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Torre de Babel Ediciones

CAUSAS FINALES en la Naturaleza. Finalismo y mecanicismo – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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CAUSAS FINALES

Causas finales - Diccionario Filosófico de VoltaireVirgilio dice en la Eneida: «Mens agitad molen el magno se corpore miscet»; que quiere decir: «El talento dirige el mundo, se mezcla con él y lo anima».

Virgilio tiene razón, y Baruch Spinoza, que no tenía la claridad del ingenio de Virgilio y vale menos que él, se vio obligado a reconocer una inteligencia que lo preside todo. En 1770 apareció un hombre superior a Spinoza bajo algunos aspectos, tan elocuente como es seco el judío holandés, menos metódico, pero mucho más claro; quizás tan geómetra como éste, pero sin afectar el paso ridículo de la geometría por un asunto metafísico y moral. Este hombre es el barón d’Holbach, autor de El sistema de la Naturaleza. Aconsejo a todos los que deseen instruirse y aprovecharse de la razón que lean este elocuente y peligroso pasaje de El sistema de la Naturaleza

«Se pretende que los animales nos suministran una prueba convincente de una causa poderosa de su existencia; se nos dice que el admirable acuerdo de todas sus partes, que se prestan unas a otras mutuo auxilio con el fin de llenar sus funciones y mantener su conjunto, nos da a entender que es obra de un artífice que reúne poder y sabiduría. No podemos dudar del poder de la Naturaleza. Produce todos los animales que existen con la ayuda de las combinaciones de la materia, que está continuamente en acción; la armonía entre las partes de que se componen los animales es una consecuencia de las leyes necesarias de su naturaleza y de su combinación. En cuanto cesa esa armonía, el animal se destruye necesariamente. Entonces, ¿para qué sirve la sabiduría, la inteligencia o la bondad de la supuesta causa a la que se hace el honor de atribuir la tan elogiada armonía? Esos animales maravillosos, que creen ser obra de un Dios inmutable, ¿no se alteran sin cesar y no acaban siempre por destruirse? ¿Dónde está la sabiduría, la bondad, la previsión, la inmutabilidad del obrero, que sólo parece que se ocupa en desarreglar y en romper los resortes de las máquinas que se tienen como obras maestras de su poder y de su habilidad? Si ese Dios no puede obrar de otro modo, no es libre ni poderoso; si cambia de voluntad, no es inmutable; si permite que las máquinas que dotó de sensibilidad sufran dolores, no es bondadoso; si no pudo conseguir que sus obras fueran más sólidas, carece de habilidad. Al ver que los animales, como las demás obras de la Divinidad, se destruyen, es preciso que deduzcamos o que todo lo que la Naturaleza hace es necesario y es una consecuencia de sus leyes, o que el obrero que la hace obrar carece de plan, de poder, de constancia, de habilidad y de bondad.

»El hombre, que se cree la obra maestra de la Divinidad, nos suministrará, mejor que las demás producciones de la Naturaleza, la prueba de la incapacidad o de la malicia de su supuesto autor (1). En ese ser sensible, inteligente, pensador, que se cree objeto constante de la predilección divina y que se forja a Dios por su propio modelo, no vemos mas que una máquina más móvil, más frágil, más fácil de desarreglarse por su grande complicación que la de los seres más groseros. Las bestias, que están desprovistas de nuestros conocimientos; las plantas, que vegetan; las piedras, que no sienten, bajo muchos aspectos son seres mucho más favorecidos que el hombre. Al menos están exentos de las penas del espíritu, de las torturas del pensamiento, de los pesares que nos devoran. ¿Quién no quisiera ser animal o piedra cuando recuerda la pérdida irreparable de un objeto amado? ¿No es preferible ser una masa inanimada a ser un supersticioso inquieto que pasa la vida temblando, uncido a la vida presente y esperando además infinitos tormentos en la vida futura? Los seres que están privados de sentimientos, vida, memoria y pensamiento, no se afligen nunca por la idea del pasado, del presente ni del porvenir; no se creen jamás en peligro de ser eternamente desgraciados por haber raciocinado mal, como los seres predilectos, que abrigan la pretensión de que el arquitecto del mundo construyó el universo para ellos.

»Que no nos digan, pues, que no podemos tener la idea de una obra sin tener la de su distinguido obrero. La «Naturaleza no es una obra». Existió siempre por sí misma; todo se produce en su seno; es un taller inmenso, provisto de materiales, que construye los instrumentos que le sirven para obrar. Todas sus obras son efectos de su energía y de los agentes o causas que ella crea, contiene y pone en acción. Elementos eternos, increados, indestructibles, siempre en movimiento, combinándose de diferentes modos, hacen nacer todos los seres y los fenómenos que vemos, todos los efectos buenos o malos que sentimos, el orden o el desorden, que sólo distinguimos por las diferentes maneras con que nos afectan, hacen nacer todas las maravillas que nos hacen meditar y razonar. Para esto, tales elementos sólo necesitan sus propiedades (ya particulares, ya reunidas), y el movimiento que les es esencial, sin que sea preciso recurrir a un obrero desconocido que las arregle y las combine, las conserve y las disuelva.

»Pero suponiendo por un instante que sea imposible concebir la formación del universo sin la intervención de un obrero que lo creara y que vele por su obra, ¿dónde colocaremos a ese obrero?, ¿fuera o dentro del universo?, ¿es materia o movimiento?, ¿o bien no es mas que el espacio, la nada o el vacío? En todos estos casos, no debe ser nada o debe estar contenido en la Naturaleza y sometido a sus leyes. Si está en la Naturaleza, sólo debe ser materia en movimiento, y debo deducir que el agente que la mueve es corporal y material, y por consecuencia está sujeto a disolverse. Si este agente está fuera de la Naturaleza, ya no puede tener ninguna idea del lugar que ocupa, ni de un ser inmaterial, ni de la manera como un espíritu sin extensión puede obrar sin la materia, de la que está separado. Esos espacios desconocidos que la imaginación ha colocado más allá del mundo visible no existen para un ser que apenas ve lo que tiene a sus pies (2); el poder ideal que habita en ellos sólo puede revestirse ante mi espíritu con los colores fantásticos que  mi imaginación combine a la ventura, pero que siempre se verá obligada a tomarlos del mundo que conoce. En este caso, no haré mas que reproducir en idea lo que realmente hayan apercibido mis sentidos, y el Dios que yo me esfuerzo en separar de la Naturaleza y en colocar fuera de su recinto entrará siempre en él necesariamente y contra mi voluntad.

»Insistiendo en defender esas teorías, se me objeta diciéndome que si presentáramos una estatua o un reloj a un salvaje que nunca hubiera visto ni una ni otra cosa, no podría dejar de reconocer que eran obras de un ser muy inteligente, más hábil y más industrioso que él, deduciendo de esto que nosotros nos vemos también obligados a reconocer que la máquina del universo, el hombre y los fenómenos de la Naturaleza son obra de un agente cuya inteligencia y poder sobrepujan a la inteligencia y al poder humano. A esto respondo que no podemos dudar que la Naturaleza sea muy poderosa. Admiramos su industria cuantas veces nos sorprenden los efectos trascendentales complicados y varios que encontramos en algunas de sus obras, que apenas nos tomamos el trabajo de meditar; sin embargo, ella no es nunca ni más ni menos industriosa en una de sus obras que en las demás. No comprendemos mejor cómo produce una piedra o un metal que cómo produce una cabeza tan bien organizada como la de Newton. Llamamos industrioso al hombre que sabe hacer lo que nosotros no sabemos. La Naturaleza puede hacerlo todo, y desde el momento en que una cosa existe, prueba que la pudo hacer. De modo que sólo con relación a nosotros mismos juzgamos industriosa a la Naturaleza, la comparamos entonces con nosotros mismos, y como gozamos de la cualidad llamada inteligencia, con cuya ayuda producimos obras en las que demostramos nuestra industria, deducimos de esto que las obras de la Naturaleza que más nos asombran no son obras suyas, sino debidas a un obrero inteligente como nosotros, cuya inteligencia ponemos al nivel del asombro que sus obras nos producen, es decir, que producen a nuestra debilidad y a nuestra propia ignorancia.»

He aquí la respuesta a esos argumentos en la sección siguiente, escrita mucho tiempo antes que El sistema de la Naturaleza

II

Todas las piezas que componen la máquina de este mundo parecen hechas unas para otras. Algunos filósofos se jactan de burlarse de las causas finales, que negaron Epicuro y Lucrecio. Paréceme, sin embargo, más justo que nos burlemos de Lucrecio y de Epicuro. Nos dicen que los ojos no se formaron para ver, pero que los hemos aprovechado para ese uso cuando nos dimos cuenta de que servían para eso. En su opinión, no estamos dotados de boca para hablar ni para comer, ni de estómago para digerir, ni de corazón para recibir la sangre de las venas y enviarla a las arterias, ni de pies para andar, ni de oídos para oír. Esos filósofos, sin embargo, confiesan que los sastres les hacen trajes para vestirse y los arquitectos casas para vivir, y se atreven a negar a la Naturaleza, a la inteligencia universal, lo que conceden a los obreros más insignificantes. No conviene, sin embargo, abusar de las causas finales. Inútilmente Epicuro, en el Espectáculo de la Naturaleza, sostiene que el Océano tiene mareas para impedir que los buques entren con más facilidad en los puertos y para impedir que el agua del mar se corrompa; en vano dirá que las piernas han sido creadas para llevar botas y la nariz para llevar anteojos; para poder asegurar el fin verdadero por el que una causa obra, se necesita que su efecto sea de todos los tiempos y de todos los lugares. No ha habido buques en todas las épocas ni en todos los mares; luego no puede decirse que el Océano haya sido creado para los buques. Es ridículo sostener que la Naturaleza haya obrado en todas las épocas ajustándose a las invenciones de nuestras artes arbitrarias, que todas han aparecido tarde en el mundo; pero es evidente que si las narices no han sido creadas para los anteojos, se han creado para que tenga asiento en ellas el sentido del olfato, y que existen narices desde que existen hombres. Cicerón, que dudaba de todo, no dudaba sin embargo de las causas finales.

Sobre todo, parece difícil que los órganos de la generación no estén destinados a perpetuar las especies. Su mecanismo es admirable y la sensación que la Naturaleza hace sentir a ese mecanismo es más admirable aún. Epicuro debía haber confesado que el placer es divino, y que ese placer es una causa final, que produce sin cesar seres sensibles que no han podido darse la sensación a sí mismos. Epicuro fue un grande hombre para la época en que nació. Vio lo que Descartes niega, lo que Gassendi afirma, lo que Newton demuestra: que no hay movimiento sin vacío. Concibió la necesidad de los átomos para que sirvieran de partes constituyentes a las especies invariables: esta idea es muy filosófica. Sobre todo no hay nada tan respetable como la moral de los verdaderos epicúreos: consistía en el alejamiento de los negocios públicos, que son incompatibles con la sabiduría y con la amistad, sin la cual la vida es una carga pesada. Pero el resto de la física de Epicuro me parece tan inadmisible como la materia estriada de Descartes. Me parece que es ponerse una venda en los ojos y otra en el entendimiento sostener que no existe ningún designio en la Naturaleza, y si existe designio, existe en él una causa inteligente, existe Dios.

Se nos presentan como objeción las irregularidades del globo: los volcanes, las llanuras movedizas de arena, algunas montañas sumergidas en los abismos y otras formadas por los terremotos. Pero porque se incendien los cubos de las ruedas de vuestra carroza, ¿puede deducirse que vuestra carroza no se construyó expresamente para transportaros de un sitio a otro?

 

La cadena de montañas que coronan los dos hemisferios y más de seiscientos ríos que fluyen hasta los mares; todos los arroyos que descienden de los depósitos de agua y que engruesan los ríos después de haber fertilizado los campos; los millares de fuentes que nacen del mismo manantial que abrevan a los animales y los vegetales; todo esto no parece que pueda ser efecto de un caso fortuito y de una declinación de átomos, como no deben serlo la retina que recibe los rayos de la luz, el cristalino que lo refracta, el yunque, el martillo, el estribo y el tambor de la oreja, que reciben los sonidos, la corriente de sangre en nuestras venas, la sístole y la diástole del corazón, todo ese balancín de la máquina que constituye la vida.

III

Sin embargo, objetan que si Dios ha hecho visiblemente una cosa con un fin determinado, debe haber hecho lo mismo con todas. Es ridículo admitir la Providencia en un caso y negarla en otros. Todo lo creado ha sido previsto; no hay ningún arreglo sin objeto, ningún efecto sin causa; luego todo es el resultado, el producto de una causa final. Luego puede decirse que las narices se han hecho para llevar anteojos y los dedos para llevar sortijas, como se puede decir que se han formado los oídos para oír los sonidos y los ojos para recibir la luz. De esta objeción sólo se deduce que todo es efecto, próximo o lejano, de una causa final general; que todo es consecuencia de las leyes eternas.

Las piedras no constituyen edificios en todos los sitios ni en todos los tiempos; todas las narices no gastan anteojos; todos los dedos no llevan sortijas; todas las piernas no usan medias de seda; por lo tanto, el gusano de seda no fue creado para cubrir mis piernas, como vuestra boca se creó para que comiera y vuestro trasero para ir al retrete. Existen, pues, efectos inmediatos producidos por las causas finales y gran número de efectos que son productos lejanos de esas causas.

Todo lo que pertenece a la Naturaleza es uniforme, inmutable; es la obra inmediata del Maestro. Él es el que creó las leyes por las cuales la luna interviene en tres cuartas partes en la causa del flujo y reflujo del Océano, y el sol en la otra cuarta parte. Él es el que dotó al sol del movimiento de rotación, por el cual ese astro envía en siete minutos y medio los rayos de su luz hasta los ojos de los hombres, de los cocodrilos y de los gatos.

Pero si después de muchos siglos hemos conseguido inventar las tijeras y los asadores para cortar con aquéllas la lana de los corderos y cocerlos con éstos para comérnoslos, ¿qué puede inferirse de esto mas que un Dios nos formó de tal manera que un día llegásemos a ser innecesariamente industriosos y aficionados a comer carne?

Los corderos no nacen absolutamente para ser asados y comidos, porque muchas naciones se abstienen de comerlos. Los hombres no han sido creados esencialmente para matarse unos a otros, porque los brahmanes y los cuáqueros no matan a nadie, pero la materia con que somos amasados produce con frecuencia matanzas, como produce calumnias, vanidades, persecuciones e impertinencias. No quiere esto decir que la formación del hombre sea precisamente la causa final de nuestros furores y nuestras tonterías, porque una causa final es universal e invariable en todos los tiempos y en todos los lugares; pero los errores y los absurdos de la especie humana no por eso dejan de entrar en el orden eterno de las cosas. Cuando batimos el trigo, es el batidor la causa final de la separación del grano; pero si el batidor al funcionar aplasta mil insectos, no obra así por una voluntad determinada, ni tampoco por casualidad; obra así porque dichos insectos se encuentran cien veces a su alcance, en vez de huir de su enemigo.

Es consecuencia de la naturaleza de las cosas que un hombre ambicioso discipline algunas veces a millares de hombres, que sea vencedor o vencido. Pero no por eso podremos decir que Dios creó al hombre para que lo maten en la guerra.

Los instrumentos con que nos ha dotado la Naturaleza no pueden ser siempre causas finales en movimiento. Los ojos, que recibimos para ver, no siempre están abiertos; todos los sentidos tienen un movimiento de reposo, y hasta hay sentidos que no usamos nunca. Por ejemplo, le sucede eso a la desgraciada imbécil encerrada en un claustro desde los catorce años, y que tiene cerrada para siempre la puerta de su cuerpo por donde debía salir una generación nueva. No por eso deja de subsistir en este caso la causa final, pero obrará en cuanto dicha mujer sea libre.

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(1) Si es maligno, no es incapaz; y si es capaz, esto es, si tiene poder y sabiduría, no es maligno.
(2) O el mundo es infinito, o el espacio es infinito: elegid.

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