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AMÉRICA
Ya que no se cansan de inventar sistemas respecto a cómo pudo poblarse América, no me cansaré yo tampoco de decir que el que hizo nacer en aquellos climas las moscas, hizo también nacer a los hombres. Por grandes deseos que se tengan de disputar, no puede negarse que el Ser Supremo, que preside toda la Naturaleza, hiciera nacer, en el grado cuarenta y ocho, animales de dos pies, sin plumas, cuya piel participa del blanco y del encarnado, con barbas largas casi rojas. No puede negarse que el Ser Supremo haya hecho nacer negros sin barbas en África y en las islas, y otros negros barbados en la misma latitud, unos con cabello que parece de lana y otros con una especie de crines; y entre unos y otros, animales enteramente blancos, que no están dotados de crines ni de lana, sino de seda.
No se comprende qué es lo que puede impedir que Dios hiciera nacer en otro continente animales de una misma raza.
Véase hasta qué punto nos domina el furor de los sistemas y la tiranía de las preocupaciones. Al encontrar animales en el resto del mundo, convienen todos ellos en que Dios pudo colocarles donde están, y no pueden estar acordes en creer que los colocó allí. Los mismos que confiesan sin dificultad que los castores son originarios del Canadá, sostienen que los hombres sólo pudieron llegar allí embarcados, y que sólo pudieron poblar Méjico algunos descendientes de Magog. Semejante aserto equivaldría a decir que si existen hombres en la luna, sólo puede haberlos llevado allí Astolfo (1) a la grupa de su hipogrifo, cuando fue a buscar el sentido común de Orlando, que estaba encerrado en una botella.
Si en la época de Ariosto se hubiera descubierto la América y en Europa hubiese habido hombres bastante sistemáticos para sostener con el jesuita Lafitau que los caraibos descendían de los habitantes de Caria y los hurones de los judíos, hubiera hecho muy bien en entregar a dichos polemistas la botella de su sentido común, que sin duda estaba en la luna con la del amante de Angélica.
Lo primero que se hace cuando se descubre una isla poblada en el Océano Indico o en el mar del Sur, es preguntar de dónde han salido aquellas gentes, pero a los árboles y las tortugas del país no titubean en declararlas originarias de él, como si a la Naturaleza le fuera más difícil crear personas que tortugas. Lo que puede dispensar ese sistema es que casi no existe ninguna isla en los mares de América y de Asia en las que no se encuentren juglares, charlatanes, pícaros e imbéciles. Esto es sin duda lo que hace creer que proceden del viejo mundo.
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(1) Orlando el Furioso, de Ariosto, cap. XXXIV.