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HISTORIA
Historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como la fábula es la relación de los hechos que se tienen por falsos.
La historia de las opiniones no es mas que la recopilación de los errores humanos. La historia de las artes puede ser la más útil cuando reúne al conocimiento de la invención y del progreso de las artes la descripción de su mecanismo. La historia natural, que impropiamente se llama historia, no es mas que una parte esencial de la física. La historia de los acontecimientos se divide en sagrada y profana: la historia sagrada es la serie de operaciones divinas y milagrosas por medio de las que plugo a Dios dirigir a los pueblos antiguos de la nación judía, y poner hoy a prueba nuestra fe. Los primeros fundamentos de toda historia profana son los relatos que los padres hacen a sus hijos, que se transmiten de una generación a otra; en su origen no son mas que probables, cuando no se oponen al sentido común, y pierden un grado de probabilidad a cada generación que pasa. Con el transcurso del tiempo la fábula se abulta y la verdad se pierde: por eso los orígenes de todos los pueblos son absurdos. Por eso los egipcios fueron gobernados por los dioses durante muchos siglos; después por los semidioses, y luego tuvieron reyes durante once mil trescientos cuarenta años, y el sol en ese espacio de tiempo cambió cuatro veces de Oriente a Occidente.
Los fenicios del tiempo de Alejandro sostenían que estaban instalados en su país desde hacía treinta mil años, y esos ciento treinta mil años estaban tan llenos de prodigios como la cronología egipcia. Confieso que físicamente es posible que la Fenicia exista, no sólo treinta mil años, sino treinta millones de siglos, y que haya experimentado, como el resto del globo, treinta millones de revoluciones; pero no sabemos nada de todo esto.
Sabido es el ridículo maravilloso que campea en la historia antigua de los griegos. Los romanos, a pesar de su seriedad, también envolvieron en la fábula la historia de sus primeros siglos. Esa nación, que es tan reciente si la comparamos con las naciones asiáticas, ha pasado quinientos años sin historia: por eso no debe sorprendernos que Rómulo sea hijo de Marte, ni que tuviera por origen una loba, ni que con mil hombres que sacó de Roma peleara contra veinticinco mil combatientes sabinos, ni que en seguida se convirtiera en dios, ni que Tarquino el antiguo cortara una piedra con una navaja de afeitar, ni que una vestal con su cinturón sacase del mar un bajel.
Los primitivos anales de las naciones modernas no son menos fabulosos. Los sucesos prodigiosos e improbables deben referirse algunas veces, pero sólo como pruebas de la credulidad humana, porque pertenecen a la historia de las opiniones y a la de las tonterías, cuyo campo es demasiado inmenso.
II – De los monumentos
Para conocer con alguna certidumbre algo de la historia antigua, no hay más medio que averiguar si nos quedan de ella algunos monumentos incontestables. Tres de ellos conservamos escritos.
El primero es la colección de las observaciones astronómicas que se hicieron en Babilonia durante mil novecientos años seguidos, que Alejandro envió a Grecia. Esta recopilación, que se remonta a dos mil doscientos treinta y cuatro años anteriores a la era cristiana, prueba de un modo indudable que los babilónicos constituían un pueblo muchos siglos antes, porque las artes son obra del tiempo, y la pereza, que es natural en los hombres, los dejó durante millones de años sin saber mas que alimentarse, librarse de la intemperie y degollarse unos a otros. Que esto es verdad nos lo prueban los germanos y los ingleses de los tiempos de César, los tártaros actuales, los dos tercios de África y los pueblos que encontramos en América, exceptuando, respecto algunas cosas, los reinos del Perú y de Méjico y la República ,de Tlascala. Recordemos que en el Nuevo Mundo nadie sabía leer ni escribir.
El segundo monumento que conservamos es el eclipse central del sol que calcularon en la China dos mil ciento cincuenta y cinco años antes de la era vulgar, y que reconocieron que era exacto nuestros astrónomos. De los chinos debemos decir lo mismo que de los pueblos de Babilonia: indudablemente componían ya entonces vasto y civilizado Imperio. Lo que da la supremacía a los chinos sobre los demás pueblos del mundo es que ni sus leyes, ni sus costumbres, ni el idioma que hablan entre ellos los hombres de letras han cambiado desde hace cuatro mil años. Sin embargo, esta nación y la India, que son las más antiguas de las naciones que subsisten hoy, las que poseen territorios más hermosos y más vastos, las que inventaron casi todas las artes antes que nosotros conociéramos algunas, se han omitido hasta el siglo XVIII en las historias universales.
El tercer monumento que conservamos, que es muy inferior a los otros dos, subsiste en los mármoles de Arundel: en ellos está grabada la crónica de Atenas doscientos sesenta y tres años antes de la era cristiana; pero sólo se remonta hasta Cecrops, mil trescientos diez y nueve años más allá del tiempo que se grabó. He aquí las únicas épocas incontestables que podemos conocer en toda la antigüedad.
Fijémonos seriamente en dichos mármoles, que trajo de Grecia lord Arundel. Su crónica empieza mil quinientos ochenta y dos años antes de la era vulgar, que es hoy, en 1771, una antigüedad de 3.353 años, y no se encuentra en esa crónica ni un solo hecho contrario a la Naturaleza ni milagroso. Lo mismo sucede con las Olimpíadas, a las que no se puede aplicar el Græciœ mendax, la mentirosa Grecia, porque los griegos distinguían muy bien la historia de la fábula y los hechos reales de los cuentos de Herodoto; por eso en los asuntos serios sus oradores no empleaban en sus discursos los argumentos de los sofistas ni las imágenes de los poetas.
La fecha de la toma de Troya está especificada en dichos mármoles, pero en ellos nada se dice de las flechas de Apolo, ni del sacrificio de Ifigenia, ni de los combates ridículos de los dioses. La fecha de las invenciones de Triptolemo y de Ceres no se encuentra en ellos, ni llaman diosa a Ceres. Hacen mención de un poema referente al robo de Proserpina, pero no dicen que sea hija de Júpiter y de una diosa, ni que ella sea diosa de los infiernos. Refieren que Hércules fue iniciado en los misterios de Eleusis, pero no hablan de sus doce trabajos, ni de su viaje a África dentro de una taza, ni de su divinidad, ni del pez que le tragó y que le retuvo en el vientre tres días y tres noches, según dice Licofrón.
Criticamos estas fábulas de la mitología, y no tenemos en cuenta que en nuestra religión encontramos cosas no menos estupendas, como por ejemplo, el estandarte que bajó del cielo llevado por un ángel, que lo presentó a los frailes de San Dionisio; el pichón que llevó una botella de aceite a una iglesia de Reims; los dos ejércitos de serpientes que tuvieron una batalla campal en Alemania; el arzobispo de Maguncia que fue sitiado y comido por los ratones, etc., etc. El abate Lenglet compila esas y otras impertinencias, que repiten muchos libros, y de ese modo se ha instruido a la juventud, y todas esas simplezas han formado parte en la educación de los príncipes. |
La verdadera historia es reciente, y no debe sorprendernos no tener historia antigua profana más allá de unos cuatro mil años. Las revoluciones del globo, la larga y universal ignorancia del arte que transmite los hechos por medio de la escritura, son la causa de que esto suceda, y todavía este arte sólo fue conocido en un reducido número de naciones civilizadas, y en éstas de pocas personas. Eran muy pocos los franceses y los germanos que sabían escribir, y hasta el siglo XIV de nuestra era vulgar casi todos los actos se celebraban ante testigos. En Francia, hasta 1454, reinando Carlos VII, empezaron a conservar por escrito algunas costumbres de la nación. El arte de escribir era aún más raro entre los españoles, y en esto consiste que su historia sea muy incierta hasta los tiempos de los Reyes Católicos. Puede comprenderse que era fácil que se impusiera el reducido número de hombres que sabían escribir, haciendo creer los mayores absurdos.
Naciones hubo que subyugaron gran parte del mundo, sin conocer la escritura. Gengis-Khan conquistó gran parte de Asia a principios del siglo XIII, pero esto no lo hemos sabido por él ni por los tártaros; los chinos escribieron su historia, que tradujo el padre Guabil, en la que se dice que los tártaros no sabían escribir. Mucho menos debió saber el escita Oguskan, a quien llamaron Madías los persas y los griegos, que conquistó parte de Europa y de Asia muchísimos años antes del reinado de Ciro.
Conservamos monumentos de otra clase, que sólo sirven para atestiguar la remota antigüedad de ciertos pueblos, y que son anteriores a las épocas conocidas y a los libros; estos monumentos son prodigios de la arquitectura, como las pirámides y como los palacios de Egipto, que resisten el transcurso de los siglos. Herodoto, que vivía hace dos mil doscientos años, y que vio esos monumentos, no pudo conseguir que los sacerdotes egipcios le dijeran en qué época se habían construido, porque lo ignoraban.
Calcúlase que la más antigua de las pirámides cuenta cuatro mil años de existencia; pero además hay que hacerse cargo de que esos esfuerzos que hizo la ostentación de los reyes no pudieron empezar a realizarse hasta mucho después de la fundación de las ciudades, y para construir ciudades en un país que se inunda todos los años, repetiremos sin cesar que son precisos antes costosísimos trabajos para hacer los terrenos inaccesibles a las inundaciones, y antes de realizar una empresa tan necesaria fue indispensable que los pueblos se proporcionaran asilos retirados y seguros durante la crecida del Nilo, entre los enormes peñascos que forman dos cadenas a derecha e izquierda del río. Fue indispensable, además, que esos pueblos reunidos poseyeran instrumentos a propósito para el trabajo, conocieran la arquitectura, tuvieran leyes y estuvieran dotados de cierta civilización. Todo eso exige prodigiosa cantidad de años. Por lo costosas y largas que son las empresas más necesarias que hoy acometemos y por lo difícil que es hoy hacer grandes cosas, podemos comprender que los antiguos no sólo debieron estar dotados de infatigable constancia, sino que debieron ver transcurrir muchas generaciones igualmente tercas para edificar semejantes monumentos.
Sin embargo, sean Menes, Tant, Cheops o Ramsés los que consiguieron elevar una o dos de esas prodigiosas masas, no por eso conoceremos mejor la historia del Egipto antiguo, porque su lengua se ha perdido. Sólo podemos saber que antes de los más antiguos historiadores había materiales en Egipto para escribir una historia más remota.
III
No sólo cada pueblo inventó su origen, sino que inventó el origen del mundo entero.
Si hemos de creer a Sanchoniathon, comenzó el mundo por un aire espeso que el viento enrareció; el deseo y el amor nacieron entonces, y la unión del deseo y del amor produjo los animales. Los astros aparecieron en seguida, pero únicamente para adornar el cielo y para regocijar la vista de los animales que estaban en la tierra. El Knef de los egipcios, sus Osiris y su Isis no son menos ingeniosos ni menos ridículos. Los griegos embellecieron todas esas ficciones; Ovidio las recogió, adornándolas con los encantos de la más hermosa poesía.
Desde el precioso momento de la formación del hombre hasta los tiempos de las Olimpiadas, todo está sumergido en perfecta oscuridad. Herodoto se presenta en los juegos olímpicos y refiere cuentos a los griegos reunidos allí, como los refiere una vieja a los niños. Empieza por decir que los fenicios navegaron desde el mar Rojo hasta el Mediterráneo, lo que supone que doblaron el cabo de Buena Esperanza y dieron la vuelta al África. Luego cuenta el rapto de Io, la fábula de Giges y de Candaulo, interesantes historias de ladrones, y la de la hija del rey de Egipto Cheops, que exigiendo una piedra de talla a cada uno de los amantes de su hija, tuvo bastantes materiales para fabricar una de las más hermosas pirámides. Añadid a cuentos de esa especie los oráculos, los prodigios y los servicios de los sacerdotes, y tendréis la historia antigua del género humano.
Los primitivos tiempos de la Iglesia romana parecen escritos por otros Herodotos; los que luego nos vencieron y nos legislaron entonces sólo sabían contar los años poniendo clavos en las paredes, que clavaba su gran pontífice. El gran Rómulo, rey de una aldea, es hijo del dios Marte y de una mujerzuela que iba con el cántaro a traer agua. Tiene por padre a un dios, una ramera por madre y una loba por nodriza. Un escudo cae del cielo expresamente para Numa. Se encuentran los hermosos libros de las sibilas. Un augur corta un guijarro con una navaja de afeitar por permisión de los dioses. Una Vestal saca un buque encallado, arrastrándole con su cinturón. Cástor y Pólux van a pelear con los romanos, y la huella de los pies de sus caballos queda impresa en las piedras. Los galos ultramontanos saquean Roma, y nos dicen que los gansos los expulsaron de allí; otros que se llevaron mucho oro y mucha plata; pero es muy probable que en aquellos tiempos hubiera en Italia menos dinero que gansos. Los franceses hemos imitado a los primitivos historiadores romanos en la afición que tenían a las fábulas: tenemos el oriflama que nos trajo un ángel y la santa ampolla que nos trajo un pichón.
Hay quien supone que la fábula del sacrificio de Ifigenia está tomada de la historia de Jefté, que el diluvio de Deucalión es una imitación del diluvio de Noé, que la aventura de Filemón y de Baucis está tomada de la de Lot y de su mujer. Los judíos confiesan que no tenían trato alguno con los extranjeros; que los griegos no conocieron sus libros hasta que fueron traducidos por mandato de un Ptolomeo; pero los judíos fueron mucho tiempo antes corredores y usureros entre los griegos de Alejandría. Nunca los griegos fueron a Jerusalén a vender ropa vieja; y ningún pueblo imitó a los judíos; por el contrario, éstos tomaron mucho de los babilónicos, de los egipcios y de los griegos.
Todas las antigüedades judaicas son sagradas para nosotros, a pesar del odio y del desprecio que nos inspira ese pueblo; nuestra razón no las cree, pero la fe nos somete a ellas. Existen unos ochenta sistemas respecto a la cronología del pueblo judío y muchos modos de explicar los sucesos de su historia; no sabemos cuál es el verdadero, pero les reservamos nuestra fe para cuando llegue a descubrirse.
Hay tantas cosas que creer de ese pueblo, que ha agotado nuestra creencia y no nos queda ya para creer en los prodigios de la historia de otras naciones. Inútilmente se cansa Rollin en repetir los oráculos de Apolo y las maravillas de Semíramis; inútilmente se cansa en transmitir todo lo que se ha dicho sobre la justicia de los antiguos escitas, que saquearon muchas veces el Asia y que se comían hombres cuando se les presentaba la ocasión, porque no encontrará quien lo crea.
Lo que más me admira en los compiladores modernos es la sabiduría y la buena fe con que prueban que todo lo que antiguamente sucedió en los mayores Imperios del mundo, sólo sucedió para enseñar a los habitantes de la Palestina. Si los reyes de Babilonia en sus conquistas caen al pasar sobre el pueblo hebreo, es únicamente para corregir de sus pecados a ese pueblo. Si el rey Ciro se apodera de Babilonia, no es mas que para dar a algunos judíos permiso para regresar a su patria. Si Alejandro vence a Darío, lo vence para que se establezcan ropavejeros judíos en Alejandría. Cuando los romanos agregan la Siria a sus vastos dominios y engloban en ella el pequeño país de la Judea, lo hacen también para enseñar a los judíos; los árabes y los turcos sólo aparecen para corregir a ese pueblo mimado, que debemos confesar tuvo excelente educación; ningún pueblo presenta tantos preceptores como él; véase, pues, cómo la historia es útil.
Pero es más instructiva todavía la justicia exacta que hicieron siempre los clérigos a todos los príncipes que no los tenían contentos. Con imparcial candor, San Gregario Nacianceno juzga al emperador Juliano el Filósofo: declara que este príncipe, que no creía en el diablo, tenía con el diablo secreto comercio, y que un día que se le aparecieron los demonios echando llamas y con caras repugnantes, los hizo huir haciendo inadvertidamente los signos de la cruz. Le llama «furioso» y «miserable», y asegura que inmolaba todas las noches dentro de unas cuevas varios mancebos y varias doncellas. De este modo habla un santo del más clemente de los hombres, que jamás se vengó de las invectivas que durante su reinado profirió contra él ese mismo Gregorio.
El método hábil de justificar las calumnias que se lanzan contra el inocente consiste en hacer la apología del culpable; de este modo todo queda compensado, y éste es el método que adoptó San Gregorio. El emperador Constancio, tío y predecesor de Juliano, al ascender al Imperio asesinó a Julio, hermano de su madre, y a sus dos hijos, los tres declarados augustos; este método lo heredó de su abuelo Constantino, y en seguida mandó asesinar a Galo, hermano de Juliano. Tan cruel como con su familia fue con el Imperio; pero era devoto, y en la batalla decisiva que empeñó contra Magnense, estuvo rezando a Dios en una iglesia todo el tiempo que duró la pelea de los dos ejércitos enemigos. Pues de ese hombre hace el panegírico San Gregorio. Si los santos faltan de ese modo a la verdad, ¿qué debemos esperar de los profanos, si además de profanos son ignorantes, apasionados y supersticiosos?
IV – Del método, del modo de escribir la Historia y del estilo
Se ha escrito tanto sobre esta materia, que queda muy poco por decir. Sabemos que el método y el estilo de Tito Livio, su gravedad, su discreta elocuencia, son a propósito para la majestad de la República romana; que Tácito es muy apto para describir a los tiranos; Polibio para dar lecciones de guerra; Dionisio de Halicarnaso para descubrir las antigüedades. Pero aunque se tome por modelos a esos grandes maestros, tenemos hoy que sostener carga más pesada que sostuvieron ellos. Se exige a los historiadores modernos mayores detalles, hechos comprobados, fechas exactas, mayor estudio de los usos, de las costumbres y de las leyes, del comercio, de la hacienda, de la agricultura y de la población; sucede con la Historia como con las matemáticas y con la física: su carrera se ha acrecentado prodigiosamente.
Daniel se creyó ser historiador porque transcribió fechas y relaciones de batallas que nada significan, en vez de enseñarnos los derechos de la nación y de sus principales corporaciones, las leyes, los usos y las costumbres, haciéndonos ver cómo han cambiado. La nación francesa tiene derecho a decirle: «Os pido que escribáis mi historia en vez de la de Luis el Gordo y la de Luis el Terco. Sacáis de una antiquísima crónica que viéndose atacado Luis VIII de una enfermedad mortal, quedó de tal modo extenuado, que los médicos le ordenaron que se acostara con una joven hermosa para que de ese modo pudiera recobrar el vigor y la salud perdidos, y que el santo rey rechazó indignado semejante villanía. Sin duda no sabíais el proverbio italiano Donna ignuda manda l’ uomo sotto la terra. Debíais saber más historia política y más historia natural, porque podemos exigir que la historia de un país extranjero no se haga en el mismo molde que la historia de vuestra patria. Si escribís la historia de Francia, no estáis obligado a describir el curso del Sena ni el del Loira; pero si escribís para el público las conquistas de los portugueses en Asia, se os debe exigir la topografía de los países descubiertos. Debéis guiar a vuestros lectores, conduciéndolos de la mano por toda el África y por las costas de la Persia y de la India, y se os puede exigir que nos enteréis de los usos, de las costumbres y de las leyes de esas naciones que son nuevas para Europa.»
Tenemos varias historias referentes a la instalación de los portugueses en las Indias; pero ninguna de ellas nos da a conocer los diferentes gobiernos de aquel país, sus religiones, sus antigüedades, los brahmanes, los discípulos de San Juan, los guebros ni los bonianos. Únicamente conservamos las cartas que escribieron Javier y sus sucesores, y se han publicado historias de la India escritas en París, fundadas en los datos que proporcionaron los misioneros que no conocían el idioma de los brahmanes. Se nos ha referido hasta la saciedad en cien escritos que los indios adoraban al diablo. Los limosneros de una compañía de comerciantes se dirigen a aquel país con esta preocupación, y en cuanto ven figuras simbólicas en las costas de Coromandel, se apresuran a escribir que son retratos del diablo, que han llegado a su Imperio y que van a pelear contra él. Ni siquiera sospechan que nosotros somos los que adoramos al diablo Mammón, que vamos a consagrarle nuestros votos a seis mil leguas de nuestra patria para ganar dinero.
En cuanto a los escritores que en París se ponen a sueldo de un librero de la calle de San Jacobo, y éste les encarga que confeccionen la historia del Japón, del Canadá o de las islas Canarias, extractadas de las memorias de algunos capuchinos, no tengo nada que decirles. Basta con saber que el método conveniente que debe adoptarse para escribir la historia de cada país no es a propósito para describir los descubrimientos del Nuevo Mundo, que no debe escribirse de una ciudad pequeña como de un Imperio vasto, ni la historia privada de un príncipe como la de Francia o la de Inglaterra. Estas reglas son bastante conocidas. Pero el arte de escribir la Historia será siempre muy raro. Todo el mundo sabe que para poseerlo se necesita tener estilo grave, castizo y variado. En la Historia, como en los bellas artes, se pueden establecer muchísimos preceptos, pero siempre habrá pocos artistas eminentes.
V – Historia de los reyes judíos y de los Paralipómenos
Todos los pueblos escribieron su historia en cuanto supieron escribirla, y eso sucedió a los judíos. Antes de conocer el gobierno de los reyes, se regían por una teocracia, y se ha supuesto siempre que los gobernaba el mismo Dios. Cuando quisieron sujetarse al dominio de los reyes, como los demás pueblos de las cercanías, el profeta Samuel, interesándose por que no tuvieran gobierno monárquico, les hizo saber de parte de Dios que era al mismo Dios a quien ellos rechazaban; de ese modo la teocracia concluyó para los judíos cuando empezó la monarquía.
Puede decirse, sin cometer una blasfemia, que la historia de los reyes judíos se escribió como la de los demás pueblos, y que Dios no se tornó el trabajo de dictar la historia de un pueblo que ya no gobernara. Sólo aventuro esta opinión con extrema desconfianza, aunque parece que la confirmen los Paralipómenos, que contradicen con frecuencia el Libro de los Reyes en la cronología y en los hechos, así como los historiadores profanos se contradicen algunas veces. Además, si Dios escribió siempre la historia de los judíos, debemos creer que la escribe todavía, porque los judíos fueron siempre su pueblo predilecto. Deben convertirse un día, y parece que entonces tendrán derecho a considerar la historia de su dispersión como sagrada, así como también tienen derecho para decir que Dios escribió la historia de sus reyes.
Podemos también hacer la siguiente reflexión: habiendo sido Dios su único rey durante mucho tiempo, y además su historiador, los judíos deben inspiramos el más profundo respeto. No debe haber ropavejero judío que no esté muy por encima de César y de Alejandro. ¿Cómo no hemos de prosternarnos ante un miserable ropavejero que nos prueba que escribió la misma Divinidad la historia de su pueblo, cuando la historia griega y la historia romana nos la han transmitido escritores profanos?
Si el estilo del Libro de los Reyes y de los Paralipómenos es divino, debe creerse que los hechos referidos en esas historias sean también divinos. David asesina a Urías; Isboseth y Mifisboseth mueren asesinados; Absalón asesina a Ammón; Joab asesina a Absalón; Salomón asesina a su hermano Adonías; Baasa asesina a Nadab; Zambrí asesina a Ela; Amrí asesina a Zambrí; Acab asesina a Nabath; Jehu asesina a Acab y a Joram; los habitantes de Jerusalén asesinan a Amasías; Sellum asesina a Zacarías; Manahem asesina a Sellum: Faceo, hijo de Romelí, asesina a Faceia, hijo de Manahem; Oseo, hijo de Ela, asesina a Faceo, hijo de Romelí; y paso en silencio otros muchos asesinatos insignificantes. Preciso es confesar que si el Espíritu Santo escribió esa historia, no escogió un asunto muy edificante.