CARÁCTER, la personalidad (filosofía: psicología filosófica)
CARÁCTER
Filosofía. El carácter de un individuo, dice el Dr. Bourdet (V. E. Bourdet, Des Maladies du caractère), «es el aspecto activo en que aparece su organismo cerebral con más importancia y consistencia, es la expresión escrita en los actos del individuo de sus cualidades funcionales.» Condensa o sintetiza el carácter lo genérico de cada ser en sus rasgos y particularidades individualísimos, y representa el contacto del espíritu colectivo con el individual y las influencias recíprocas de ambos (V. ALMA); así se observa que el génesis, desarrollo y conservación del carácter del hombre, sus buenas cualidades y sus vicios, dependen, en proporciones variables, de su iniciativa propia a la par que de los sedimentos que en su naturaleza depositan la educación, la familia y la sociedad. En la conciencia de la propia personalidad (V. PERSONA) se suman y conciertan la iniciativa del individuo y la resultante social, dentro de la cual vive el primero. Que en las sinuosidades y tribulaciones de la vida se ofrecen luchas continuas entre ambos factores es cierto, ciertísimo; pero no lo es menos que estas luchas se libran siempre dentro de la personalidad, cuyo concepto se agranda, distinguiéndose del individuo a la par que se limita su posible presunción satánica, cuando se le pone por aditamento necesario para su formación el medio social en que se desarrolla y manifiesta.
Si la personalidad halla la legítima ponderación entre los dos elementos que la constituyen, obedece a la ley de la adaptación, sin renegar por ello del alcance que le concede la previsión con que puede producir su vida para que influya, con hora y sazón oportunas, en el sucesivo progreso del individuo y de la especie. Si por el contrario no encuentra el equilibrio que de consuno exigen la razón y la historia para la vida racional, lucha su energía contra la influencia absorbente del medio social con éxito bien distinto; pero el hecho de la lucha indica ya la existencia innegable de los dos factores a que venimos refiriendo el concepto de la personalidad, y dentro de ella el génesis del carácter. Señalar la cualidad originalísima y propia con que producen su vida los individuos, aun dado lo homogéneo de su condición, es mostrar en lo que consiste el carácter. Salvo diferencias de educación y cultura, todos los hombres cumplen el mismo fin, y para ello emplean los mismos medios; pero cada uso obra y vive de una manera especial y característica. Al lado de una semejanza y homogeneidad innegables, aparecen en la existencia humana infinitas diferencias de unos a otros individuos, sin que sea el primero repetición del segundo, sino mostrando cada cual, con la simplicidad de su condición, la más rica variedad, lo mismo en lo grande que en lo pequeño.
Constituyen el carácter elementos simplicísimos e idénticos para todos, y debe sin embargo su origen una combinación singularísima de estos mismos elementos; ocurre, por tanto, con el carácter, lo que acontece con la fisonomía. Si observamos las fisonomías humanas, compuestas de partes más que semejantes, casi iguales; si las comparamos entre sí, notamos que todas se diferencian y distinguen, y si algunas son algo parecidas (rasgos o aires de familia, que se dice), jamás llegan a una perfecta identidad, pues aunque los mismos elementos constituyen la fisonomía de todos los hombres, cada cual manifiesta en la suya una combinación variable en grado indefinido. Lo que es la fisonomía en el cuerpo, es el carácter en el alma. Es tan rítmica a veces tal correspondencia, que se inclina el pensamiento a inferir las cualidades del hombre interior por su aspecto exterior, señaladamente por el que revela en la faz. Exagerando la transcendencia de tales inducciones, se ha pretendido fundar una ciencia de la fisonomía en su correlación y paralelismo con el carácter (la fisiognómica). En esta consideración fundó sus trabajos sobre fisiognómica el célebre Lavater (estimando la cara espejo del alma), queriendo inducir atrevidamente del aspecto exterior de la fisonomía las condiciones morales de un sujeto (cara de santo, aspecto de malvado, etc. ); pero si es verdad aquella primera general consideración, no puede, sin embargo, servir grosso modo para conocer la realidad específica del espíritu, pues la fisonomía no puede reducirse sólo a la configuración o aspecto exterior del rostro, porque la estructura mecánica y externa del organismo, debida en gran parte a la ley de la adaptación, es insuficiente para llevar al conocimiento de las funciones anímicas, cuya base hay que referir en general a regiones totales del cuerpo y en ellas más a su conexión dinámica con todo el organismo que a su estructura exterior o posición mecánica (V. ALMA, localización de las facultades). Verdad es, como dice un pensador moderno (P. Mantegazza, La Physionomie et l’expresion des sentiments), que « encontramos en la fisonomía reunidos en un pequeño espacio, con los órganos de los cinco sentidos, nervios muy delicados y músculos bastante movibles para formar uno de los cuadros más expresivos de la naturaleza humana. Sin que hablemos, nuestro rostro expresa la alegría y el dolor, el amor y el odio, el desprecio y la adoración, la crueldad y la compasión… toda la vida multiforme que se desprende a cada momento del órgano supremo del cerebro.»
Pero por exactos que aspiren a ser los principios en que se apoye la fisiognómica, es menester no olvidar que el hombre puede rehacer sobre sí y dominar la expresión exterior para que no revele su condición interna, pues de otro modo no podría explicarse cómo van el héroe y el mártir gozosos a ofrecer su vida en holocausto de una idea, y cómo el hipócrita marcha a su fin, ocultando más cuidadosamente que el avaro sus tesoros, lo infame de sus intenciones con la falaz apariencia de su rostro. |
Antes que caer en violentas identificaciones, conviene declarar que se siente mejor que se conoce este quid indefinible que da origen al carácter, pues por algo reviste cuanto a él se refiere cierta cualidad sintética.
Es el carácter rasgo individual que escapa de la primera observación, imborrable por todo el decurso de la vida y genuinamente propio de cada hombre, como que constituye lo que pudiéramos llamar la fisonomía del alma, el rostro moral. En el carácter fructifican todos los elementos que contribuyen a la existencia humana; en el carácter tiene su participación la herencia, la tiene principalísima la educación, no carece de ella la iniciativa propia, el impulso individual, las influencias del medio social, todo aquello, en una palabra, que se combina en la síntesis humana: ¿qué extraño ha de ser, por tanto, que ofrezca dificultades discernir el contenido del carácter, aun formándole y ejercitándole nosotros mismos?
El que niega su carácter, el que es apóstata, niega su propia personalidad. Gravísimas son las inconsecuencias del carácter, porque son siempre debidas al sacrificio de toda la personalidad al egoísmo de una aspiración individual. Se inicia el carácter con lo más propio e ingénito en nuestra individualidad (predisposiciones y vocación interior), se desenvuelve con la dirección especial que imprimimos a todas nuestras facultades (tono y manera de ser), se manifiesta en el sello singularísimo y personal con que damos plasticidad y relieve a nuestra existencia, y por último, se conserva legítimamente con la fidelidad y exactitud que prestamos a las ideas madres a que debe su origen (la consecuencia en nuestra conducta). Así es que el arsenal donde tomamos materiales para formar nuestro carácter, la educación en que amamantamos nuestras almas puede y debe ser la misma para todos los hombres; pero cada cual se asimila de la educación y hace predominar en su vida aquellas condiciones que mejor se adaptan a la manera de ser, gustos instintivos y demás circunstancias que caracterizan su personalidad. Merced al carácter el hombre, que es igual todos los demás, produce la vida de un modo singularísimo y se convierte, más que en número indefinido del rebaño o de la especie, en individualidad del organismo social; supone, pues, el carácter el tránsito de la indefinición de lo uno a la determinación específica, relación semejante a la establecida por los gramáticos entre los artículos determinado e indeterminado. Lo desemejante en medio de la semejanza funda la oposición de los caracteres y con ella el vínculo de la amistad (V. AMISTAD).
Jamás estimamos a los hombres por los dones que llamamos naturales; siempre entendemos que la apreciación del mérito o demérito se ha de referir a las condiciones de carácter, a lo que cada cual pone individualmente para colaborar al cumplimiento de su destino. De esta suerte se explica cómo ante el juicio de la historia los grandes hombres son grandes caracteres. El carácter es la creación propia, dentro de la comunidad de nuestra naturaleza, del yo práctico como le denomina Hartmann (V. Hartmann, Phylosophie de l’inconscient), o expresión psicológica del organismo, según le define Ribot. Como el carácter se manifiesta más que en nada en la práctica de la vida, su completo desarrollo se debe principalmente a la relación dinámica que le presta la facultad que podemos llamar origen del carácter, la voluntad. Por tal razón ha podido decir Goethe que «el talento se forma silenciosamente merced al estudio, y el carácter en medio del torrente del mundo.»
Se constituye el carácter mediante la dirección que imprimen a nuestra vida las ideas y la cultura, mediante el impulso que la prestan nuestros sentimientos y afectos, y por último, en virtud de la intención que nos guía y el motivo que nos acompaña en nuestras obras: dados tales precedentes es fecundo el esfuerzo de la voluntad. Reformar y modificar nuestro carácter, corregir sus vicios, dar relieve y contraste a nuestra existencia, todo ello guiados por la virtud fecundante de las ideas morales y produciendo de modo específico la realidad de que todos participamos por igual, es la misión más noble del hombre en la vida, como que le hace libre; es la obra más meritoria, como que le eleva a la dignidad de ser moral. Con todos estos precedentes, jamás con propósitos abstractos o sueños utópicos, la voluntad, madre del carácter, reflejo de nuestra personalidad, expresión concreta y plástica del hombre interior, es el eco fiel de nuestras ideas y sentimientos, es la resultante de toda nuestra educación y cultura, y por último la imagen viva de la entelequia de Aristóteles (V. Bain, Logique du caractère, tom. II de la Logique deductive et inductive; y S. Smiles, Le Caractère, traducción del inglés, 1877).