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CONCILIOS cristianos – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Confesión

 

CONCILIOS

I – Asamblea de eclesiásticos convocada para resolver dudas o cuestiones sobre puntos de fe y disciplina

Concilios - Diccionario Filosófico de VoltaireLa reunión de concilios no fue desconocida entre los sectarios de la religión de Zaratustra. Hacia el año 200 de la era vulgar, Ardeshir-Babecan, rey de Persia, reunió cuarenta mil sacerdotes para consultarles dudas que tenía respecto al paraíso y el infierno, que ellos llaman gehenna, término que los judíos adoptaron durante su cautividad en Babilonia. El más célebre de los magos, Erdavirat, se bebió tres vasos de vino narcotizado, y tuvo un éxtasis que le que duró siete días y siete noches, durante el cual su alma se transportó hasta Dios. Vuelto en sí de dicho éxtasis, robusteció la fe del rey, refiriéndole el sinnúmero de maravillas que había visto en el otro mundo y poniéndolas por escrito.

Sabido es que Jesús fue llamado Cristo, palabra tomada del griego, y su doctrina se llamó «cristianismo» o «evangelio», esto es, buena nueva, porque un sábado, en que, siguiendo su costumbre, entró en la sinagoga de Nazaret, donde se había educado, se aplicó a sí mismo el siguiente pasaje de Isaías, que acababa de leer: «El espíritu del Señor habla por mí, me llenó de su unción y me envió a predicar el Evangelio a los pobres.» Verdad es que los que estaban en la sinagoga le expulsaron de ella, le sacaron de la ciudad y le llevaron a la cumbre de una montaña para precipitarle desde lo alto (1). Sus deudos acudieron para apoderarse de él, porque decían ellos y los demás que había perdido el espíritu. Sin embargo, Jesús declaró constantemente que él no venía a destruir la ley ni las profecías, sino a cumplirlas.

Pero como no dejó nada escrito, como asegura San Jerónimo, sus primeros discípulos se dividieron en dos bandos respecto a la famosa cuestión de si era preciso circuncidar a los gentiles y mandarles que observaran la ley mosaica. Los apóstoles y los sacerdotes se reunieron entonces en Jerusalén para dilucidar esta cuestión, y después de varias conferencias, escribieron a sus hermanos que se encontraban entre los gentiles en Antioquía, en Siria y en Sicilia una carta, que venía a decir lo siguiente: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más cargos que éstos, que son necesarios: Que os abstengáis de comer las viandas consagradas a los ídolos, de beber sangre y de fornicar.»

La decisión de ese concilio no impidió que Pedro, estando en Antioquía, no cesase de comer carne con los gentiles, hasta que llegaron muchos circuncidados, que fueron siguiendo a Santiago. Pero Pablo, al ver que no caminaba recto como manda el Evangelio, le reprendió delante de todo el mundo, diciéndole: «Si tú, que eres judío, vives como les gentiles y no como los judíos, ¿por qué instas a los gentiles a judaizarse?» Efectivamente, Pedro vivía como los gentiles desde que tuvo un éxtasis, en el que vio abrirse el cielo y descender de él hasta la tierra un gran mantel que contenía un sinnúmero de animales de todas clases, como ya dijimos en otro artículo, y oyó una voz que le dijo: «Levántate, Pedro; mata y come.» Pablo, que reprendió a Pedro por usar de disimulo para que creyeran que todavía observaba la ley, se valió de una treta semejante en Jerusalén. Cuando supo que le acusaban de enseñar a los judíos que se encontraban entre los gentiles a renunciar a la ley de Moisés, fue a purificarse al templo durante siete días, con el objeto de que todos supiesen que era falso lo que se decía de él y que continuaba observando la ley. Y esto fue por consejo de todos los sacerdotes que se reunieron en casa de Santiago, que eran los mismos que habían decidido con el Espíritu Santo que esas observancias legales no eran necesarias.

Luego los concilios se dividieron en particulares y en generales. Los particulares son de tres clases: nacionales, que son los que convocan el príncipe, el patriarca o el primado; provinciales, que son los que reúne el metropolitano o el arzobispo, y diocesanos o sínodos, que son los que convocan los obispos. El decreto siguiente está sacado de uno de estos últimos concilios celebrado en Macón: «Todo laico que encuentre en el camino a un sacerdote o a un diácono le presentará el cuello para que se apoye en él; si el laico o el sacerdote van los dos a caballo, el laico se parará y saludará reverentemente al sacerdote, y si el sacerdote va a pie y el laico a caballo, el laico se apeará y no volverá a montar hasta que el eclesiástico esté a bastante distancia. Hay que cumplir estas disposiciones, so pena de ser interdicho el que no las cumpla durante el tiempo que le marque el metropolitano.»

La lista de los concilios celebrados ocupa más de diez y seis páginas en folio en el Diccionario de Moreli; por otra parte, los autores no están acordes en el número de concilios generales, por lo cual nos limitaremos aquí a exponer el resultado de los ochos primeros que se reunieron por orden de los emperadores.

Hubo dos sacerdotes en Alejandría que cuestionaron sobre si Jesús era Dios u hombre, y esta cuestión la tuvieron luego los demás sacerdotes y los obispos. Los pueblos se dividieron en dos opiniones, y promovieron tal desorden sus disputas, que los paganos se burlaban del cristianismo en sus teatros. El emperador Constantino escribió en los siguientes términos al obispo Alejandro y al sacerdote Arrio, autores del conflicto: «Esas cuestiones, que no son necesarias y provienen de una inútil ociosidad, pueden plantearse para excitar el ingenio, pero no deben llegar nunca al oído del pueblo. Divididos por cosa tan baladí, no es justo que gobernéis a vuestro antojo a una gran multitud del pueblo de Dios. Esa conducta es baja, pueril e indigna de sacerdotes y de hombres sensatos. No os digo esto para obligaros a que os pongáis de acuerdo sobre una cuestión tan frívola; podéis conservar vuestras ideas, con tal que esas sutilidades las conservéis secretas en el fondo del pensamiento.»

En vista de que no produjo resultado alguno la carta anterior, resolvió el emperador, por consejo de los obispos, convocar un Concilio ecuménico, esto es, de todo el mundo habitable, y escogió como sitio para reunir la asamblea la ciudad de Nicea. Allí se reunieron dos mil cuarenta y ocho obispos que, según refiere Eutiquio (2), fueron de distintas opiniones (3). El emperador, que tuvo la paciencia de oírles disputar muchos días sobre esa materia, quedó sorprendido al no verlos nunca unánimes, y el autor del Prefacio que va al frente de dicho Concilio dice que las actas de estas disputas ocupaban cuarenta volúmenes.

El número prodigioso de obispos que se reunieron no es increíble si nos fijamos en lo que refiere Usser, el cual dice que San Patricio, que vivía en el siglo V, fundó trescientas sesenta y cinco iglesias y ordenó a igual número de obispos, lo que prueba que entonces cada iglesia tenía su obispo, esto es, su vigilante. Es verdad, sin embargo, que el canon XIII del Concilio de Ancyra dice que los obispos de las ciudades hicieron cuanto les fue posible para privar de sus facultades a los obispos de las aldeas y para reducirlos a la condición de simples sacerdotes.

Se encuentra en el Concilio de Nicea una carta de Eusebio de Nicomedia que contiene manifiesta herejía y descubre la cábala del partido de Arrio. Entre otras cosas, dice éste que si reconocemos a Jesús como hijo de Dios increado, es indispensable reconocerle consustancial con el Padre. He aquí por qué Atanasio, diácono de Alejandría, persuadió a los Padres de que dejaran en suspenso la palabra «consustancial», que rechazó como impropia el Concilio de Antioquía. Pero es porque él la consideraba de un modo grosero; pero los ortodoxos explicaron la expresión consustancial de modo que el mismo emperador comprendió que no encerraba ninguna idea corporal, que no significaba división de la sustancia del Padre, que es absolutamente inmaterial y espiritual y que es preciso comprenderla de un modo divino e inefable. Demostraron también la injusticia que cometían los arrianos al rechazar esa palabra bajo el pretexto de que no se encuentra en la Sagrada Escritura, cuando ellos emplean muchas palabras que tampoco se encuentran en la Biblia

 

Convencido Constantino, escribió dos cartas para que se publicaran las ordenanzas del Concilio y tuvieran conocimiento de ellas los que no habían asistido a él. La primera, dirigida a las iglesias en general, dice que la cuestión de la fe ha sido examinada y esclarecida y ya no ofrece ninguna dificultad; en la segunda dice a varias iglesias, y en particular a las de Alejandría, que lo que trescientos obispos han ordenado no es otra cosa que la sentencia del Hijo único de Dios; que el Santo Espíritu ha declarado la voluntad de Dios por medio de los que recibieron su inspiración, por lo que nadie debe dudar ni tener opinión distinta, y todos los corazones buenos deben seguir el camino de la verdad.

Los escritores eclesiásticos no están acordes respecto al número de obispos que formaron ese Concilio. Eusebio dice que fueron doscientos cincuenta; Eustaquio de Antioquía cuenta doscientos setenta; San Atanasio, en la carta que escribió a los solitarios, refiere que fueron trescientos, lo mismo que dice Constantino; pero en su carta a los africanos consta que lo suscribieron trescientos diez y ocho. Esos cuatro autores fueron, sin embargo, testigos oculares y dignos de fe.

El número de trescientos diez y ocho, que el papa San León llama número misterioso, fue el adoptado por la mayoría de los Padres de la Iglesia. San Ambrosio asegura que el haberse reunido trescientos diez y ocho obispos fue una prueba de la presencia del Señor, Jesús, en el Concilio de Nicea, porque la cruz indica trescientos y el nombre de Jesús diez y ocho. San Hilario, defendiendo la palabra «consustancial», que admitió el Concilio de Nicea, aunque fue condenada cincuenta y cinco años antes en el Concilio de Antioquía, raciocina del siguiente modo: «Ochenta obispos rechazaron la palabra «consustancial», pero trescientos diez y ocho la admitieron. El número de estos últimos es para mí un número santo, porque es el de los hombres que acompañaban a Abraham cuando venció a los reyes impíos, y fue bendecido por el que representa al Sacerdote Eterno.» Selden refiere que Doroteo, metropolitano de Monembasa, decía que se reunieron en el citado Concilio trescientos diez y ocho Padres, porque habían transcurrido trescientos diez y ocho años desde la Encarnación. Los cronologistas convienen en que se reunió ese Concilio el año 325 de la era vulgar, pero Doroteo cercena siete años para poder hacer esa comparación. Todo esto es una bagatela; por otra parte, no empezaron a contarse los años desde la Encarnación de Jesús hasta el Concilio de Lestines, que se reunió el año 743. Dionisio el Pequeño imaginó esa época en su Cielo solar del año 526 y Bede la había ya empleado en su Historia eclesiástica

No debe extrañarnos que Constantino adoptara la opinión de los trescientos diez y ocho obispos que se decidieron en favor de la divinidad de Jesús, si tenemos en cuenta que Eusebio de Nicomedia, que era uno de los principales jefes del partido arriano, fue cómplice de la crueldad que manifestó Lucinio en las matanzas de los obispos y en la persecución de los cristianos. El mismo emperador le acusa de esto en la carta particular que escribió a la iglesia de Nicomedia. «Envió contra mí —dice en la citada carta— varios espías durante las perturbaciones; sólo le faltó hacer armas contra mí. Así me lo aseguran los sacerdotes y los diáconos partidarios suyos que yo apresé. Durante el Concilio de Nicea sostuvo con arrogancia y con imprudencia el error contra el testimonio de su conciencia unas veces, y otras imploró mi protección, por miedo de que le privara de su dignidad si resultaba convicto de haber cometido tan gran crimen. Me sorprendió vergonzosamente y me hizo creer todo lo que le convenía; después de eso ya sabéis lo que hizo con Theognis.»

Constantino se refiere al fraude que cometieron Eusebio de Nicomedia y Theognis de Nicea al firmar. En la palabra omonsius insertaron una y formaron la palabra omionsius, esto es, semejante en sustancia, y la primera de estas dos palabras significa la sustancia misma. Con tal proceder probaron esos dos obispos que cedían ante el temor de ser depuestos y desterrados, porque el emperador amenazó con el destierro a los que no quisieran firmar, y por eso otro Eusebio, que era obispo de Cesárea, aprobó la palabra «consustancial» después de combatirla el día anterior.

A pesar de la conminación de la referida pena, Thomas  de Marmarique y Segundo de Ptolemaique continuaron con terquedad siendo partidarios de Arrio. El Concilio los condenó, lo misma que a éste; Constantino los desterró y declaró en un edicto que castigaría con pena de muerte a todo el que se le probara que tenía escondido algún escrito de Arrio y no lo hubiera quemado. Tres meses después, Eusebio de Nicomedia y Theognis de Nicea fueron desterrados a las Galias. Se dijo que, habiendo sobornado al que custodiaba las actas del Concilio por orden del emperador, consiguieron borrar sus firmas, y además se dedicaron a propalar públicamente que no se debe creer que el Hijo sea consustancial con el Padre. Por fortuna, para reemplazar sus dos firmas y conservar el número misterioso de trescientos diez y ocho, idearon poner el libro de las actas del Concilio sobre los sepulcros de Crisanto y de Misonio, que murieron mientras se celebraban las sesiones del Concilio; pasaron allí la noche orando, y al día siguiente abrieron el libro y se encontraron con las firmas de los dos obispos fallecidos (4).

Utilizando un recurso parecido, los Padres del referido Concilio hicieron la distinción de libros auténticos y de libros apócrifos de la Sagrada Escritura (5); los pusieron todos juntos sobre el altar, y los libros apócrifos ellos mismos cayeron al suelo.

Otros dos concilios convocó el año 359 el emperador Constancio: en el primero se reunieron en Rímini cuatrocientos obispos, y en el segundo se juntaron en Seleucia ciento cincuenta. Después de largos debates, en uno y en otro rechazaron la palabra «consustancial», que en tiempos anteriores había condenado el Concilio de Antioquía, como ya dijimos; pero esos dos concilios sólo los reconocen los socinianos.

Los Padres que asistieron al Concilio de Nicea estuvieron tan ocupados con la consustancialidad del Hijo, que sin hacer mención alguna de la Iglesia en su símbolo, se concretaron a decir: «También creemos en el Espíritu Santo.» Reparó en este olvido el segundo Concilio general que Teodosio convocó en Constantinopla el año 381. En este Concilio declararon al Espíritu Santo señor y vivificante, que procede del Padre, que es adorado y glorificado con el Padre y con el Hijo, y que habló por boca de los profetas. Más adelante la Iglesia latina quiso que el Espíritu Santo procediera también del Hijo, y éste fue añadido al símbolo, primero en España el año 447, luego en Francia, en el Concilio de Lyón, el año 1274, y últimamente en Roma, a pesar de que los griegos se opusieron a esa innovación.

Establecida por fin la divinidad de Jesús, era natural que concediera a su madre el título de Madre de Dios; sin embargo, Nestorio, patriarca de Constantinopla, sostuvo en sus sermones que otorgar ese título sería justificar la locura de los paganos, que concedían madres a sus dioses. Para decidir esta grave cuestión, Teodosio el Joven convocó el tercer Concilio general en Éfeso el año 431, y en él se reconoció a María como Madre de Dios.

La segunda herejía de Nestorio, condenada también en Éfeso, fue reconocer dos personas en Jesús, lo que no impidió que, andando el tiempo, el patriarca Flaviano reconociera dos naturalezas en Jesús. Un monje llamado Eutiquio, que había combatido a Nestorio para poner en contradicción a los dos que acabamos de citar, aseguró que Jesús sólo tenía una naturaleza, pero esta vez se equivocó el monje, y aunque sostuvo su opinión a bastonazos en un numeroso Concilio de Éfeso, no por eso dejó de incurrir en anatema dos años después en el cuarto Concilio general que el emperador Marciano convocó en Calcedonia, en el que se reconocieron a Jesús dos naturalezas.

Faltaba saber si Jesús, siendo una persona y teniendo dos naturalezas, debía tener una o dos voluntades. El quinto Concilio general que en 553 se reunió por orden de Justiniano para discutir las contestaciones referentes a la doctrina de tres obispos, no tuvo tiempo para poner a discusión el importante asunto que hemos indicado. El sexto Concilio general que el año 680 reunió también en Constantinopla Constantino Pogonat, decidió que Jesucristo tiene dos voluntades; y ese Concilio, al condenar a los monotelistas, que sólo admiten que Dios tiene una sola voluntad, incluyó en el anatema al papa Honorio I, que en una carta que inserta Baronio dijo al patriarca de Constantinopla: «Confesamos que Jesucristo tiene una sola voluntad; ni los concilios ni la Sagrada Escritura nos autorizan a pensar de otra manera. Pero el saber si por motivo de las obras de divinidad y de humanidad que practica debe entenderse que verifica una o dos operaciones lo dejó a la decisión de los gramáticos, porque esto no importa nada.» Se ve, pues, que Dios permitió que la Iglesia griega y la Iglesia latina no tuviesen nada que reprocharse respecto a este punto; y así como el patriarca Nestorio fue anatematizado por haber reconocido dos personas en Jesús, lo fue también a su vez el papa Honorio por confesar que Jesús sólo tenía una voluntad.

El séptimo Concilio general, segundo de Nicea, lo reunió el año 787 Constantino, hijo de León y de Irene, para restablecer la adoración de las imágenes. Debemos advertir que los dos concilios de Constantinopla, celebrado el primero el año 730 y el segundo veinticuatro años después, acordaron proscribir el culto de las imágenes, conformándose a la ley mosaica y al uso de los primeros siglos del cristianismo. Por eso el decreto del segundo Concilio de Nicea dispone que los que no rindan adoración a las imágenes, como a la Trinidad, sean anatematizados. Este decreto sufrió algunas contradicciones; los obispos que en el año 789 se empeñaron en hacerle cumplir, en un Concilio de Constantinopla fueron expulsados de él por los soldados, y el año 794 lo rechazó también el Concilio de Francfort y se opusieron a su cumplimiento los libros que Carlomagno mandó publicar. Por fin confirmaron en Constantinopla el segundo Concilio de Nicea el emperador Miguel y Teodora su madre, el año 842, en un numeroso Concilio, que anatematizó a los que se opusieran al culto de las imágenes. Es digno de notarse que fueron dos mujeres las que protegieron dicho culto, las emperatrices Irene y Teodora.

Pasemos al octavo Concilio general. En la época del emperador Basilio, y convocado dicho Concilio por Ignacio, patriarca de Constantinopla, se condenó en él a la Iglesia latina sobre el filioque y otras prácticas, el año 866; Ignacio fue desterrado, y levantándole el destierro al año siguiente, el día 23 de noviembre, depuso en otro Concilio a Basilio, y el año 869, la Iglesia latina, a su vez, condenó a la Iglesia griega en un Concilio que aquélla llamó octavo Concilio general, mientras que los orientales dan esa numeración a otro Concilio que diez años después anuló los decretos del precedente y restableció en el trono a Basilio.

Esos cuatro concilios se reunieron en Constantinopla. Los demás, que los latinos llaman generales (sin reunirse en ellos mas que los obispos de Occidente), fundándose los papas en falsas decretales, se fueron apropiando insensiblemente el derecho de convocarlos. El último, que se verificó en Trento y duró desde el año 1545 hasta el año 1563, no sirvió ni para atraerse a los enemigos del papismo ni para subyugarlos. Los decretos sobre la disciplina no se han admitido casi en ninguna nación católica y no produjeron otro efecto que justificar las siguientes palabras de San Gregorio Nacianceno: «No conozco ningún Concilio que tuviera buen resultado y no sirviera para aumentar los males más que para curarlos. El afán de la controversia y la ambición van más allá de lo que debían en todas esas asambleas de obispos» (6). 

II – Noticia de los concilios generales

Antiguamente significaba lo mismo asamblea, Consejo de Estado, Parlamento y Estados generales. En aquellos tiempos no escribían en celta, ni en alemán, ni en español; lo poco que se escribía lo escribían los eclesiásticos y estaba redactado en lengua latina, y bajo la denominación de conciliara comprendían las asambleas de todas clases. De esto proviene que en los siglos VI, VII y VIII se encuentren tantos concilios, que en realidad eran Consejos de Estado.

Pero en este artículo sólo nos ocuparemos de los grandes concilios que llaman «generales» la Iglesia griega y la Iglesia latina, y que se llamaron «sínodos» en Roma y en Oriente en los primeros siglos del cristianismo, pues los latinos tomaron de los griegos los nombres y las cosas.

En 335 se celebró en la ciudad de Nicea un gran Concilio que convocó Constantino. La fórmula de su decisión fue la siguiente: «Creemos que Jesús es consustancial con el Padre, Dios de Dios, luz de luz, engendrado y no formado; y lo mismo creemos del Santo Espíritu.»

En el año 359 el emperador Constancio convocó el gran Concilio de Rímini y de Seleucia, en el que se reunieron seiscientos obispos y un número prodigioso de sacerdotes. Esos dos concilios, de común acuerdo, destruyeron lo que el Concilio de Nicea acordó, proscribiendo la consustancialidad; por eso más tarde se tuvieron por apócrifos.

En 381, por mandato del emperador Teodosio, se reunió un gran Concilio en Constantinopla, en el que tomaron parte ciento cincuenta obispos, que anatematizaron al Concilio de Rímini. Lo presidio San Gregorio Nacianceno, y el obispo de Roma envió representantes. Se añadió al símbolo de Nicea lo siguiente: «Encarnaron a Jesucristo el Espíritu Santo y la Virgen María; fue crucificado por remidirnos bajo el poder de Poncio Pilatos; le enterraron y resucitó al tercer día y se sentó a la derecha del Padre. Creemos también en el Espíritu Santo, que es vivificante y que procede del Padre.»

En 431 se reunió el Concilio de Éfeso, convocado por el emperador Teodosio II. Nestorio, obispo de Constantinopla, que persiguió violentamente a los que no eran de su opinión sobre algunos puntos de teología, fue perseguido a su vez por sostener que la Santa Virgen María, madre de Jesucristo, no era madre de Dios, porque en su opinión, siendo Jesucristo el verbo Hijo de Dios consustancial con su Padre, María no podía ser a un mismo tiempo madre de Dios Padre y madre de Dios Hijo. San Cirilo se encolerizó contra él, Nestorio pidió la reunión de un Concilio ecuménico, lo consiguió, y fue condenado por el Concilio; pero San Cirilo también fue depuesto. El emperador anuló todo lo que se había acordado en dicho Concilio, pero luego permitió que se volviera a reunir. Los representantes de Roma llegaron a él demasiado tarde y aumentaron las perturbaciones. El emperador mandó arrestar a Nestorio y a Cirilo y que todos los obispos regresaran a sus iglesias, y no se acordó nada. Eso es lo que sucedió en el famoso Concilio de Éfeso.

En el año 449 se celebró otro Concilio en Éfeso, al que asistieron ciento treinta obispos, y lo presidió Dioscoro, obispo de Alejandría. Asistieron allí dos representantes de la Iglesia de Roma y muchísimos abades. Se trató en esa asamblea de saber si Jesucristo tenía dos naturalezas. Los obispos y los frailes de Egipto decían «que debían partir por la mitad a los que querían dividir en dos a Jesucristo». Anatematizaron la creencia de que Jesucristo tenía dos naturalezas, y llegaron a las manos en pleno Concilio, como sucedió en los pequeños concilios de Cirta y de Cartago.

En 451 reunióse el gran Concilio de Calcedonia, convocado por Pulqueria, que se casó con Marciano, imponiéndole la condición de que tenía que ser su primer vasallo San León, obispo de Roma, que gozaba de extraordinaria influencia, sacando partido de las perturbaciones que suscitaron en el Imperio las disputas sobre las dos naturalezas, y que presidió dicho Concilio, representado por legados que envió con este objeto, y ésta fue la primera vez que presidio un Papa. Los Padres del Concilio, temiendo que la Iglesia de Occidente intentara de ese modo adquirir superioridad sobre la de Oriente, decidieron en el canon XVIII que la Santa Sede de Constantinopla y la de Roma gozasen de las mismas ventajas y de los mismos privilegios. Éste fue el origen de la larga enemistad que se tienen desde entonces las dos Iglesias.

En el Concilio de Calcedonia se decidió que Jesucristo era una sola persona con dos naturalezas. Nicéforo refiere que en ese Concilio los obispos, después de larga discusión respecto al culto de las imágenes, pusieron por escrito cada uno de ellos su opinión en el sepulcro de Santa Eufemia, en el que pasaron la noche rezando. Al día siguiente, los escritos que contenían opiniones ortodoxas se encontraron en la mano de la santa, y los demás escritos se encontraron a sus pies.

En 553 se reunió un gran Concilio en Constantinopla, convocado por Justiniano, que se jactaba de ser teólogo. Se pusieron en él a discusión tres escritos diferentes, que hoy se desconocen, y que llamaron los «tres capítulos». Cuestionóse también sobre algunos pasajes de Orígenes. Virgilio, obispo de Roma, pensó asistir a dicho Concilio, pero el emperador Justiniano mandó que le encerraran en la cárcel. Lo presidió el patriarca de Constantinopla, y no asistieron a él representantes de la Iglesia latina, porque entonces el griego casi era desconocido en Occidente, sumido completamente en la barbarie.

En 680 se reunió otro Concilio general en Constantinopla, convocado por el emperador Constantino el Barbudo. Los latinos llamaron a este Concilio in trullo, porque se celebró en un salón del palacio imperial. El emperador lo presidio; a su derecha se sentaron los patriarcas de Constantinopla y de Antioquía, y a su izquierda los enviados de Roma y Jerusalén. Decidieron en él que Jesucristo tenía dos voluntades, y anatematizaron al papa Honorio I por monotelista, o sea porque opinaba que Jesucristo sólo tenía una voluntad.

En 787 se reunió el Concilio de Nicea, convocado por Irene, en representación del emperador Constantino, su hijo, al que había mandado sacar los ojos. Su marido León había abolido el culto de las imágenes, como costumbre contraria a la sencillez de los primeros siglos y que favorecía la idolatría; pero Irene lo restableció, y hasta ella misma tomó la palabra en el Concilio, el único que presidió una mujer. Se sentaron en él dos delegados del papa Adrián IV, y no hablaron porque no entendían el griego; el patriarca de Tareze consiguió allí todo lo que quiso.

Siete años después, habiendo oído decir los francos que un Concilio de Constantinopla había ordenado la adoración de las imágenes, reunieron un Concilio bastante numeroso en Francfort por orden de Carlos, hijo de Pepino, que después se llamó Carlomagno. En él se condenó al segundo Concilio de Nicea, «como sínodo impertinente y arrogante, reunido en Grecia para adorar pinturas».

En 842 se reunió un gran Concilio en Constantinopla, convocado por la emperatriz Teodora, en el que se estableció solemnemente el culto de las imágenes. Los griegos celebran todavía una fiesta en honor de ese gran Concilio, que llaman la fiesta de la ortodoxia.

En 861 se reunió un gran Concilio en Constantinopla, al que asistieron trescientos diez y ocho obispos, convocado por el emperador Miguel; en él depusieron a San Ignacio, patriarca de Constantinopla, y eligieron a Fortio para desempeñar dicho cargo.

En 866, en otro gran Concilio de Constantinopla, depusieron al papa Nicolás I, por contumaz y excomulgado.

En 869, en otro gran Concilio celebrado también en Constantinopla, fue Fortio depuesto y excomulgado a su vez, y San Ignacio rehabilitado en su cargo.

En 879, en otro Concilio de Constantinopla, después que Fortio volvió a ejercer el cargo, le reconocieron por verdadero patriarca los legados del papa Juan VIII, y consideraron como conciliábulo el gran Concilio ecuménico que había depuesto a Fortio.

El papa Juan VIII declaró que son verdaderos Judas todos los que dicen que el Santo Espíritu procede del Padre y del Hijo.

En los años 1122 y 1123 se reunió un gran Concilio en Roma, que se celebró en la iglesia de San Juan de Letrán por convocatoria del papa Calixto II. Éste fue el primer Concilio general que convocaron los papas. Entonces los emperadores de Occidente casi carecían de autoridad, y los emperadores de Oriente, abrumados por los mahometanos y por las Cruzadas, sólo podían celebrar insignificantes concilios.

Por otra parte, no se sabe con certeza cuál era la iglesia de Letrán. Unos dicen que era un edificio que construyó un personaje que se llamaba Letranus, en la época de Nerón, y otros sostienen que es la misma iglesia de San Juan que construyó el obispo Silvestre.

En ese Concilio los obispos se declararon abiertamente contra los frailes, y decían: «Los frailes poseen las iglesias, los campos, los castillos, los diezmos, las ofrendas de los vivos y de los muertos; sólo falta que nos quiten el báculo y el anillo.» A pesar de esta oposición de los obispos, los frailes continuaron poseyendo lo mismo.

En 1139 se celebró otro gran Concilio en Letrán, convocado por el papa Inocencio II, en el que se dice que se reunieron mil obispos, número que me parece excesivo. En ese Concilio declararon que el diezmo eclesiástico era de «derecho divino», y excomulgaron a los laicos que cobraran diezmos.

En 1179 se celebró otro Concilio en Letrán por orden del papa Alejandro III; se reunieron allí trescientos dos obispos latinos y un abad griego. Los decretos que publicaron fueron todos referentes a disciplina eclesiástica. Prohibieron obtener pluralidad de beneficios.

En 1215 se efectuó el último Concilio general de Letrán, por mandato de Inocencio III, y se reunieron cuatrocientos doce obispos y ochocientos abades. En aquella época, que fue la de las Cruzadas, los papas habían establecido un patriarca latino en Jerusalén y otro en Constantinopla, y esos patriarcas acudieron al Concilio.

Esa asamblea declaró «que después de dictar Dios a los hombres la doctrina de salvación por medio de Moisés, hizo nacer a su hijo de una virgen para indicarnos con más claridad el camino, y que nadie puede salvarse fuera del gremio de la Iglesia católica».

La palabra «transustanciación» sólo se conoció después de ese Concilio, en el que se prohibió fundar nuevas órdenes religiosas; pero a pesar de la prohibición, andando los tiempos se fundaron ochenta más. En ese Concilio despojaron de todas su tierras a Raimundo, conde de Tolosa.

En 1245 se reunió un gran Concilio en la ciudad imperial de Lyon. Inocencio IV hizo que asistieran a él el emperador de Constantinopla, Juan Paleólogo, que se sentó a su lado, y depuso al emperador Federico II, por «felón», y concedió el sombrero rojo a los cardenales, como distintivo de guerra contra Federico. Éste fue el principio de treinta años de guerras civiles.

En 1274 se reunió en Lyon otro Concilio, al que asistieron quinientos obispos, setenta abades superiores y mil inferiores. El emperador griego, Miguel Paleólogo, para atraerse la protección del Papa, envió al patriarca griego Teófano y al obispo de Nicea para que le representasen en el Concilio.

En 1311 el papa Clemente V convocó un Concilio general en la pequeña ciudad de Viena, perteneciente al Delfinado, y en él abolió la orden de los templarios. Mandó quemar en la hoguera a los principales de ellos, imputándoles todo lo que antiguamente se imputó a los primitivos cristianos.

En 1414 se efectuó el gran Concilio de Constanza, por convocatoria del emperador Segismundo, y en él depusieron al papa Juan XXIII, convicto de varios crímenes, y ordenaron que muriesen en la hoguera Juan Huss y Jerónimo de Praga, por herejes contumaces.

En 1431 se verificó el gran Concilio de Basilea, en el que en vano depusieron al papa Eugenio IV, que fue más hábil que el Concilio.

En 1438 se efectuó el gran Concilio de Ferrara, que se trasladó a Florencia, y en el que el Papa excomulgado excomulgó al Concilio y le declaró criminal de lesa Majestad. Se hizo allí una unión que equivalió a una farsa con la Iglesia griega, abrumada por los sínodos turcos, que se celebraban espada en mano.

Quiso el papa Julio II que el Concilio que convocó en Letrán en 1512 pasara por Concilio ecuménico. En él excomulgó solemnemente a Luis XII y puso en entredicho a Francia, citando al Parlamento de Provenza para que compareciese ante él. Excomulgó además a todos los filósofos, porque la mayoría de ellos eran partidarios del rey Luis XII.

El Concilio de Trento, que convocó el papa Pablo III en 1537, se reunió primero en Mantua, y luego, en 1545, en Trento, y terminó en diciembre de 1563, durante el papado de Pío IV. Los príncipes católicos lo acataron en cuanto al dogma, pero sólo dos o tres de ellos le obedecieron respecto a la disciplina.

Existe en el Vaticano un magnífico cuadro que contiene la lista de los concilios generales. En ese cuadro sólo están inscritos los que aprobó la corte de Roma. Cada uno pone lo que quiere en sus archivos.

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(1) San Marcos, cap. III, vers. 21.—N. de V.
(2) Anales de Alejandría, pág. 440.
(3) Selden, De los orígenes de Alejandría
(4) Nicéforo, lib. VIII, cap. XXIII.
(5) Concilios de Labbe, t. I, pág. 84.
(6) San Gregorio Nacianceno, carta LV.

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