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AUSTERIDADES
Era conveniente y honroso que hombres ilustrados y estudiosos se uniesen después de las catástrofes que trastornaron el mundo, y se ocuparan en adorar a Dios y arreglar el curso del año, como hicieron los antiguos brahmanes y los magos. Pudieron dar ejemplo al resto del mundo haciendo vida frugal, absteniéndose de beber licores enervantes y del comercio carnal con las mujeres mientras celebraban sus fiestas. Debieron vestir con modestia y con decencia. Si eran sabios, los ignorantes les consultaban; si eran justos, les respetaban y los querían. Pero la superstición, la miseria y la vanidad, ¿no llegaron a ocupar pronto el sitio de esas virtudes?
El primer loco que se azotó públicamente para apaciguar la cólera de los dioses fue sin duda el que dio origen a los sacerdotes de la diosa de Siria, que se azotaban en honor de esa divinidad; de él nacieron los sacerdotes de Isis, que hacían lo mismo ciertos días de la semana; los sacerdotes de Dodona, que se producían heridas; los sacerdotes de Belona, que se daban sablazos; los sacerdotes de Diana, que con varas se ensangrentaban el cuerpo; los sacerdotes de Cibeles, que se castraban, y los fakires de la India, que se cargaban de cadenas. La esperanza de sacar muchas limosnas, ¿no contribuía a que practicaran semejantes austeridades?
Los bribones que se hinchan las piernas con hierbas venenosas y se llenan de úlceras para implorar la caridad de los transeúntes, ¿no se parecen en algo a los energúmenos de la antigüedad que se hundían clavos en las posaderas y vendían esos clavos santos a los devotos de sus países?
¿La vanidad no entró por mucho en las mortificaciones públicas, que atraían las miradas de las multitudes? «Yo me azoto para expiar las faltas de los demás; voy desnudo, para reprochar el fausto de las vestiduras ajenas; me alimento con hierbas, para corregir el vicio de la gula en otros; me aprieto un anillo de hierro en el miembro, para que se avergüencen los lascivos; respetadme, pues, porque soy el hombre predilecto de los dioses, y por mí obtendréis sus favores. Cuando os acostumbréis a respetarme, me obedeceréis gustosos. Representando a los dioses, seré vuestro señor, y al que de vosotros infrinja mis preceptos le haré empalar, para que de este modo se calme la cólera celeste.» Si los primeros fakires no pronunciaron esas palabras, indudablemente las tenían impresas en el fondo de su corazón.
De estas repugnantes austeridades nacieron quizás los sacrificios de sangre humana. Los hombres que vertían su propia sangre ante el público azotándose, y se sajaban los brazos y las piernas para adquirir consideración, hicieron creer fácilmente a los salvajes imbéciles que debían sacrificar a los dioses los seres más queridos; que era preciso sacrificar su hija para conseguir tener viento favorable; precipitar a su hijo en el abismo desde lo alto de un peñasco para no ser víctima de la peste; arrojar su hija al Nilo para obtener magnífica cosecha.
Esas supersticiones asiáticas han originado entre nosotros las flagelaciones que copiamos de los judíos. Sus devotos no sólo se azotaban, sino que se azotaban unos a otros, como en la remota antigüedad los sacerdotes de Siria y de Egipto. Entre nosotros, los abades azotaban a los monjes que pertenecían a su jurisdicción y los confesores a sus penitentes de ambos sexos. San Agustín escribe a Marcelino el Tribuno «que se debe azotar a los donatistas, como los maestros de escuela azotan a sus discípulos».
Se supone que en el siglo X los frailes y las monjas empezaron a azotarse a sí mismos en determinados días del año. La costumbre de azotar a los pecadores como penitencia quedó tan establecida, que el confesor de San Luis se la propinó a dicho rey con sus propias manos, y los canónigos de Canterbury azotaron a Enrique II, rey de Inglaterra. A Raimundo, conde de Tolosa, llevando una cuerda atada al cuello, lo azotó un diácono a la puerta de la iglesia de San Gil, en presencia del legado Milón.
Los capellanes del rey de Francia Luis VIII fueron condenados por el legado del papa Inocencio III a ir durante cuatro grandes fiestas a las puertas de la catedral de París y presentar a los canónigos las varas con que debían azotarlos para expiar el crimen del rey su señor, el crimen de aceptar la corona de Inglaterra, que el Papa le quitó después de habérsela dado en virtud de sus plenos poderes. Todavía creyeron que el Papa fue demasiado indulgente no haciendo azotar al mismo rey y dándose por satisfecho con mandarle que pagara a la Cámara Apostólica dos años de sus rentas.
A principios del siglo XIII se instituyeron cofradías de penitentes en Perusa y Bolonia. Los jóvenes que pertenecían a ellas, casi desnudos, con disciplinas en una mano y un crucifijo en la otra, iban por las calles azotándose. Las mujeres los veían al través de las celosías de las ventanas y se azotaban en sus habitaciones. Los flagelantes inundaron la Europa, y aún existen algunos en Italia, España y Francia.
Era bastante común, a principios del siglo XVI, que los confesores azotaran a sus confesados en las nalgas. Meterén, en su Historia de Bélgica, refiere que el franciscano Adraacem, gran predicador de la ciudad de Brujas, azotaba a sus penitentes desnudos. El jesuita Edmundo Auger, confesor de Enrique III, comprometió a este desventurado príncipe a ponerse al frente de los flagelantes.
En muchos conventos de frailes y de monjas se azotaban en las nalgas, y de esto resultaban algunas veces extrañas deshonestidades, sobre las que echaremos un velo para que no se ruboricen los seres débiles, cuyo sexo y cuya profesión merecen que se les guarden las mayores consideraciones (1).
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(1) Véase el artículo Expiación