo una carta escrita de las propias manos de San Pedro, dirigida a Pepino para quejarse de las vejaciones que le causaba Astolfo, rey de los lombardos, San Pedro no dice en esa carta que Pepino hubiese cedido el exarcado de Rávena al Papa, y San Pedro no hubiera dejado de decirlo si hubiera habido algo de esto, porque sabía mirar por su propio interés.

5.º Finalmente, no existe el acta de semejante donación, y lo que es más raro todavía, ni siquiera se han atrevido a falsificarla. Por toda prueba sólo se encuentran relaciones vagas y fabulosas, escritas por frailes absurdos, que se han copiado de siglo en siglo.

El abogado italiano que escribió en 1722 con el objeto de probar que originariamente las ciudades de Parma y de Plasencia fueron concedidas a la Santa Sede, como dependientes del exarcado, afirma que «despojaron con justicia de sus derechos a los emperadores griegos por haber sublevado los pueblos contra Dios». Así se escribe en nuestros días; pero esto sólo es en Roma. El cardenal Bellarmino todavía dice más: «Los primitivos cristianos sólo soportaron a los emperadores por ser más débiles que éstos.» La confesión es franca, y yo estoy convencido de que Bellarmino tiene razón.

En la época en que la corte romana creyó tener necesidad de títulos, sostuvo que Carlomagno confirmó la donación del exarcado, añadiendo a ella Sicilia, Venecia, Benevento, la Córcega y la Cerdeña. Pero como Carlomagno no poseía ninguno de esos Estados, no pudo darlos, y respecto a la ciudad de Rávena, es evidente que la retuvo, porque en su testamento deja un legado a su ciudad de Rávena lo mismo que a su ciudad de Roma. Deben contentarse los papas con haber poseído Rávena y la Romaña con el transcurso del tiempo; pero en cuando a Venecia, no pueden presentar el diploma en el que se les haya concedido la soberanía.

Se ha cuestionado durante siglos sobre esas actas y esos diplomas; pero «es opinión constante —dice Giannonne, que fue mártir de la verdad— que todos esos documentos se forjaron en la época de Gregorio VII».

La primera donación que está probado se hizo a la Santa Sede de Roma fue la de Benevento, siendo una permuta que hicieron el emperador Enrique III y el papa León IX, a cuya permuta sólo faltó una formalidad: que el emperador que cedió la ciudad de Benevento fuese dueño de ella. Pertenecía a los duques de Benevento, y los emperadores romano-griegos reclamaban el derecho que tenían a ese ducado; pero la Historia no es mas que una lista de gentes que se han enriquecido con los bienes de otros.

La más considerable de las donaciones y la más auténtica fue la que hizo de todos sus bienes la famosa condesa Matilde a Gregorio VII. Era una viuda joven, que todo se lo entregó a su director espiritual. Es opinión constante que esa acta se ratificó dos veces, y luego la confirmó el testamento de la condesa. Se creyó, sin embargo, en Roma que Matilde cedió sus Estados y sus bienes presentes y futuros a su amigo Gregorio VII por medio de un acta solemne, en su castillo de Canosa, en 1077, para salvar su alma y el alma de sus padres. Y para corroborar ese santo documento, nos presentan otro extendido el año 1102, en el que se dice que hizo en Roma dicha donación, cuyo primer documento se perdió, por lo que lo renovaba, siempre por la salvación de su alma. ¿Cómo pudo perderse un acta tan importante? ¿Cómo es tan descuidada la corte de Roma? ¿Cómo ese documento que se extendió en Canosa pudo también haberse extendido en Roma? ¿Qué significa esa contradicción? Lo único que en este caso se ve claro es que el alma del que recibía tenía mejor salud que el alma de la donante, que para curarse necesitaba entregar todo lo que poseía a sus médicos.

He aquí, pues, en 1102, una soberana que queda reducida, por medio de un acta en toda forma a no poder disponer ni de una fanega de tierra, y desde el tiempo de esa acta hasta el de su fallecimiento, ocurrido en 1115, se encontraron todavía donaciones considerables de tierras que hizo la misma condesa Matilde a canónigos y frailes, lo que prueba que no se lo había cedido todo a Gregorio VII, y que el acta de 1102 pudo muy bien haberla extendido, después de su muerte, algún hombre hábil. La corte de Roma añadió a esos documentos el testamento de Matilde, que confirma sus donaciones; pero los papas no han presentado nunca ese testamento. Falta todavía averiguar si esa condesa tan rica pudo disponer de sus bienes, que la mayor parte de ellos consistían en feudos del Imperio. El emperador Enrique V, su heredero, se apoderó de todo, y no reconoció ni las donaciones ni el testamento. Los papas, contemporizando, ganaron más que los emperadores usando de su autoridad, y con el transcurso del tiempo, esos Césares llegaron a ser tan débiles, que los papas obtuvieron de la sucesión de Matilde lo que hoy se llama el «patrimonio de San Pedro».

Los gentileshombres normandos, que fueron los primeros instrumentos de la conquista de Nápoles y de Sicilia, realizaron la más hermosa y caballeresca hazaña que puede imaginarse. Cuarenta o cincuenta hombres salvaron a Salerno en el momento en que tomaba dicha ciudad un ejército de sarracenos. Otros siete gentileshombres normandos, que eran hermanos, bastaron para arrojar a esos mismos sarracenos de toda la región y para arrebatársela al emperador griego, que fue ingrato con ellos. Es natural que los pueblos cuyo valor habían reanimado esos héroes se acostumbraran a obedecerles por admiración y por reconocimiento.

He aquí los primitivos derechos a la corona de las Dos Sicilias. Los obispos de Roma no podían, pues, conceder esos Estados en feudo, como no podían ceder el reino de Cachemira. NI siquiera podían conceder la investidura, aunque se les hubiera pedido, porque en los tiempos de la anarquía feudal, cuando el señor quería tener sus bienes alodiales (1) en feudo para conseguir protección, necesitaba acudir al soberano o jefe del país donde radicaban dichos bienes, y el Papa no era señor de Nápoles, de la Pulla ni de la Calabria.

Se ha escrito mucho respecto a ese derecho de vasallaje, pero ningún autor se ha ocupado de remontarse a su origen, y en este defecto incurren algunos jurisconsultos y todos los teólogos. Cada uno de ellos, de un principio admitido saca como puede las consecuencias más favorables para su partido. Les falta averiguar si ese principio es verdadero, si el primer hecho en que se apoyan es incontestable, y eso es lo que no examinan. Se parecen a nuestros antiguos novelistas, que suponen todos ellos que Franco llevó a Francia el casco de Héctor. Ese casco indudablemente era invulnerable; ¿pero efectivamente lo llevó Héctor?

Los hombres de aquella época, que eran tan perversos como imbéciles y no se asustaban de los mayores crímenes, temían que una excomunión les hiciera execrables ante los pueblos, todavía más perversos y mucho más imbéciles. Roberto Guiscard y Richard, vencedores de la Pulla y la Calabria, se vieron en seguida excomulgados por el papa León IX. Aunque se habían declarado vasallos del Imperio, el emperador Enrique III, descontento de sus feudatarios conquistadores, comprometió a León IX a que los excomulgara al frente de un ejército de alemanes. Pero esos normandos, que no temían las excomuniones, como los príncipes de Italia, derrotaron a los alemanes e hicieron al Papa prisionero. Para impedir desde allí en adelante que los emperadores y los papas les molestaran en sus posesiones, ofrecieron sus conquistas a la Iglesia con el título de «oblata». Bajo esa denominación, Inglaterra había pagado «el dinero de San Pedro», y los primeros reyes de España y de Portugal, cuando recuperaron los Estados que poseían los sarracenos, prometieron a la Iglesia de Roma dos libras de oro cada año; pero ni Inglaterra, ni España, ni Portugal consideraron nunca al Papa como su señor soberano.

El duque Roberto, aunque fue oblato de la Iglesia, no fue feudatario del Papa. No podía serlo, porque los papas no eran soberanos de Roma. El Senado gobernaba entonces dicha ciudad, y el obispo sólo ejercía influencia en ella. El Papa era entonces en Roma lo mismo que el Elector es en Colonia, y hay prodigiosa diferencia entre ser oblato de un santo y ser feudatario de un obispo.

Baronio refiere en sus Actas el supuesto homenaje que hizo Roberto, duque de la Pulla y la Calabria, a Nicolás II. Pero esas Actas no se tienen por auténticas; dicho homenaje no lo ha visto nadie, ni se encuentra en ningún archivo. Roberto se intitulaba duque «por la gracia de Dios y de San Pedro», pero San Pedro nada le dio ni era rey de Roma. Los demás papas, que no fueron más reyes que San Pedro, no tuvieron inconveniente en recibir el homenaje de todos los príncipes que fueron reinando en Nápoles, sobre todo cuando éstos eran más fuertes que ellos.

En 1213, el rey Juan, apellidado Juan sin Tierra, y que debía apellidarse Juan sin Virtud, al verse excomulgado y con su reino en entredicho, se lo dio al papa Inocencio III y a sus sucesores bajo la forma siguiente: «Sin obligarme temor alguno, por mi voluntad y por consejo de mis barones, para conseguir el perdón de los pecados que cometí contra Dios y contra la Iglesia, cedo Inglaterra e Irlanda a Dios, a San Pedro y a San Pablo, al papa Inocencio y a sus sucesores en la silla apostólica.»

Se declaró feudatario, lugarteniente del Papa; pagó en seguida ocho mil libras esterlinas en dinero contante al legado Pandolfo; prometió pagar otras mil cada año, entregando anticipada la primera suma anual al legado, y arrodillándose ante él se sometió a perderlo todo si dejaba de cumplir lo prometido. Lo chistoso de esa ceremonia fue que el legado se llevó el dinero y se olvidó de levantarle la excomunión.

Se pregunta qué donación es más válida, la del duque Roberto o la de Juan sin Tierra. Los dos estuvieron excomulgados, los dos cedieron sus reinos a San Pedro y los dos no eran mas que administradores. Si los barones ingleses se indignaron con la venta infame que su rey hizo al Papa y la anularon, los barones napolitanos pudieron anular también la del duque Roberto; y si pudieron entonces, también podrían hoy.

No podemos escapar de este dilema: o Inglaterra y la Pulla se cedieron al Papa según las leyes de la Iglesia o según las leyes de los feudos, o se le cedieron como obispo o como soberano. Como a obispo no puede ser, porque la ley de Jesucristo prohibió con frecuencia a sus discípulos que pudieran adquirir, y les manifestó que su reino no era de este mundo. Como a soberano, hubiera sido un crimen de lesa majestad imperial, porque los normandos habían prestado ya homenaje al emperador. De modo que para adquirir esos reinos no poseían los papas ningún derecho espiritual ni temporal. Cuando se sigue un principio vicioso resultan también viciosos sus efectos. Por eso ni Nápoles ni Inglaterra pertenecen ya a los papas.

Hay todavía otra razón para combatir esa antigua venta, que se funda en el derecho de gentes, y tiene más fuerza que el derecho de los feudos. El derecho de gentes se opone a que un soberano dependa de otro soberano, y es ley antiquísima que cada cual sea dueño de su casa, cuando no es más débil que el de la casa ajena.

Si recibieron reinos los obispos de Roma, en cambio también los cedieron ellos. Apenas hay un trono en Europa que ellos no hayan regalado. En cuanto un príncipe conquistaba un país o trataba de conquistarlo, los papas se lo concedían en nombre de San Pedro. Algunas veces hasta los concedían por adelantado, y puede decirse que dieron todos los reinos, menos el reino de los cielos.

Hay pocos franceses que sepan que Julio II dio los Estados del rey Luis XII al emperador Maximiliano, que no pudo tomar posesión de ellos, y debemos recordar que Sixto V, Gregorio XIV y Clemente VIII trataron de entregar la Francia al marido que Felipe II quisiera escoger para su hija Clara Eugenia.

En cuanto a los emperadores, debemos decir que desde Carlomagno acá no ha habido ninguno que la corte romana no se haya empeñado en nombrarlo. Pero todas esas donaciones son moco de pavo comparadas con la de las Indias orientales y occidentales que hizo Alejandro VI a España y a Portugal por su pleno poder y autoridad divina. Era darles casi todo un mundo; lo mismo pudo darles los planetas Júpiter y Saturno con sus satélites.

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(1) Tierras libres y francas de derechos señoriales.—N. del T.

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