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VERDAD
«Pilatos dijo entonces: «¿Luego sois rey?» Jesús le respondió: «Como vos decís, y por eso nací y vine al mundo, para dar este testimonio de verdad, y todos los hombres que aman la verdad oyen mi voz.» Pilatos le replicó: «¿Qué es la verdad?», y después de decir esto, salió», etc. (San Juan, capítulo XVIII).
Es una lástima para el género humano que Pilatos se fuera sin esperar la contestación de Jesús, porque si hubiera tenido paciencia sabríamos lo que es la verdad. Se conoce que Pilatos era poco curioso. El acusado que compareció ante él le dijo que era rey y que había nacido para serlo, y Pilotos ni siquiera quiso enterarse de cómo semejante cosa podía ser. Era el juez supremo que nombró el César, contaba con la supremacía de la espada, y tenía el deber de haber profundizado el sentido de dichas palabras; debió haber dicho al acusado: «Explicadme qué es lo que entendéis por ser rey y por qué habéis nacido para serlo y para dar testimonio de la verdad. Dícese que ésta llega difícilmente hasta los oídos de los monarcas, y hasta a mí, que soy juez, me costó mucho trabajo descubrirla. Enteradme mientras vuestros enemigos se desatan contra vos fuera de ese recinto, y me prestaréis el mayor servicio que puede prestarse al juez; prefiero conocer la verdad que conceder la petición tumultuosa de los judíos, que desean que os quite la vida.»
Indudablemente no nos atrevemos a averiguar lo que el autor de todas las verdades hubiera dicho a Pilatos. Quizás hubiera dicho: «La verdad es una palabra abstracta que la mayoría de los hombres usan con indiferencia en sus libros y en sus fallos por equivocación o por mentir.» Esta definición ha convencido a todos los inventores de sistemas; de este modo la palabra «sabiduría» se toma con frecuencia por locura y la palabra «ingenio» por tontería.
Definimos la verdad humanamente hablando, esperando otra definición mejor, «lo que se anuncia tal como es».
Supongo que en seis meses hubieran querido enseñar a Pilatos las verdades de la lógica, y en ese caso hubiera propuesto sin duda este silogismo terminante: «No se debe privar de la vida al hombre que predica una moral pura; el acusado, según la declaración de sus mismos enemigos, predica siempre una moral excelente; luego no se le debe castigar con la última pena..»
También hubiera podido deducir este otro argumento: «Es deber mío evitar los atropellos del pueblo sedicioso para pedir la muerte de un hombre sin motivo y sin forma jurídica; así han obrado los judíos en esta ocasión; luego yo debo disolverlos y enviarlos o a las prisiones o a su casa.»
Suponemos que Pilatos sabía aritmética, y por eso no nos ocuparemos de esta clase de verdades. Respecto a las verdades matemáticas, creo que debía haber estudiado tres años lo menos para poder enterarse de la geometría trascendental. Para conocer las verdades de la física hubiera necesitado lo menos cuatro años. Generalmente consumimos seis en estudiar la teología, pero yo creo que Pilatos necesitaría doce, teniendo en cuenta que era pagano y que seis años no es un tiempo excesivo para desarraigar en él sus errores crónicos, y que necesitaría otros seis años para llegar a ser apto y ceñirse el birrete de la facultad. Si Pilatos hubiera tenido un cerebro bien organizado, en dos años hubiera podido aprender las verdades metafísicas, y como estas verdades por necesidad se relacionan con las verdades morales, estoy seguro de que en menos de nueve años Pilotos hubiera llegado a ser un verdadero sabio.
Encontrándose en dicha situación, le hubiera dicho a Pilatos: «Las verdades históricas sólo son probabilidades. Si peleasteis en la batalla de Filippos, es para vos una verdad que habéis conocido por intuición; pero para nosotros, que habitamos cerca del desierto de Siria, no es mas que una cosa muy probable que sabemos porque lo hemos oído decir. «¿Cuántas veces necesitamos haberlo oído decir para formarnos una persuasión igual a la del hombre que, habiendo visto la cosa de que tratamos, puede jactarse de tener certidumbre de ella?» El que oyó decir la misma cosa a doce mil testigos oculares, no tiene mas que doce mil probabilidades, equivalentes a una gran probabilidad, que nunca puede igualar a la certidumbre.
«Si sólo sabéis la cosa de que se trata por uno de los testigos, haceos cuenta que no sabéis nada y que debéis dudar. Si el testigo murió, debéis dudar más todavía, porque nada podéis poner en claro. Si todos los testigos murieron, os encontráis en el mismo caso, y de generación en generación la duda aumenta, la probabilidad disminuye y muy pronto la probabilidad queda reducida a cero.»
II
De los grados de verdad por los que se juzga a los acusados
Podemos comparecer ante la justicia o por hechos o por palabras. Si comparecemos por hechos, es preciso que les conste a los jueces que son tan verdaderos como la pena a que condenan al culpable, porque si no tienen, pongo por caso, mas que veinte probabilidades contra él, estas veinte probabilidades no pueden equivaler a la certeza de su muerte; si el juez desea tener todas las probabilidades que necesita para estar seguro de que no hace derramar sangre inocente, es indispensable que éstas nazcan del testimonio unánime de los deponentes que no tengan ningún interés en declarar. Con este concurso de probabilidades constituirá una opinión decidida, que podrá servir de excusa a la sentencia; pero como el juez no tendrá nunca completa certeza, no podrá jactarse de conocer perfectamente la verdad; por consecuencia, debe inclinarse siempre más a la clemencia que al rigor. Si sólo se trata de hechos de los cuales no resulta ni mutilación ni muerte, es evidente que el juez no debe condenar ni a ser mutilado ni a morir al acusado.
Si sólo se trata de cuestión de palabras, es todavía más evidente que el juez no debe disponer que ahorquen a sus semejantes por el modo como movieron la lengua, porque todas las palabras del mundo se las lleva el aire, menos cuando las palabras excitan a cometer asesinatos, y es ridículo sentenciar a un hombre a muerte por decir esto o aquello. Poned en uno de los platillos de la balanza todas las palabras odiosas que se han dicho en el mundo, y en el otro platillo la sangre de un hombre, y es seguro que el platillo de la sangre pesará mucho más. El que compareció ante el juez acusado de haber proferido algunas palabras que sus enemigos tomaron en cierto sentido, todo lo más que merece es que el juez le dirija otras palabras, que él también puede tomar en el sentido que quiera. Pero condenar a un inocente al suplicio más cruel y más ignominioso por palabras que sus enemigos no comprenden, eso es demasiado bárbaro.