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CATECISMO DEL CURA
ARISTÓN.—Querido Teótimo: ¿por fin vais a ser cura de aldea?
TEÓTIMO.—Sí; me han nombrado para dirigir una parroquia pequeña, que yo prefiero una grande. Estoy dotado de una porción limitada de inteligencia y de actividad, y no podría dirigir una feligresía de setenta mil almas. Me asusta un rebaño muy numeroso, y dirigiré mejor uno que sea escaso. Estudié bastante jurisprudencia para impedir que mis pobres feligreses se arruinen siguiendo pleitos. Sé bastante medicina para indicarles remedios sencillos cuando estén enfermos. Conozco lo suficiente la agricultura para darles algunas veces consejos útiles. El señor del pueblo y su señora son personas honradas, no son devotas, y me ayudarán a practicar el bien. Creo que viviré contento y que nadie estará descontento de mí.
ARISTÓN.—¿No os contraría no tener mujer? Sería para vos un gran consuelo. Debe ser muy agradable después de predicar, cantar, confesar, dar la comunión, administrar el bautismo, consolar a los enfermos, poner en paz a las familias, en una palabra, después de consumir todo el día en servir al prójimo, encontrar al llegar a casa una mujer agradable, cariñosa y honrada que cuide de vuestra ropa blanca y de vuestra persona y que os de hermosos hijos, cuya excelente educación pueda ser útil al Estado. Os compadezco, porque estáis destinado a servir a los hombres y os privan de un consuelo que para los hombres es tan necesario.
TEÓTIMO.—La Iglesia griega manifiesta gran interés en que se casen los curas; la Iglesia anglicana y los protestantes opinan lo mismo; pero la Iglesia latina opina lo contrario, y no tengo más remedio que someterme a su opinión. Quizás en la actualidad, en la que el espíritu filosófico hizo tantos progresos, se reúna un Concilio que establezca leyes más favorables para la humanidad. Esperándolas, debo conformarme con las leyes actuales; me cuesta mucho trabajo, es verdad, pero tantos individuos que valen más que yo se someten a ellas, que yo ni siquiera debo criticarlas.
ARISTÓN—Siendo tan instruido y poseyendo la alta elocuencia, ¿cómo vais a predicar a los campesinos para que os entiendan?
TEÓTIMO.—Como predicaría delante de los reyes. Les hablaré siempre de moral, sin ocuparme de ninguna controversia. Me guardaré bien de profundizar ante ellos la gracia concomitante, la gracia eficaz, a la que se puede resistir, la suficiente, que no basta; no me ocuparé de examinar si los ángeles que comieron con Abraham y con Lot tenían cuerpo humano, o si hicieron como que comían; no me ocuparé tampoco de si el diablo Asmodeo estaba efectivamente enamorado de la mujer del joven Tobías, ni de cuál es la montaña a la que fue Jesucristo transportado por un diablo, etcétera, etc. Hay muchas cosas que el auditorio no entendería, ni yo tampoco. Trataré de que mis feligreses sean buenos y yo también, pero no me empeñaré en que sean teólogos, y yo seré lo menos teólogo que pueda.
ARISTÓN.—Seréis un cura excelente, y yo procuraré comprar una casa de campo en el territorio de vuestra parroquia. Os suplico que me digáis cómo practicaréis la confesión.
TEÓTIMO.—La confesión es excelente cosa, porque sirve de freno a los delitos y la inventó la más remota antigüedad. Confesábanse durante la celebración de los antiguos misterios, y nosotros hemos imitado y santificado esa sabia práctica. Es útil para inducir a que perdonen los corazones ulcerados por el odio, y para conseguir que los ladrones que cometen pequeños hurtos devuelvan lo robado. Tiene, sin embargo, algunos inconvenientes. Hay muchos confesores indiscretos, sobre todo entre los frailes, que enseñan a las doncellas más tonterías que los jóvenes de las aldeas. No debe entrarse en detalles en la confesión, porque la confesión no es un interrogatorio jurídico, es la declaración de las faltas que el pecador hace al Ser Supremo por medio de otro pecador, que también las confesará a su vez. Esta confesión saludable no debe hacerse para satisfacer la curiosidad de un hombre.
ARISTÓN.—¿Usaréis alguna vez la excomunión?
TEÓTIMO.—No; hay rituales en los que se excomulga a las langostas, a los hechiceros y a los comediantes. No prohibiré la entrada en las iglesias a las langostas, porque ellas no entran nunca; no excomulgaré a los hechiceros, porque los hechiceros no existen; y respecto a los comediantes, como hoy están pensionados por el rey y autorizados por el magistrado, me guardaré bien de difamarles. Debo confesaros además, amigo mío, que me gustan mucho las comedias, cuando no chocan con las costumbres. El señor de mi aldea hace que se representen en su castillo algunas piezas por personas jóvenes y de talento, y esas representaciones inspiran la virtud con el atractivo del placer; además, forman el buen gusto y enseñan a hablar y a pronunciar bien.
ARISTÓN.—Cuanto más me descubrís vuestro modo de pensar, más ganas siento de ser feligrés vuestro. Desearía saber qué medidas pensáis adoptar para impedir que los campesinos se emborrachen los días de fiesta, pues éste es el modo que tienen de celebrarlos.
TEÓTIMO.—Sobre esto también tengo mi sistema. Les permitiré y les aconsejaré que cultiven los campos los días de fiesta, después de asistir al servicio divino, que yo trataré que sea en las primeras horas de la mañana. La ociosidad es la que les conduce a las tabernas. Los días de trabajo no hay riñas, ni se cometen excesos, ni hay agresiones ni muertes. El trabajo moderado contribuye a la salud de cuerpo y a la salud del alma; además, el trabajo es necesario para el Estado.
ARISTÓN.—De ese modo conciliáis con el trabajo los oficios divinos y servís a Dios y al prójimo. En las disputas eclesiásticas, ¿qué partido tomaréis?
TEÓTIMO.—Ninguno; jamás se disputa sobre la virtud, porque proviene de Dios. Las disputas todas nacen de las opiniones, que provienen de los hombres.
ARISTÓN.—Sois un cura modelo.