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CÉSAR
No vamos a ocuparnos aquí de César como marido de muchas mujeres; ni como mujer de muchos maridos; ni como vencedor de Pompeyo y de los Escipiones; ni como escritor satírico que puso en ridículo a Catón; ni como ladrón del erario público que se aprovechó del dinero de los romanos para tiranizarles; ni como vencedor clemente que perdonó a los vencidos; ni como sabio que reformó el calendario; ni como tirano y padre de su patria, que asesinaron sus amigos y su hijo bastardo; vamos a ocuparnos de él únicamente por su cualidad de descender de los bárbaros que subyugó y por considerarle como hombre único.
No podéis pasar por una sola ciudad de Francia, de España, de las orillas del Rhin o de las riberas de Inglaterra, hacia Calais, sin que os encontréis con algunos pobres hombres que se vanaglorian de haber tenido a César entre ellos. Los habitantes de Douvres están convencidos de que César edificó su castillo, y los habitantes de París creen que edificó el gran Chalet. Hay señor de Francia que enseña una antiquísima torre, que hoy utiliza para palomar, diciendo que César fue el que proporcionó el sitio para sus palomos. Cada provincia disputa a la provincia inmediata el honor de haber sido la primera a la que César dio correas para los estribos, y unas y otras dicen que por este o por otro camino pasó César cuando vino a degollarnos, a acariciar a nuestras mujeres y a nuestros hijos, a imponernos leyes y a llevársenos el poco dinero que teníamos.
Los indios son más cautos. Tienen noticias vagas de que un gran bandido que se llamaba Alejandro se lanzó en su territorio con otros bandidos, pero nunca se ocupan de este suceso. Un anticuario italiano que estuvo hace unos cuantos años en la Bretaña quedó asombrado al oír a los sabios de Vannes enorgullecerse de que su ciudad había servido en otros tiempos de morada a César.
«¿Conservaréis, sin duda, algunos monumentos de ese grande hombre?» «Sí -le respondió uno de los sabios-; os enseñaremos el sitio donde el citado héroe mandó ahorcar a los seiscientos miembros que componían el Senado de nuestra provincia. Algunos ignorantes que encontraron en el canal de Kerantrait, en 1755, un centenar de postes, se atrevieron a decir en los periódicos que eran los restos de un puente que construyó César; pero yo les he probado en una disertación que publiqué en 1756 que eran las horcas donde murieron los senadores. No hay ninguna ciudad en las Galias que pueda decir otro tanto.
César se ocupó de nosotros, y nos dice en sus Comentarios que somos inconstantes y que preferimos la libertad a la esclavitud. Nos acusa de ser insolentes hasta el extremo de tomar rehenes de los romanos, a quienes también los dimos y no quisimos devolverlos hasta que nos devolvieran los nuestros. Nos enseñó a vivir» (1). Esta conversación dio origen a una disputa acalorada entre los sabios de Vannes y el anticuario.
La mayoría de los bretones no concebían que fuera digno de aplauso que los romanos engañan una tras otra a todas las naciones de las Galias, que se sirvieran de ellas sucesivamente para causar su propia ruina, que destruyeran una cuarta parte y redujeran a la esclavitud las otras tres cuartas partes de dichas naciones.
«Esos triunfos son inconcebibles ―replicó entusiasmado el anticuario― y yo llevo en el bolsillo una medalla que representa el triunfo de César en el Capitolio; es una medalla de las que hoy se conservan mejor.» Un bretón, que era muy brusco, se la quitó de la mano y la echó al río en cuanto el anticuario la sacó del bolsillo para enseñarla a los sabios. «Así quisiera yo ahogar a todos los que emplean su talento y su poder en oprimir a los demás hombres. Antiguamente Roma nos engañó, nos desunió, nos encadenó y nos asesinó, y Roma hoy todavía disfruta de muchos de nuestros beneficios. ¿Es posible que seamos tanto tiempo y de tantas maneras tan humildes obedientes?» Así habló el rudo bretón.
Sólo tengo que añadir dos palabras al anterior diálogo del bretón y del anticuario italiano. Éstas son que Perrot d’Ablancourt, traductor de los Comentarios de César, en la dedicatoria al gran Condé le dice lo siguiente: «¿No os parece, monseñor, que estáis leyendo la vida de un filósofo cristiano, al leer la vida del emperador?» ¡Vaya un filósofo cristiano! Después de esto me extraña que no le hayan canonizado. Los que escriben dedicatorias dicen muchas tonterías.
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(1) De Bello gallito, lib. III.