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Torre de Babel Ediciones

CRONOLOGÍA de los pueblos – Voltaire – Diccionario Filosófico

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CRONOLOGÍA

Cronología - Diccionario Filosófico de VoltaireHace mucho tiempo que se disputa sobre la cronología antigua. ¿Pero existe acaso? Para que existiera, cada población considerable debía haber poseído y conservado registros auténticos. Pero en la antigüedad, ¿había acaso alguna población que supiera escribir? Y entre el reducidísimo número de hombres que supieran, ¿se tomarían algunos el trabajo de marcar las fechas con exactitud?

Es verdad que conservamos de tiempos relativamente recientes las observaciones celestes de los chinos y de los caldeos; pero estas observaciones sólo se remontan unos dos mil años más allá de la era vulgar. Pero cuando los primeros anales se limitan a decirnos que hubo un eclipse, según determinado principio, nos demuestran que ese principio existía, pero no quién lo sentó.

Además, los chinos cuentan entero el año de la muerte de un emperador, aunque muera el primer día del año, y su sucesor fecha el año siguiente con el nombre de su predecesor. Digno es de aplauso respetar de ese modo a los antepasados; pero no se puede computar el tiempo de modo más falso, si le comparamos con las naciones modernas. Añadid a esto que los chinos empiezan a contar su ciclo sexagenario desde el emperador Hiao, dos mil trescientos cincuenta y siete años antes de la era vulgar. El tiempo anterior que precedió a esa época está envuelto en profunda oscuridad.

Los hombres se han contentado siempre con el poco más o menos de todas las cosas. Por ejemplo, antes de inventar los relojes, sabían poco más o menos la hora que era de día y de noche. Conocemos poco más o menos a nuestros vecinos más inmediatos, etc., etc. No nos extrañemos, pues, de que en ningún pueblo exista verdadera cronología antigua: la que conservamos de los chinos todavía es extraordinaria, si la compararnos con la de otras naciones. Nada sabemos de los indios, ni de los persas, y casi nada de los primeros egipcios; los sistemas que hemos inventado respecto a la historia de esos pueblos son tan contradictorios como nuestros sistemas metafísicos.

Las Olimpiadas de los griegos empiezan setecientos veintiocho años antes que introdujéramos nuestra manera de contar, y en esos tiempos de oscuridad profunda sólo vemos brillar de vez en cuando alguna luz, como la era de Navonassar, como la guerra de Lacedemonia y de Messena, y todavía se disputa sobre la época en que ocurrieron. Tito Livio no se atreve a decir el año en que comenzó Rómulo su supuesto reinado, porque los romanos, que saben que es incierta esa época, se hubieran burlado de él al querer fijarla. Está ya demostrado que los doscientos cuarenta años que atribuyeron al reinado de los siete primeros reyes de Roma era un cálculo falso. Los cuatro primeros siglos de Roma están absolutamente desprovistos de cronología, y si los cuatro primeros siglos del Imperio más memorable del mundo forman un montón indigesto de acontecimientos mezclados con fábulas, sin casi ninguna fecha, ¿qué sucederá a pequeñas naciones encerradas en un rincón del mundo, que no han podido figurar en él, a pesar de sus esfuerzos, ni reemplazar con charlatanismos y prodigios la carencia de poder y de artes?

II

De la vanidad de los sistemas, sobre todo en cronología

Condillac prestó un gran servicio a la humanidad haciendo ver la falsedad de todos los sistemas. Si podemos abrigar la esperanza de encontrar un día el verdadero camino que conduce a la verdad, debe ser después de haber reconocido bien todos los caminos que conducen al error. Al menos, tendremos el consuelo de estar tranquilos y no buscar después que tantos sabios han buscado en vano.

La cronología no es mas que una colección de vejigas llenas todas de viento. Todos los que creyeron caminar por ella sobre un terreno sólido tropezaron y cayeron. Hemos llegado a poseer ochenta sistemas, entre los que no hay uno solo verdadero.

Los babilónicos decían: «Contamos trece mil cuatrocientos sesenta años de observaciones celestes.» Más tarde llega un parisién y les dice: «Vuestra cuenta es exacta; vuestros años se componían de un día solar, y equivalen a mil doscientos noventa y siete de los nuestros, desde Atlas, rey de África, que era gran astrónomo, hasta la llegada de Alejandro a Babilonia.» Pero aunque eso diga el parisién aludido, ningún pueblo tomó nunca un día por un año, por lo que debió decir a los caldeos: «Sois unos exagerados, y nuestros antepasados eran unos ignorantes. Las naciones están muy sujetas a multitud de revoluciones para poder conservar cálculos astronómicos desde cuatro mil setecientos treinta y seis siglos; y respecto al rey de los moros Atlas, nadie sabe en qué época vivió. Tan equivocado estaba Pitágoras pretendiendo haber sido gallo en tiempos anteriores, como vosotros vanagloriándoos de haber hecho tantas observaciones.» Pero lo más ridículo de esas cronologías fantásticas es computar todas las épocas de la vida de un hombre sin saber si ese hombre existió.

Langlet repite, tornándolo de otros autores, en su Compilación cronológica de la historia universal, que en la época de Abraham, seis años después de la muerte de Sara —y a quien no conocían los griegos—, Júpiter, a la edad de sesenta y dos años, empezó a remar en Tesalia; que su reinado duró otros sesenta años; que se casó con su hermana Juno; que se vio obligado a ceder las costas marítimas a su hermano Neptuno, y los titanes le hicieron la guerra. ¿Pera existió Júpiter? Por ahí es por donde debían haber empezado.

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