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CRÍMENES y penas injustas – Voltaire – Diccionario Filosófico

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CRÍMENES

Crímenes - Diccionario Filosófico de VoltaireA un habitante de Roma se le ocurrió, para su desgracia, matar en Egipto un gato sagrado, y el pueblo, enfurecido, castigó el sacrilegio acometiendo al romano y haciéndolo pedazos. Si el pueblo de Egipto hubiera dado tiempo para que llevaran al extranjero ante el tribunal de la nación, si los jueces hubieran tenido sentido común, le hubieran sentenciado a pedir perdón a los egipcios y a los gatos y a pagar una fuerte multa en dinero o en ratones. Le hubieran dicho además que deben respetarse las tonterías del pueblo, cuando no se tiene bastante fuerza para suprimirlas.

El venerable jefe de la justicia hubiera dicho poco más o menos estas palabras al referido romano: «Cada país tiene sus impertinencias legales y sus especiales delitos; si en vuestra patria, Roma, que es soberana de Europa, del África y del Asia Menor, matarais un pollo sagrado en el momento en que le están echando maíz para conocer la voluntad de los dioses, os castigarían severamente. Nosotros creemos que habéis matado el gato por ignorancia, y por eso el tribunal os amonesta por primera vez. Idos, y desde hoy en adelante sed más circunspecto.»

Era una cosa permitida en Roma tener una estatua en el vestíbulo de la casa; pero cuando Octavio era dueño absoluto de Roma, si un ciudadano cualquiera hubiera colocado en su vestíbulo una estatua de Bruto, le habrían castigado por sedicioso. Cuando un ciudadano tenía, en vida del emperador reinante, la estatua de su competidor en el Imperio, le acusaban de cometer el crimen de lesa majestad y alta traición.

II

De los crímenes de tiempo y lugar que deben ignorarse

Sabido es que debe hablarse con muchísimo respeto de Nuestra Señora de Loreto cuando se llega a la Marca de Ancona. Tres jóvenes llegan allí y se burlan del edificio que ocupa Nuestra Señora, el cual, viajando por los aires, llegó a Dalmacia, cambió dos o tres veces de sitio, y al fin sólo pudo encontrarse cómodamente en Loreto. Esos tres jóvenes aturdidos, mientras cenan, cantan una antigua canción que debió componer algún hugonote contra la traslación de la Casa Santa de Jerusalén al fondo del Adriático. Por casualidad, se entera un fanático de lo que dicen en la cena los tres jóvenes, hace indagaciones, busca testigos y compromete a un monsignore a que lance contra ellos un monitorio. Ese monitorio alarma todas las conciencias, nadie se atreve a ocultar lo que sepa relativo a este asunto, y posaderos, lacayos, criados y demás dependientes oyeron lo que no dijeron los tres jóvenes y vieron lo que no habían hecho, lo que produce un gran escándalo en toda la Marca de Ancona. A media legua de Loreto se susurra que esos jóvenes han apaleado a Nuestra Señora, y una legua más allá aseguran que han echado al mar la Casa Santa. Les forman proceso y les sentencian. La sentencia dice que primero les cortará la mano, en seguida les arrancarán la lengua y luego se les pondrá en el tormento para que confiesen cuántas coplas tenía la canción, y por fin serán quemados en la hoguera a fuego lento.

Un abogado de Milán, que entonces se encontraba en Loreto, preguntó al juez principal que intervino en dicho proceso a qué hubiera condenado a esos jóvenes si hubieran violado a su madre y la hubieran degollado después para comérsela. «Hay mucha diferencia —le contestó el juez— de una cosa a otra; violar, asesinar y comerse a su madre son delitos que sólo se cometen contra los hombres.» «¿Tenéis alguna ley expresa —replicó el abogado milanés— que os obligue a que mueran en tan horrible suplicio jóvenes que acaban de salir de la infancia por burlarse indiscretamente de la Casa Santa, de la que se burla el mundo entero, exceptuando la Marca de Ancona?» «No —respondió el juez—; la sabiduría de nuestra jurisprudencia lo deja todo a nuestra discreción.» «Muy bien; entonces debíais tener la discreción de recordar que uno de esos jóvenes es nieto de un general que derramó su sangre por la patria, y sobrino de una abadesa respetable; debíais haber tenido presente que ese joven y sus camaradas son unos aturdidos, que no merecían mas que una corrección paternal. Privasteis al Estado de tres ciudadanos que pudieran servirle un día, os mancháis las manos con sangre inocente, y sois más cruel que los caníbales. La posteridad execrará a los jueces de ese proceso. ¿Qué motivo tan poderoso pudo ahogar en vosotros la razón, la justicia, la humanidad, y convertiros en bestias feroces?» «El clero de Ancona —replicó el juez— nos tachaba de ser muy tibios y de desentendernos de la Iglesia lombarda; esto es, nos acusaba de carecer de religión.» «Entonces —replicó el milanés— fuisteis asesino para parecer cristiano.»

Al oír estas palabras, el juez cayó al suelo como herido por un rayo. Sus colegas perdieron luego sus empleos, atreviéndose todavía a decir que habían cometido una injusticia con ellos, olvidándose de su ruin proceder y no comprendiendo que la mano de Dios los castigaba.

Para que siete personas se proporcionen legalmente la diversión de ver morir a otra persona en público, dándole golpes con barras de hierro en un tablado; para que gocen del placer secreto e indigno de hablar luego de esto en la mesa con sus mujeres y sus vecinos; para que los ejecutores de semejante justicia, que desempeñan alegremente su cometido, cuenten de antemano el dinero que van a ganar; para que el público acuda a ese espectáculo como a una feria, se necesita que el crimen cometido merezca realmente ese suplicio en la opinión de todas las naciones civilizadas, y que produzca un bien a la sociedad, porque interesa a la humanidad entera. Se necesita sobre todo que el delito esté demostrado, no como una proposición geométrica, pero sí hasta el punto de que un hecho puede demostrarse. Si contra cien mil probabilidades de que el acusado es culpable, se encuentra una sola de que es inocente, ésta debe prevalecer sobre todas las demás.

III

Si bastan dos testigos para ahorcar A un hombre

Se ha creído mucho tiempo que eran suficientes dos testigos para condenar a muerte a un hombre y tener tranquila la conciencia. El Evangelio de San Mateo dice que bastan dos o tres testigos para reconciliar a dos amigos que estén reñidos, y sobre ese texto se ha calcado la jurisprudencia criminal, hasta el punto de establecer que es una ley divina matar a un ciudadano cuando declaran contra él uniformemente dos testigos, que pueden ser unos malvados. Una multitud de testigos, aunque estén de acuerdo, no son capaces de probar un hecho improbable que niegue el acusado. ¿Qué debe hacerse en casos semejantes? Emplazar el fallo para dentro de cien años, como hacían los atenienses.

Vamos a referir un caso que presenciarnos en Lyon el año 1768. Una madre esperó inútilmente que volviera a casa su hija, hasta las once de la noche; viendo que no volvía, va a buscarla por todas partes. Sospechando que la oculta una vecina suya, se la pide, y acusa a ésta de haber prostituido a su hija. Algunas semanas después, unos pescadores encuentran en Condrieux, en el Ródano, a una joven ahogada y en estado de putrefacción. La madre de que nos ocupamos cree que ese cadáver es el de su hija, y la convencen los enemigos de su vecina de que la han deshonrado en casa de ésta, que allí la estrangularon y la arrojaron al Ródano. La madre lo cuenta a todo el mundo, y el populacho lo repite, y muy pronto se encuentran gentes que cuentan hasta los detalles del crimen. Toda la ciudad se ocupa de esto y todas las bocas piden venganza. Hasta aquí lo sucedido es común en las muchedumbres, que carecen de criterio; pero ahora entra lo raro y lo prodigioso. El propio hijo de la citada vecina, que tenía cinco años y medio, acusa a su madre de haber hecho violar ante sus ojos a la desgraciada joven que encontraron en el Ródano y de haber hecho que la sostuvieran cinco hombres, mientras el sexto la gozaba. Ese niño dice que oyó las palabras que pronunció la violada y describe sus actitudes; dice además que vio a su madre y a dichos malvados estrangular a la desventurada joven después de consumar el acto que refiere. Declara también que vio que su madre y los asesinos la echaron en un pozo, que la sacaron después y la envolvieron en una sábana; que vio a esos monstruos llevarla en triunfo por las plazas públicas, bailar alrededor del cadáver y por fin arrojarla al Ródano. Los jueces se vieron obligados a meter en la cárcel a los supuestos cómplices, y hubo testigos que declararon contra ellos. Volvieron a interrogar al niño, y sostuvo con la candidez de su edad todo lo que había declarado contra ellos y contra su madre. ¿Quién pudiera imaginar que ese niño no fuese verídico? El crimen es inverosímil; pero es más inverosímil todavía que un niño de cinco años y medio calumnie de ese modo a su madre, que refiera con uniformidad todos los detalles de tan abominable crimen.

¿Qué resultó de ese extraño proceso criminal? Que el niño mintió acusando a su madre, que no se violó a ninguna doncella, que no hubo jóvenes reunidos en casa de la mujer acusada; en una palabra, que no hubo asesinato y que todo fue mentira. El niño fue sobornado por otros dos niños, que eran hijos de los acusadores; caso extraño, pero verdadero, y poco faltó para que tuviera la culpa de que condenaran a la hoguera a su madre.

Era imposible creer todos los cargos de la acusación. El presidial de Lyón, compuesto de hombres ilustrados y prudentes, sin hacer caso del furor público y buscando cuantas pruebas pudieron en pro y en contra de los acusados, les absolvió unánimemente. Quizás en tiempos más antiguos hubieran condenado al suplicio de la rueda y a las llamas de la hoguera a los inocentes acusados.

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