CATOLICISMO, concepto e historia de la doctrina católica; sacramentos y dogmas católicos
CATOLICISMO
La doctrina llamada católica, es decir, la de la Iglesia latina, romana o de Occidente, fue formulada por última vez, para que no pudiese ser confundida con ninguna de las llamadas reformadas, en el concilio de Trento celebrado en el siglo XVI.
La palabra catolicismo es de origen moderno, y es lo más probable que comenzara a usarse en las controversias y discusiones por los enemigos de la Iglesia católica, que con esta palabra quisieron designar una secta, un partido, negando que la Iglesia católica sea única y universal. Debió esta palabra comenzar a usarse en sentido injurioso, tal y como por los adversarios de la Iglesia se han empleado las palabras papado, ultramontano, clericalismo y otras; mas con el transcurso del tiempo ha perdido esta voz su primitiva acepción, y ha venido a significar tanto como ciencia o doctrina de la religión católica romana.
Bossuet, a quien algunas veces se ha llamado Padre de la Iglesia, expuso la doctrina católica en una obra admirable por su claridad y método. Seguiremos a tan insigne escritor para hacer la exposición del catolicismo, y después nos servirá de guía para el mismo fin nuestro admirable y admirado Balmes.
El catolicismo reconoce o admite dos especies de culto religioso: uno de adoración, que la Iglesia rinde sólo a Dios, y un culto de honor, que rinde a los Santos, pero que debe referirse siempre a Dios. Como el protestantismo ha suprimido este último culto, es de imprescindible necesidad determinar en qué consiste y en qué se diferencia y distingue del culto de adoración. La adoración que, según la enseñanza católica, se debe a Dios, consiste principalmente en creer que es el Creador y Señor de todas las cosas, y en unirse a él con todas las potencias del alma, por la Fe, por la Esperanza y por la Caridad, como a Aquél que únicamente puede hacer nuestra felicidad, por la comunicación del bien infinito que es Él mismo. Esta adoración interior tiene sus señales exteriores, de entre las cuales la principal es el sacrificio de la misa, que no puede ser ofrecido sino a Dios, porque este sacrificio se estableció para hacer una confesión pública y una protesta solemne de la soberanía de Dios y de la dependencia absoluta de los católicos. Dios no es solamente el objeto único del culto de adoración; es el fin necesario del culto de honor que a los Santos se presta. «La Iglesia, dice Bossuet, al enseñarnos que es útil rogar a los Santos, nos enseña también a rogarles con ese espíritu de caridad, y según ese orden de sociedad paternal que nos mueve a pedir por nuestros prójimos vivos sobre la tierra; y el catecismo del concilio de Trento deduce de esta doctrina que, si la cualidad de mediador que da la Escritura a Jesucristo recibía algún prejuicio por la intercesión de los Santos que reinan con Dios, no recibiría menos por la intercesión de los fieles que viven con nosotros. Los Santos no conocen por sí mismos ni nuestras necesidades ni nuestros deseos, ni aun nuestras plegarias. La Iglesia nada ha dicho sobre los medios de que se vale Dios para hacérselos conocer; pero cualesquiera que sean estos medios, es justo reconocer que no concede a la criatura humana ninguno de los atributos de la Divinidad, como hacían los idólatras, puesto que no permite reconocer en ninguno de los Santos ningún grado de excelencia que no les venga de Dios, ni ninguna consideración ante sus ojos más que por su virtud, ni ninguna virtud que no sea un don de su gracia, ni ningún conocimiento de las cosas humanas que las que Él les comunique, ni ningún poder de asistirnos más que por sus oraciones, ni ninguna felicidad más que por una sumisión y una conformidad perfectas con la voluntad divina.
Como se ve, pues, por lo dicho hasta aquí, el culto de honor que se presta a los Santos no puede bajo ningún concepto ser considerado como una corrupción politeísta de la religión cristiana. El culto a las imágenes y a las reliquias de los Santos no puede ser asimilado en manera alguna a la idolatría. El concilio de Trento prohíbe expresamente: atribuir a las imágenes ninguna divinidad o virtud por la cual deban ser veneradas, ni pedirles ninguna gracia; quiere que todo honor se refiera a los originales que representan. He aquí en qué términos justifica Bossuet contra los protestantes el culto de las imágenes y de las reliquias: «Si los defensores de la religión que se pretende sea reformada, dice, quisieran comprender de qué manera la afección que sentimos por alguien se extiende, sin dividirse, a sus hijos, a sus amigos, y en seguida, por diversos grados, a lo que le representa, a lo que de él queda, a todo lo que lo renueva o trae a nuestra memoria; si concibiesen que el honor tiene un progreso semejante, puesto que el honor, en efecto, no es otra cosa que un amor mezclado de respeto y temor; en fin, si considerasen que todo el culto exterior de la Iglesia católica tiene su origen en Dios mismo y que a Él vuelve, no creerían jamás que este culto que Él sólo anima pueda excitar sus celos; verían, por el contrario, que si Dios, deseoso del amor de los hombres, nos considera como si nos dividiéramos entre Él y la criatura, cuando amamos a nuestro prójimo por amor a Él, este mismo Dios, aunque deseoso del respeto de sus fieles, no cree que dividan el culto que solamente a Él se debe cuando se honra y venera a aquéllos que Él mismo ha honrado y venerado.»
Antes de seguir adelante en la exposición de la doctrina católica que hace Bossuet, diremos lo que los teólogos entienden por catolicismo. El catolicismo es primeramente el completo y pleno reconocimiento de la autoridad fundada por Cristo en su Iglesia para todos los hombres y todos los tiempos, y la fe absoluta en todo lo que la Santa Madre Iglesia, fundada por Jesucristo, manda creer sin excepción y sin distinción, y sólo porque así lo cree y enseña la Iglesia. El catolicismo es el cristianismo en su universalidad y en su unidad; se aplica a todos los tiempos y lugares; enseña en todas partes y siempre la misma doctrina; posee y distribuye siempre y en todas partes mismos medios de salud; tiene la misma organización en todas las latitudes y en todos los siglos, mientras que las Iglesias separadas de la católica, aunque cristianas, enseñan, según sus distintas denominaciones y sus sistemas diferentes, ya tal error, ya tal otro, y se organizan de cien maneras distintas. El catolicismo es inmutable, es esencialmente la religión del porvenir, como de hecho es la del presente y ha sido del pasado. En esta inmutabilidad divina del Catolicismo descansan a la vez su fecundidad, su maravillosa vitalidad interior y exterior para el porvenir como en el tiempo pasado. El catolicismo se ha elevado como religión universal sobre todas las religiones particulares y nacionales, sobre el carácter efímero de los siglos que pasan, del tiempo que cambia. Y, a pesar, o más bien por esta universalidad viviente, poderosa e imperturbable, ha entrado en los detalles de la vida, en las particularidades de la existencia de los individuos y de los pueblos, y, traspasando lo que las nacionalidades tienen de limitado, lo que el espíritu del tiempo tiene de restringido, ha determinado, favorecido y cumplido el desenvolvimiento puro y normal de los individuos, de las tribus y de las naciones, ha penetrado en la vida silenciosa y en la caverna solitaria del pastor para ennoblecerla e iluminarla. Además de ser el catolicismo único y uno, es también consecuente consigo mismo. Una vez acordado el principio de la autoridad infalible de la Iglesia, ninguna objeción puede sostenerse contra el catolicismo, contra la doctrina, constitución y disciplina de la Iglesia: la unidad en el dogma, el culto de la lengua eclesiástica, el gobierno y la disciplina vienen a ser una cosa natural. El catolicismo concilia precisamente en sí, por su rigurosa consecuencia, lo que la religión tiene de sobrenatural y de racional; legisla, sin oprimir el libre examen, por la autoridad infalible y normal de la Iglesia; coordina en una admirable unidad la multiplicidad de la vida; une la claridad y la inocente serenidad de la vida y de la fe cristiana con la ciencia más profunda de las cosas divinas y con la santidad más oculta en Dios. Si para el hombre no hay sentimiento más vivo y más feliz que el de su propio ser, ni pensamiento más fecundo que el que expresa la certidumbre de su existencia, la convicción mas enérgica, la certidumbre más consoladora que puede experimentar inmediatamente después ésta es la del convencimiento de su catolicismo
Después de la teoría de los dos cultos, de honor y de adoración, corresponde ahora estudiar los dogmas de la justificación, de la satisfacción y de la comunión de los Santos. Todos los católicos creen que sus pecados les son perdonados por la misericordia divina, a causa de Jesucristo, según los mismos términos del concilio de Trento, que añade además: «somos justificados gratuitamente porque ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, sean las obras, pueden merecer esta gracia. La justicia de Jesucristo es no solamente imputada, sino actualmente comunicada a sus fieles por medio del Espíritu Santo, de manera que no solamente son reputados, sino hechos justos por su causa. El protestantismo no admite otro principio de justificación que la fe y la gracia; declara la fe y la gracia necesarias y las obras inútiles; la Iglesia católica enseña que la vida eterna debe ser propuesta u ofrecida a los hijos de Dios como una gracia, que misericordiosamente se les promete, por mediación de Nuestro Señor Jesucristo, y como una recompensa a sus buenas obras y méritos, en virtud de esta promesa. En estos términos se expresó el concilio de Trento, y, según sus enseñanzas, el dualismo fe y obras, gracia y libre albedrío, parece afirmado contra el protestantismo; pero, en realidad, examinando detenidamente la cuestión, se ve que el catolicismo se refiere siempre a la unidad gracia, temiendo, sin duda, que el orgullo humano no se excitase, por la creencia de un mérito presuntuoso.
La Iglesia católica enseña que todo el valor y mérito de las obras cristianas provienen de la gracia santificante, que se da gratuitamente a los fieles en nombre de Jesucristo: que si la cooperación de la voluntad a la gracia es necesaria para la salvación eterna, el libre albedrío nada puede hacer que no conduzca a la felicidad eterna en tanto cuanto es movido por el Espíritu Santo; que este divino Espíritu es quien hace en nosotros por su gracia todo el bien que hacemos; que la palabra mérito no significa otra cosa que el valor, el precio y la dignidad de esas obras que se ejecutan por la gracia; que la bondad de Jesucristo es tan grande para con los hombres que quiere que los dones que los hace sean sus méritos, y que corone en realidad sus dones al coronar sus méritos.
El catolicismo enseña que solamente Jesucristo, Dios y Hombre verdadero al mismo tiempo, era capaz por la infinita dignidad de su persona de ofrecer a Dios una satisfacción suficiente para nuestros pecados. Mas habiéndolos satisfecho superabundantemente, ha podido aplicarnos esta infinita satisfacción de dos maneras: o bien dándonos una entera absolución, sin reservar ninguna pena, o bien conmutando una pena mayor por otra menor, es decir, la pena eterna por una pena temporal. Como la primera manera es la más completa y más conforme a su infinita bondad; la emplea primeramente en el Sacramento del Bautismo, y se sirve también de la segunda manera por la remisión que ofrece a los bautizados que vuelven a caer en el pecado, viéndose obligado, en cierto modo, por la ingratitud de los que han abusado de sus primeros dones, a imponerles alguna pena temporal, aunque la eterna les sea remitida. Esta distinción de dos satisfacciones, una eterna y otra temporal, la niega el protestantismo que, considerando la primera como plena y absolutamente suficiente, no encuentra ninguna razón de ser ni ninguna utilidad a la segunda; pero, dice Bossuet: «seríamos injuriosos e ingratos para con el Salvador si osáramos disputarle la infinitud de su mérito bajo el pretexto de que, al perdonarnos el pecado de Adán, no nos descarga al mismo tiempo de todas sus consecuencias, dejándonos sujetos a la muerte y a tantas enfermedades materiales y espirituales como aquel pecado nos ha causado. Basta que Jesucristo haya pagado una vez el precio por el cual seremos algún día enteramente libres de todos los males que nos abruman; a nosotros corresponde recibir con humildad y con acción de gracias cada parte de su beneficio, considerando el progreso, en el cual le place adelantar nuestra libertad, según el orden que su infinita sabiduría ha establecido para nuestro bien y por una más clara manifestación de su bondad y de su justicia.»
Por una razón semejante no debemos encontrar extraño que Aquél que nos ha mostrado una tan gran facilidad en el bautismo, se presente más difícil para con nosotros después que hemos violado las santas promesas. Es justo, y aun es saludable para nosotros, que Dios, al remitirnos el pecado con la pena eterna que habíamos merecido, exija de nosotros alguna pena temporal, para retenernos en el deber por miedo a que, al salir demasiado prontamente de los lazos de la justicia, no nos abandonáramos a una temeraria confianza. |
Las penas llamadas canónicas impuestas por la Iglesia católica a los penitentes se fundan en la necesidad de la satisfacción temporal por obras satisfactorias. La Iglesia, que impone estas penas, puede dulcificarlas por consideración ya al fervor de los penitentes, ya por consideración a otras buenas obras que les prescribe, y de aquí las indulgencias. El concilio de Trento no exige que se crea sobre este asunto sino que el poder de concederlas ha sitio dado a la Iglesia por Jesucristo, que su uso es saludable, a lo cual añade que debe ser concedido con moderación siempre, por temor a que la disciplina eclesiástica no sea enervada por una excesiva facilidad.
El dogma de la satisfacción temporal nos conduce al del Purgatorio y a la distinción de consideración católica entre pecado venial y pecado mortal. Aquéllos que abandonan esta vida con la gracia y la caridad, pero merecedores sin embargo de penas que la justicia divina se ha reservado, las sufren en la otra vida en un lugar llamado Purgatorio. En este mismo lugar se expían los pecados veniales, llamados así porque no dan la muerte al alma y no son incompatibles con el estado de gracia.
Al dogma del Purgatorio se une la fe en la eficacia de las oraciones, de las limosnas y de los sacrificios ofrecidos por el alma de los fieles que murieron en la paz y en la comunión de la Iglesia. El protestantismo, que niega la satisfacción temporal, rechaza al mismo tiempo las indulgencias, la distinción entre pecado mortal y pecado venial, y la eficacia de las oraciones por los muertos; todas estas negaciones del protestantismo se encadenan y están íntimamente relacionadas, como las afirmaciones católicas a que se oponen.
Como la gracia que procede de Jesucristo es el origen de todos los méritos de los católicos, y por sí sola da valor a nuestras satisfacciones, se hace preciso comprender bien que éstas no son, después de todo, mas que una aplicación de la satisfacción de Nuestro Señor Jesucristo. «Esta misma consideración, dice Bossuet, debe apaciguar a los que se ofenden cuando decimos que a Dios le es tan agradable la caridad fraternal y la comunidad de los Santos, que con frecuencia Él mismo recibe las satisfacciones que nosotros le ofrecemos los unos por los otros. Parece, añade Bossuet, que esos señores no conciben cuánto todo lo que nosotros somos es de Dios, ni cuánto todas las consideraciones que su bondad le hace tener para los fieles, que son los miembros de Jesucristo, se relacionan necesariamente con ese divino Maestro. Mas cierto es que aquéllos que han leído y que han considerado que Dios mismo inspira a sus servidores el deseo de mortificarse por el ayuno, no solamente por sus pecados, sino por los pecados de todo el pueblo, no se extrañarán, si decimos que tocado por el placer que tiene de gratificar a sus amigos, acepta misericordiosamente el humilde sacrificio de sus mortificaciones voluntarias, en disminución de los castigos que preparaba a su pueblo, lo que demuestra que, satisfecho por los unos, quiere bien dulcificarse para con los otros, honrando por este medio a su Hijo Jesucristo en la comunión de sus miembros y en la sociedad de su cuerpo místico.»
Esta comunión o comunicación de los méritos entre los individuos de la Iglesia se basa en la teoría católica de las obras subrogatorias. Las obras subrogatorias de los Santos pueden servir para pagar las deudas temporales de los pecadores y dispensarles de las obras satisfactorias. Pero, ¿cómo los Santos pueden tener un excedente de méritos? Esto resulta de la distinción que hacen los teólogos entre el dominio del mérito obligado de las obras de justicia, y el del mérito espontáneo del sacrificio, de las obras de consejo y de perfección. El dominio de la obligación y de la justicia está determinado, limitado; el dominio de la espontaneidad moral y religiosa, del sacrificio, de la perfección, es indefinido, ilimitado. El hombre, en tanto cuanto debe conformar su voluntad a la voluntad de Dios, no sabría idealmente merecer más allá de su deber; pero la voluntad divina, en tanto que se manifiesta exteriormente, y, por decirlo así, jurídicamente, delante de la del hombre, en tanto toma la forma de mandatos especiales neta y positivamente determinados, no puede obligar más que en ciertos limites más allá de los cuales el mérito humano puede empíricamente elevarse.
Corresponde ahora tratar de los Sacramentos. En la doctrina católica los Sacramentos no son solamente signos sagrados que representan la gracia, ni sellos que la confirman, sino instrumentos del Espíritu Santo que sirven para darnos la gracia, y que la confieren en virtud de las palabras que se pronuncian y de la acción que se hace sobre nosotros al exterior, con tal de que nosotros no opongamos ningún obstáculo por nuestra mala disposición. El Sacramento obra, como dicen los teólogos, ex opere operato y no ex opere operantis; por una parte su acción no es, como enseña el protestantismo, el simple producto de las disposiciones subjetivas de aquél que lo recibe; por otra parte, es completamente independiente del estado moral de aquél que lo confiere. El catolicismo reconoce siete signos o ceremonias sagradas establecidas por Jesucristo como los medios ordinarios de la santificación y de la perfección de los fieles. Profesa que el Bautismo es absolutamente necesario a los niños, porque en su defecto no pueden suplirlo con actos de Fe, de Esperanza y de Caridad, ni por el deseo de recibir este Sacramento: que la imposición de las manos practicada por los Apóstoles para confirmar a los fieles contra las persecuciones, teniendo su principal efecto en la bajada del Espíritu Santo y en la infusión de sus dones, no podría ser irradiada del número de los Sacramentos, bajo el pretexto de que el Espíritu Santo no desciende más visiblemente entre nosotros; que los que se han sometido a la Iglesia, a la autoridad de la Iglesia por el Bautismo, y que después han violado las leyes del Evangelio, deben sufrir el juicio de la misma Iglesia en el tribunal de la Penitencia, en donde ejerce el poder que le está concedido de remitir y de retener los pecados; que los términos de la comisión que se da a los ministros de la Iglesia para absolver los pecados son tan generales, que no se puede reducirla a los pecados públicos; que el Espíritu Santo, estando unido a la Extremaunción, según testimonio de Santiago, la promesa expresa de la remisión de los pecados y del alivio del enfermo, nada falta a esta ceremonia para ser un verdadero Sacramento; que según las doctrinas del concilio de Trento, la curación del alma es la que es preciso alcanzar por medio de la Extremaunción, siendo el alivio del cuerpo concedido solamente por relación a la salvación eterna; que Jesucristo, habiendo reducido la sociedad matrimonial a dos personas, inmutable e indisolublemente unidas, y habiendo hecho de esta inseparable unión el signo de su unión eterna con la iglesia, debe comprenderse sin esfuerzo que el matrimonio de los fieles va acompañado del Espíritu Santo y de la gracia, y debe ser considerado entre los Sacramentos; que sucede lo mismo con la imposición de manos que reciben los ministros de las cosas santas, y, finalmente, que la presencia real y verdadera del cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía, está verdaderamente establecido por las palabras de la consagración, y que es preciso entender estas palabras según su significación literal.
Es preciso hacer notar que los protestantes reducen sus Sacramentos a signos y figuras, y se niegan a ver en ellos realidades sobrenaturales o instrumentos de gracia; así, pues, rechazan el dogma de la transubstanciación que se deriva naturalmente de la interpretación literal de las palabras: «Éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre.» La negación de la presencia real del cuerpo y del alma de Nuestro Señor Jesucristo les obliga a negar el sacrificio que la Iglesia católica reconoce en la Eucaristía. El sacrificio de la misa resulta de la distinción en el misterio de la Eucaristía de dos acciones: la consagración, por medio de la cual el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y la manducación, por la cual se participa de ella. La manducación es el Sacramento, la consagración es el sacrificio. En la consagración el cuerpo y la sangre están místicamente separados, porque Jesucristo ha dicho separadamente: «Éste es mi cuerpo; ésta es mi sangre», palabras que encierran una viva representación de la muerte violenta que Jesucristo sufrió por nosotros. Así, el Hijo de Dios baja al ara santa en virtud de estas palabras revestido de los signos que representan su muerte; esto es lo que opera la consagración y esta acción lleva consigo el reconocimiento de la soberanía de Dios, en tanto cuanto Jesucristo está allí presente y renueva y perpetúa en cierto modo la memoria de su obediencia hasta la hora de su muerte en la cruz, de tal manera y tan perfectamente, que nada falta para que sea un verdadero sacrificio. «Tal es, dice Bossuet, el sacrificio de los cristianos, infinitamente diferente del que se practicaba en la Ley, sacrificio espiritual, y digno de la nueva alianza, en el cual la víctima está presente sólo para la fe, en el que la cuchilla es la palabra que místicamente separa el cuerpo y sangre, en el que, por consiguiente, esta sangre no es derramada más que en misterio, y en el que la muerte no interviene más que por representación, sacrificio, sin embargo, muy verdadero, en cuanto Jesucristo está allí verdaderamente contenido y presentado a Dios bajo esta figura de muerte, pero sacrificio de conmemoración que, lejos de separar a los católicos, como objetan los protestantes, del sacrificio de la cruz, los acerca por todas esas circunstancias, puesto que no solamente a él se relaciona por completo, sino que, en efecto, no es y no subsiste sino por esa relación de la cual saca toda su virtud.»
Después de cuanto va dicho, resta, para exponer la doctrina de Bossuet sobre el catolicismo, decir lo que éste enseña respecto a la palabra divina y respecto a la autoridad de la Iglesia. Según la doctrina católica, la Escritura no contiene o encierra toda la revelación de Jesucristo; tiene necesidad de ser completada por la tradición. Habiendo Jesucristo fundado su Iglesia sobre la predicación, la palabra no escrita fue la primera regla del cristianismo; y, cuando se han reunido las Escrituras del Nuevo Testamento, esta palabra no ha perdido por eso su autoridad. Además, la canonicidad de las Escrituras no tiene otro fundamento que la autoridad de la Iglesia. En fin, la Escritura tiene necesidad de ser interpretada por una enseñanza que no pueda errar (así la autoridad y la infalibilidad de la Iglesia son necesarias), y para completar la enseñanza de la Escritura por la tradición, y para distinguir los libros canónicos de los que no lo son, y para resolver las diferencias que se presentan sobre materias de fe y sobre el sentido de las Escrituras. Sin esta autoridad no es posible jamás terminar ninguna duda de religión; la revelación llega a ser inútil; es como la ciencia entregada a las disputas de los hombres. Mientras haya disputas que dividan a los hombres, dice Bossuet, la Iglesia interpondrá su autoridad, y sus pastores, reunidos en Asamblea, dirán, según los Apóstoles: «Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros.» Y cuando la Iglesia haya hablado enseñará a sus hijos que no deben examinar de nuevo los artículos sobre los cuales ya se haya resuelto, sino que deben acatar y recibir humildemente sus decisiones. Así, después de haber leído en el Símbolo: «Creo en el Espíritu Santo,» añadimos: «según la Santa Iglesia católica,» por lo cual nos obligamos a reconocer una verdad infalible y perpetua en la Iglesia universal, puesto que esta misma Iglesia que creemos en todos los tiempos, cesaría de ser Iglesia si cesara de enseñar la verdad revelada de Dios.»
El Protestantismo niega a la vez la tradición, la autoridad de la Iglesia y la reglamentación de la fe; reconoce la inspiración de la Escritura, pero abandona su interpretación al sentido privado. Mientras que el catolicismo ve en la Iglesia una organización tradicional cuyo origen se remonta al tiempo de los Apóstoles y de Jesucristo, un gobierno de las conciencias, un poder espiritual, un tribunal de la fe, el protestantismo se ve obligado lógicamente a designar con el nombre de Iglesia una asociación libre, formada por individuos que están animados espontáneamente de los mismos sentimientos religiosos; en una palabra, el catolicismo es el socialismo autoritario aplicado a la religión, y el protestantismo es el individualismo. La Iglesia protestante no es, como todas las asociaciones libres, más que una colección, una suma de individuos, mientras que la Iglesia católica, como las naciones y las ciudades, es una realidad, un cuerpo distinto de los individuos que la constituyen, que recibe en su seno y que penetra con su espíritu. Bonstetten, en una obra llena de observaciones dignas de ser tenidas en cuenta, ha sostenido que el catolicismo era el cristianismo acomodado a los pueblos del Mediodía, y el protestantismo, el cristianismo de los pueblos del Norte. La imaginación viva, ardiente y fogosa de los hombres del Mediodía necesita, según Bonstetten, el brillo y la pompa en las ceremonias religiosas. Le ha sido necesaria una religión brillante, como la naturaleza en cuyo seno vive, una religión que hablara a los sentidos, que le presentara bajo imágenes simbólicas ideas que, desnudas, frías, sin la ayuda del arte, tendrían poco alcance para él y le dejarían sumido en la mayor de las indiferencias. El hombre del Norte, por el contrario, obligado por el rigor del clima a una vida pasada en gran parte en el interior de su hogar, dedícase a la reflexión; sus pasiones son menos vivas, sus emociones más contenidas y más dulces, las ideas abstractas le son más familiares, el culto que conviene a este estado de espíritu será naturalmente de una gran sencillez; el canto de un salmo, una plegaria recitada en alta voz, un discurso didáctico, bastarán para despertar el sentimiento religioso y excitar su piedad y devoción. Estas observaciones no dejan de tener su fuerza, pero, sin embargo, como hace notar Miguel Nicolás, se fijan demasiado en lo exterior, se refieren sólo a la parte externa, concediendo poca importancia a la interna. Lo que distingue y diferencia al protestantismo del catolicismo no es solamente el lujo y la pompa de las ceremonias del culto del segundo, y la simplicidad y sencillez del primero; la diferencia es más profunda: es, sobre todo, la libertad de conciencia, la libertad de examen, lo que separa el catolicismo del protestantismo. Lo que constituye la esencia del catolicismo no es tal o cual doctrina, como la transubstanciación, ni tal o cual práctica, como el sacrificio de la misa, por ejemplo, sino la autoridad de la Iglesia sobre cualquier punto de religión, sin que esta autoridad ni las decisiones que ella de sean discutibles, puesto que a la autoridad va unido el principio de la infalibilidad en materia de dogma, y la esencia del protestantismo o de la Reforma, tal como se produjo en el siglo XVI, es la negación de toda infalibilidad, de toda fe concebida como obediencia intelectual, esto es, la soberanía de la conciencia individual, el self government espiritual, pudiera llamarse la idea madre de la religión reformada, el individualismo más exagerado en contraposición con el socialismo religioso que en el catolicismo se halla.
Acaba de decirse que la autoridad de la Iglesia es la esencia del catolicismo; mas para someterse a una autoridad es preciso conocerla. Esta autoridad, que sobre todo y de todo decide sin error posible, no es la autoridad del cura, ni del obispo, ni de la parroquia, ni del cabildo, mas tampoco puede decirse que sea una autoridad anónima dispersada por la Iglesia entera; esto sería quitarle toda su eficacia. ¿En dónde está, pues? ¿Quién es el que la representa? ¿Quién es el que habla y decide, en último lugar, en nombre de la Iglesia? Bossuet, en su Exposición de la doctrina católica, guarda silencio sobre este punto, como si fuese secundario, como si se tratara de una cuestión de escuela, y muy fácil es ver que se trata de una cuestión fundamental; que si en esta expresión la infalibilidad de la Iglesia, el sentido de la palabra iglesia no está dogmáticamente determinada, hoy la autoridad infalible reside en el Papa según dogma. Véase INFALIBILIDAD.