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Torre de Babel Ediciones

BLASFEMIA, persecución a los blasfemos – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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BLASFEMIA

Blasfemia - Diccionario Filosófico de VoltaireBlasfemia es una palabra griega que significa «ataque a la reputación». Esta palabra se encuentra en las obras de Demóstenes. De ella trae su origen, según dice Menage, la voz «vituperar». La frase blasfemia sólo la empleó la Iglesia griega para significar «injuria que se hace a Dios». Los romanos no emplearon nunca esa palabra, porque sin duda no creyeron que pudiera ofenderse el honor de Dios como se ofende el honor de los hombres.

Puede decirse que los sinónimos no existen. La palabra blasfemia no encierra en sí la idea de sacrilegio. Del hombre que tome el nombre de Dios, poniéndole por testigo en un arrebato de cólera y le injurie, puede decirse que es un blasfemador, pero no le llamaremos sacrílego. Hombre sacrílego es el que jura falso sobre los Evangelios, el que extiende su rapacidad hasta los objetos sagrados, el que destruye los altares, el que se moja las manos con la sangre de los sacerdotes.

Los grandes sacrilegios se han castigado siempre con la pena de muerte en todas las naciones, especialmente los sacrilegios en que hay efusión de sangre.

Nos parece oportuno observar en este artículo que el que es blasfemo en un país, es con frecuencia respetuoso en otra nación. Un comerciante de Tiro que desembarca en el puerto de Canope puede escandalizarse de ver que llevan allí en procesión, ceremoniosamente, una cebolla, un gato, un macho cabrío; puede apostrofar indecentemente a los falsos dioses Ishet, Oshireth y Horeth y volverles la cabeza en señal de desprecio, y no dignarse ponerse de rodillas al ver pasar procesionalmente las partes genitales de los hombres, de mayor tamaño que las naturales. Pudo muy bien manifestar su opinión durante la cena y entonar una canción, en la que los marineros tirios se burlen de los absurdos de los egipcios. La criada de la taberna pudo haberle oído, y su conciencia no permitirle que ocultara crimen tan enorme, y denunciar al culpable al primer shoen que encontró, llevando la imagen de la verdad en el pecho. El tribunal de los shoens sentencia al blasfemador a sufrir muerte cruel y le confisca el buque. Pues ese mismo comerciante era en Tiro uno de los personajes más religiosos de la Fenicia.

Numa observa que su horda de romanos constituye una colección de filibusteros latinos, que roban a derecha e izquierda todo lo que encuentran el paso, bueyes, carneros, volatería, mujeres. Les hace creer que en una caverna habló con la ninfa Egeria y que ésta le entregó leyes de parte de Júpiter. Los senadores le tratan de blasfemo y le amenazan con despeñarle desde la roca Tarpeya. Pero deseando crearse un partido numeroso, atrae con regalos a los senadores, que van con él a la gruta de la ninfa Egeria; ésta habla con ellos y los convierte, y ellos convierten al Senado y al pueblo. Desde entonces Numa ya no fue blasfemo; lo fueron los que dudaron de la existencia de la ninfa Egeria.

Es triste y lamentable que lo que resulta blasfemia en Roma, o en Nuestra Señora de Loreto, o en el recinto de los canónigos de San Jenaro, sea religiosidad en Londres, en Amsterdam, en Estocolmo, en Berlín y en Copenhague. Y es más triste todavía que en el mismo país, en la misma ciudad y en la misma calle, unos a otros se tengan recíprocamente por blasfemos. De los diez mil judíos que están establecidos en Roma, no hay uno solo que deje de creer que el Papa es el jefe de los blasfemos; y recíprocamente, los cien mil cristianos que habitan Roma (en vez de los dos millones de adoradores de Júpiter que habitaron dicha ciudad en los tiempos de Trajano) creen firmemente que los judíos se reúnen los sábados en sus sinagogas para blasfemar.

El fraile franciscano no tiene dificultad en llamar blasfemo al fraile dominico, que dice que la Santa Virgen nació con el pecado original, aunque los dominicos tienen una bula del Papa que les permite enseñar en sus conventos la concepción maculada, y además de esta bula la declaración expresa que les hizo Santo Tomás de Aquino.

El primitivo origen del cisma que hubo en las tres cuartas partes de la Suiza y en una parte de la Alemania baja fue una disputa que entablaron en la catedral de Francfort un franciscano, cuyo apellido ignoro, y un dominico, que se llamaba Vigán. Los dos estaban ebrios, según era costumbre en aquella época. El franciscano, que estaba predicando borracho, dio en su sermón gracias a Dios por no ser dominico y juró que era preciso exterminar a los blasfemos dominicos, que creían que la Virgen nació en pecado mortal, de cuyo pecado la libraron los méritos de su Hijo. El dominico, borracho, le increpó en voz alta de este modo: «Es mentira cuanto dices, y tú eres el que blasfemas.» Furioso el franciscano, baja del púlpito, y con un crucifijo de hierro grande que tenía en la mano le machaca la cabeza al adversario, dejándolo moribundo.

Por vengarse de este ultraje, los dominicos hicieron muchos milagros en Alemania y en Suecia, creyendo probar con ellos la fortaleza de su fe. Por fin encontraron el medio de que apareciera en Berna con las llagas de Nuestro Señor Jesucristo uno de los hermanos legos, que se llamaba Jetser. La misma Santa Virgen le hizo esa operación, pero fue sirviéndose de la mano del superior, que se disfrazó con traje de mujer y rodeó su cabeza de una aureola. El desgraciado hermano lego, chorreando sangre, fue expuesto en el altar de los dominicos de Berna a la veneración del pueblo, gritando con todos sus pulmones: «¡Muera el asesino, muera el sacrílego», y los frailes, para que se calmara, le dieron en seguida la comunión con una hostia bañada de solimán corrosivo; pero el exceso de su irritación le indujo a rechazar la hostia. Al presenciar ese acto, los frailes, indignados, le acusaron de haber cometido horrible sacrilegio ante el obispo de Lausana, y los habitantes de Berna, indignados también, acusaron a los frailes y consiguieron que cuatro de ellos fueran quemados en la hoguera, en aquella misma ciudad, el 31 de mayo de 1509. Así terminó la abominable historia, que decidió a los habitantes de Berna a elegir otra religión que es falsa para los católicos, pero que consiguió librarles de los franciscanos y de los dominicos.

Es increíble la multitud de sacrilegios semejantes a éste, promovidos por el espíritu de partido. Los jesuitas sostuvieron durante cien años que los jansenistas eran blasfemos, y lo probaron por medio de las órdenes secretas que contra ellos se dictaron, y los jansenistas les respondieron escribiendo más de cuatro mil volúmenes para probar que los jesuitas eran los que blasfemaban.

Es idea digna de notarse, por lo consoladora, que en ningún país del mundo, ni aun entre los idólatras más locos, se haya considerado blasfemó a ningún hombre por reconocer la existencia de un Dios Supremo, Eterno y Todopoderoso. No cabe duda de que no hicieron beber a Sócrates la cicuta por reconocer esta verdad, porque el dogma de un Dios Supremo se había ya anunciado en los misterios de la Grecia. A Sócrates le perdieron sus enemigos; le acusaron de que no quería reconocer a los dioses menores, y por eso sólo le trataron de blasfemo. Por la misma razón acusaron de blasfemos a los primeros cristianos. Pero los partidarios de la antigua religión del Imperio, esto es, los adoradores de Júpiter, que acusaron de blasfemos a los primeros cristianos, andando el tiempo fueron también acusados del mismo delito, durante el reinado de Teodosio II.

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